Un
utilitarismo penal reformado. El doble fin del
derecho penal: la prevención de los delitos y la prevención de las penas
informales
Los vicios ideológicos de las doctrinas de justificación y/o de las
justificaciones corrientes,
parecerían dar apoyo a los proyectos abolicionistas que desde muchos ángulos[21]
han sido recientemente repropuestos. Ninguno de los fines indicados por dichas
doctrinas parece, en efecto, por sí mismo suficiente como para justificar aquella violencia
organizada y programada que es la pena, contra un ciudadano inerme. Como es natural, ésta sería una conclusión impropia, tanto
lógica como
teóricamente. Lógicamente impropia, porque la fallida satisfacción de fines
justificadores e incluso su ausente identificación, no son razones suficientes
-según la ley de Hume- para fundardoctrinas normativas, tales como lo son las abolicionistas. Teóricamente
impropia, porque las doctrinas normativas de semejante género son a su vez
valoradas sobre la base de las perspectivas que su actuación abriría.
Veremos más adelante que tales perspectivas no son para nada atrayentes. No
obstante, al abolicionismo penal[22] deben reconocérsele dos méritos que no
deben dejarse de lado. Puesto que en la prefiguración de la sociedad futura
dichas perspectivas expresan una explícita confusión entre derecho y moral con
consecuencias inevitablemente iliberales,[23] es en la crítica de la sociedad
presente que ellas están por el contrario orientadas a separar -hasta su
contraposición- las instancias éticas de justicia y el derecho positivo
vigente. Esta contraposición se manifiesta, por un lado, en la deslegitimación
de los ordenamientos existentes o de sus partes singulares; por otro lado, en
la justificación de los delitos antes que de las penas respecto de los cuales
éstas revelan sus causas sociales o psicológicas, o sus legítimas motivaciones
políticas o la ilegitimidad moral de los intereses lesionados por tales
delitos. El punto de vista abolicionista -precisamente por que se coloca de la
parte de quien sufre el costo de las penas antes que del poder punitivo y es
por lo tanto programáticamente externo a las instituciones penales vigentes- ha
tenido entonces el mérito de favorecer la autonomía de la criminología crítica
y de provocar asimismo las investigaciones sobre los orígenes culturales y
sociales de la desviación como de la relatividad histórica ypolítica de los
intereses penalmente protegidos. Pero, por ello, también ha permitido -quizá
más que cualquier otro- contrastar la latente legitimidad moral de la filosofía
y de la ciencia penal oficiales.
Existe luego un segundo mérito -más pertinente para nuestro problema porque es
de carácter eurístico y metodológico- que es necesario reconocer a las
doctrinas abolicionistas. Deslegitimando el derecho penal desde una óptica
programáticamente externa y denunciando la arbitrariedad, como también los costos y los sufrimientos
que él acarrea, los abolicionistas vuelcan sobre los justificacionistas el peso
de la justificación. Esta inversión del
cargo de la prueba se agrega, por lo tanto, a los otros requisitos de nuestro
modelo normativo de justificación de la pena. Las justificaciones adecuadas de
aquel producto humano y artificial, que es el derecho penal, deben ofrecer unas
réplicas convincentes a las hipótesis abolicionistas, demostrando no sólo que
la suma global de los costos que él provoca es inferior a la de las ventajas
procuradas, sino también que lo mismo puede decirse de sus penas, de sus
prohibiciones y de sus técnicas de verificación. Y puesto que el punto de vista
externo de los abolicionistas es el de los destinatarios de las penas, es
también con referencia al primero que las justificaciones ofrecidas deberán ser
satisfactorias y antes aun pertinentes.
Partiendo del punto de vista radicalmente externo de las doctrinas
abolicionistas, intentaré aquí elaborar un modelo normativo de justificación de
la pena que sea lógicamente consistente gracias alos requisitos metaéticos
indicados en el párrafo 2 y al mismo tiempo capaz de replicar a la provocación
abolicionista.
Ha sido visto en el parágrafo precedente que el límite común a todas las
doctrinas utilitaristas es la asunción, como fin de la pena, de la sola
prevención de «delitos similares»[24] respecto del delincuente y de los otros
ciudadanos. Esta concepción del fin hace del moderno utilitarismo
penal un utilitarismo dividido, que observa solamente la máxima utilidad de la
mayoría y consecuentemente se expone a tentaciones de autolegitimación y a
involuciones autoritarias hacia modelos de derecho penal máximo. Se comprende
que un fin semejante no está en condiciones de dictar algún límite máximo, sino
únicamente el límite mínimo por debajo del
cual ese fin no es adecuadamente realizable y la sanción no es más una «pena»
sino una «tasa». Lo que más cuenta además, en el plano metaético, es que los medios penales y
los fines extrapenales resultan heterogéneos entre ellos y no comparables;
atendiendo a sujetos diferentes, los males representados por los primeros no
son, en efecto, comparables, ni éticamente justificables, con los bienes
representados por los segundos.
Para obviar estos defectos y para fundamentar una adecuada doctrina de la
justificación y también de los límites del
derecho penal, es entonces necesario recurrir a un segundo parámetro
utilitario: más allá del
máximo bienestar posible para los no desviados, hay que alcanzar también el
mínimo malestar necesario de los desviados. Este segundo parámetro señala un
segundo fin justificador,cual es: el de la prevención, más que de los delitos,
de otro tipo de mal, antitético al delito que habitualmente es olvidado tanto
por las doctrinas justificacionistas como
por las abolicionistas. Se alude aquí a la mayor reacción (informal, salvaje,
espontánea, arbitraria, punitiva pero no penal) que en ausencia de penas
manifestaría la parte ofendida o ciertas fuerzas sociales e institucionales con
ella solidarias. Creo que evitar este otro mal, del
cual sería víctima el delincuente, representa el fin primario del derecho penal. Entiendo decir con ello
que la pena no sirve únicamente para prevenir los injustos delitos, sino
también los injustos castigos; la pena no es amenazada e infligida ne peccetur,
también lo es ne punietur; no tutela solamente la persona ofendida por el
delito, del
mismo modo protege al delincuente de las reacciones informales, públicas o
privadas. En esta perspectiva la «pena mínima necesaria» de la cual hablaron
los iluministas no es únicamente un medio, es ella misma un fin: el fin de la
minimización de la reacción violenta contra el delito. Este fin, entonces, a
diferencia del de la prevención de los delitos, es también idóneo para indicar
-por su homogeneidad con el medio- el límite máximo de la pena por encima del
cual no se justifica la substitución de las penas informales.
Una concepción semejante del
fin de la pena no es extraña a la tradición iluminista, pero es dentro de ella
donde se confunde con la teoría explicativa acerca del origen y de la función
histórica de la pena. Según una idea ampliamente difundida y de claraderivación
jusnaturalista pero también contractualista, la pena es primero el producto de
la socialización y segundo el de la estatalización de la venganza privada,
concebida a su vez como expresión del derecho natural «de defensa» que
pertenece a cada hombre para su conservación en el estado de naturaleza.[25]
Empero, es sobre esta idea que se ha basado a menudo la tesis de la continuidad
histórica y teórica entre pena y venganza. Esta situación indica claramente un
paralogismo, en el cual no sólo han caído muchos retribucionistas, sino también
otros tantos utilitaristas -de Filangieri[26] a Romagnosi[27] y de Carrara[28]
a Enrico Ferri[29]-, todos los cuales han concebido y justificado el derecho
penal como derecho (no más natural sino positivo) de defensa a través del que
se habría desarrollado y perfeccionado el derecho natural de defensa
individual.
Esta tesis debe rechazarse. En efecto, el derecho penal no nace como negación de la venganza sino como
desarrollo, no como continuidad sino como discontinuidad y en
conflicto con ella; y se justifica no ya con el fin de asegurarla, sino con el
de impedirla. Es verdad que la pena, históricamente, substituye a la venganza
privada. Pero esta substitución no es ni explicable históricamente ni tanto
menos justificable axiológicamente con el fin de mejor satisfacer el deseo de
venganza; por el contrario, sólo se puede justificar con el fin de poner
remedio y de prevenir las manifestaciones. En este sentido es posible decir que
la historia del derecho penal y de la pena
puede ser leída como
la historia de unalarga lucha contra la venganza. El primer paso de esta
historia se da cuando la venganza fue regulada como derecho-deber privado,
superando a la parte ofendida y a su grupo parental según los principios de la
venganza de la sangre y la ley del talión. El segundo paso, mucho más decisivo,
se marcó cuando se produjo una disociación entre el juez y la parte ofendida,
de modo que la justicia privada -los duelos, los linchamientos, las ejecuciones
sumarias, los ajustes de cuentas- fue no sólo dejada sin tutela sino también
prohibida. El derecho penal nace precisamente en este momento, o sea cuando la
relación bilateral parte ofendida/ofensor es substituida por una relación
trilateral, que ve en tercera posición o como
imparcial a una autoridad judicial. Es por esto que cada vez que un juez aparece
animado por sentimientos de venganza, o parciales, o de defensa social, o bien
el Estado deja un espacio a la justicia sumaria de los particulares, quiere
decir que el derecho penal regresa a un estado salvaje, anterior al nacimiento
de la civilización.
Esto no significa, naturalmente, que el fin de la prevención general de los
delitos no constituya una finalidad esencial del derecho penal. Significa más bien que el
derecho penal está dirigido a cumplir una doble función preventiva, una como
otra negativa, o sea a la prevención de los delitos y a la prevención general
de las penas privadas o arbitrarias o desproporcionadas. La primera función
indica el límite mínimo, la segunda el límite máximo de las penas. De los dos
fines, el segundo, a menudo abandonado, es sinembargo el más importante. Esto
es así pues, mientras es indudable la idoneidad del derecho penal para
satisfacer eficazmente al primero -no pudiéndose desconocer las complejas
razones sociales, psicológicas y culturales, no ciertamente neutralizables con
el único temor de las penas- es en cambio mucho más cierta su idoneidad, además
que su necesidad, para satisfacer el segundo, aun cuando se haga con penas
modestas y poco más que simbólicas.