Albert Einstein, en una de sus últimas actuaciones profesionales antes de morir
en 1955, escribió un prólogo breve pero elogioso al libro del geólogo Charles
Hapgood, titulado La cambiante corteza de la Tierra: una clave para algunos
problemas básicos de la ciencia de la Tierra. El libro era un ataque firme a la
idea de que los continentes estaban en movimiento. En un tono que casi invitaba
al lector a unirse a él en una risilla tolerante, Hapgood comentaba que unas
cuantas almas
crédulas habían apreciado «una aparente correspondencia de forma entre algunos
continentes». Daba la impresión, proseguía, «de que Suramérica podría unirse a
África,y así sucesivamente… Se afirmaba incluso que las formaciones rocosas de
las orillas opuestas del Atlántico se correspondían».
El señor Hapgood desechaba esas ideas tranquilamente, indicando que geólogos como K. E. Caster y J. C.
Mendes habían hecho abundante trabajo de campo en ambas costas del Atlántico y
habían demostrado, indiscutiblemente, que no existían tales similitudes. Sabe Dios
qué rocas examinarían los señores Caster y Mendes, porque, en realidad, muchas
de las formaciones rocosas de ambos litorales del Atlántico son las mismas… No
son sólo muy parecidas, sino que son idénticas.
No se trataba de una idea con la que estuviesen de acuerdo ni el señor Hapgood
ni muchos otros geólogos de su época. La teoría a que aludía Hapgood había sido
postulada por primera vez en 1908 por un geólogo aficionado estadounidense,
llamado Frank Bursley Taylor. Taylor
procedía de una familia acaudalada, disponía de medios y estaba libre de
limitaciones académicas, por lo que podía emprender vías de investigación
heterodoxas. Era uno de los sorprendidos por la similitud de forma entre los
litorales opuestos de África y de Suramérica y dedujo, a partir de esa
observación, que los continentes habían estado en movimiento en otros tiempos.
Propuso -resultó una idea clarividente- que el choque de los continentes podría
haber hecho surgir las cadenas montañosas del planeta. No consiguió aportar pruebas, sin
embargo, y la teoría se consideró demasiado estrambótica para merecer una
atención seria.Pero un teórico alemán, Alfred Wegener, tomó la idea de Taylor y prácticamente se
la apropió. Wegener era un meteorólogo de la Universidad de Marburg. Investigó
numerosas muestras de plantas y animales fósiles, que no encajaban en el modelo
oficial de la historia de la Tierra, y comprendió que tenía muy poco sentido si
se interpretaba de forma convencional. Los fósiles de animales aparecían
insistentemente en orillas opuestas de océanos que eran demasiado grandes para
cruzarlos a nado. sCómo habían viajado, se preguntó, los marsupiales desde
Suramérica hasta Australia?
sCómo aparecían caracoles idénticos en Escandinavia y en Nueva Inglaterra? Y,
puestos a preguntar, scómo se explicaban las vetas carboníferas y demás restos
semitropicales en lugares tan gélidos como Spitsbergen, más de 600 kilómetros
al norte de Noruega, si no habían emigrado allí de algún modo desde climas más
cálidos?
Wegener elaboró la teoría de que los continentes del mundo habían sido en tiempos una sola
masa terrestre que denominó Pangea, donde flora y fauna habían podido
mezclarse, antes de dispersarse y acabar llegando a sus emplazamientos
actuales. Expuso la teoría en un libro titulado Die Entstehung der Kontinente
und Ozeane, o The Origin of Continente and Oceans [El origen de los continentes
y los océanos], publicado en alemán en 1912. y en inglés (pese a haber
estallado entre tanto la Primera Guerra Mundial) tres años más tarde.
La teoría de Wegener no despertó al principio mucha atención debido a la
guerra.Pero, en 1920, publicó una edición revisada y ampliada que se convirtió
enseguida en tema de debate. Todo el mundo aceptaba que los continentes se
movían… pero hacia arriba y hacia abajo, no hacia los lados. El proceso del movimiento vertical, conocido como
isostasia, fue artículo de fe en geología durante generaciones, aunque nadie
disponía de teorías sólidas que explicasen cómo y por qué se producía. Una idea que
persistió en los libros de texto hasta bien entrada mi época de estudiante era
la de la «manzana asada», propuesta por el austriaco Eduard Suess poco antes de
fin de siglo. Suess afirmaba que, cuando la Tierra fundida se había enfriado,
se había quedado arrugada igual que una manzana asada, formándose así las
cuencas oceánicas y las cadenas de montañas. No importaba que James Hutton
hubiese demostrado hacía mucho tiempo que cualquier disposición estática de ese
género desembocaría en un esferoide sin rasgos en cuanto la erosión alisase los
salientes y rellenase los huecos. Estaba también el problema, planteado por
Rutherford y Soddy años antes en el mismo siglo, de que los elementos térreos
contenían inmensas reservas de calor… demasiado para que fuese posible el tipo
de enfriamiento y arrugamiento que proponía Suess. Y, de todos modos, si la
teoría de Suess fuese correcta, las montañas estarían distribuidas de modo
uniforme en la superficie de la Tierra, lo que claramente no era así; y serían
todas más o menos de la misma edad. Sin embargo, a principios de la década de
1900,ya era evidente que algunas cordilleras, como
los Urales y los Apalaches, eran cientos de millones de años más antiguas que
otras, como los
Alpes y las Rocosas. Es indudable que todo estaba a punto para una nueva teoría.
Por desgracia, Alfred Wegener no era el hombre que los geólogos querían que la
proporcionase.
En primer lugar, sus ideas radicales ponían en entredicho las bases de la
disciplina, lo que no suele ser un medio eficaz de generar simpatía entre el público
interesado. Un reto de ese tipo habría sido bastante doloroso procediendo de un
geólogo, pero Wegener no tenía un historial en geología. Era meteorólogo, Dios
santo. Un hombre del tiempo… un hombre del tiempo alemán. Eran
defectos que no tenían remedio.
Así que los geólogos se esforzaron todo lo posible por refutar sus pruebas y
menospreciar sus propuestas. Para eludir los
problemas que planteaba la distribución de los fósiles, postularon «puentes de
tierra » antiguos siempre que era necesario. Cuando se descubrió que un caballo
antiguo llamado Hipparion había vivido en Francia y en Florida al mismo tiempo, se tendió un puente
de tierra que cruzaba el Atlántico. Cuando se llegó a la conclusión de que
habían existido simultáneamente tapires antiguos en Suramérica y en el sureste
asiático, se tendió otro puente de tierra. Los mapas de los mares prehistóricos
no tardaron en ser casi sólidos debido a los puentes de tierra hipotéticos que
iban desde Norteamérica a Europa, de Brasil a África, del sureste asiático a
Australia,desde Australia a la Antártida… Estos zarcillos conexores no sólo
habían aparecido oportunamente siempre que hacía falta trasladar un organismo
vivo de una masa continental a otra, sino que luego se habían esfumado
dócilmente sin dejar rastro de su antigua existencia. De todo esto, claro, no
había ninguna prueba -nada tan erróneo podía probarse-. Constituyó, sin
embargo, la ortodoxia geológica durante casi medio siglo.
Ni siquiera los puentes de tierra podían explicar algunas cosas. Se descubrió
que una especie de trilobite muy conocida en Europa había vivido también en
Terranova… pero sólo en un lado. Nadie podía explicar convincentemente cómo se
las había arreglado para cruzar 3.000 kilómetros de océano hostil y no había
sido capaz después de abrirse paso por el extremo de una isla de 30o kilómetros
de anchura. Resultaba más embarazosa aún la anomalía que planteaba otra especie
de trilobite hallada en Europa y en la costa noroeste del
Pacífico de América, pero en ningún otro lugar intermedio, que habría exigido
un paso elevado más que un puente de tierra como explicación. Todavía en 1964, cuando la
Enciclopedia Británica analizó las distintas teorías, fue la de Wegener la que
se consideró llena de «numerosos y graves problemas teóricos». Wegener cometió
errores, por supuesto. Aseguró que Groenlandia se estaba desplazando hacia el
oeste a razón de 1,6 kilómetros por año, un disparate evidente. (El
desplazamiento se aproxima más a un centímetro.) Sobre todo no pudo ofrecer
ningunaexplicación convincente de cómo se movían las masas continentales. Para
creer en su teoría había que aceptar que continentes enormes se habían
desplazado por la corteza sólida como
un arado por la tierra, pero sin dejar surcos a su paso. Nada que se conociese
entonces podía explicar de forma razonable cuál era el motor de aquellos
movimientos gigantescos.
Fue el geólogo inglés Arthur Holmes, que tanto hizo por determinar la edad de
la Tierra, quien aportó una sugerencia. Holmes fue el primer científico que
comprendió que el calentamiento radiactivo podía producir corrientes de convección en el interior de la
Tierra. En teoría, dichas corrientes podían ser
lo suficientemente fuertes como
para desplazar continentes de un lado a otro en la superficie. En su popular
manual Principios de geología física, publicado por primera vez en 1944 y que
tuvo gran influencia, Holmes expuso una teoría de la deriva continental que es,
en sus ideas fundamentales, la que hoy prevalece. Era aún una propuesta radical
para la época y fue muy criticada, sobre todo en Estados Unidos, donde la
oposición a la deriva continental persistió más que en ninguna otra parte. A un
crítico le preocupaba -lo decía sin sombra de ironía- que Holmes expusiese sus
argumentos de forma tan clara y convincente que los estudiantes pudiesen llegar
realmente a creérselos. En otros países, sin embargo, la nueva teoría obtuvo un
apoyo firme aunque cauto. En 1950, una votación de la asamblea anual de la
Asociación Británica para elProgreso de la Ciencia, puso de manifiesto que
aproximadamente la mitad de los asistentes aceptaba la idea de la deriva
continental.6 (Hapgood citaba poco después esa cifra como prueba de lo
trágicamente extraviados que estaban los geólogos ingleses.) Es curioso que el
propio Holmes dudara a veces de sus convicciones. Como confesaba en 1953: «Nunca he conseguido
librarme de un fastidioso prejuicio contra la deriva continental; en mis huesos
geológicos, digamos, siento que la hipótesis es una fantasía».
La deriva continental no careció totalmente de apoyo en Estados Unidos. La
defendió, por ejemplo, Reginald Daly de Harvard. Pero, como recordarás, él fue quien postuló que la
Luna se había formado por un impacto cósmico y sus ideas solían considerarse
interesantes e incluso meritorias, pero un poco desmedidas para tomarlas en
serio. Y así, la mayoría de los académicos del país siguió fiel a la idea de que los
continentes habían ocupado siempre sus posiciones actuales y que sus
características superficiales podían atribuirse a causas distintas de los
movimientos laterales.
Resulta interesante el hecho de que los geólogos de las empresas petroleras
hacía años que sabían que si querías encontrar petróleo tenías que tener en
cuenta concretamente el tipo de movimientos superficiales implícitos en la tectónica
de placas. Pero los geólogos petroleros no escribían artículos académicos.
Ellos sólo buscaban petróleo.
Había otro problema importante relacionado con las teorías sobre la Tierra que
nohabía resuelto nadie, para el que nadie había conseguido aportar ni siquiera
una solución. sAdónde iban a parar todos los sedimentos? Los ríos de la Tierra
depositaban en los mares anualmente volúmenes enormes de material de acarreo
(500 millones de toneladas de calcio, por ejemplo). Si multiplicabas la tasa de
deposición por el número de años que llevaba produciéndose, obtenías una cifra
inquietante: tendría que haber unos veinte kilómetros de sedimentos sobre los
fondos oceánicos… o, dicho de otro modo, los fondos oceánicos deberían hallarse
ya muy por encima de la superficie de los océanos. Los científicos afrontaron
esta paradoja de la forma más práctica posible: ignorándola. Pero llegó un
momento en que ya no pudieron seguir haciéndolo.
Harry Hess era un especialista en mineralogía de la Universidad de Princeton,
al que pusieron al cargo de un barco de transporte de tropas de ataque, el Cape Jonson,
durante la Segunda Guerra Mundial. A bordo había una sonda de profundidad
nueva, denominada brazómetro, que servía para facilitar las maniobras de
desembarco en las playas, pero Hess se dio cuenta de que podía utilizarse
también con fines científicos y la mantuvo funcionando constantemente, incluso
en alta mar y en pleno combate. Descubrió así algo absolutamente inesperado: si
los fondos oceánicos eran antiguos, como suponía todo el mundo, tenían que
tener una gruesa capa de sedimento, como el légamo del fondo de un río o de un
lago, pero las lecturas del brazómetro indicaban que en elfondo oceánico sólo
había la pegajosa suavidad de limos antiguos. Y que estaba cortado además por
todas partes por cañones, trincheras y grietas y salpicado de picachos
volcánicos submarinos que Hess denominó guyotes, por otro geólogo anterior de
Princeton llamado Arnold Guyot. Todo esto era un rompecabezas, pero Hess tenía
por delante una guerra y dejó aparcados al fondo de la mente estos
pensamientos.
Después de la guerra, Hess regresó a Princeton y a las tareas y preocupaciones
de la enseñanza, pero los misterios del
lecho marino siguieron ocupando un espacio en sus pensamientos. Por otra parte,
durante la década de 195o, los oceanógrafos empezaron a realizar exploraciones
cada vez más complejas de los fondos oceánicos y se encontraron con una
sorpresa todavía mayor: la cadena montañosa más formidable y extensa de la
Tierra estaba (mayoritariamente) sumergida bajo la superficie. Trazaba una ruta
ininterrumpida a lo largo de los lechos marinos del mundo bastante parecida al dibujo de una
pelota de tenis. Si partías de Islandia con rumbo sur, podías seguirla por el
centro del océano Atlántico, doblar con ella
la punta meridional de África y continuar luego por los mares del Sur y el
océano Índico y luego por el Pacífico justo por debajo de Australia. Allí
continuaba en ángulo, cruzando el Pacífico como
si se dirigiese hacia la baja California, pero
se desviaba después por la costa oeste de Estados Unidos arriba hasta Alaska. De vez en
cuando, sus picos más altos afloraban sobre lasuperficie del
agua como islas o archipiélagos (las Azores y las Canarias en el Atlántico, Hawai en el
Pacífico, por ejemplo), pero estaba mayoritariamente sepultada bajo miles de
brazas de agua salada, desconocida e insospechada. Sumando todos sus ramales,
la red se extendía a lo largo de 75.000 kilómetros.
Hacía bastante tiempo que se sabía algo de esto. Los técnicos que tendían
cables por el lecho del océano en el siglo XIX habían comprobado que se
producía algún tipo de intrusión montañosa, en el camino que recorrían los
cables en el centro del Atlántico, pero el carácter continuado y la escala
global de la cadena fue una sorpresa desconcertante. Contenía además anomalías
físicas que no podían explicarse. En el centro de la cordillera en mitad del
Atlántico había un cañón (una fisura o grieta o rift) de 10 kilómetros de
anchura que recorría los 19.000 kilómetros de su longitud. Esto parecía indicar
que la Tierra se estaba separando en las junturas, como una nuez cuya cáscara se estuviese
rompiendo. Era una idea absurda e inquietante, pero no se podía negar lo
evidente.
Luego, en 1960, las muestras de la corteza indicaron que el fondo oceánico era
muy joven en la cordillera central del
Atlántico, pero que iba haciéndose cada vez más viejo a medida que te alejabas
hacia el este o el oeste. Harry Hess consideró el asunto y llegó a la
conclusión de que sólo podía significar una cosa: se estaba formando nueva
corteza oceánica a ambos lados de la fisura central, que iba desplazándosehacia
los lados al ir surgiendo esa nueva corteza. El suelo del Atlántico era, en
realidad, como
dos grandes correas de transmisión, una que llevaba corteza hacia el norte de
América y la otra que la desplazaba hacia Europa. El proceso se denominó
ensanchamiento del
lecho marino.
Cuando la corteza llegaba al final de su viaje en la frontera con los
continentes, volvía a hundirse en la Tierra en un proceso denominado
subducción. Eso explicaba adónde se iba todo el sedimento. Regresaba a las
entrañas de la Tierra. También explicaba por qué los fondos oceánicos eran en
todas partes tan relativamente jóvenes. No se había descubierto ninguno que tuviese
más de unos 175 millones de años, lo que resultaba desconcertante porque las
rocas continentales tenían en muchos casos miles de millones de años de
antigüedad. Hess ya podía entender por qué. Las rocas oceánicas duraban sólo el
tiempo que tardaban en llegar hasta la costa. Era una bella teoría que
explicaba muchas cosas. Hess expuso sus argumentos en un importante artículo,
que fue casi universalmente ignorado. A veces el mundo simplemente no está
preparado para una buena idea.
Mientras tanto, dos investigadores, trabajando cada uno por su cuenta, estaban
haciendo algunos descubrimientos sorprendentes, a partir de un hecho curioso de
la historia de la Tierra que se había descubierto varios decenios antes. En
1906, un físico francés llamado Bernard Brunhes había descubierto que el campo
magnético del
planeta se invierte de cuando en cuando yque la crónica de esas inversiones
está registrada de forma permanente en ciertas rocas en la época de su
nacimiento. Pequeños granos de mineral de hierro que contienen las rocas
apuntaban concretamente hacia donde estaban los polos magnéticos en la época de
su formación, quedando luego inmovilizados en esa posición al enfriarse y
endurecerse las rocas. Así pues, esos granos «recuerdan» dónde estaban los
polos magnéticos en la época de su creación. Esto fue durante años poco más que
una curiosidad, pero en los años cincuenta, Patrick Blackett, de la Universidad
de Londres, y S. K. Runcorn de la Universidad de Newcastle, estudiaron las
antiguas pautas magnéticas inmovilizadas en rocas británicas y se quedaron
asombrados, por decir poco, al descubrir que indicaban que en algún periodo del
pasado lejano Inglaterra había girado sobre su eje y viajado cierta distancia
hacia el norte, como si se hubiese desprendido misteriosamente de sus amarras.
Descubrieron además que, si colocaban un mapa de pautas magnéticas de Europa
junto a otro de América del mismo periodo, encajaban tan exactamente como dos mitades de una
carta rota. Era muy extraño. También sus descubrimientos fueron ignorados.
La tarea de atar todos los cabos correspondió finalmente a dos hombres de la
Universidad de Cambridge, un físico llamado Drummond Matthews y un estudiante
graduado alumno suyo, llamado Fred Vine. En1963, valiéndose de estudios
magnéticos del lecho del océano Atlántico, demostraron de modo
concluyente que loslechos marinos se estaban ensanchando exactamente de la
forma postulada por Hess y que también los continentes estaban en movimiento.
Un desafortunado geólogo canadiense, llamado Lawrence Morley, llegó a la misma
conclusión al mismo tiempo, pero no encontró a nadie que le publicase el
artículo. El director del Journal of Geophysical Research le dijo, en lo que se
ha convertido en un desaire célebre: «Esas especulaciones constituyen una
conversación interesante para fiestas y cócteles, pero no son las cosas que
deberían publicarse bajo los auspicios de una revista científica seria». Un
geólogo describió el artículo más tarde así: «Probablemente el artículo más
significativo de las ciencias de la Tierra al que se haya negado la
publicación».
De cualquier modo, lo cierto es que la consideración de la corteza móvil era
una idea a la que le había llegado al fin su momento.
En 1964, se celebró en Londres bajo los auspicios de la Real Sociedad un simposio,
en el que participaron muchas de las personalidades científicas más importantes
del campo, y pareció de pronto que todo el mundo se había convertido. La
Tierra, convinieron todos, era un mosaico de segmentos interconectados cuyos
formidables y diversos empujes explicaban gran parte de la conducta de la
superficie del
planeta.
La expresión «deriva continental» se desechó con bastante rapidez cuando se
llegó a la conclusión de que estaba en movimiento toda la corteza y no sólo los
continentes, pero llevó tiempo ponerse de acuerdo en unadenominación para los
segmentos individuales. Se les llamó al principio «bloques de corteza » o, a
veces, «adoquines». Hasta finales de 1968, con la publicación de un artículo de
tres sismólogos estadounidenses en el Journal of Geophysical Research, no
recibieron los segmentos el nombre por el que se los conoce desde entonces:
placas. El mismo artículo denominaba la nueva ciencia tectónica de placas.
Las viejas ideas se resisten a morir, y no todo el mundo se apresuró a abrazar
la nueva y emocionante teoría. Todavía bien entrados los años setenta uno de
los manuales de geología más populares e influyentes, The Earth [La Tierra], del venerable Harold
Jeffreys, insistía tenazmente en que la tectónica de placas era una imposibilidad
física, lo mismo que lo había hecho en la primera edición que se remontaba a
1914. El manual desdeñaba también las ideas de convección y de ensanchamiento del lecho marino. Y John
McPhee comentaba en Basin and Range [Cuenca
y cordillera], publicado en 1980, que, incluso entonces, un geólogo
estadounidense de cada ocho no creía aún en la tectónica de placas.
Hoy sabemos que la superficie terrestre está formada por entre ocho y doce
grandes placas (según lo que se considere grande) y unas veinte más pequeñas, y
que todas se mueven en direcciones y a velocidades distintas. Unas placas son
grandes y relativamente inactivas; otras, pequeñas y dinámicas. Sólo mantienen
una relación incidental con las masas de tierra que se asientan sobre ellas. La
placanorteamericana, por ejemplo, es mucho mayor que el continente con el que
se la asocia. Sigue aproximadamente el perfil de la costa occidental del
continente- ése es el motivo de que la zona sea sísmicamente tan activa, debido
al choque y la presión de la frontera de la placa-, pero ignora por completo el
litoral oriental y, en vez de alinearse con él, se extiende por el Atlántico
hasta la cordillera de la zona central de éste. Islandia está escindida por
medio, lo que hace que sea tectónicamente mitad americana y mitad europea. Nueva Zelanda, por
su parte, se halla en la inmensa placa del
océano Índico, a pesar de encontrarse bastante lejos de él. Y lo mismo sucede
con la mayoría de las placas.
Se descubrió también que las conexiones entre las masas continentales modernas
y las del
pasado son infinitamente más complejas de lo que nadie había supuesto. Resulta
que Kazajstán estuvo en tiempos unido a Noruega y a Nueva Inglaterra. Una
esquina de State Island (pero sólo una esquina) es
europea. También lo es una parte de Terranova. El pariente más próximo de una
piedra de una playa de Massachusetts
lo encontrarás ahora en África. Las Highlands
escocesas y buena parte de Escandinavia son sustancialmente americanas. Se cree
que parte de la cordillera Shackleton de la Antártida quizá perteneciera en
tiempos a los Apalaches del este de Estados Unidos. Las rocas, en resumen,
andan de un sitio a otro.
El movimiento constante impide que las placas se fundan en una sola placa
inmóvil. Suponiendo que lascosas sigan siendo en general como ahora, el océano Atlántico se expandirá
hasta llegar a ser mucho mayor que el Pacífico. Gran parte de California se alejará flotando y se
convertirá en una especie de Madagascar del Pacífico. África se desplazará
hacia el norte, uniéndose a Europa, borrando de la existencia el Mediterráneo y
haciendo elevarse una cadena de montañas de majestuosidad himaláyica, que irá
desde París hasta Calcuta. Australia
colonizará las islas situadas al norte de ella y se unirá mediante algunos
ombligos ístmicos a Asia. Éstos son resultados
futuros, pero no acontecimientos futuros. Los acontecimientos están sucediendo
ya. Mientras estamos aquí sentados, los continentes andan a la deriva, como hojas en un
estanque. Gracias a los sistemas de localización por satélite podemos ver que
Europa y Norteamérica se están separando aproximadamente a la velocidad que
crece la uña de un dedo… unos dos metros en una vida humana. Si estuvieses en
condiciones de esperar el tiempo suficiente, podrías subir desde Los Ángeles hasta
San Francisco.
Lo único que nos impide apreciar los cambios es la brevedad de la vida
individual. Si miras un globo terráqueo, lo que ves no es en realidad más que
una foto fija de los continentes tal como fueron
durante sólo una décima del
1% de la historia de la Tierra.
La Tierra es el único planeta rocoso que tiene tectónica y la razón de ello es
un tanto misteriosa. No se trata sólo de una cuestión de tamaño o densidad
(Venus es casi un gemelo de la Tierraen esos aspectos y no tiene, sin embargo,
ninguna actividad tectónica), pero puede que tengamos justamente los materiales
adecuados en las cuantías justamente adecuadas para que la Tierra se mantenga
efervescente. Se piensa -aunque es sólo una idea- que la tectónica es una pieza
importante del bienestar orgánico del planeta. Como ha dicho el físico y
escritor James Trefil: «Resultaría difícil creer que el movimiento continuo de
las placas tectónicas no tiene ninguna influencia en el desarrollo de la vida
en la Tierra». En su opinión, los retos que la tectónica plantea (cambios
climáticos, por ejemplo) fueron un acicate importante para el desarrollo de la
inteligencia. Otros creen que la deriva de los continentes puede haber
producido por lo menos algunos de los diversos procesos de extinción de la Tierra.
En noviembre del año zooz, Tony Dickson, de la Universidad de Cambridge,
escribió un artículo que publicó la revista Science, en que postula
resueltamente la posible existencia de una relación entre la historia de las
rocas y la historia de la vida. Dickson demostró que la composición química de
los océanos del mundo se ha alterado, de forma brusca y espectacular a veces,
durante los últimos 500 millones de años, y que esos cambios se corresponden en
muchos casos con importantes acontecimientos de la historia biológica: la
profusa y súbita irrupción de pequeños organismos que creó los acantilados
calizos de la costa sur de Inglaterra, la brusca propagación de la moda de las
conchas entrelos organismos marinos en el periodo Cámbrico, etcétera. Nadie ha podido
determinar cuál es la causa de que la composición química de los océanos cambie
de forma tan espectacular de cuando en cuando, pero la apertura y el cierre de
las cordilleras oceánicas serían culpables evidentes y posibles.
Lo cierto es que la tectónica de placas no sólo explicaba la dinámica de la
superficie terrestre (cómo un antiguo Hipparion llegó de Francia a Florida, por ejemplo),
sino también muchos de sus procesos internos. Los terremotos, la formación de
archipiélagos, el ciclo del
carbono, los emplazamientos de las montañas, la llegada de las eras glaciales,
los orígenes de la propia vida… no había casi nada a lo que no afectase
directamente esta nueva y notable teoría. Según McPhee, los geólogos se
encontraron en una posición que causaba vértigo, en la que «de pronto, toda la
Tierra tenía sentido».
Pero sólo hasta cierto punto. La distribución de continentes en los tiempos
antiguos está mucho menos claramente resuelta de lo que piensa la mayoría de la
gente ajena a la geofísica. Aunque los libros de texto dan representaciones,
que parecen seguras, de antiguas masas de tierra con nombres como
Laurasia, Gondwana, Rodinia y Pangea, esas representaciones se basan a menudo
en conclusiones que no se sostienen del
todo. Como comenta George Gaylord Simpson en
Fossils and the History of Life [Fósiles y la historia de la vida], especies de
plantas y animales del
mundo antiguo tienen por costumbre aparecerinoportunamente donde no deberían y
no estar donde sí deberían.
El contorno de Gondwana, un continente imponente que conectaba en tiempos
Australia, África, la Antártida y Suramérica, estaba basado en gran parte en la
distribución de un género del antiguo helecho lengua llamado Glossopteris, que
se halló en todos los lugares adecuados. Pero mucho después se descubrió
también el Glossopteris en zonas del
mundo que no tenían ninguna conexión conocida con Gondwana. Esta problemática
discrepancia fue (y sigue siendo) mayoritariamente ignorada. Del mismo modo, un
reptil del Triásico llamado listrosaurio se ha encontrado en la Antártida yen
Asia, dando apoyo a la idea de una antigua conexión entre esos continentes,
pero nunca ha aparecido en Suramérica ni en Australia, que se cree que habían
formado parte del mismo continente en la misma época.
Hay también muchos rasgos de la superficie que no puede explicar la tectónica.
- Consideremos, por ejemplo, el caso de Denver.
Está, como es
sabido, a 1.600 metros de altitud, pero su ascensión es relativamente reciente.
Cuando los dinosaurios vagaban por la Tierra, Denver
formaba parte del
lecho oceánico y estaba, por tanto, muchos miles de metros más abajo. Pero las
rocas en las que Denver se asienta no están
fracturadas ni deformadas como deberían estarlo
si Denver hubiese sido empujado hacia arriba por
un choque de placas y, de todos modos, Denver
estaba demasiado lejos de los bordes de la placa para que le afecten los
movimientos de ésta. Seríacomo si empujases en un extremo de una alfombra con
la esperanza de formar una arruga en el extremo opuesto. Misteriosamente y a lo
largo de millones de años, parece que Denver ha
estado subiendo como
un pan en el horno. Lo mismo sucede con gran parte de África meridional; un
sector de ella, de 1.600 kilómetros de anchura, se ha elevado sobre kilómetro y
medio en un centenar de millones de años sin ninguna actividad tectónica
conocida relacionada. Australia,
por su parte, ha estado inclinándose y hundiéndose. Durante los últimos cien
millones de años, mientras se ha desplazado hacia el norte, hacia Asia, su extremo frontal se ha hundido casi doscientos
metros. Parece ser que Indonesia
se está hundiendo lentamente y arrastrando con ella a Australia. Nada
de todo esto se puede explicar con las teorías de la tectónica.
Alfred Wegener no vivió lo suficiente para ver confirmadas sus ideas.
En 1930, durante una expedición a Groenlandia, el día de su quincuagésimo
cumpleaños, abandonó solo el campamento para localizar un lanzamiento de
suministros. Nunca regresó. Le encontraron muerto unos cuantos días después,
congelado en el hielo. Le enterraron allí mismo y todavía sigue allí, aunque un
metro más cerca del
continente norteamericano que el día que murió.
Tampoco Einstein llegó a vivir lo suficiente para ver que no había apostado por
el caballo ganador. Murió en Princeton, Nueva
Jersey, en 1955, antes incluso, en realidad, de que se publicasen las simplezas
de Charles Hapgood sobre lasteorías de la deriva continental.
El otro actor principal de la aparición de la teoría de la tectónica, Harry
Hess, estaba también en Princeton por entonces y pasaría allí el resto de su
carrera. Uno de sus alumnos, un joven muy inteligente llamado Walter Álvarez,
acabaría cambiando el mundo de la ciencia de una forma completamente distinta.
En cuanto a la propia geología, sus cataclismos no habían hecho más que
empezar, y fue precisamente el joven Álvarez quien ayudó a poner el proceso en
marcha.