Cuando el siglo XIX se acercaba a su fin, los científicos podían considerar con
satisfacción que habían aclarado la mayoría de los misterios del mundo físico: electricidad, magnetismo,
gases, óptica, acústica, cinética y mecánica estadística, por mencionar sólo
unos pocos, estaban todos alineados en orden ante ellos. Habían descubierto los
rayos X, los rayos catódicos, el electrón y la radiactividad, inventado el
ohmio, el vatio, el kelvin, el julio, el amperio y el pequeño ergio.
Si algo se podíahacer oscilar, acelerar, perturbar, destilar, combinar, pesar o
gasificar lo habían hecho, y habían elaborado en el proceso un cuerpo de leyes
universales tan sólido y majestuoso que aún tendemos a escribirlas con
mayúsculas: la Teoría del Campo Electromagnético de la Luz, la Ley de
Proporciones Recíprocas de Richter, la Ley de los Gases de Charles, la Ley de
Volúmenes Combinatorios, la Ley del Cero, el Concepto de Valencia, las Leyes de
Acción de Masas y otras innumerables leyes más. El mundo entero traqueteaba y
resoplaba con la maquinaria y los instrumentos que había producido su ingenio.
Muchas personas inteligentes creían que a la ciencia ya no le quedaba mucho por
hacer.
En 1875, cuando un joven alemán de Kiel, llamado Max Plank, estaba decidiendo
si dedicaba su vida a las matemáticas o a la física, le instaron muy
encarecidamente a no elegir la física porque en ella ya estaba todo
descubierto. El siglo siguiente, le aseguraron, sería de consolidación y
perfeccionamiento, no de revolución. Plank no hizo caso. Estudió física
teórica y se entregó en cuerpo y alma a trabajar sobre la entropía, un proceso
que ocupa el centro de la termodinámica, que parecía encerrar muchas
posibilidades para un joven ambicioso (Es, concretamente, una medida del azar o
desorden de un sistema. Darrell Ebbing sugiere con gran sentido práctico, en el
manual Química general, que se piense en una).
En 1891 obtuvo los resultados que buscaba y se encontró con la decepción de que
el trabajo importante sobrela entropía se había hecho ya en realidad, en este
caso lo había hecho un solitario profesor de la Universidad de Yale llamado J.
Willard Gibbs.
Gibbs tal vez sea la persona más inteligente de la que la mayoría de la gente
haya oído hablar. Recatado hasta el punto de rozar la invisibilidad, pasó casi
la totalidad de su vida, salvo los tres años que estuvo estudiando en Europa,
sin salir de un espacio de tres manzanas en que se incluían su casa y el campus
de Yale de New Haven, Connecticut. Durante sus diez primeros años en Yale, ni
siquiera se molestó en cobrar el sueldo. (Tenía medios propios suficientes.)
Desde 1871, fecha en la cual se incorporó como
profesor a la universidad, hasta 1903, cuando murió, sus cursos atrajeron a una
media de poco más de un alumno por semestre. Su obra escrita era difícil de
seguir y utilizaba una forma personal de anotación que resultaba para muchos
incomprensible. Pero enterradas entre sus arcanas formulaciones había ideas
penetrantes de la inteligencia más excelsa.
Entre 1875 y 1878 Gibbs escribió una serie de artículos, titulados
colectivamente Sobre el equilibrio de los sistemas heterogéneos, que aclaraba
los principios termodinámicos de…, bueno, de casi todo: «Gases, mezclas,
superficies, sólidos, cambios de fase… reacciones químicas, células
electroquímicas, sedimentación y ósmosis», por citar a William H. Cropper. Lo
que Gibbs hizo fue, en esencia, mostrar que la termodinámica no se aplicaba
simplemente al calor y la energía al tipo de escalagrande y ruidosa del motor de vapor, sino
que estaba también presente en el nivel atómico de las reacciones químicas e
influía en él. Ese libro suyo ha sido calificado de «los Principia de la
termodinámica», pero, por razones difíciles de adivinar, Gibbs decidió publicar
estas observaciones trascendentales en las Transactions of the Connecticut
Academy of Arts and Sciences, una revista que conseguía pasar casi
desapercibida incluso en Connecticut, que fue la razón por la que Planck no oyó
hablar de él hasta que era ya demasiado tarde.
Planck, sin desanimarse -bueno, tal vez estuviese algo desanimado- ( Planck fue
bastante desgraciado en la vida. Su amada primera esposa murió pronto, en 1909,
y al más pequeño de sus hijos le mataron en la Primera Guerra Mundial. Tenía
también dos hijas gemelas a las que adoraba. Una murió de parto. La
superviviente fue a hacerse cargo del bebé y
se enamoró del
marido de su hermana. Se casaron y, al cabo de dos años, ella murió también de
parto. En 1944, cuando Planck tenía ochenta y cinco años, una bomba de los
Aliados cayó en su casa y lo perdió todo, artículos, notas, diarios, lo que
había acumulado a lo largo de toda una vida. Al año siguiente, el hijo que le
quedaba fue detenido y ejecutado por participar en una conspiración para matar
a Hitler. (N. del A.), pasó a interesarse por otras cuestiones. (Una baraja
nueva recién sacada del estuche, ordenada por
palos y numéricamente del
as al rey, puede decirse que está en su estado ordenado.
Barajalas cartas y la pondrás en un estado desordenado. La entropía es un medio
de medir exactamente lo desordenado que está ese estado y de determinar la
probabilidad de ciertos resultados con posteriores barajeos. Para entender
plenamente la entropía no hace falta más que entender conceptos como nouniformidades
térmicas, distancias reticulares y relaciones estequiométricas, pero la idea
general es ésa. (N. del A.). Nos interesaremos también nosotros por ellas
dentro de un momento, pero tenemos que hacer antes un leve (tpero relevante!)
desvío hasta Cleveland, Ohio, y hasta una institución de allí que se llamaba
por entonces Case School of Applied Science. En ella, un físico que se hallaba
por entonces al principio de la edad madura, llamado Albert Michelson, y su
amigo el químico Edward Morley se embarcaron en una serie de experimentos que
produjo unos resultados curiosos e inquietantes que habrían de tener
repercusiones en mucho de lo que seguiría.
Lo que Michelson y Morley hicieron, sin pretenderlo en realidad, fue socavar
una vieja creencia en algo llamado el éter luminífero, un medio estable,
invisible, ingrávido, sin fricción y por desgracia totalmente imaginario que se
creía que impregnaba el universo entero. Concebido por Descartes, aceptado por Newton y venerado por casi todos los demás desde entonces,
el éter ocupó una posición de importancia básica en la física del
siglo XIX para explicar cómo viajaba la luz a través del
vacío del
espacio. Se necesitó, sobre todo, en la década de1800, porque la luz y el
electromagnetismo se consideraron ondas, es decir, tipos de vibraciones. Las
vibraciones tienen que producirse en algo; de ahí la necesidad del éter y la prolongada
devoción hacia él. El gran físico británico J. J. Thompson insistía en 1909:
«El éter no es una creación fantástica del
filósofo especulativo; es tan esencial para nosotros como el aire que respiramos», eso más de
cuatro años
después de que se demostrase indiscutiblemente que no existía. En suma, la
gente estaba realmente apegada al éter.
Si necesitases ejemplificar la idea de los Estados Unidos del siglo XIX como un país de
oportunidades, difícilmente podrías encontrar un ejemplo mejor que la vida de
Albert Michelson. Nacido en 1852 en la frontera germanopolaca en una familia de
comerciantes judíos pobres, llegó de muy pequeño a Estados Unidos con su
familia y se crió en un campamento minero de la región californiana de la
fiebre del
oro, donde su padre tenía una tienda. Demasiado pobre para pagarse los estudios
en una universidad, se fue a la ciudad de Washington y se dedicó a holgazanear
junto a la puerta de entrada de la Casa Blanca para poder colocarse al lado del
presidente, Ulysses S. Grant cuando salía a oxigenarse y estirar las piernas
dando un paseo. (Era, no cabe duda, una época más inocente.) En el curso de
esos paseos, Michelson consiguió llegar a congraciarse tanto con el presidente
que éste accedió a facilitarle una plaza gratuita en la Academia Naval. Fue
allí donde Michelsonaprendió física.
Diez años más tarde, cuando era ya profesor de la Case School of Applied
Science de Cleveland, Michelson se interesó por intentar medir una cosa llamada
desviación del
éter, una especie de viento de proa que producían los objetos en movimiento
cuando se desplazaban por el espacio. Una de las predicciones de la física
newtoniana era que la velocidad de la luz, cuando surcaba el éter, tenía que
variar respecto a un observador según que éste estuviese moviéndose hacia la
fuente de luz o alejándose de ella, pero a nadie se le había ocurrido un
procedimiento para medir eso. Michelson pensó que la Tierra viaja una mitad del año hacia el Sol y
se aleja de él la otra mitad. Consideró que, si se efectuaban mediciones lo
suficientemente cuidadosas en estaciones opuestas y se comparaba el tiempo de
recorrido de la luz en las dos, se obtendría la solución.
Michelson habló con Alexander Graham Bell, inventor recién enriquecido del
teléfono, y le convenció de que aportase fondos para construir un instrumento
ingenioso y sensible, ideado por Michelson y llamado interferómetro, que podría
medir la velocidad de la luz con gran precisión. Luego, con la ayuda del genial pero
misterioso Morley, Michelson se embarcó en dos años de minuciosas mediciones.
Era un trabajo delicado y agotador, y, aunque tuvo que interrumpirse durante un
tiempo para permitir a Michelson afrontar una crisis nerviosa breve e intensa,
en 1887 tenían los resultados. No eran en modo alguno lo que los dos
científicos habíanesperado encontrar.
Como escribió
el astrofísico del Instituto Tecnológico de California Kip S. Thorne: «La
velocidad de la luz resultó ser la misma en todas las direcciones y en todas
las estaciones». Era el primer indicio en doscientos años (en doscientos años
exactamente, además) de que las leyes de Newton
podían no tener aplicación en todas partes. El resultado obtenido por
Michelson-Morley se convirtió, en palabras de William H. Cropper,
«probablemente en el resultado negativo más famoso de la historia de la
física». Michelson obtuvo el premio Nobel de Física por su trabajo -fue el
primer estadounidense que lo obtenía-, pero no hasta veinte años después. Entre
tanto, los experimentos de Michelson-Morley flotarían en el trasfondo del pensamiento científico como un desagradable aroma mohoso.
Sorprendentemente, y a pesar de su descubrimiento, cuando alboreaba el siglo
XX, Michelson se contaba entre los que creían que el trabajo de la ciencia
estaba ya casi acabado, que quedaban «sólo unas cuantas torrecillas y pináculos
que añadir, unas cuantas cumbreras que construir», en palabras de un
colaborador de Nature.
En realidad, claramente, el mundo estaba a punto de entrar en un siglo de la
ciencia en el que muchos no entenderían nada y no habría nadie que lo
entendiese todo. Los científicos no tardarían en sentirse perdidos en un reino
desconcertante de partículas y antipartículas, en que las cosas afloraban a la
existencia y se esfumaban de ella en periodos de tiempo que hacíanque los
nanosegundos pareciesen lentos, pesados y sin interés, en que todo era extraño.
La ciencia estaba desplazándose de un mundo de macrofísica, en que se podían
coger y medir los objetos, a otro de microfísica, en que los acontecimientos
sucedían con inconcebible rapidez en escalas de magnitud muy por debajo de los
límites imaginables. Estábamos a punto de entrar en la era cuántica, y la
primera persona que empujó la puerta fue el hasta entonces desdichado Planck.
En 1900, cuando era un físico teórico de la Universidad de Berlín, y a la edad
de cuarenta y dos años, Planck desveló una nueva «teoría cuántica», que
postulaba que la energía no es una cosa constante como el agua que fluye, sino
que llega en paquetes individualizados a los que él llamó «cuantos». Era un
concepto novedoso. A corto plazo ayudaría a dar una solución al rompecabezas de
los experimentos de Michelson-Morey, ya que demostraba que la luz no necesitaba
en realidad una onda. A largo plazo pondría los cimientos de la física moderna.
Era, de cualquier modo, el primer indicio de que el mundo estaba a punto de
cambiar.
Pero el acontecimiento que hizo época (el nacimiento de una nueva era) llegó en
1905 cuando apareció en la revista de física alemana, Annalen der Physik, una
serie de artículos de un joven oficinista suizo que no tenía ninguna vinculación
universitaria, ningún acceso a un laboratorio y que no disfrutaba del uso de
más biblioteca que la de la Oficina Nacional de Patentes de Berna, donde
trabajaba comoinspector técnico de tercera clase. (Una solicitud para que le
ascendieran a inspector técnico de segunda había sido rechazada recientemente.)
Este burócrata se llamaba Albert Einstein, y en aquel año crucial envió a
Annalen der Physik cinco artículos, de los que, según C. P. Snow, tres
«figurarían entre los más importantes de la historia de la física». Uno de
ellos analizaba el efecto fotoeléctrico por medio de la nueva teoría cuántica
de Planck, otro el comportamiento de pequeñas partículas en suspensión (lo que
se conoce como
movimiento browniano) y el otro esbozaba la Teoría Especial de la Relatividad.
El primero proporcionaría al autor un premio Nobel y explicaba la naturaleza de
la luz -y ayudó también a hacer posible la televisión, entre otras cosas-. El
segundo proporcionó pruebas de que los átomos existían realmente… un hecho que
había sido objeto de cierta polémica, aunque parezca sorprendente. El tercero
sencillamente cambió el mundo.
Einstein había nacido en Ulm,
en la Alemania meridional, en 1879, pero se crió en Múnich. Hubo poco en la
primera parte de su vida que anunciase la futura grandeza. Es bien sabido que
no aprendió a hablar hasta los tres años. En la década de 1890 quebró el
negocio de electricidad de su padre y la familia se trasladó a Milán, pero
Albert, que era por entonces un adolescente, fue a Suiza a continuar sus
estudios… aunque suspendió los exámenes de acceso a los estudios superiores en
un primer intento. En 1896 renunció a la nacionalidad alemanapara librarse del servicio militar e
ingresó en el Instituto Politécnico de Zúrich para hacer un curso de cuatro
años destinado a formar profesores de ciencias de secundaria. Era un estudiante
inteligente, pero no excepcional.
Se graduó en 1900 y, al cabo de pocos meses, empezó a enviar artículos a
Annalen der Physik. El primero, sobre la física de fluidos en las pajas que se
utilizan para beber' -nada menos-, apareció en el mismo número que el de
la teoría cuántica de Planck. De 1902 a 1904 escribió una serie de artículos
sobre mecánica estadística, pero no tardó en enterarse de que el misterioso y
prolífico J. Willard Gibbs de Connecticut había hecho también ese trabajo en su
Elementary Principies of Statistical Mechanics [Principios elementales de la
mecánica estadística] de 1901.
Albert se había enamorado de una compañera de estudios, una húngara llamada Mileva
Maric. En 1901 tuvieron una hija sin estar casados aún y la entregaron
discretamente en adopción. Einstein nunca llegó a ver a esa hija. Dos años
después, Marie y él se casaron. Entre un acontecimiento y otro, en 1902,
Einstein entró a trabajar en una oficina de patentes suiza, en la que
continuaría trabajando los siete años siguientes. Le gustaba aquel trabajo: era
lo bastante exigente como para ocupar su
pensamiento, pero no tanto como
para que le distrajese de la física. Ése fue el telón de fondo sobre el que
elaboró en 1905 la Teoría Especial de la Relatividad.
«Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento»es uno de los artículos
científicos más extraordinarios que se hayan publicado, (Einstein fue honrado,
sin mucha precisión, «por servicios a la física teórica». Tuvo que esperar
dieciséis años, hasta 1901, para recibir el premio, que es mucho tiempo si
consideramos todo el asunto, pero muy poca cosa si lo comparamos con el caso de
Frederick Reines, que detectó el neutrino en 1957 y no fue honrado con un Nobel
hasta 1995, treinta y ocho años después, o el alemán Ernsy Ruska, que inventó
el microscopio electrónico en 1931 y recibió su premio Nobel en 1986, más de
medio siglo después del hecho. Como los premios
Nobel nunca se conceden a título póstumo, la longevidad puede ser un factor tan
importante como
la inteligencia para conseguirlo. (N. del A.) tanto por la exposición como por lo que dice. No
tenía ni notas al pie ni citas, casi no contenía formulaciones matemáticas, no
mencionaba ninguna obra que lo hubiese precedido o influido y sólo reconocía la
ayuda de un individuo, un colega de la oficina de patentes llamado Michele
Besso. Era, escribió C. P. Snow, como
si Einstein «hubiese llegado a aquellas conclusiones por pensamiento puro, sin
ayuda, sin escuchar las opiniones de otros. En una medida sorprendentemente
grande, era precisamente eso lo que había hecho».
Su famosa ecuación, E=mc2, no apareció en el artículo sino en un breve
suplemento que le siguió unos meses después. Como recordarás de tu época de estudiante, en
la ecuación, E representa la energía, m la masa y c2 el cuadradode la velocidad
de la luz.
Lo que viene a decir la ecuación, en términos más simples, es que masa y
energía tienen una equivalencia. Son dos formas de la misma cosa: energía es
materia liberada; materia es energía esperando suceder. Puesto que c2 (la
velocidad de la luz multiplicada por sí misma) es un número verdaderamente
enorme, lo que está diciendo la ecuación es que hay una cuantía inmensa
-verdaderamente inmensa- de energía encerrada en cualquier objeto material. (Es
un tanto misterioso cómo llegó c a ser el símbolo de la velocidad de la luz,
pero David Bodanis comenta que probablemente proceda del latín celeritas, que significa rapidez.
El volumen correspondiente del Oxford English
Dictionary, que se compiló una década antes de la teoría de Einstein,
identifica c como un símbolo de muchas cosas,
desde el carbono al críquet, pero no la menciona como símbolo de la luz o de la rapidez. (N.
del A.)
Es posible que no te consideres excepcionalmente corpulento, pero si eres un
adulto de talla media contendrás en tu modesta estructura un mínimo de 7 x 1018
julios de energía potencial… lo suficiente para estallar con la fuerza de 30
bombas de hidrógeno muy grandes, suponiendo que supieses liberarla y quisieses
realmente hacerlo. Todas las cosas tienen ese tipo de energía atrapada dentro
de ellas. Lo único que pasa es que no se nos da demasiado bien sacarla. Hasta
una bomba de uranio (la cosa más energética que hemos fabricado hasta ahora)
libera menos del
5% de la energía que podríaliberar, si fuésemos un poco más inteligentes.
La teoría de Einstein explicaba, entre otras muchas cosas, cómo un trozo de
uranio podía emitir corrientes
constantes de energía de elevado nivel sin derretirse como un cubito de hielo.
(Podía hacerlo convirtiendo masa en energía con una eficiencia extrema a E =
mc2.) Explicaba cómo las estrellas podían arder miles de millones de años sin
agotar su combustible. (Por lo mismo.) De un plumazo, en una simple fórmula,
Einstein proporcionó a los geólogos y a los astrónomos el lujo de miles de
millones de años. Sobre todo, la teoría especial mostraba que la velocidad de
la luz era constante y suprema. Nada podía superarla. Llevaba la luz -no se
pretende ningún juego de palabras concreto- hasta el corazón mismo de nuestra
interpretación de la naturaleza del
universo. También resolvía, cosa nada desdeñable, el problema del éter luminífero dejando claro que no
existía. Einstein nos proporcionó un universo que no lo necesitaba.
Los físicos no suelen hacer demasiado caso a lo que puedan decir los empleados
de una oficina de patentes suiza, así que los artículos de Einstein, atrajeron
poca atención pese a la abundancia de nuevas que aportaban. En cuanto a Einstein,
después de haber resuelto varios de los misterios más profundos del universo, solicitó un puesto como
profesor universitario y fue rechazado, y luego otro como profesor de secundaria y le rechazaron
también. Así que volvió a su trabajo de inspector de tercera clase… pero siguió
pensando,por supuesto. Aún no se había ni aproximado siquiera al final.
Cuando el poeta Paul Valéry le preguntó una vez a Einstein si llevaba un
cuaderno encima para anotar sus ideas, él le miró con ligera pero sincera
sorpresa. «Oh, no hace falta eso -contestó-. Tengo tan pocas veces una.» Ni qué
decir tiene que cuando tenía una solía ser buena. La idea siguiente de Einstein
fue una de las más grandes que haya tenido nadie jamás… la más grande en
realidad, según Boorse, Motz y Weaver en su reflexiva historia de la ciencia
atómica. «Como
creación de una sola inteligencia -escriben- es sin duda alguna el logro
intelectual más elevado de la humanidad», que es sin duda el mejor elogio que
se puede conseguir.
En 1907, o al menos eso se ha dicho a veces, Albert Einstein vio caerse a un
obrero de un tejado y se puso a pensar en la gravedad. Por desgracia, como tantas buenas
anécdotas, también ésta parece ser apócrifa. Según el propio Einstein, estaba
simplemente sentado en una silla cuando se le ocurrió pensar en el problema de
la gravedad.
Lo que concretamente se le ocurrió fue algo parecido al principio de una
solución al problema de la gravedad, ya que para él había sido evidente desde
el principio que una cosa que faltaba en la teoría especial era ésa, la
gravedad. Lo que tenía de «especial» la teoría especial era que trataba de
cosas que se movían en un estado libre de trabas. Pero squé pasaba cuando una
cosa en movimiento (la luz, sobre todo) se encontraba con un obstáculo como la
gravedad?Era una cuestión que ocuparía su pensamiento durante la mayor parte de
la década siguiente y conduciría a la publicación, a principios de 1917, de un
artículo titulado «Consideraciones cosmológicas sobre la Teoría General de la
Relatividad». La Teoría Especial de la Relatividad de 1905 fue un trabajo
profundo e importante, por supuesto; pero, como comentó una vez C. P. Snow, si
a Einstein no se le hubiera ocurrido en su momento, lo habría hecho algún otro,
probablemente en el plazo de cinco años; era una idea que estaba esperando a
surgir. Sin embargo, la teoría general era algo completamente distinto. «Sin
eso –escribió Snow en 1979- es probable que aún hoy siguiésemos esperando la
teoría.»
Con la pipa, la actitud cordial y modesta y el pelo electrificado, Einstein era
un personaje demasiado espléndido para mantenerse permanentemente en la
oscuridad. En 1919, terminada la guerra, el mundo le descubrió de pronto. Casi
inmediatamente sus teorías de la relatividad adquirieron fama de ser algo que una
persona normal no podía entender. No ayudó nada a disipar esa fama, como señala David Bodanis
en su soberbio libro E = mc2, que el New York Times decidiese hacer un
reportaje y -por razones que no pueden nunca dejar de despertar asombro-
enviase a realizar la entrevista al corresponsal de golf de su plantilla, un
tal Henry Crouch.
Crouch no sabía nada de todo aquel asunto y lo entendió casi todo al revés.
Entre los errores de su reportaje que resultaron más perdurables, figura
laafirmación de que Einstein había encontrado un editor lo suficientemente
audaz para publicar un libro que sólo doce hombres «en todo el mundo podían
entender». No existía semejante libro, ni el editor, ni ese círculo de
ilustrados, pero de todos modos la idea cuajó. El número de los que podían
entender la relatividad no tardó en reducirse aún más en la imaginación
popular… y hemos de decir que la comunidad científica hizo poco por combatir el
mito.
Cuando un periodista le preguntó al astrónomo británico sir Arthur Eddington si
era verdad que él era una de las tres únicas personas del mundo que podía entender las teorías de
la relatividad de Einstein, Eddington lo consideró profundamente durante un
momento y contestó: «Estoy intentando pensar quién es la tercera persona». En
realidad, el problema de la relatividad no era que exigiese un montón de
ecuaciones diferenciales, transformaciones de Lorenz y otras cuestiones
matemáticas complicadas -aunque las incluía… ni siquiera Einstein podía
prescindir de algo de eso-, sino lo poco intuitiva que era.
Lo que en esencia dice la relatividad es que el espacio y el tiempo no son
absolutos sino relativos, tanto respecto al observador como a la cosa observada, y cuanto más
deprisa se mueve uno más pronunciados pasan a ser esos efectos. Nunca podríamos
acelerarnos hasta la velocidad de la luz y, cuanto más lo intentásemos (y más
deprisa fuésemos), más deformados nos volveríamos respecto a un observador
exterior.
Los divulgadores de la cienciaintentaron casi inmediatamente hallar medios de
hacer accesibles esos conceptos a un público general. Uno de los intentos de
mayor éxito -al menos desde el punto de vista comercial- fue El ABC de la
relatividad, del
matemático y filósofo Bertrand Russell. Russell se valió en él de una imagen
que se ha utilizado después muchas veces. Pidió al lector que imaginara un tren
de 100 metros de longitud, corriendo al 60% de la velocidad de la luz. Para alguien que estuviese parado en un andén viéndole
pasar, el tren parecería tener sólo 80 metros de longitud y todo estaría
comprimido en él de un modo similar. Si pudiésemos oír hablar a los pasajeros
en el tren, daría la impresión de que hablan muy despacio y de que arrastran
las palabras, como
un disco puesto a menos revoluciones de las debidas, y también sus movimientos
parecerían lentos y pesados. Hasta los relojes del tren parecerían funcionar a sólo cuatro
quintos de su velocidad normal.
Sin embargo -y ahí está el quid del asunto-,
la gente del
tren no tendría la menor sensación de esas distorsiones. A ellos les parecería
completamente normal todo lo del
tren. Seríamos nosotros, parados en el andén, quienes le pareceríamos
extrañamente comprimidos y más lentos y pesados en nuestros movimientos. Todo
ello se debe, claro, a tu posición respecto al objeto que se mueve.
Este efecto se produce en realidad siempre que nos movemos. Si cruzas en avión
Estados Unidos, te bajarás de él una diezmillonésima de segundo o así más joven
que aquellos a los quedejaste atrás. Incluso al cruzar la habitación alterarás
muy levemente tu propia experiencia del tiempo
y del
espacio. Se ha calculado que una pelota de béisbol, lanzada a 160 kilómetros
por hora, aumentará 0,000000000002 gramos de masa en su trayecto hasta la base
del bateador. Así que los efectos de la relatividad son reales y se han medido.
El problema es que esos cambios son demasiado pequeños para llegar a producir
una diferencia mínima que podamos percibir. Pero, para otras cosas del universo (la luz, la
gravedad, el propio universo), son cuestiones que tienen importancia.
Así que el hecho de que las ideas de la relatividad parezcan extrañas se debe
sólo a que no experimentamos ese tipo de interacciones en la vida normal. Sin
embargo, volviendo otra vez a Bodanis, todos nos enfrentamos normalmente a
otros tipos de relatividad. Por ejemplo, respecto al sonido. Si estás en un
parque y hay alguien tocando una música molesta, sabes que si te desplazas a un
lugar más distante la música parecerá menos molesta. Eso no se deberá a que la
música se haya hecho menos molesta, claro, sino simplemente a que tu posición
respecto a ella ha cambiado. Para algo
demasiado pequeño o demasiado lento para reproducir esa experiencia (un
caracol, por ejemplo), la idea de que una radio pudiese dar la impresión de
producir dos volúmenes diferentes de música simultáneamente a dos observadores
podría parecerle increíble.
Pero, de todos los conceptos de la Teoría General de la Relatividad, el que es
másdesconcertante y choca más con la intuición es la idea de que el tiempo es
parte del
espacio. El instinto nos lleva a considerar el tiempo como algo eterno, absoluto, inmutable, a
creer que nada puede perturbar su tictac firme y constante. En realidad, según
Einstein, el tiempo es variable y cambia constantemente. Hasta tiene forma.
Está vinculado -«inextricablemente interconectado», según la expresión de
Stephen Hawkingcon las tres dimensiones del
espacio, en una curiosa dimensión conocida como espaciotiempo.
El espaciotiempo suele explicarse pidiéndote que imagines algo plano
pero flexible (por ejemplo, un colchón o una placa de goma estirada) sobre la
que descansa un objeto redondo y pesado, como
por ejemplo una bola de hierro. El peso de la bola de hierro hace que el
material sobre el que está apoyada se estire y se hunda levemente. Esto es más
o menos análogo al efecto que un objeto de grandes dimensiones como el Sol (la bola de
hierro) produce en el espaciotiempo (el material flexible): lo hace estirarse,
curvarse y combarse. Ahora bien, si echas a rodar una bola más pequeña por la
placa de goma, intentará desplazarse en línea recta tal como exigen las leyes
newtonianas del movimiento, pero, al acercarse al objeto de gran tamaño y al
desnivel de la placa pandeada, rodará hacia abajo, atraída ineludiblemente
hacia el objeto de mayores dimensiones. Eso es la gravedad, un producto del pandeo del
espaciotiempo.
Todo objeto que tiene masa crea una pequeña depresión en el tejido delcosmos.
Así el universo, tal como
ha dicho Dennis Overbyye, es «el colchón básico que se comba». La gravedad
desde ese punto de vista es más un resultado que una cosa; «no una
'fuerza', sino un subproducto del
pandeo del espaciotiempo», en palabras del físico Michio Kaku,
que continúa diciendo: «En cierto modo la gravedad no existe; lo que mueve los
planetas y las estrellas es la deformación de espacio y tiempo».
La analogía del colchón que se comba no nos
permite, claro, llegar más allá, porque no incorpora el efecto del tiempo. Pero, en
realidad, nuestro cerebro sólo puede llevarnos hasta ahí, porque es casi
imposible concebir una dimensión que incluya tres partes de espacio por una de
tiempo, todo entretejido como
los hilos de una tela. En cualquier caso, creo que podemos coincidir en que se
trataba de una idea terriblemente grande para un joven que miraba el mundo
desde la ventana de una oficina de patentes de la capital de Suiza.
La Teoría General de la Relatividad de Einstein indicaba, entre otras muchas
cosas, que el universo debía estar o expandiéndose o contrayéndose. Pero
Einstein no era un cosmólogo y aceptó la concepción predominante de que el
universo era fijo y eterno. Más o menos reflexivamente, introdujo en sus
ecuaciones un concepto llamado la constante cosmológica, que contrarrestaba los
efectos de la gravedad, sirviendo como
una especie de tecla de pausa matemática. Los libros de historia de la ciencia
siempre le perdonan a Einstein este fallo, pero fue en verdadalgo bastante
atroz desde el punto de vista científico, y él lo sabía. Lo calificó de «la
mayor metedura de pata de mi vida».
Casualmente, más o menos cuando Einstein incluía una constante cosmológica en
su teoría, en el Observatorio Lowell de Arizona, un astrónomo con el nombre
alegremente intergaláctico de Vesto Slipher (que era en realidad de Indiana)
estaba efectuando lecturas espectrográficas de estrellas lejanas y descubriendo
que parecían estar alejándose de nosotros. El universo no era estático. Las
estrellas que Slipher observaba mostraban indicios inconfundibles de un cambio
Doppler, (Llamado así por Johann Christian Doppler, un físico austriaco, que
fue el primero que reparó en él en 1842. Lo que pasa, dicho brevemente, es que,
cuando un objeto en movimiento se aproxima a otro estacionario, sus ondas
sonoras se fruncen al amontonarse contra el instrumento que las esté recibiendo
(tus oídos, por ejemplo), lo mismo que se podría esperar de cualquier cosa a la
que se esté empujando desde atrás hacia un objeto inmóvil. Este apretujamiento
lo percibe el oyente como
una especie de sonido apretado y elevado (el yi). Cuando la fuente sonora pasa, las ondas sonoras se esparcen y se alargan,
provocando la caída brusca del
tono (el yiummm). (N. del A.), el mismo mecanismo que produce ese sonido
yi-yiummm prolongado, característico, que hacen los coches cuando pasan a toda
velocidad en una pista de carreras. (El fenómeno también se aplica a la luz y,
en el caso de las galaxias enretroceso, se conoce como
un cambio al rojo (porque la luz que se aleja de nosotros cambia hacia el
extremo rojo del
espectro; la luz que se aproxima cambia hacia el azul).
Slipher fue el primero que se fijó en este efecto y que se hizo cargo de lo
importante que podía ser para entender los movimientos del cosmos. Por desgracia, nadie le hizo
demasiado caso. El Observatorio Lowell era, como recordarás, una especie de
rareza debida a la obsesión de Percival Lowell con los canales marcianos que,
entre 1910 y 1920 se convirtió, en todos los sentidos, en un puesto avanzado de
la exploración astronómica. Slipher no tenía conocimiento de la teoría de la
relatividad de Einstein, y el mundo no lo tenía tampoco de Slipher. Así que su
descubrimiento tuvo escasa repercusión.
La gloria pasaría, en cambio, a una gran masa de ego llamada Edwin Hubble.
Hubble había nacido en 1889, diez años después de Einstein, en un pueblecito de Misuri, del borde de las
Ozarks, y se crió allí yen Wheaton,
Illinois, un suburbio de Chicago.
Su padre era un prestigioso ejecutivo de una empresa de seguros, así que no
pasó estrecheces económicas en su época de formación; estaba bien dotado,
además, en cuanto a su físico. Era un atleta vigoroso y ágil, era simpático,
inteligente y muy guapo («Guapo casi hasta el exceso», según la descripción de
William H. Cropper; «un Adonis» en palabras de otro admirador). De acuerdo con
su propia versión, consiguió también incluir en su vida actos de valor más o
menos constantes (salvar anadadores que se ahogaban, conducir a hombres
asustados a lugar seguro en los campos de batalla de Francia, avergonzar a
boxeadores campeones del
mundo al dejarles kao en combates de exhibición…). Parecía todo demasiado bueno
para ser verdad. Lo era. Pese a tantas dotes, Hubble era también un embustero
inveterado.
Esto último era bastante extraño, ya que se distinguió desde una edad temprana
por un nivel de auténtica distinción que resultaba a veces casi estrambóticamente
brillante. En una sola competición atlética del instituto de segunda enseñanza,
en 1906, ganó en salto de pértiga, lanzamiento de peso, de disco, de martillo,
en salto de altura, en carrera de obstáculos y figuró en el equipo que ganó la
carrera de relevos de 4 x 400 metros (es decir, siete primeros puestos en una
sola competición); además, quedó el tercero en salto de longitud. Ese mismo
año, logró batir el récord del estado de Illinois en salto de
altura.
Era igual de brillante como estudiante y no tuvo
ningún problema para ingresar en la Universidad de Chicago como
alumno de física y astronomía (se daba la coincidencia de que el jefe del departamento era,
por entonces, Albert Michelson). Allí fue elegido para ser uno de los primeros
Rhodes Scholars que irían a Oxford.
Tres años de vida inglesa modificaron claramente su mentalidad, pues regresó a
Wheaton en 1913 ataviado con abrigo de capucha, fumando en pipa y hablando con
un acento peculiarmente rotundo (no del todo inglés británico) que conservaría
toda lavida. Aunque afirmó más tarde que había pasado la mayor parte de la
segunda década del siglo ejerciendo el derecho
en Kentucky, en realidad trabajó como profesor de instituto y entrenador de baloncesto en New Albany (Indiana),
antes de obtener tardíamente el doctorado y pasar un breve periodo en el
ejército. (Llegó a Francia un mes antes del Armisticio, y es casi seguro que
nunca oyó un disparo hecho con intención de matar.)
En 1919, con treinta años, se trasladó a California
y obtuvo un puesto en el Observatorio de Monte Wilson, cerca de Los Ángeles. Se convirtió
allí, rápida e inesperadamente, en el astrónomo más destacado del siglo XX.
Conviene que nos paremos un momento a considerar lo poco que se sabía del cosmos por entonces.
Los astrónomos creen hoy que hay unos 140.000 millones de galaxias en el
universo visible. Es un número inmenso, mucho mayor de lo que nos llevaría a
suponer simplemente decirlo. Si las galaxias fuesen guisantes congelados, sería
suficiente para llenar un gran auditorio, el viejo Boston Garden, por ejemplo,
o el Royal Albert Hall. (Un astrofísico llamado Bruce Gregory ha llegado a
calcularlo realmente.) En 1919, cuando Hubble acercó por primera vez la cabeza
al ocular, el número de esas galaxias conocidas era exactamente una: la Vía
Láctea. Se creía que todo lo demás era o bien parte de la Vía Láctea, o bien
una de las muchas masas de gas periféricas lejanas. Hubble no tardó en
demostrar lo errónea que era esa creencia.
Durante los diez años siguientes,Hubble abordó dos de las cuestiones más
importantes del
universo: su edad y su tamaño. Para responder a esas dos cuestiones es preciso
conocer dos cosas: lo lejos que están ciertas galaxias y lo deprisa que se
alejan de nosotros (lo que se conoce como
su velocidad recesional). El desplazamiento al rojo nos da la velocidad a la
que se alejan las galaxias, pero no nos indica lo lejos que están en principio.
Por eso es necesario lo que se denomina «candelas tipo», estrellas cuya
intensidad de luz se puede calcular fidedignamente y que se emplean como puntos de referencia
para medir la intensidad de luz (y, por tanto, la distancia relativa) de otras
estrellas.
La suerte de Hubble fue llegar poco después de que una ingeniosa mujer llamada
Henrietta Swan Leavitt hubiese ideado un medio de encontrar esas estrellas.
Leavitt trabajaba en el Observatorio de Harvard
College como
calculadora, que era como
se denominaba su trabajo. Los calculadores se pasan la vida estudiando placas
fotográficas de estrellas y haciendo cálculos, de ahí el nombre. Era poco más
que una tarea rutinaria con un nombre especial, pero lo máximo que podían
conseguir acercarse las mujeres a la astronomía real en Harvard (y, en
realidad, en cualquier sitio) por aquel entonces. El sistema, aunque injusto, tenía
ciertas ventajas inesperadas: significaba que la mitad de las mejores
inteligencias disponibles se centraban en un trabajo que, de otro modo, no
habría atraído demasiada atención reflexiva y garantizaba que las
mujeresacabasen apreciando la delicada estructura del cosmos que no solían captar sus colegas
masculinos.
Una calculadora de Harvard, Angie Jump Cannon, empleó su conocimiento
repetitivo de las estrellas para idear un sistema de clasificaciones estelares
tan práctico que sigue empleándose. La aportación de Leavitt fue todavía más
importante. Se dio cuenta de que un tipo de estrella conocido como cefeida variable (por la constelación
Cefeus, donde se identificó la primera) palpitaba con un ritmo regular, una
especie de latido cardiaco estelar. Las cefeidas son muy raras, pero al menos
una de ellas es bien conocida por la mayoría de la gente. La Estrella Polar es
una cefeida.
Sabemos ahora que las cefeidas palpitan como
lo hacen porque son estrellas viejas que ya han dejado atrás su «fase de
secuencia principal», en la jerga de los astrónomos, y se han convertido en
gigantes rojas. La química de las gigantes rojas es un poco pesada para
nuestros propósitos aquí (exige una valoración de las propiedades de átomos de
helio ionizados uno a uno, entre muchas otras cosas), pero dicho de una forma
sencilla significa que queman el combustible que les queda de un modo que
produce una iluminación y un apagado muy rítmicos y muy fiables. El mérito de
Leavitt fue darse cuenta de que, comparando las magnitudes relativas de
cefeidas en puntos distintos del
cielo, se podía determinar dónde estaban unas repecto a otras. Se podían
emplear como
candelas tipo, una expresión que acuñó Leavitt y que sigue siendo deuso
universal. El método sólo aportaba distancias relativas, no distancias
absolutas, pero, a pesar de eso, era la primera vez que alguien había propuesto
una forma viable de medir el universo a gran escala.
(Tal vez merezca la pena indicar que en la época en que Leavitt y Cannon
estaban deduciendo las propiedades fundamentales del cosmos de tenues manchas
de estrellas lejanas en placas fotográficas, el astrónomo de Harvard William H.
Pickering, que podía mirar cuantas veces quisiese por un telescopio de primera,
estaba elaborando su trascendental teoría, según la cual, las manchas oscuras
de la Luna estaban causadas por enjambres de insectos en su migración
estacional.).
Hubble combinó el patrón métrico cósmico de Leavitt con los útiles
desplazamientos al rojo de Vesto Slipher, y empezó a medir puntos concretos seleccionados
del espacio
con nuevos ojos. En 1923, demostró que una mancha de telaraña lejana de la
constelación de Andrómeda, conocida como M31, no
era una nube de gas ni mucho menos, sino una resplandeciente colección de
estrellas, una galaxia por derecho propio, de 100.000 años luz de anchura y
situada como
mínimo a unos 900.000 años luz de nosotros. El universo era más vasto
(inmensamente más) de lo que nadie había imaginado. En 1924, Hubble escribió un
artículo que hizo época: «Cefeidas de nebulosas espirales» (nebulosa, del latín
nebulae o nubes, era el término que empleaba para denominar las galaxias) en el
que demostraba que el universo estaba formado no sólo por laVía Láctea, sino
por muchísimas otras galaxias independientes («universos isla»), muchas de
ellas mayores que la Vía Láctea y mucho más lejanas.
Este hallazgo por sí solo habría garantizado la fama de Hubble, pero este pasó
luego a centrarse en calcular exactamente lo vasto que era el universo y
realizó un descubrimiento aún más impresionante. Empezó a medir los espectros
de galaxias lejanas, la tarea que había iniciado Slipher en Arizona. Utilizando el nuevo telescopio
Hooker de 100 pulgadas de Monte Wilson y algunas deducciones inteligentes,
había descubierto a principios de la década de los treinta que todas las
galaxias del cielo (excepto nuestro grupo local) se están alejando de nosotros.
Además, su velocidad y distancia eran claramente proporcionales: cuanto más
lejos estaba la galaxia, más deprisa se movía.
Esto era asombroso sin duda alguna. El universo se estaba expandiendo,
rápidamente y de forma regular, en todas direcciones. No hacía falta demasiada
imaginación para leerlo hacia atrás y darse cuenta de que tenía que haber
empezado todo en algún punto central. Lejos de ser el universo el vacío
estable, fijo y eterno que todo el mundo había supuesto siempre, tenía un
principio…, así que también podría tener un final.
Lo asombroso es, como
ha indicado Stephen Hawking, que a nadie se le hubiese ocurrido antes la idea
de un universo en expansión. Un universo estático -es algo que debería haber
resultado evidente para Newton
y para todos los astrónomos razonables que lesiguieron- se colapsaría sobre sí
mismo. Existía además el problema de que, si las estrellas hubiesen estado
ardiendo indefinidamente en un universo estático, lo habrían hecho
insoportablemente cálido; demasiado caliente, desde luego, para seres como nosotros. Un
universo en expansión resolvía buena parte de todo eso de un plumazo.
Hubble era mucho más un observador que un pensador, y no se hizo cargo
inmediatamente de todo lo que implicaba lo que había descubierto, entre otras
cosas porque lamentablemente no tenía idea de la Teoría General de la
Relatividad de Einstein. Eso era muy notable, porque, por una parte, Einstein y
su teoría eran ya mundialmente famosos. Además, en 1929, Albert Michelson (que
ya estaba en sus últimos años, pero que todavía era uno de los científicos más
despiertos y estimados del mundo) aceptó un puesto en Monte Wilson para medir
la velocidad de la luz con su fiel interferómetro, y tuvo sin duda que haberle
mencionado al menos que la teoría de Einstein era aplicable a sus
descubrimientos.
Lo cierto es que Hubble no supo sacar provecho teórico a pesar de tener a mano
la posibilidad de ello. Le correspondería hacerlo en su lugar a un sacerdote e
investigador (con un doctorado del MIT) llamado Georges Lemaitre, que unió los
dos hilos en su propia «teoría de los fuegos artificiales», según la cual el
universo se inició en un punto geométrico, un «átomo primigenio», que estalló
gloriosamente y que ha estado expandiéndose desde entonces. Era una idea que
anticipabamuy claramente la concepción moderna de la Gran Explosión, pero
estaba tan por delante de su época que Lemaitre raras veces recibe más que las escasas
frases que le hemos dedicado aquí. El mundo necesitaría decenios, y el
descubrimiento involuntario de la radiación cósmica de fondo de Penzias y
Wilson en sus antenas rumorosas de Nueva Jersey, para que la Gran Explosión
empezase a pasar de idea interesante a teoría reconocida.
Ni Hubble ni Einstein participarían demasiado en esa gran historia. Aunque
nadie lo habría imaginado en la época, habían hecho todo lo que tenían que
hacer.
En 1936, Hubble publicó un libro de divulgación titulado El dominio de las
nebulosas, que exponía con un estilo adulador sus propios y considerables
logros. En él demostraba por fin que conocía la teoría de Einstein…, aunque
hasta cierto punto: le dedicaba cuatro páginas de unas doscientas.
Hubble murió de un ataque al corazón en 1953. Le aguardaba una última y pequeña
rareza. Por razones ocultas en el misterio, su esposa se negó a celebrar un
funeral y no reveló nunca lo que había hecho con su cadáver. Medio siglo
después, sigue sin saberse el paradero de los restos del
astrónomo más importante del
siglo. Como
monumento funerario, puedes mirar al cielo y ver allí el telescopio espacial
Hubble, que se lanzó en 1990 y que recibió ese nombre en honor suyo.