Traducción de Pedro Barbadillo
DIRECTORA: MICHI STRAUSFELD
TÍTULO ORIGINAL:
CAMILLA
1
Nada mas llegar a casa el miércoles, supe que Jacques estaba
allí con mi madre. Lo supe en cuanto entré en el vestíbulo
del edificio
y el portero dijo:
«Buenas tardes, señorita Camila», sonriéndome con esa
sonrisa burlona y maliciosa que ya temía encontrarme cada vez que
llegaba a casa. Crucé el vestíbulo e hice votos para que Jacques
se fuera, ahora que llegaba yo a casa, antes de que regresara mi padre. Me
alegré de haber ido directamente a casa, después del colegio, en lugar de
haberme ido a dar un paseo con Luisa.
Entré en el ascensor y el ascensorista dijo, como si estuviera saboreando algo
exótico:
—Buenas tardes, señorita Camila. Tienen ustedes visita.
—¿Sí? —dije.
—Sí.
El ascensorista es bajito y gordo y, aunque peina canas y le faltan dos
dientes, por lo que exhibe dos huecos negros en la boca, todo el mundo se
refiere a él como el chico
del ascensor; nunca como
el hombre del
ascensor. El gesto malicioso con el que mueve los ojos cuando habla, hace que
se parezca mas a los hermanos de algunas de laschicas del colegio que a una persona mayor. En
aquel momento, sus ojos centelleaban con un regocijo ofensivo, como si fuera a adelantar un pie y ponerme la
zancadilla, para reírse luego a carcajadas cuando me viera caer de
bruces.
—Ese señor Nissen esta arriba —dijo,
sonriendo—. Preguntó específicamente si estaba usted y
luego dijo que subiría y la esperaría.
Sí, no era difícil imaginarse cómo habría
preguntado Jacques por mí, sonriendo y hablando con su voz aduladora,
tan suave como la de un perro de aguas. Sí, es por mí por quien
Jacques pregunta siempre. Yo soy como un juego
entre Jacques, el portero y el viejo chico del ascensor, una pelota que se arrojan entre sí,
sonriendo siempre, como
si todos ellos comprendieran que el juego no tiene apenas importancia
Así, pues, el chico del ascensor me miró con mirada
burlona y detuvo el ascensor en el piso catorce. En realidad es el piso trece,
pero me había dado cuenta de que en la mayoría de las casas de
pisos omitían el trece y le ponían catorce. Es una
tontería. Se puede cambiar el número, pero no el piso.
Le dije adiós al chico del
ascensor, saqué mi llave del bolsillo del abrigo azul marino y
entré en el piso. Oí sus voces procedentes del salón1. Rogué para que mi
padre no la oyera nunca reírse así, pero no sé a
quién estaba rogando, si a mi madre, a Jacques o a Dios.
Crucé el vestíbulo en dirección a micuarto, colgué
el abrigo y la boina roja y dejé los libros sobre mi escritorio. Luego,
a diferencia de lo que solía hacer habitualmente, no me senté a
hacer mis deberes escolares, sino que volví al salón, para que
Jacques supiera que yo estaba en casa. Caminé pesadamente, taconeando
con mis zapatos de colegial, para que lo supiera antes de que yo entrara en el
salón. Luego, llamé a la puerta.
—Adelante —dijo mi madre—. ¡Ah, eres tú, Camila!
¿Qué tal te ha ido en el colegio? Le estaba diciendo a Jacques lo
bien que siempre, el último informe fue realmente, tu padre y yo
estamos encantados de tus progresos.
Mi madre habla siempre a retazos, como si
tuviera tanta
prisa por decir todo, que casi nunca tiene tiempo de terminar una frase. Su voz
es como un
arroyo que baja una pendiente brincando y acaba dispersandose al chocar
con rocas de todas las formas y tamaños.
Me acerqué a besar a mi madre y luego le di la mano a Jacques.
—Por Dios, Camila —dijo mi madre—, tienes la mejilla helada.
¿Esta lloviendo o? ¿Crees que nevara esta noche,
Jacques? Es la época Claro que, luego, no me gusta la nieve en la
ciudad, pero es precioso mientras cae — luego se rió. No
sé bien lo que significaba esa risa, pero creo que, simplemente, se
siente libre para reírse, porque piensa que soy tan joven que me
encuentra como
un gatito que aún no ha abierto los ojos.Pero cuando tienes quince
años, ya has pasado esa etapa. Quince es una edad curiosa; para mi padre
y mi madre resulta muy conveniente que yo tenga quince años, porque
pueden aducir que soy demasiado joven o demasiado mayor, cuando quieren decir
que no a algo.
Luisa tiene dieciséis y dice que a ella le pasa lo mismo; pierdes todas
las ventajas de ser una niña y no consigues ninguna por ser adulta.
—Buenas tardes, Camila —dijo Jacques con su estilo pulido.
Miró a mi madre—. Sí, Rose, debe haber empezado a llover.
¿No es así, Camila?
—Sí —libré mi mano de la suya. No la abrió,
sino que la mantuvo aferrada a la mía, por lo que sentí el roce
de su palma al
deslizar mis dedos para sacarlos—. Tienes las pestañas
húmedas —dijo Jacques— y gotas de agua en el pelo. Te he
traído un regalo, Camila.
—Oh, sí, Camila, mira lo que Jacques ha traído una
preciosa Sí, Jacques vino a, vino sólo por ti, para
traerte un regalo.
Jacques se dirigió a la mesa que hay bajo el retrato de Carroll de mi
madre y cogió un paquete parecido a un pequeño cofre. Me lo dio.
—Puede que seas demasiado mayor para esto, Camila —dijo—,
pero tu madre me ha dicho que este año estas aprendiendo a coser
y
—Sí; Camila esta aprendiendo a coser tan
maravillosamente, le vendra bien practicar. hacerle todos los
vestidos y quiza, también, algunos sombreros —dijo mi
madre convoz fuerte y excitada.
—Gracias —dije.
—¿No lo vas a abrir? —preguntó mi madre.
Abrí el paquete. Era una muñeca. Una muñeca grande, con
pelo de verdad y grandes pestañas negras, y unos horribles y llamativos
ojos azules, que giraban y se abrían y cerraban. Cuando la icé,
abrió su boquita rosada, exhibiendo dos filas de inhumanos dientecitos blancos.
No me han gustado nunca las muñecas. Por alguna razón, siempre me
han asustado un poco, porque son como
caricaturas de todo lo que es frío, aborrecible y antipatico en
la gente.
—¿Ves? Tiene unas pestañas como las tuyas, Camila. Y no es, no es sólo
una muñeca para una niña, ya sabes —pareció
súbitamente nervioso y se pasó rapidamente los dedos por
el pelo, espeso y ondulado, y casi tan bonito como el de mi madre.
La cabeza de la muñeca descansaba en mi brazo, con la redonda y
sonrosada boca cerrada despreciativamente.
—Y tus deberes escolares, ¿no tienes que hacerlos, Camila? Ese
latín y esas cosas de geometría que le preguntaste a tu
padre Nunca pude entender la geometría —dijo mi madre.
—Sí —dije a mi madre; y a Jacques—: Muchas gracias por
la muñeca.
Salí del salón y crucé de nuevo el vestíbulo.
Dejé la muñeca en una butaca y quedó boca abajo, con la
cabeza recostada en uno de los brazos de la butaca, como un enano borracho. Me di cuenta entonces
de que había olvidado la caja y el papel deenvolver en la mesa, debajo del retrato de mi madre,
así que regresé al salón y esta vez no llamé a la
puerta. No sé si lo hice a propósito o no, pero lo cierto es que,
cuando entré en el salón, Jacques y mi madre estaban besandose,
como me
había figurado.
—Olvidé la caja de la muñeca —dije con voz ronca y me
dirigí a la mesa.
Jacques abrió la boca para decir algo, la cerró y la
volvió a abrir, y creo que esta vez iba a decir algo, sólo que
los tres nos quedamos helados y en silencio al oír el ruido de la llave
de mi padre en la cerradura.
Oímos entrar a mi padre y el sonido apagado producido al dejar el
sombrero en la mesa del
vestíbulo y el abrigo en la butaca, para que los recogiera Carter, la
criada. Mi madre se dirigió al sofa, se sentó frente a la mesita
del
café y encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos,
palidos y delgados como
el cigarrillo que sostenían.
Mi padre entró en el salón y su tensa sonrisa no se inmutó
cuando vio a Jacques; sólo se hizo un poco mas tensa, de la forma
que siento el aparato dental sobre mis dientes cuando acabo de salir del dentista.
—Buenas tardes, Rafferty, Cariño —dijo mi madre, aplastando
su cigarrillo sin fumar en un cenicero. El cigarrillo se aplastó y se
rompió, dejando escapar partículas de tabaco del desgarrón—. Dice Camila que
esta lloviendo. ¿No te has? ¿No sería mejor que
te cambiaras de calzado si?¿O ha dejado de llover?
—Aún sigue lloviendo —dijo mi padre, que se inclinó
por encima de la mesa
para besarla; luego, saludó a Jacques—: Buenas tardes.
—¿Qué hora es, o has venido antes?
—preguntó mi madre.
—He venido antes —dijo mi padre—. Estas muy atractiva
esta tarde, Rose
—luego miró hacia mí con aquella sonrisa tensa, como si le doliera mover
la boca—. ¿Qué llevas ahí, Camila?
—Una caja —dije.
—¿Y para qué es esa caja? —mi padre volvió a
inclinarse sobre la mesita del
café, cogió un cigarrillo de la caja de plata y se lo
ofreció a mi madre. A continuación, sacó su encendedor y
se lo encendió. Durante todo aquel tiempo no dijo nada, mirandola
y devolviéndole ella la mirada, con ojos
azules como los
de la muñeca. Mi padre parecía llenar la habitación, de
pie junto a la mesita del
café, con su traje oscuro y su encendedor aún llameante en la
mano extendida.
—Es la caja de una muñeca —dije.
—¿De una muñeca?
Me di cuenta de que, ahora, Jacques y mi madre se alegraban de que yo hubiera
regresado al salón cuando lo hice. Mi madre dijo:
—Jacques le ha traído una muñeca a Camila. Jacques es el
mas ardiente admirador de Camila.
—¿Y dónde esta la muñeca? —preguntó
mi padre—. Verdaderamente, Rose, ¿a quién se le ocurre
darle una muñeca a Camila? Ya no es una niña.
Ésta era la primera vez que veía yo que mi padre fuera rudo con
alguien, lo que me llamóla atención.
—Esta en mi cuarto —dije—. Volví para recoger
la caja —miré a Jacques, luego a mi madre y, finalmente, a mi
padre. Mi padre es un hombre muy grande. Es alto y corpulento, y su cuerpo es
tan duro como
una roca. Su pelo es tan fuerte y regular como
el marmol negro y los aladares blancos son como
las vetas del
marmol. Sus hombros son tan amplios como los de la estatua de Atlas que
hay en la Quinta Avenida, cerca del Rockefeller Center, ésa que sostiene
en alto el mundo y parece estar a punto de caerse del pedestal por su peso.
Pero el pie de mi padre no flaquearía.
—¿Una bebida, Nissen? —preguntó mi padre.
—No, gracias —murmuró Jacques—. Debo marcharme. Tengo
una cita en el centro.
No esperé a que se despidiera, sino que salí del salón y volví a mi cuarto.
Apagué la luz. Al principio no pude ver nada; durante unos instantes fue
como estar ciega, pero luego vi, mas
alla de la ventana de mi cuarto, las ventanas iluminadas de los pisos del otro lado del
patio. Descorrí las cortinas y miré fuera. Cuando era mucho
mas joven, solía pensar que vivir de cara a aquel patio era,
hasta cierto punto, como
vivir en la conejera de Alicia en el país de las Maravillas. A veces,
Luisa y yo permanecemos junto a la ventana, viendo anochecer y
contandonos cosas de la gente que vive en los otros pisos. O bien, en
noches despejadas de invierno, trato de enseñarle lasestrellas a Luisa.
Hay que asomarse bastante y mirar mas alla de la conejera de
edificios para verlas, pero cuando hace frío y esta despejado,
puedo mostrarle Aldebaran y Betelgeuse, Belatrix y Sirio, las
Pléyades y Perseo. Tres de los lados del patio que forman la conejera lo ocupa la
enorme casa de pisos en que vivo. El cuarto lado es una casa de pisos, menor y
mas baja, de la que domino la cubierta, en la que hay un gran estanque
con una escalerilla de manos adosada a él, por la que, sin embargo, no
he visto nunca subir a nadie. Mas alla de esa cubierta es donde
puedo ver las estrellas. A veces, en verano, suben a esa cubierta chicas en
traje de baño, extienden unas toallas y se tumban al sol; por la noche
suben con chicos y contemplan la salida de la luna por encima del contorno
desigual de la ciudad y se besan de la misma forma que vi besarse a Jacques y a
mi madre. Las habitaciones de este edificio son diferentes a las de nuestra
casa. Estan mas desordenadas y la gente no se preocupa de correr
los visillos o bajar las persianas tan a menudo, y hay pocas criadas
encendiendo lamparas o prendiendo candelabros en mesas de caoba y
viéndoselas atareadas en la cocina por la noche. Hay algo excitante en
las cocinas. Me gusta estar junto a la ventana de mi cuarto y contemplar
cómo se prepara la cena, imaginandome cosas de familias felices
que tienen muchos hijos.Estaba allí, junto a la ventana de mi cuarto,
después de dejar, despidiéndose, a mi madre, mi padre y Jacques,
y observé, a través de la cortina de agua que caía, una
gran cocina de la casa pequeña, donde toda una familia, padre y madre y
cuatro hijos, y, ademas, una abuela, comían, sentados alrededor
de una gran mesa de cocina azul, huevos revueltos y tocino. Se abrió la puerta
y oí la voz de mi padre.
—Camila.
Me volví y le vi, tapando casi por completo el umbral de la puerta,
recortandose la silueta de su cuerpo por la luz amarillenta que
procedía del
vestíbulo.
—Estoy aquí, padre.
—¿Qué haces sola y a oscuras?
—Estaba mirando la lluvia.
—Eso suena a tristeza —dijo mi padre—. Enciende la luz, ponte
uno de tus preciosos vestidos vamonos a cenar fuera.
—¡Oh! —dije.
—Tu madre tiene jaqueca —dijo mi padre—, así que va a
tomar un té con tostadas y se va a acostar y pensé que sería
una buena idea que saliéramos a corretear juntos. ¿Qué te
parece?
—Estupendo —me separé de la ventana y encendí la luz
de mi escritorio, cuya viveza me hizo parpadear.
—Te doy media hora para que te arregles y luego nos iremos —mi
padre me dio una palmadita en la espalda y se fue.
Me dirigí al cuarto de baño, me duché y me cepillé
los dientes. Para mí es un fastidio cepillarme los dientes, a causa del aparato dental,
aunque ahora es mas sencillo, pues no tengo la parte defuera, sino
sólo la de dentro. Mientras me cepillaba los dientes, llegó mi
madre, llevando una bata de terciopelo rosa, y dijo:
—Camila, querida, cuando estés vestida ven a mi cuarto y,
¡cielos, cariño, tienes pasta de dientes por toda la cara!, y
te peinaré y podras usar un poco de mi colorete —la
expresión de su rostro denotaba impaciencia y sus pestañas
aparecían húmedas y estropeadas, como si hubiese empezado a
llorar y luego se hubiera contenido. El pelo claro le caía por la
espalda y parecía mas suave y exuberante que el terciopelo de su
bata—. ¿De acuerdo, cariño?
—De acuerdo, madre —dije, mientras trataba de enroscar el
tapón del
tubo de pasta dentífrica. Se me ocurrió de entre los dedos y
rodó como si fuera un pequeño escarabajo negro en el lavabo y se
introdujo en el desagüe, de donde traté de rescatarlo con los
dedos; mi madre permanecía en el quicio de la puerta, mirandome
con aspecto de estar a punto de romper a llorar.
—Cariño, puedes usar mis pinzas para sacar ese estúpido
tapón si tú
Realmente son mas útiles que los dedos —pero en ese momento
logré sacar el tapón, lo enjuagué y lo coloqué en
el tubo de pasta dentífrica.
Mi madre se volvió para irse, diciéndome mientras se alejaba:
—Date prisa, querida, y no hagas esperar A Rafferty no le gusta tener
que esperar.
Volví a lavarme la cara, para quitarme cualquier resto de
pastadentífrica, regresé a mi cuarto y me vestí. Me puse
las medias claras de seda que me había regalado mi madre por mi
cumpleaños y que aún no había estrenado, y un vestido que
me había comprado ella, entre verde y plateado, que cambia de color al
moverme. Es un vestido precioso y la única prenda de vestir que tengo
que me guste, y con la que no me siento rara ni incómoda. Luisa se
enfada conmigo, pero sólo me gustan las prendas bonitas si me van.
Cuando fui al cuarto de mi madre, estaba tumbada en su divan, con una
manta liviana sobre las piernas, pero se incorporó cuando entré y
se quedó mirandome. Su rostro se entristeció
repentinamente.
—Sí —dijo—, estas muy ¡Oh, sí,
Camila, estas preciosa! —alejó la tristeza del rostro y me
guiñó sonriendo, como solía hacer cuando yo era
pequeña.
—Ahora —dijo— vamos a ver Sí, ponte esto, querida
—y me alargó un peinador de plastico para cubrirme los
hombros. Cogió luego su cepillo de la tapa de cristal del tocador y
comenzó a cepillarme el pelo, hablandome mientras tanto—.
Tu pelo es tan negro como el de Rafferty, Camila. Pareces un diablillo, con esa
cara puntiaguda tan solemne, el pelo negro y ese flequillo. Es una pena que
tengas la frente tan despejada, pero la tapa ese flequillo Y esos ojos
verdes son muy interesantes. ¿Te gusta la muñeca que te ha
traído Jacques? Vino esta tarde sólo para traértela. Claro
queeres mayor para muñecas, pero es tan especial Y también
quería hablar conmigo, porque es enormemente desgraciado. Esa mujer que
tiene, las cosas que ella Oh, no podría explicartelo, al menos
hasta que seas mayor, pero la vida que lleva Jacques con Y, ademas,
es una mujer tan poco atractiva, tan angulosa y tan brusca Y, ahora, con el
divorcio y todo eso, claro, tengo que animarle. Esos zapatos no te van
demasiado bien con el vestido. Creo que no tienes ninguno que te vayan,
¿no? Yo tengo que ¿Te gustaría llevar esta noche mis
zapatos plateados? Lo curioso es que Jacques cree que yo soy muy fuerte. Es
curioso, ¿no? Él no me conoce como tú y Raff, pero no
deja de decirme: Rose, tú eres fuerte. Así que tengo que
aparentar que lo soy, como si él fuese un niño. Ya te imaginas.
Pensé en los chicos y chicas del tejado en las noches de verano y en las
de invierno agradables, y pensé en la forma en que mi madre había
abrazado a Jacques aquella tarde. No dije nada.
Mi madre terminó de cepillarme el pelo y eligió un pincel de un
grupo que había en un vasito; lo restregó en un bote de crema
roja y me pintó la boca, dibujando primero el contorno de mis labios y
rellenandolos luego con rapidas y cuidadosas pinceladas.
Cogió una borla para polvos y me la puso sobre los labios, y,
finalmente, volvió a dibujar el contorno de mi boca con el pincel.
—SiRafferty te pregunta —comenzó a decir, mientras se
dirigía a su armario, de donde me trajo sus zapatos plateados—,
claro que no sé por qué iba a hacerlo —dijo, y cogió
su borla de piel de conejo, la pasó por su lapiz labial y me
frotó con ella las mejillas, los extremos superiores de las orejas y la
barbilla—. Pero si lo hace —dijo—, sé que tú
—cogió un collar de perlas y me lo puso en el cuello,
levantandome el pelo por detras para cerrar el broche—.
Sé que puedo confiar en ti, querida, porque ya eres una chica mayor. Ya
eres una persona adulta. Pero si —en ese momento sonó el
teléfono. Ella corrió rapidamente a contestarlo, antes de
que Carter descolgara la extensión del vestíbulo—. ¡Hola!
—gritó ante el auricular—. ¡Ah, eres tú!
—su rostro volvió a adquirir el aspecto de una florecilla mustia y
dijo—: Es para ti, Camila. Es Luisa. Pero no hables mucho, por
Rafferty No debes hacerle esperar.
Fui al teléfono y dije:
—¡Hola!
—¡Hola! —dijo Luisa. Había un zumbido en la
línea y parecía como si llamara por conferencia, en lugar de
hacerlo desde la calle Novena. Bueno, Greenwich Village2 es un mundo muy
diferente al de Park Avenue, mas excitante y un poco inquietante. La voz
de Luisa llegaba distante a causa del zumbido.
—Supongo que no estas sola para poder hablarte.
—No —dije.
—¡Oh, demonios! Oye, ¿puedes bajar? ¿Has cenado ya?
¿Estan tus padres?Los míos han salido y Frank y yo nos
hemos peleado y él se ha comido toda mi cena. Baja e iremos a
algún sitio a tomarnos una hamburguesa y un batido.
—No puedo —dije—. Tengo que Voy a cenar fuera con mi
padre.
—¡Oh, demonios! —repitió Luisa—. Bueno,
¿estas bien? Pareces rara.
—Estoy bien.
—Bueno, escucha. ¿Vas a ir temprano mañana a la escuela?
—Sí —dije—, no tengo mas remedio. No creo que
esta noche pueda trabajar mucho en mis deberes.
—De acuerdo —dijo Luisa—. Yo también iré
temprano.
—De acuerdo —dije—. Buenas noches.
Colgué y me volví y vi a mi padre, de pie junto al tocador de mi
madre y a ésta mirandole, sentada en el taburete del tocador.
—No tengas mucho tiempo fuera a Camila, Raff —dijo—.
Aún es una niña.
—Si es así, es una niña preciosa —mi padre me
sonrió. Bajó la vista en dirección a mi madre—.
¿Estas mejor de la jaqueca? —dijo.
Ella asintió con la cabeza, pero con cuidado, como si le doliera moverla
bruscamente.
—Un poco. Pero vuelve pronto, Rafferty, no —cogió un
frasco de perfume, tocó con la yema del dedo la boca de cristal y me
untó una gota detras de cada una de las orejas y en las
muñecas—. Vuelve pronto a casa, Raff — repitió, suplicante
como un niño.
Mi padre la besó en la parte superior de la cabeza, posando suavemente
los labios sobre su pelo sedoso. Luego dijo:
—Coge el abrigo y el sombrero, Camila. Te espero enel vestíbulo.
Me puse el abrigo de los domingos, que es verde oscuro con un cuello
pequeño de piel de ardilla plateada, acompañado de un manguito de
piel de ardilla; me puse el sombrero, que es del mismo verde que el abrigo y
tiene dos pequeños pompones de piel de ardilla y saqué los
guantes blancos del bolsillo, donde los había metido la última
vez que llevé el abrigo. Afortunadamente, estaban limpios, así
que me los puse y me dirigí presurosamente al vestíbulo para
reunirme con mi padre. Me cogió la mano y la pasó por debajo de
su brazo; su brazo infundía fortaleza y protección, como si
tuviese el poder de evitar que las cosas pudieran salir mal. Cuando entramos en
el ascensor, como estaba mi padre, el chico del ascensor sólo me
miró de soslayo y dijo:
—Buenas noches, señorita Camila. Buenas noches, señor
Dickinson.
Aún seguía lloviendo en la calle. La lluvia caía entre los
edificios y difuminaba las luces de la calle, se estrellaba en las aceras y, en
las calles, formaba charcos irisados a causa de la grasa. El cielo se
extendía entre los edificios y me quedé parada, preguntandome
la razón de que, cuando llueve en Nueva York por la noche, el cielo es
mas claro que en una noche despejada, y por qué tiene siempre un
tono rojizo palido.
El portero llevaba un impermeable y sujetaba un paraguas; al salir mi padre y
yo, se llevó un silbato a la boca parallamar un taxi. Pasaban taxis,
pero iban llenos; los pasajeros nos echaban un vistazo, de pie como
estabamos, al resguardo del edificio, y parecían congratularse de
estar confortablemente sentados en un taxi, mientras nosotros estabamos
allí, en la oscuridad, al frío de la noche. Habían quitad
el dosel que hay normalmente a la puerta de nuestro edificio, para repararlo o
pintarlo o para fuera lo que fuese lo que hacen con los doseles cuando los
quitan, y la lluvia calaba a través de la húmeda y brillante
armadura. El portero seguía haciendo sonar el silbato y los taxis
seguían pasando sin mirar.
—No vas vestida para caminar bajo la lluvia, ¿no, Camila?
—preguntó mi padre.
—¡Oh, no me importa! —dije—. Me encanta pasear bajo la
lluvia. Luisa y yo caminamos millas bajo la lluvia.
Mi padre observó mi manguito, el cuello de piel de mi abrigo y los
pompones de mi sombrero, y dijo:
—Pero no con esa ropa. Rose, tu madre se enfadaría si echaras a
perder tu ropa nueva de invierno por mi culpa.
Seguimos, pues, esperando, mientras el portero seguía haciendo sonar el
silbato y los taxis seguían pasando sin parar. Estaba a punto de decir:
«Papa, por favor, vamos andando», cuando se detuvo un taxi,
descendió de él un hombre con chistera y chaqué,
pagó al conductor y se adentró a toda prisa en el edificio; mi
padre me hizo entrar en el taxi y él entró detras de
mí.
Elsuelo del taxi estaba mojado y los asientos de cuero, resbaladizos y
húmedos. Me senté sobre uno de mis pies, calzado con el zapato
plateado de mi madre, para calentarlo. Los ruidos de la calle aumentaban con la
lluvia, sonando impacientes los chirridos de las ruedas sobre el pavimento
mojado y los claxons. A través de las chorreantes ventanillas
divisé personas andando, algunas con paraguas que desplegaban sus
peligrosas varillas —Luisa conoce a una chica que estuvo a punto de
perder un ojo a causa de la varilla de un paraguas que llevaba alguien—,
y mujeres que se cubrían la cabeza con periódicos, así
como hombres que sujetaban paraguas para proteger de la lluvia a sus parejas y
acabar ellos empapados. Giramos en dirección oeste y atravesamos una
oscura calle lateral, donde tres niños, ataviados con chaquetas de
cuero, intentaban mantener encendida una hoguera. Una hoja de papel de periódico
prendió en el momento en que pasabamos a su lado y las llamas se
avivaron, luminosas y alegres; hubiera preferido bajarme del taxi y quedarme
con los tres niños, en lugar de ir a cenar con mi padre. Entramos en la
Tercera Avenida en el momento en que pasó atronadoramente por encima de
nosotros el tren elevado y el taxi patinó un poco sobre las viejas e
inservibles vías del tranvía, por lo que, por un instante,
creí que nos íbamos a estrellar en uno de los soportes
metalicosdel elevado. Pero mi padre me sujetó con fuerza el brazo
y, ya en plena Tercera Avenida, el taxista se volvió y nos dijo
sonriendo:
—Esta vez casi me asusto yo también.
Miré su nombre debajo de la foto y vi que se llamaba Hiram Schultz.
Siempre que voy en taxi compruebo si el conductor es la misma persona que
aparece en la foto. Hiram Schultz lo era y parecía no tener cuello. Su
cabeza terminaba en los hombros, por lo que el cuello de su chaqueta roja le
llegaba hasta el lóbulo de la oreja.
El taxi se detuvo frente a un pequeño restaurante situado en el
semisótano de un edificio. Mi madre y mi padre comen muchas veces en
restaurantes, pero no me llevan con ellos a menudo y en éste no
había estado nunca. Pasamos por delante de un pequeño bar en
forma de media luna y nos dirigimos al interior del restaurante, que era largo
y estrecho. Junto a las paredes se alineaban las mesas, quedando un estrecho
pasillo en el centro, para los camareros.
—Bueno, Camila —dijo mi padre—, ésta es la primera vez
que sales a cenar sola con tu viejo padre, ¿no es cierto?
—Sí, padre.
—Y puesto que ya eres una chica mayor (quince, ¿no?),
¿qué te parecería celebrar tu madurez con una copita?
—Sí, padre, por favor —dije y en seguida deseé no
haberlo dicho, porque me acordé de Luisa, previniéndome de que no
permitiera que nadie me emborrachara. In vino veritas3, Camila, in vinoveritas,
había dicho Luisa y, puesto que tales expresiones no se enseñaban
en nuestras clases de latín, las dos nos sentíamos orgullosas de
ser capaces de entender ésta. Ahora bien, puesto que ya había
dicho que tomaría una copa, tenía que seguir adelante. Mi padre
es formidable para hacer cambiar a la gente de idea, aunque mi madre dice que
eso es un privilegio de la mujer.
—¿Qué quieres tomar, Camila? —preguntó mi
padre—. Yo voy a tomar un martini, pero me temo que, para ser la primera
copa, no sería una buena elección para ti.
Pensé un instante y me acordé de una película francesa que
habíamos visto Luisa y yo en el Play House de la Quinta Avenida, en la
que la protagonista, que era bastante joven, entraba en un café a
esperar a alguien. No sabía qué pedir, por lo que el camarero le
sugirió que tomara un vermut con cassis4, como bebida muy apropiada para
una chica joven. Luisa y yo fuimos dos veces al cine para aprendernos de
memoria «vermut con cassis».
Así, pues, levanté la vista hacia el camarero y dije:
—Tomaré un vermut con cassis, por favor.
Mi padre se rió.
—Bien, Camila, ésta no es tu primera bebida, ¿me equivoco?
—¡Oh, sí! ¡Sí lo es! —dije—.
Excepto algunos sorbitos de champan.
El camarero le sirvió a mi padre el martini —líquido claro
con un trocito de corteza de limón, del mismo color que el pelo de mi
madre— y a mí el vermut con cassis. Loservían en un vaso de
vidrio corriente, con un cubito de hielo dentro y su aspecto era el de una
coca-cola, sólo que sin burbujas. Di un sorbo, muy pequeño,
porque me acordaba de las películas en las que las protagonistas, cuando
es la primera vez que beben, toman un gran trago y se ponen a toser como si
hubieran bebido fuego. El sorbo no me quemó; era, a un tiempo, amargo y
dulce y resultaba reconfortante. La mayoría de los alimentos pierden su
sabor y la sensación que producen tan pronto los tragas, pero
noté el sabor del vermut al tragarlo y, luego, una sensación calida
y reconfortante, parecida a la de estar sentada ante un fuego en una noche
fría, mientras bajaba hasta el estómago. Tomé otro sorbo,
que me produjo la misma sensación maravillosa, y recordé a Luisa
repitiéndome in vino veritas y la cara angustiada de mi madre;
dejé el vaso y cogí un colín de pan del cestillo de mimbre
que había en el centro de la mesa.
El camarero no nos trajo la carta, sino que permaneció al lado de mi
padre, haciéndole sugerencias en voz baja, en francés, lo que, de
alguna manera, me recordaba a Jacques, aun cuando jamas había
oído a Jacques hablar nada mas que en inglés. Mi padre le
respondió al camarero en francés, pero su francés, en
lugar de sonar ondulante y musical, como una pieza de Chopin o de ballet, era
tan cuadrado y duro como un problema de algebra. Elcamarero, sin
embargo, parecía encantado y, cuando se marchó a la cocina
—a la que pude echarle un vistazo y observé su atmósfera
densa y calida de cacharros de cobre colgando de la gran campana del
hogar y un «chef» con un gran gorro blanco—, mi padre se echó
a reír y dijo:
—Camila, querida, realmente debes estar haciéndote mayor. Creo que
el camarero piensa que soy tu viejo pagano.
No me gustó eso que dijo mi padre. Me hizo pensar en un libro de dibujos
de Peter Arno que oculta en su pupitre Alma Potter, una de las chicas de la
escuela. Mi padre no se parece en nada a ninguno de los personajes de Peter
Arno, pero creía haber hecho un chiste muy gracioso, así que me
reí también, porque deseaba con toda el alma cambiar su mirada
sombría. Cuando mi padre tiene la mirada sombría es como cuando
se oscurece de repente el cielo de verano y sabes que es mejor marcharse, antes
de que llegue la tormenta. Sólo que, con mi padre, no llega la tormenta.
—Ahora debería ofrecerte un abrigo de visón y un collar de
diamantes —dijo mi padre—, pero me temo que eso esté por
encima de mis posibilidades, aun tratandose de mi hija querida.
¿Valen, a cambio, un par de libros nuevos para tus repletas
estanterías?
—Sí, gracias, padre —dije—, pero no necesitas
regalarme nada.
El camarero acercó hasta nosotros un carrito bien surtido de entremeses.
Yo estaba hambrienta, ya quenormalmente suelo cenar poco después de
llegar del colegio, así que dije que me sirviera un plato con un poco de
todo.
—Cuando un viejo pagano le regala a su muñeca un abrigo de
visón y un collar de diamantes, espera ciertos favores a cambio
—dijo mi padre, mientras el camarero retiraba el carrito—.
¿Qué vas a darme tú a cambio de los libros prometidos,
Camila?
Le miré, con la cara blanca.
—Sabes que yo no tengo nada que pueda darte, padre —dije, y
tomé nerviosamente un sorbito del vermut. Al fin y al cabo, hasta los
regalos de Navidad y cumpleaños que le hago los compro con la
asignación que me da. En realidad, no he ganado en mi vida ni un
centavo.
—Bueno, puedes darme, por ejemplo, tu cariño —«lijo, y
comenzó a pinchar alubias, una a una, con su tenedor—. Y otra cosa
que yo valoro es tu total honestidad. Tú siempre has sido honesta con tu
padre, ¿no, Camila?
—Sí, padre —dije, y rompí un colín por la
mitad, esparciéndose sus pequeñas migajas en el mantel blanco.
—Me hubiera gustado tener mas hijos —dijo entonces mi
padre—. Un hijo, quiza. Pero tengo la seguridad de que
ningún otro hijo me hubiera proporcionado la misma satisfacción y
alegría que tú.
Nunca me había hablado así mi padre. La única forma en que
me demostraba su cariño era darme de vez en cuando un fuerte abrazo, que
casi me rompía las costillas, cuando le besaba para darle las buenas
noches; otrasveces, me traía algún libro que me había
oído comentar que quería, o algún nuevo mapa de las
estrellas.
—Te quiero muchísimo, Camila, ¿sabes? —dijo, y yo me
pregunté si eso era in vino veritas y si se debería al martini
seco, que se había bebido rapidamente y al que siguieron otros.
Bajé la vista al plato y, aunque sólo me había comido la
mitad de los entremeses, noté de repente que no podía comer
mas y bebí un sorbo generoso del vermut con cassis.
—¿Ha terminado, mademoiselle? —preguntó el camarero y
retiró mi plato.
Tomamos luego sopa de cebolla. Mi padre me ofreció un platito con queso
parmesano y dijo:
—¿Te gusta la muñeca que te regaló Jacques Nissen?
Esparcí un poco de queso sobre la sopa.
—No. No me interesan mucho las muñecas.
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Me gustaría darsela a Luisa, si no esta mal. A ella
le siguen gustando las muñecas.
—¿Por qué no? —dijo mi padre—. Puedes hacer con
ella lo que quieras.
El restaurante se iba llenando. Numerosas personas abarrotaban el bar, sentadas
en incómodos taburetes. De vez en cuando se abría la puerta,
dejando entrar rafagas de aire espeso con olor a lluvia y yo miraba
hacia la puerta porque, por alguna razón, no me atrevía a mirar a
mi padre.
El camarero retiró mi cuenco de sopa y me trajo un plato de
champiñones acompañados de unas judías diminutas, patatas
y trocitos de carne, todo ello con salsade queso. Probé de todo y
entonces dijo mi padre:
—Camila, Nissen viene a verte muy a menudo. ¿Te gusta?
Luisa y yo practicabamos un juego llamado pistas, que consistía
en adivinar una persona por las cosas que te la recordaban: colores y objetos,
animales, pintores y cosas como ésas. En una ocasión había
definido a Jacques para Luisa.
Me acordaba de algunas cosas que me lo recordaban. El animal era una
pequeña serpiente listada, enroscada en un rosal; la flor era el fruto
de la mortífera belladona y el pintor era Daumier, o bien Lautrec, y la
música era la «Danza de la muñeca grotesca», de
Debussy; el arma era una daga o una sortija con veneno, el método de
transporte era un submarino y la bebida era absenta con mucho ajenjo. No quiero
decir que Jacques sea como todas estas cosas, pero, por ejemplo, cuando Luisa
me preguntó qué arma me lo recordaba, eso fue lo que se me
ocurrió. Así que, ¿qué podía decirle a mi
padre?
—Bueno, realmente no le conozco muy bien —dije—. No es muy facil
hablar con él.
—Pero ¿de qué te habla? —preguntó mi padre.
Levanté mi vaso para tomar un sorbo de vermut, pero estaba vacío;
quedaba sólo un poco de agua helada en el fondo. Me la bebí y su
sabor rancio me hizo sentirme enferma. Nunca había sostenido una
verdadera conversación con Jacques. Cuando él esta en
casa, yo estoy en mi cuarto, haciendo mis deberes; a veces, nisiquiera voy al
salón.
—Bueno —dije—, yo le hablo del colegio. La semana pasada,
Luisa y yo nos metimos en un lío. Frank —el hermano de
Luisa—, leyendo a Platón, encontró una frase apropiada para
nosotras; la copiamos y fuimos temprano a la escuela y la colgamos en la puerta
de la clase. Decía: «Los conocimientos que se adquieren bajo
coacción no se fijan en la mente.» Cuando llegó la
señorita Sargent dijo que eso sólo podía ser obra de Luisa
Rowan y Camila Dickinson y nos castigó a quedarnos después de las
clases.
Pero mi padre no estaba dispuesto a cambiar de tema, como yo intentaba.
Dijo:
—¿Tomais tú y Rose y Nissen el té juntos?
—¡Oh! Algunas veces —dije. Deseaba poder taparme los
oídos, en parte para acallar las palabras de mi padre y, en parte,
porque me zumbaban como sucede a veces en el metro.
—¿Algunas veces? ¿Y las otras veces?
—La realidad es que no viene con tanta frecuencia —dije.
—¿Esta tu madre normalmente en casa cuando vuelves del
colegio?
¿Qué a menudo significa «normalmente»? Unos
días esta mi madre y otros no, y llega justamente unos minutos
antes de que regrese mi padre. Así que, en realidad, podía decir
tanto que normalmente esta en casa como que normalmente no esta.
Por eso dije:
—Normalmente, creo —apreté mis dedos fríos sobre mis
mejillas ardientes y supliqué para mis adentros: «¡Que lo
deje, por favor! ¡Que lo deje!»
Entoncesdijo mi padre:
—Vamos a dejarnos de rodeos, Camila. Ya eres lo bastante mayor para
hacerte una pregunta directa. ¿Va Nissen a verte a ti o va a ver a tu
madre?
—No lo sé —dije.
—No eres ninguna estúpida, Camila. Dime la verdad.
—Tengo que ir al baño —dije—. Tengo que ir en seguida.
Voy a vomitar — empujé mi silla hacia atras con tanta
fuerza que rodó por el suelo, e inmediatamente me dirigí a toda
prisa por entre las mesas a la habitación que tenía el letrero de
Señoras, y llegué con el tiempo justo de vomitar. Una mujerona de
uniforme blanco que estaba sentada en una butaca de raso amarillo se
levantó y me sujetó la cabeza, y cuando terminé,
cogió una toalla limpia, la humedeció y me limpió la cara;
luego me dio un líquido dentífrico para que me enjuagase la boca
y me refrescó la frente con colonia. Tras eso, me puso la cabeza contra
su pecho, grande y firme como un cojín de aire a punto de reventar,
diciendo una y otra vez:
—Pobrecilla, pobrecilla.
Era estupendo estar allí, con la cara apretada contra el botón
superior de su uniforme blanco, mientras me frotaba la espalda con sus manazas.
Me hubiera encantado continuar así, pero dije:
—Mi padre estara preocupado. Ya estoy bien. Muchas gracias por
todo.
La mujer me soltó y retiré la cabeza de su impecable uniforme,
levanté la vista y le di otra vez las gracias. Llevaba la cara empolvada
y, bajo lospolvos, se adivinaba un rostro cuajado de pecas, como lo esta
la Vía Lactea de estrellas.
—Vaya idea la de darle de beber a una niña como tú
—dijo—. Es tu padre, ¿no? Debería pensarlo antes.
¿Seguro que ya estas bien, pequeña?
—Sí, gracias —le dije—. Ha sido usted muy amable
—me hubiera gustado preguntarle su nombre; realmente me hubiera agradado
volverla a ver, porque era reconfortante como una montaña, pero me
limité a darle la mano y regresé al restaurante.
Cuando volví a la mesa, mi padre estaba muy preocupado y fue muy
cariñoso conmigo. Pagó la factura y salimos del restaurante.
Había dejado de llover y hacía mucho mas frío. Las
nubes se abrían y se deslizaban veloces por el cielo; la acera estaba
casi seca, excepto donde había desigualdades, y los charcos
parecían sombras oscuras en la noche.
—¿Cogemos un taxi o te sentaría mejor pasear un poco?
—preguntó mi padre.
—Vamos a ir andando —dije. El aire fresco y violento le
sentó maravillosamente bien a mis mejillas encendidas. Levanté la
vista y, a través de un gran desgarrón entre las nubes,
divisé una estrella y formulé un deseo. Luisa cree que es
terrible formular deseos a las estrellas, pero yo sé que ella también
lo hace; y a mí me gusta formularlos, aunque no sea científico.
Pienso que es bueno creer en cosas, como gatos negros que se cruzan en tu
camino o contemplar la luna a través del cristal.
Megusta también formular un deseo con una horquilla5 y tratar de
conseguir el primer bocado de una tarta de cumpleaños; y Luisa y yo
hemos dicho siempre «pan y mantequilla» cuando, al ir andando,
queda entre las dos una farola o cualquier otra cosa, aunque no creo que
ésta sea una superstición tan constructiva como las otras.
—¿Sabías que en invierno hay lluvia de estrellas?
—pregunté a mi padre—.
Estan las úrsidas, las oriónidas y las de la
constelación de Aries. Y estan también las de las
constelaciones de Tauro y Andrómeda. ¿No son unos nombres
preciosos, padre?
—Sí —dijo mi padre, que ya no dijo nada mas el resto
del camino hasta casa. Pero me llevaba cogida de la mano (los dos
llevabamos los guantes en el bolsillo, a pesar del viento frío)
y, de vez en cuando, mi padre me daba un apretón en la mano con sus
fuertes dedos. Caminamos durante un trecho por la Segunda Avenida y luego
torcimos al oeste hacia la Tercera, y de nuevo volvió a pasar un tren
elevado por encima de nosotros, con las luces amarillas que dejaban escapar sus
ventanillas; daba la impresión de que todos los que iban dentro debían
sentirse confortables y sociables, y quiza incluso hablarían
entre sí, intentando mantener la noche fuera del tren. Pero sabía
que, en realidad, estarían probablemente cansados y malhumorados,
deseando llegar a sus casas y ponerse unas zapatillas cómodas; puedeque
algunos de ellos, incluso, no tuvieran dónde ir, excepto a algún
albergue de vagabundos, si tenían veinticinco centavos para ello y, si
no, tener la oportunidad de extender un periódico en uno de los asientos
y dormir allí.
Cuando llegamos a casa, preguntó mi padre:
—¿Te sientes mejor, querida?
—Sí —dije. No me apetecía entrar en casa.
Quería que entrara mi padre y que me dejara fuera para andar sin parar
por las calles y, quizas, adentrarme en Central Park y sentarme en un
banco y charlar con alguien que prefiriera también pasarse la noche en
vela.
Pero mi padre volvió a apretarme la mano y subimos. Entramos en el
salón; aunque estaba a oscuras, mi padre no encendió las luces.
Nos acercamos a una ventana y permanecimos allí, contemplando el
exterior. Desde las ventanas del salón se divisan, mas
alla de Central Park, los edificios de la parte oeste de Central Park,
Radio City, Essex House y Hampshire House y la cúspide del Empire State
Building, para mí, mas bonito, incluso, que las fotos de las
Montañas Rocosas y del Gran Cañón.
—Camila —dijo mi padre—, debía estar borracho o loco,
o ambas cosas a la vez. No debería —no terminó la frase
y ya no dijo nada mas.
Aguardé un poco, pero lo único que hizo fue quedarse allí
a mi lado, apretandome la mano con tanta fuerza que sentí crujir
mis huesos. Por último, dije:
—Esta bien, padre. Todo esta bien.—¿Lo
esta? —preguntó.
—Sí —dije, procurando que mi voz sonara firme.
Mi padre me soltó la mano y dijo:
—Vamos a ver si tu madre esta despierta.
Nos dirigimos sin hacer ruido al cuarto de mi madre. Es, también, el
cuarto de mi padre, puesto que duerme allí, pero lo que llamamos su
cuarto es su despacho, donde a veces trabaja después de regresar a casa
de la oficina y donde, normalmente, lee el periódico. La luz del cuarto
de mi madre estaba encendida y seguía tumbada en el divan,
profundamente dormida, con el pelo extendido sobre la almohada y un brazo
caído por un lado, casi tocando el suelo; tenía una
expresión tan inocente y desvalida como la princesa de La bella durmiente.
—Voy a hacer un rato mis deberes y luego me iré a la cama
—susurré a mi padre en el quicio de la puerta del cuarto donde mi
madre yacía tan placidamente dormida—. Buenas noches,
padre.
—Buenas noches, Camila —susurró él, sin mirarme.
Miraba a mi madre.
Hice mis deberes hasta que me entró el sueño y me fui en seguida
a la cama. Hice todo bastante aturulladamente, porque no quería pensar.
No había hecho mas que abrir la ventana y apagar la luz, cuando
se produjo una llamada suave y se abrió la puerta; allí estaba mi
madre, delimitada su silueta por la luz del vestíbulo.
—¿Estas dormida, querida? —preguntó en voz
baja.
—No.
Entró y se sentó en la cama, a mi lado, y se puso aacariciarme la
frente de la misma forma que solía hacerlo cuando yo era pequeña
y estaba en la cama con fiebre.
—¿Lo has pasado bien con tu padre?
—Sí, gracias.
—¿Te preguntó? ¿De qué hablasteis?
—Oh, no sé. De la cena.
—¿Te preguntó? ¿Mencionó a Jacques?
—Me preguntó si me gustaba la muñeca.
Mi madre siguió frotandome la frente y, de repente, se
inclinó sobre mí, como si quisiera protegerme de algo y
susurró:
—Oh, Camila, mi niña, te quiero muchísimo.
—Yo también te quiero a ti, madre —dije—. Te quiero
enormemente —sentí de repente ganas de llorar, pero sabía
que no debía hacerlo.
Se incorporó y siguió acariciandome la frente. Cuando yo
era niña, ese movimiento relajante solía arrullarme hasta que me
quedaba dormida, pero ahora parecía desvelarme y ponerme en
tensión y era la voz de mi madre, que no dejaba de hablarme, la que sonaba
soñolienta.
—La mayoría de la gente no se da cuenta de que puede matarse el
cariño — dijo con voz suave y amodorrada—. Cuando alguna
persona te dice que te quiere, no esperas que rechace el cariño que
tú le ofreces a cambio.
Yo estaba rígida en la cama, dandome el aire frío
proveniente de la ventana abierta en las ardientes mejillas, y mi madre, con su
bata rosa de terciopelo, se estremeció.
—¿Me quieres de verdad, cariño? ¿De verdad?
—preguntó.
—Te quiero, madre —dije, y tuve que cerrar los parpados con
fuerza parapoder contener las lagrimas.
—Me gustaría —dijo suavemente—, me gustaría
que mama estuviera viva. Quisiera tener alguien con quien hablar. Todo,
quiza, Jen —tío Tod y tía Jen eran sus hermanos, que
vivían muy lejos de Nueva York—. Me gustaría
Mama se preocupaba por mí. Siempre creyó, aunque de una
forma muy sutil, que yo era una tonta —dejó escapar un suspiro
tembloroso—. ¿Eres feliz, cariño? —me
preguntó—. ¿Va todo bien? ¿Estas contenta en
el colegio?
—Sí, madre —dije.
—¿Tienes sueño?
—Sí.
—Tú no estaras preocupada por algo, ¿no?
—No, madre.
—Esta bien Me pareció que pensé que a lo mejor
habrías tenido algún contratiempo en el colegio.
—No, madre, en el colegio va todo bien.
2
Estaba terminando de vestirme el jueves por la mañana, cuando
sonó el teléfono. Era Luisa.
—Camila, vamos a desayunar juntas en una cafetería, por favor
—su voz temblaba impaciente.
—De acuerdo. ¿Dónde? —pregunté, contenta de
que hubiera llamado. Mi madre acostumbraba a desayunar en la cama, pero mi
padre y yo desayunabamos juntos y pensé que me resultaría
mas facil hablar con él si no le viera hasta la noche.
Mi madre salió del dormitorio cuando me estaba poniendo el sombrero y el
abrigo.
—¿Dónde vas, Camila? —preguntó. Esta
mañana no parecía ni la bella durmiente ni una princesa de cuento
de hadas. Tenía la cara blanca y el cansancio y la ansiedad, y
otrascosas que no supe descifrar, resaltaban sus arrugas; se arrebujaba en su
bata como si tuviera frío.
—Voy a desayunar con Luisa.
—¿A desayunar? ¿Por qué?
—Creo que tiene algún problema —dije.
—¿Estas, estas bien, querida?
—preguntó mi madre.
—Sí, gracias.
—¿Vendras, vendras en cuanto termine el colegio?
—No lo sé —dije—. Supongo que sí.
—No vendras tarde, ¿verdad?
—No —dije—. Ahora tengo que irme, madre. Le prometí a
Luisa que iría en seguida.
Le di un beso y me fui, sintiéndome terriblemente sola, como pienso que
se sentiría una persona en un país extranjero, porque no
sabía qué hablar con mi madre ni con mi padre. Hablar con ellos
había llegado a convertirse en algo así como hablar con
extranjeros, en que tienes que esforzarte desesperadamente para decir algo
accidental y sin importancia.
Me llevé conmigo la muñeca de Jacques y la dejé en el
guardarropa del colegio, para darsela a Luisa, porque no soportaba tener
en casa algo que me recordara a Jacques tan de continuo. Antes, suplicaba
desesperadamente que no viniera a casa, pero ahora ya no pedía tanto;
pedía sólo que mi padre no llegara a casa antes de tiempo y
volviera a encontrarse a Jacques con mi madre. Me intrigaba la causa de que mi
padre hubiera vuelto a casa mas temprano el día anterior por la
tarde. Así, pues, dejé la muñeca en el guardarropa y me
fui a la cafetería de la esquina,donde me esperaba Luisa. En el
mostrador tenía ante sí una taza de café y un vaso de zumo
de naranja, casi del mismo color que su pelo.
—Tengo un disgusto tan grande que no puedo desayunar otra cosa —
exclamó mientras yo me encaramaba en el taburete que había a su
lado—. De todas formas, no tengo dinero.
—Te puedo prestar cincuenta centavos —dije—.
¿Qué ha pasado?
—¡Oh! Otra vez ellos, por supuesto. Mona y Bill —Luisa se
refería siempre a sus padres por sus nombres propios.
—¿Qué ha pasado ahora?
—Se pelearon anoche cuando volvieron. Al principio procuraron hablar en
voz baja para que Frank y yo no nos enteraramos, pero fueron subiendo el
tono y, al final, acabaron gritando y Mona le tiró a mi padre una
sinfonía entera de Beethoven, disco a disco. Por el número,
debía ser la Novena.
Tomó un sorbo largo de café y luego hizo un mohín. Cuando
habla, e incluso cuando escucha, la boca de Luisa se mueve mas que
cualquier otra que haya visto en mi vida. Cuando intento describirla, doy la
impresión de que es fea y puede que, quiza, lo sea en sí
misma, pero en su cara no produce el efecto de ser fea en absoluto. Es una boca
grande, como si alguien le hubiera dado una cuchillada de lado a lado de la
cara; sus labios son finos, pero, debido a que son tan flexibles, no dan la
impresión de delgadez o acritud. Frank dice que Luisa es fea, pero lo
que a mí me gusta de sucara es que me recuerda a una mañana
ventosa, con nubes que se mueven velozmente por un cielo de luces y sombras; y,
aunque tiene el pelo rojo, sus ojos no son verdes, como los míos, sino
de color azul claro y rasgados. Su rostro es muy blanco, como la mujer del
servicio de señoras del restaurante.
—No sé por qué no se pelean antes de venir a casa
—dijo Luisa—. Lo peor fue cuando la gente comenzó a asomarse
a las ventanas y les dijeron que se callaran —acabó su zumo de
naranja, sujetando fuertemente el vaso con una de sus bonitas y huesudas manos.
Tiene unas manos muy fuertes; es capaz de abrir el tintero con el tapón
mas apretado que haya—. ¿Y qué tal los tuyos?
—me preguntó.
—¡Oh, bien, supongo! —dije.
—Eso quiere decir que todo va mal —dijo Luisa—. ¿De
verdad me puedes prestar cincuenta centavos, Camila?
—Claro.
—Pero ya sabes que no puedo devolvértelos.
—No te preocupes. Ya me los devolveras algún día,
cuando las dos seamos famosas —mi asignación es doble que la suya
o, al menos, el doble de la que se supone que tiene. Creo que a veces no le dan
nada.
—Yo voy a tomar un sandwich de jamón picado —dijo
Luisa—. ¿De qué quieres el tuyo?
—De lechuga, tomate y jamón —una cosa curiosa es que a las
dos nos gusta desayunar un sandwich y por la noche, antes de irnos a la cama,
cereales.
—Supongo que ayer por la tarde iría Jacques Nissen —dijo
Luisa.
—Sí —logracioso del caso es que, antes de que yo le dijera a
Luisa lo que me parecía Jacques, cuando éste empezó a
venir a casa, ya sabía exactamente lo que sentía y,
ademas, adivina cuando le encuentro allí al volver del
colegio.
—¿Sabes una cosa? —dijo Luisa, echandole
azúcar al café—. Has cambiado una enormidad desde que nos
conocemos.
—¿Sí?
—Sí. Has madurado. Me refiero respecto a ellos. Es gracioso,
Camila. Siempre he creído que no soportaría que te pasara nada
malo, pero me siento mucho mas unida a ti, precisamente, por lo de tu
madre y Jacques y por verte desgraciada y todo eso.
—¡Oh! —exclamé. Al camarero que estaba preparando
nuestros sandwiches le dije—: Sírvame también un
batido de chocolate —y me quedé allí sentada, con los codos
sobre el mostrador y recordé la primera vez que vi a Luisa, hacía
un año. Se incorporó al colegio con tres semanas de retraso. Sus
padres estaban pasando las vacaciones en la isla del Fuego y, simplemente, no
se preocuparon de regresar a Nueva York a tiempo para que Luisa comenzara las
clases. La primera semana no tuve muchas oportunidades de hablar con ella; no
era nada tímida y desde el primer momento le cayó bien a todo el
mundo y siempre estaba con algún grupo. Pero una tarde en que
había ido al Museo Metropolitano, me la encontré.
El año pasado fue mi primer año sin niñera, el primer
año en que se me permitió ir alcolegio o adonde yo quisiese sola.
A veces me llevaba los libros al Museo y estudiaba allí. Mi madre no
conocía aún a Jacques, así que no era por eso. Era,
sencillamente, porque era la primera oportunidad que se me presentaba en mi
vida de ser realmente yo misma. De todas formas, el Museo, con sus enormes y
retumbantes salas y sus grandes techos acristalados, ha sido siempre uno de mis
lugares preferidos. De pequeña, cuando Binny, mi niñera, me
llevaba al parque a jugar, la hacía recorrer conmigo el Museo. Me
gustaban, de una forma especial, las tumbas egipcias y las momias, así
como esos inmensos vestíbulos de los que cuelgan grandes banderas
recamadas y estan llenos de escudos y espadas y armaduras en las que me
gustaba imaginarme pequeños caballeros de verdad. ¡Qué
bajitos debían haber sido los hombres de aquellos tiempos! Mi padre no
hubiera cabido en la mas grande de ellas. Quiza Jacques hubiera
cabido en alguna, pero con grandes apuros. Tiene gracia, pero, en cierto modo,
puedo imaginarme a mi padre y a Jacques como si fueran caballeros que parten
para las Cruzadas, con los pañuelos de sus damas por talisman; es
la única forma en que puedo imaginarme a mi padre y a Jacques al mismo
tiempo.
La tarde en que conocí a Luisa me dirigí a una sala que reproduce
el atrio de una casa romana, con un estanque de marmol en el centro y
bancos de marmol a los lados. Hayarboles y plantas y se percibe
el olor húmedo y calido de un invernadero. Me senté en uno
de los bancos, abrí mi libro de Historia y me sentí muy feliz,
porque la historia que estabamos dando entonces era la historia de Roma
y aquél era un lugar maravilloso para hacerlo. Al rato, alguien se
sentó a mi lado y dijo: «Hola.» Era Luisa. No me
agradó mucho verla en aquel momento (aunque había estado esperando
una oportunidad en el colegio para conocerla), porque yo era feliz sola y
quería estudiar Historia, pero ella se quedó allí,
así que nos pusimos a hablar. Al principio no hablamos de nada en
especial, sólo del colegio, de las otras chicas y de los profesores.
Luego dijo:
—¿Sabes una cosa, Camila Dickinson? He estado pensando en ello y
he llegado a la conclusión de que me gustas mas que cualquiera
otra del colegio.
No supe qué responderle. Yo nunca hubiera dicho nada así a nadie,
no importa lo que quisiera dar a entender; pero de la forma en que lo dijo,
mirandome francamente con sus ojos azules llenos de vida, lo
encontré correcto y, de repente, me sentí muy feliz. Ella me
miraba y yo la miraba a ella sin poder decir nada y, entonces, con toda
sinceridad, me preguntó:
—¿Quieres a tu padre y a tu madre?
—Por supuesto —dije.
Movió la cabeza impacientemente y su pelo rojo aleteó a un lado y
otro de sus mejillas.
—No me refiero a ese cariño que se da porsupuesto. No me refiero a
que los quieras sólo porque son tu madre y tu padre. Me refiero a si los
quieres como personas.
Hasta entonces jamas se me había ocurrido pensar en mi madre y en
mi padre nada mas que como mi madre y mi padre. Reflexioné en sus
palabras y respondí:
—Sí.
—Eres muy afortunada —dijo—. Yo no quiero a ninguno de los
míos.
Eso era algo que no podía imaginarse y debí parecer desconcertada
y estúpida, porque Luisa torció la boca, sonriendo tristemente y
me preguntó si tenía hermanos, a lo que le respondí que
no.
—¿Tú crees que tus padres querían tenerte?
—preguntó. De nuevo debí poner cara de estúpida y
Luisa prosiguió—: Querida niña, ¿no te das cuenta de
que muchísimas veces los padres no desean en absoluto a sus hijos? Frank
y yo fuimos programados, pero yo creo que fue un gran error. ¿A ti te
programaron?
—No lo sé —dije.
Luisa suspiró. Estaba sentada en el banco de marmol; apoyó
los codos en las rodillas y la barbilla en las manos y daba la impresión
de que en cualquier momento podía echarse a llorar.
—Tú tienes mucha suerte —dijo—. Eres una persona que
es una hija de verdad y tu madre y tu padre son tus padres; pero Frank y yo, y
mi madre y mi padre estamos despegados unos de otros y siempre estamos en
continuo conflicto. ¿Sabes, Camila Dickinson, que tú eres de la
clase de personas con las que es facil hablar? No tengo nunca laoportunidad
de hablar con gente así. ¿Quieres ser amiga mía? Necesito
mucho tener una amiga de verdad.
Luisa me dejó desconcertada y un poco asustada, pero yo deseaba
muchísimo ser su amiga, supuesto que, tras aquella charla, no me
considerara demasiado estúpida.
—A mí también me gustaría ser amiga tuya
—dije.
Levantó la barbilla de las manos y su rostro, tenso y procurando no
llorar, se transformó en una sonrisa luminosa.
—Entonces esta decidido —gritó y me estrechó
la mano.
Después de aquello, casi todas las tardes hacíamos juntas los
deberes escolares, bien en su casa, en la calle Novena, o en la mía. Sus
padres no estaban frecuentemente en casa y Frank estaba interno aquel invierno,
por lo que disponíamos de su casa para nosotras solas. Es un piso
bastante pequeño, que ocupa la tercera planta de una casa de arenisca
oscura. Tiene un gran salón al que dan dos dormitorios-estudio donde
duermen sus padres, una gran mesa de madera, de color claro, donde comen y una
cocinita-armario; en la parte de atras hay dos pequeños
dormitorios, donde duermen Frank y Luisa, y un cuarto de baño entre los
dos. El cuarto de Luisa tiene una litera con dos camas. En la habitación
no caben dos camas, excepto una encima de la otra, y cuando eran pequeños,
Luisa y Frank dormían en esa habitación.
El piso de Luisa da una impresión muy diferente al mío. En su
salón, todos losmuebles son muy modernos; los sillones tienen una forma
extraña y son mucho mas cómodos de lo que parecen, aunque
resulta difícil levantarse de ellos.
Hay cuadros muy modernos en las paredes, la mayoría de ellos originales,
porque la madre de Luisa trabaja en una revista de arte. Me gustaría
poder explicar el ambiente de ese piso. Cuando estoy allí, tengo la
sensación de que la vida es peligrosa y excitante, y que yo soy bastante
lerda y estoy poco preparada para ella. No me siento incómoda porque, en
cierta forma, Luisa forma parte de él y jamas me encuentro
incómoda con Luisa; pero, hasta este año, ese ambiente ha sido
algo totalmente extraño a mi vida.
—Camila, deja de cavilar —dijo Luisa, dando fin a su sandwich y
chupandose los dedos—. ¿Hablaste ayer con Jacques?
—Sí, me trajo una muñeca.
—¿Una muñeca? ¿A ti? ¡Cuidado con los griegos
que ofrecen regalos, Camila!6 ¡Qué se creera que eres!
¡Es un insulto! Supongo que se la tirarías a la cara —Luisa
hablaba muy excitada y golpeaba el mostrador con el puño, con lo que se
le subió la manga de su jersey amarillo por encima de su estrecha
muñeca y me dio la impresión repentina de que era mas
joven que yo. Luisa es un año mayor que yo y, normalmente, parece mayor
de lo que es, pero, de vez en cuando, me siento tan vieja como una de esas
montañas de la luna y Luisa es como un pequeño cometa que cruza
el cielo a todavelocidad.
—Te he traído a ti la muñeca —dijo—. La he
dejado en el guardarropa del colegio. Esta dentro de una caja. Realmente
es una muñeca bonita, como son las muñecas.
—¡Para mí! —Luisa levantó la vista al camarero
y le sonrió radiante—. ¡Oh, Camila! ¿De verdad? Eres
un encanto. ¿Crees que soy una boba porque aún me gustan las
muñecas? No se lo diras nunca a ninguna de las chicas del
colegio, ¿entendido? ¡Vaya juerga armaría Alma Potter!
Gracias a Dios, esta en una caja. No se nota que es una muñeca, ¿no?
La caja, quiero decir.
—No —le aseguré.
—Frank cree que soy boba —dijo—. Dios mío, me
gustaría que Frank estuviese también interno este año.
Pero supongo que, aunque no le hubieran echado el invierno pasado, Mona y Bill
no le habrían enviado de nuevo este año. Tú no lo
comprendes, Camila, pero resulta imposible vivir con él. Es un infierno
vivir con él, un auténtico infierno. No sé por qué
no me mandan Mona y Bill también a la escuela pública. Un necio
sentido del orgullo, me imagino, cuando la mitad del tiempo no tenemos bastante
para comer. Escucha, Camila, tú no pensaras que soy una boba,
¿no?
—Claro que no —dije.
Luisa terminó el café y yo el batido, sorbiendo suavemente por
las pajitas, para no hacer demasiado ruido molesto.
—Ven —dijo Luisa—. Vamos al colegio.
Al día siguiente de encontrarme a Luisa en el atrio romano del Museo, el
añopasado, volví directamente a casa del colegio. Mi madre
había salido de compras y me dirigí a la cocina, me serví
un poco de leche y pan con azúcar y me fui a mi cuarto para hacer mis
deberes. A los pocos minutos sonó el timbre de la puerta y era Luisa.
—¡Hola, Luisa! —dije—. Ven a mi cuarto y ayúdame
con el latín. Me esta costando mucho trabajo.
Luisa seguía junto a la puerta, se quitó los guantes amarillos
listados y los retorció entre sus manos.
—¿Estas segura de que a tu madre no le importara que
haya venido?
—Claro que no —dije—. De todas formas, no esta.
—¡Oh! —exclamó Luisa, al tiempo que se dibujaba en su
boca un gesto de desilusión—. Quería verla.
—Bueno, probablemente volvera en seguida —dijo—.
¿Quieres verla para algo en particular?
Luisa negó con la cabeza y sus ojos recorrieron el vestíbulo,
deteniéndose en la mesa de caoba con la bandeja de plata para las
tarjetas de visita, en las dos butacas de caoba con asientos de brocado
amarillo y en el precioso mapa de la pared, un mapa antiguo de América,
de cuando el continente era un territorio desconocido.
—Sólo quería ver qué clase de madre tenías
—dijo.
—Bueno, ven a mi cuarto —le dije. Me siguió sin dejar de
mirar a su alrededor, retorciendo los guantes entre sus bonitos y finos dedos.
Luisa es muy delgada, mas aún que yo.
—Camila —preguntó—, tu madre es estupenda, ¿no?
—Sí.
—Comprende lascosas, ¿no? Tú puedes hablar con ella.
—Sí —entonces podía. Podía hablar con mi madre
de todo, aunque cuando yo era pequeña, era mi padre el que me
infundía fuerza y seguridad. Mi madre y yo éramos como dos
hermanas que jugabamos juntas a toda clase de juegos maravillosos, pero
era mi padre el que tenía el poder para hacer que las cosas fueran bien.
Luisa arrojó los guantes sobre la cama, le dio un manotazo a la almohada
y dijo:
—No quiero ir a mi casa. No quiero volver allí esta noche.
—¿Quieres pasar la noche conmigo?
—No seas tonta —dijo Luisa—. Eso no serviría de nada.
Las cosas han llegado a tal extremo, ¿no?, que tengo que decir que no
quiero volver nunca, ¡nunca!, ¡nunca! —cada
«nunca» lo dijo mas alto y, con el último, se
quitó el sombrero y lo arrojó al suelo—. ¡Soy muy
desgraciada! —dijo.
Me senté a los pies de la cama y, de repente, me pareció que mi
habitación se había llenado de algo que no había contenido
antes. Yo había llorado allí, incluso había tenido
berrinches cuando era muy pequeña, pero la habitación no
había llegado nunca al punto de explosión en que estaba entonces,
con Luisa quitandose de un manotazo su bufanda a cuadros,
despojandose violentamente de su abrigo de mezclilla castaño y,
moviendo la cabeza, con las manos aferradas a ella, para no echarse a llorar.
—Fue un mal día para ti, Camila Dickinson, cuando dijiste que
seríasamiga mía —dijo con voz ronca—. Te arrastraré
al abismo conmigo. Toda nuestra familia es así. Somos terribles con
nuestros amigos, pero los estimamos. Los queremos. De verdad que sí
—sus labios comenzaron a temblar y se dio la vuelta para que no viera su
cara.
—Ahora estan siendo encantadores —dijo—. Mona y Bill.
Mi madre y mi padre. Es mucho peor cuando son así. Cuando gritan y tiran
cosas es malo, pero no lo es tanto porque, cuando se preocupan uno del otro
para llegar a pegarse, a golpearse y a gritar, en realidad es que se quieren,
¿no crees? Frank y yo tenemos unas peleas terribles, pero si él
se muriera, yo me moriría también.
Pero cuando son encantadores es cuando, de verdad, me asusto. Tengo tanto miedo
de que se divorcien Y ¿qué crees que pasaría con Frank
y conmigo si lo hacen? Bill se quedaría probablemente con Frank y Mona
conmigo, pero yo quiero mas a Bill que a Mona, aunque él se porte
fatal con ella. De todas formas, es mejor estar juntos que lo que sería
estar separados. ¿Por qué no dices algo?
Yo seguía sentada a los pies de la cama y no sabía qué
decir. Pensé que Luisa me odiaría y no volvería a
preocuparse de mí, por lo estúpida que yo era. Deseaba con todas
mis fuerzas decir algo que fuera inteligente y reconfortante y, finalmente,
llegué a la conclusión de que no tenía nada que decir.
Nada en absoluto.
En ese momento oímos lacerradura de la puerta principal y a mi madre que
se dirigía a mi cuarto por el vestíbulo, gritando:
—Camila, querida, ¿dónde estas? —entró
apresuradamente en mi cuarto y se detuvo en seco al ver a Luisa. Le
sonrió como si estuviera encantada de verla y dijo—: ¡Hola!
—Es Luisa Rowan, madre —dije—. Luisa, esta es mi madre.
Mi madre sonrió otra vez a Luisa y dejó una caja grande sobre mi
cama.
—Querida, te he traído dos nuevas faldas y dos nuevos;
pasé por una tienda y estaban expuestos en el escaparate, así que
entré Los jerseys son preciosos, Camila, de cachemir y de colores muy
bonitos. Pruébatelos.
No tuve mas remedio que abrir la caja y probarme las prendas, mientras
Luisa seguía sentada, mirandome; sus ojos azules parecieron
oscurecerse y no pude adivinar si era por odio, por envidia o de pena. Mi madre
quiso que me dejara puestos una de las faldas y un jersey y dijo:
—Querida, Raff y yo vamos a cenar fuera esta noche y luego al teatro con
unos amigos. ¿Quieres que tu amiga? ¿Quieres quedarte a cenar
con Camila, Luisa?
—Sí, gracias —dijo Luisa con voz muy tranquila—. Me
encantaría.
Luisa estuvo tranquila el resto de la tarde. No dijo nada violento y, de
repente, dio la sensación de sentirse tan feliz y cómoda como un
gatito.
Al día siguiente de venir Luisa por primera vez a nuestra casa,
estabamos tomando leche y unas galletas durante elrecreo, y me
preguntó:
—Camila, ¿qué vas a ser?
—¿Quieres decir cuando sea adulta?
—¡Otra vez, Camila! —dijo Luisa—. Ahora ya eres adulta,
a todos los efectos. Me refiero a cuando seas lo bastante mayor para ser
dueña de tus actos, para hacer lo que te dé la gana.
—Astrónomo —dije. Lo dije como si le lanzara una piedra,
porque temía que se riera de mí.
Y lo hizo.
—¡Vamos, Camila! La gente ahora va a los psiquiatras, no a los
astrónomos.
Los astrónomos estan pasados de moda. De todas formas, no
valdrías para leer el futuro y esas cosas, porque tú no conoces
nada a la gente.
Ahora me tocó a mí el turno de reír. Era la primera vez
que me reía de Luisa en lugar de reírme con ella.
—Estas pensando en un astrólogo —le dije—. Yo
me refiero a un astrónomo de verdad, a un científico, como los
que hay en Palomar.
—¡Oh! —dijo Luisa. Empujó sus pajitas hasta que hubo
terminado su batido y luego preguntó, con auténtico respeto en su
voz por vez primera.
—¿Por qué?
—No lo sé exactamente —dije—. Es algo que siempre he
querido ser. Mi abuela Wilding solía explicarme las estrellas.
Sabía una barbaridad de ellas. Incluso llegó a conocer y a hablar
con María Mitchell.
—¿Quién es María Mitchell?
—Una de las primeras mujeres astrónomos. Oh, Luisa, ¿no te
da escalofríos pensar que, cuando contemplas el cielo por la noche, la
mitad de las estrellas que ves ya no estan allí? Oque, sea como
fuese, ya no existen y hace miles de años que no dan luz? Tarda tanto la
luz en recorrer toda esa distancia, que las estamos viendo como eran hace miles
de años. Escucha. ¿Qué significa para ti el nombre
Schiaparelli? —yo estaba presumiendo ahora, y lo sabía, pero no me
importó. Yo iba bien en el colegio, pero ella siempre parecía
saberlo todo.
—¿Schiaparelli? Un famoso diseñador de modas, por supuesto.
Eso lo sabe cualquiera. ¿Por qué?
—Bueno —dije—, para mí se trata de Giovanni Virginio
Schiaparelli, un astrónomo italiano. En realidad, vino de Milan
en el siglo diecinueve.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Luisa—. ¿Y qué
hizo ese tipo?
—Bien —le dije—, en primer lugar, fue el primer
astrónomo que vio los canales de Marte. Y, bueno, fue el que
descubrió que Mercurio tarda ochenta y ocho días en una
rotación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Luisa otra vez—. Me has
convencido. Quieres ser astrónomo.
—Lo quiero.
Luisa me sonrió.
—Bueno, tú te quedas con tu Schiaparelli y yo con el mío.
Puede que si mis trajes fueran de Schiaparelli en lugar de rebajas, no
parecería tan flaca.
Me reí entonces y dije:
—Yo no pretendía apasionarme tanto, Luisa, pero ¡es tan
enormemente excitante! ¿Sabías que muchos científicos
creen que el mundo, el sol y los planetas, y muchísimas otras estrellas
son consecuencia de una gran explosión? Una gran estrella
explotóen alguna parte y nosotros somos sólo fragmentos de esa
explosión, y nos vamos separando mientras nos desplazamos por el
espacio.
—No me digas —dijo Luisa—. Da miedo.
—Yo lo encuentro emocionante —dije—. Podría suponerse
que las personas religiosas debían estar mas interesadas en
investigar sobre ello, ¿no? Sin embargo, la mayoría de ellos no
lo hacen. ¿Qué quieres ser tú, Luisa?
—Médico —dijo Luisa—. Psiquiatra o cirujano. Me gustaría
ser psiquiatra porque intentaría saber por qué la gente se tira
cosas entre sí, por qué se odian y por qué se aman al
mismo tiempo; por qué beben tanto y por qué lloran por la noche.
Y me gustaría ser cirujano porque hay un montón de problemas,
mucho mas complicados que el algebra o la geometría, y no
me asusta nada la sangre y porque pienso en muchos médicos operando a
muchas personas que necesitan ser operadas. Debe ser enormemente apasionante
ser cirujano, ¿no crees, Camila?
—Sí —dije—, debe serlo —en mi mente oía
referirse a Luisa como «esa brillante cirujano, Luisa Rowan» y la
veía entrar en el quirófano y ponerse unos guantes de goma sobre
sus dedos largos y huesudos con gesto rapido y decidido y luego,
después de eso, la veía palida y terriblemente cansada, y
al mismo tiempo, terriblemente feliz
—Y es bonito —dijo Luisa— que las dos queramos ser
científicos. Sigamos siendo siempre amigas, Camila, aunque tú
lleguesa ser una famosa astrónomo y yo un médico famoso. A lo
mejor no nos casamos nunca ninguna de las dos y entonces necesitaremos ser
amigas mas que nunca. Yo no pienso casarme nunca. Soy fea y no tengo
nada de pecho, y me horrorizaría comprar una de esas cosas de goma que
se ponen en el sujetador. Y, ademas, no me gustan los hombres. Frank
siempre esta refunfuñando y Bill se porta fatal con Mona, aunque
yo le quiera mas a él. Creo que tampoco me gustan las mujeres.
Puede que sea misógina. ¿Se dice así, o es
misantropa? Sea como sea, no creo que me case nunca, a menos que
encuentre un médico que sea misógino también. Y una tiene
que ocuparse de su carrera. Podras tener muchos amores vehementes, pero
un matrimonio podría interferir en tu trabajo. Un científico
tiene que ser sencillo. En realidad, estoy de acuerdo con Mona y Bill cuando
dicen que el matrimonio esta pasado de moda.
—Bueno, a mí me gustaría —comencé a decir,
pero ella ni siquiera me escuchó.
—Así que tenemos que seguir siendo mas amigas que nunca. Y
si caes enferma o tienes accidentes horribles o cualquier otra cosa, yo me ocuparé
de ti y te salvaré la vida. O, quiza, podría
psicoanalizarte. ¡Dios, Camila, sería estupendo que te pudiera
psicoanalizar ahora!
Afortunadamente, en ese momento sonó la campana anunciando el final de
recreo, devoramos el resto de las galletas y regresamos a clase. Nosé
qué hubiera hecho yo sin Luisa, cuando Jacques empezó a visitar a
mi madre, pero, tras conocer a Luisa y a Mona y Bill, el primer golpe
quedó algo amortiguado, aunque no estaba realmente preparada para que a
mis propios padres les pudiera suceder algo como Jacques. Fue como los sucesos
de los periódicos, que siempre les sucede a cualquier otro y, de pronto,
ese «cualquier otro» eres tú.
El jueves por la tarde, al día siguiente de encontrar a Jacques y a mi
madre besandose, comprendí que no podía aparentar por
mas tiempo que Jacques no era realmente importante y regresé
directamente a casa desde el colegio, porque Luisa iba a ir al cine con Frank.
Me dijeron que fuera con ellos, pero se trataba de una reposición en la
calle Cuarenta y Dos de una película de terror de Boris Karloff y esas
películas siempre me han dado miedo.
Cuando llegué a casa, adiviné por las expresiones del portero y
del chico del ascensor que Jacques no estaba allí. En el piso
había tranquilidad completa. Oí a Carter hablando en la cocina
con la nueva cocinera y pensé que quiza mi madre hubiera salido
con Jacques. Eso era malo, pero no tanto como tener a Jacques en casa. Fui a la
cocina a buscar un vaso de leche, y Carter y la cocinera dejaron de hablar cuando
entré. La nueva cocinera parece muy agradable; sea como sea, me gusta
mas que Carter. Carter es como un pez. Estoy convencida quesi se le
abriera, su sangre sería fría como la de un pez.
—¿Ha salido mi madre? —pregunté y en seguida
deseé no haberlo hecho. Pero Carter dijo:
—No, señorita Camila. Creo que esta en su
habitación.
Si mi madre esta en casa y no en el salón con Jacques, viene en
seguida a verme cuando llego del colegio y tomamos el té o cacao juntas
y charlamos; por eso, me bebí la leche a toda prisa, fui a su
habitación y llamé a la puerta.
No hubo respuesta, pero cuando levantaba la mano para llamar de nuevo,
oí la voz de mi madre.
—¿Quién es? —su voz sonaba apagada y como si la
tuviera algo tomada.
—Soy yo, madre —dije—. Camila.
—¡Oh! —dijo mi madre—. Pasa, cariño. Creo que me
he enfriado.
Pero cuando entré en el dormitorio y la miré, me di cuenta de que
no estaba enfriada. Estaba echada en la cama, vestida, incluso con los zapatos
puestos, con el rostro embotado y enrojecido, con aspecto de haber estado llorando
durante horas y horas, como dice Luisa que le pasa a Mona.
—Camila, cariño —dijo mi madre—. Haz el favor de
echarme una manta por encima, que me estoy quedando helada. Ya tenemos encima
el invierno, ¿no? Odio que se acabe el verano y aun el otoño,
aunque tuvimos unos días estupendos en octubre. Odio el frío.
¿Qué tal en el colegio? ¿Desayunaste a gusto con Luisa?
—Sí, gracias —dije.
—Ven aquí, Camila, ven —dijo mi madre, extendiendo sus
brazos haciamí.
Me acerqué a la cama y ella me abrazó, atrayéndome hacia
sí y noté sus lagrimas derramandose sobre mis
mejillas—. No me odies, Camila. No me odies —dijo llorando.
—Yo no te odio —dije con presteza y comencé a besarla
suavemente, como si ella fuera la niña y yo la madre; por primera vez
parecía mucho mayor que yo; lo bastante mayor, en realidad, para ser mi
madre.
Una cosa que le encanta es que, cuando vamos juntas a algún sitio, la
gente crea que somos hermanas, o cuando preguntan: «Cual es la
madre y cual la hija?» Pero en ese momento tenía unos profundos
surcos azulados debajo de los ojos y su rostro estaba abotargado y enrojecido;
hubiera querido tenerla en mis brazos y apretarla contra mí, para que no
pudiera verse en el espejo.
—Te quiero, madre —dije una y otra vez—. Te quiero mucho
—nos abrazamos y nos arrullamos hasta que dejó de llorar;
volvió a echarse sobre la almohada, suspirando entrecortadamente e
hipando como un bebé agotado. Fui a su cuarto de baño,
empapé una toalla en agua fría y, tras exprimirla, se la
pasé por los ojos; después le froté la frente con un poco
de agua de colonia, de un frasco que tenía en su tocador, y se
quedó con los ojos cerrados, diciendo: «¡Qué bien me
sienta esto, Camila, qué bien me sienta!», y yo me sentí
vieja.
—Oh, cariño, ya sé que no soy muy juiciosa, pero
¿qué puedes hacer para agradar a una persona, si loque quiere es
todo lo contrario de lo que tú eres? Ya sé que no soy tan
inteligente como él Todo lo que puedo darle es mi amor. Pero cuando
él parece que no quiere, si me felicita cuando soy menos cariñosa
¡Oh! Claro que no emplea esas palabras, sino que dice que soy mas
sensata, pero eso es lo que significa Es como si me clavara un cuchillo en
el Una vez, incluso, me felicitó por ser mas fría con
él. Eso me hirió mas que Pero yo le quiero.
Intenté, intenté ser menos afectuosa, pero no puedo
reprimir la necesidad de cariño que hay en mí.
Dejó de hablar con un pequeño hipido y se tapó la boca con
la mano, con un gesto rapido e infantil. Luego añadió en
voz baja: «Si al menos tuviera a mama para hablar con ella,
porque tengo que hablar con alguien. No puedo evitarlo, necesito hablar con
alguien. ¡Si una no tuviera que hacerse mayor, Camila! ¡Si una
pudiera ser siempre una niña! Yo no soy lo bastante fuerte para
¡Oh, Camila! ¡Que Dios me ampare! ¡Que Dios me ampare!»
Se echó a llorar de nuevo y, entre sollozos, dijo: «Me
mataría si alguna vez supiera Me mataría. Rafferty es un
hombre violento, Camila. ¡No sabes lo violento que es!»
—¿Por qué iba a querer matarte, madre? —pregunté,
con voz repentinamente fría y dura como una losa de marmol.
Dejó de llorar de repente, se incorporó y me aferró con
ambas manos.
—¡Oh, Dios mío!¿Qué te he hecho, Camila?
¿Qué he dicho? Claro que él no querría matarme,
es que estoy un poco histérica. Estoy a punto de coger la gripe y no
sé lo que digo. Llama al médico, Camila. Quiero ver al doctor
Wallace. Llamalo de mi parte.
Llamé al médico y dijo que vendría a última hora.
Quería preguntarle a mi madre: «¿Significa todo eso que has
estado diciendo que ahora quieres a Jacques y no a papa?» Y
quería decirle: «¿Cómo puedes querer a esa
repugnante babosa?» Pero me limité a taparla de nuevo con la
manta, tras lo cual salí de la habitación y cerré con
cuidado la puerta detras de mí.
Fui a mi cuarto e hice los deberes. Dejé en blanco mi mente y luego fui
llenando ese vacío con las cosas que tenía que aprender o
preparar para el día siguiente en el colegio. Nunca había hecho
antes mis deberes tan rapidamente. A continuación fui a la cocina
y le dije a la nueva cocinera que estaba invitada a cenar con Luisa y que
sentía no habérselo avisado antes. Por la noche no me dejan salir
sola y Carter lo sabe, pero no dijo nada. Bajé a la calle y fui andando
hasta la parada del autobús. No sabía si Luisa habría
vuelto ya del cine o no, pero pensé acercarme a la calle Novena para
averiguarlo; en el peor de los casos, podría meterme en un cine e ir
luego a su casa.
Cuando llamé al timbre situado debajo del buzón de los Rowan
había alguien en casa, porque el cierre dela puerta roja de entrada se
abrió casi inmediatamente. Empujé la puerta, entré y
empecé a subir las escaleras enmoquetadas en color marrón,
escuchando, provenientes de arriba, los ladridos furiosos de Oscar Wilde, el
bulldog inglés de Mona. Cuando ascendía el último tramo,
se asomó Mona a la barandilla de la escalera y preguntó:
«¿Quién es?», mientras Oscar asomaba la cabeza por
entre los barrotes, gruñendo. Oscar da la impresión de que va a
comerse a alguien, cuando lo que de verdad le gusta es echarse en tu regazo y
que le rasques la cabeza.
—Soy Camila Dickinson, señora Rowan —dije—.
¿Esta Luisa en casa?
Mona es pequeñita y muy delgada, con el pelo rojo cortado como el de un
hombre; lleva gafas con grandes monturas negras, viste de negro y lleva botas
claveteadas y sombreros de Lilly Daché, y siempre me siento
incómoda con ella.
Cuando voy con Luisa a su casa, no me gusta que esté Mona, porque me da
la impresión de que ella cree que los amigos de Luisa son un fastidio y
un engorro y que no hacen mas que alborotar el piso.
—No, Luisa no esta en casa —dijo—. ¿Por
qué no has llamado antes de venir desde tan lejos?
—Oh, de todas formas tenía que venir por aquí cerca—.
Mentí sin motivo alguno, excepto porque, como de costumbre, me
turbó y hablé sin saber lo que decía—. Dígale
a Luisa que la llamaré mas tarde —Oscar empezó a
exteriorizar con ladridos aúnmas fuertes que quería verme
y se puso a dar saltos, gruñendo excitado entre ladrido y ladrido—.
¡Callate y vete dentro, Oscar! —dijo Mona y,
sujetandole por el collar, lo metió en el piso—. ¡Se
lo diré a Luisa! —dijo Mona, y cerró de golpe la puerta.
Bueno —pensé—, tendré que irme a un cine, aunque la
idea no me agradaba, porque no había ido nunca sola al cine. Me
volví y, no había hecho mas que empezar a bajar las escaleras,
cuando se abrió la puerta de los Rowan y Frank asomó la cabeza y
me gritó:
—¡Eh, Camila Dickinson! ¿Eres tú? —y
bajó las escaleras a saltos.
—¡Hola! Creí que estabas en el cine con Luisa —dije.
Frank también me hacía sentirme incómoda, aunque de forma
distinta a Mona, sin explicarme el motivo. Puede que fuera, simplemente, porque
era un chico y yo no conocía muchos chicos, excepto los de la academia
de baile, que no me gustaban.
—Me aburría y por eso me vine antes. ¿Dónde vas
ahora?
—No sé. A dar un paseo, supongo —mi voz sonó
indecisa, porque pensaba que había dejado sola a mi madre, deshecha en
la cama de tanto llorar, confiando en que llegaran mi padre y el doctor Wallace
para arreglar las cosas.
Pensé que quiza debería ir a casa, pero también pensé
que puede que fuera mejor esperar a que llegara antes mi padre y pudiera estar
a solas con mi madre.
—¿Quieres que pasee un poco contigo? —preguntó Frank.
—¿Te apetece?
—Sí. Meapetece verte una vez sin Luisa.
Al empezar nuestro paseo, se encendieron las farolas de la calle y la noche de
principios de invierno comenzó a abatirse por entre los edificios.
—¿Dónde vamos? —preguntó Frank.
—Igual me da. Donde tú digas —dije.
Nos dirigimos a Washington Square y, por encima del arco7 divisamos la primera
estrella centelleante, titilando por entre los últimos rayos
fríos de luz. Siempre me ha parecido Washington Square un parque mucho
mas grande que Central Park. Puede que sea porque solía jugar de
pequeña en Central Park y, en realidad, sólo he conocido Washington
Square después de anochecer, cuando Luisa y yo sacamos a pasear a Oscar
Wilde y damos vueltas charlando.
Me sentía mayor, paseando con Frank, casi como una estudiante de la
Universidad de Nueva York8 con una cita. Mientras nos acercabamos, el
parque se iba vaciando de gente. Algunas madres que aún seguían
allí recogían sus labores o cerraban los libros con manos ya
frías y se iban a sus casas, empujando los cochecitos de sus
niños. Una pandilla de chicos seguía jugando con una pelota que
lanzaban contra la piedra dura del arco, gritando con voces chillonas y
ansiosas.
—¿Sabes, Cam? —dijo Frank—. Luisa te monopoliza. No
deberías permitírselo.
—No me monopoliza —dije.
Frank recogió un palo de la acera y lo arrojó al
césped—. Supongo que deberíamos haber traído a Oscar
Wilde connosotros. Ese perro no saldría nunca si Luisa y yo no nos
ocuparamos de él. Claro que te monopoliza y, ademas, haces
todo lo que ella quiere, sumisa como cuando Oscar ha masticado un zapato de
Bill. Lo curioso es, te lo aseguro, que tú tienes mas arrestos
que Luisa.
Escucha, Camila, ¿tú crees en Dios?
Frank se parece mucho a Luisa. Su pelo es de un tono rojizo mas oscuro,
pero tiene los mismos ojos azules y los mismos brazos largos con las huesudas
muñecas al descubierto, asomando por las mangas del jersey, lo que le
hace aún mas joven de lo que es. Me di cuenta, entonces, de que
también hablaba como Luisa, porque ésa era un tipo de pregunta
que Luisa es capaz de formular a cualquiera que acabara de conocer y le
interesara. Hace ese tipo de preguntas, en parte, para desconcertar a la gente
y, en parte, porque ella no cree en Dios y le interesa saber la opinión
de otras personas. Yo lo que pienso es que ella presiente que si encuentra a
mucha gente que cree de verdad en Dios, quiza ella misma pueda acabar
creyendo otra vez en Él. Es la única cosa por la que nos peleamos
de verdad. Me refiero a una auténtica pelea, no a una simple
discusión. Luisa tiene que discutir de algo una vez al día, por
lo menos. Pero sobre este tema, lo único que me dice es que soy una
estúpida por creer en Dios; y lo dice con tal menosprecio, que hace que
me sienta desdichada yencogida por dentro, aunque estoy decidida a seguir
siendo una estúpida, si eso me hace serlo.
—¡Sí! —respondí a Frank, como si hubiera alzado
un latigo sobre mi cabeza.
—Eso es reconfortante —dijo Frank—, muy reconfortante, desde
luego.
Aunque te parezca raro, yo también.
—¡Oh! —dije.
—Puede que sólo sea una reacción contra Mona y Luisa. Sin
embargo, dudo mucho que mi Dios sea el mismo Dios en el que tú crees,
Camila Dickinson.
—Yo no creo en un anciano con una túnica y largas barbas blancas,
si es eso a lo que te refieres —dije con tono bastante cortante.
—Hablame de tu Dios —respondió Frank—.
¿Cual es el Dios en el que crees?
Paseabamos por el parque y no respondí, porque estaba intentando
traducir en palabras el Dios en el que creo. No me había parado antes a
pensar de esa forma en Dios hasta que conocí a Luisa. Era,
sencillamente, algo que estaba ahí, como lo estaban mi madre y mi padre
antes de que apareciera Jacques. Y, cuando Luisa sacaba el tema de Dios, no me
hacía desear pensar en Él; simplemente, me encerraba
inflexiblemente en mí. Pero Frank me hizo desear pensar en Él.
Nos detuvimos un instante para contemplar a dos ancianos, cubiertos con unos
gorros de lana y que llevaban grandes bufandas de lana que, sentados en un
banco, con un tablero de ajedrez entre ellos, estaban inmóviles como si
fuesen estatuas, casi como si el frío aire de noviembreles hubiera
congelado.
Aguardamos hasta que uno de ellos alzó una mano cubierta con un guante
de lana gris y efectuó un movimiento y, a continuación, Frank me
llevó a un banco, me hizo sentarme en él y él hizo lo
mismo, mientras caía una hoja seca del arbol que había
detras de nosotros, que se posó en el paseo.
—Bien —dije, finalmente—. Yo no creo que Dios tenga la culpa
de que la gente haga algo mal. Tampoco creo que, cuando la gente es buena,
Él lo tenga previsto. Pero sí creo que, gracias a Él, la
gente puede ser mucho mas generosa y mas buena de lo que es. Es
decir, si la gente desea serlo. Lo que quiero decir es que las personas tienen
que hacer las cosas por sí mismas. Dios no va a hacerlas por ellas
—al tiempo que decía esto, pensaba para mis adentros: «Pero ¿por
qué permitió Dios que apareciera Jacques?»
—Me gusta eso, Camila —dijo Frank—. Me gusta lo que dices.
Algún día me gustaría tener una buena charla contigo,
siempre que pueda arrancarte de Luisa.
De nuevo volvió a sentarme mal que hablara de Luisa y de mí de
esa forma, y le dije:
—Eso sólo depende de mí.
—Bien, ¿querras entonces, Cam? —preguntó
Frank—. Hay muy pocas personas en el mundo con las que se pueda hablar.
Me refiero sobre cosas de éstas. La mayoría de las chicas de tu
edad, bueno, cuando sales con ellas, te das cuenta de que siempre
estan dispuestas a dejarse besar. Lo quequiero decir es que ese tipo de
cosas es tan nuevo para ellas que no piensan en nada mas. Pero
contigo, si alguien se da cuenta de cómo estas con ese jersey,
seré yo, no tú. Y podemos hablar. Normalmente, una chica con la
que puedes hablar no es, no tiene nada; pero tú, sí.
Estas ahí sentada, hablando de Dios, y eres preciosa.
Cuando Frank dijo eso, fue como si algo ardiente y hermoso me hubiera explotado
en el estómago y como si el sol enviara rayos de felicidad por todo mi
cuerpo. Desaparecieron, hasta de los rincones mas apartados de mi mente,
todos los infortunios que me agobiaban por culpa de mi madre, de mi padre y de
Jacques, arrastrados por aquella sensación calida y no pude
evitar una sonrisa, que se inició en mis ojos y se extendió por
toda mi cara, de la misma forma que aquella sensación calida se
había extendido por todo mi cuerpo.
Cuando yo era pequeña, oía decir frecuentemente a la gente,
cuando creían que yo no escuchaba: «¡Qué pena que Camila
se parezca tanto a su padre y no a Rose!» La gente siempre decía
lo guapa que era mi madre, pero nunca decía que yo fuera una niña
guapa. En el transcurso del invierno pasado empecé a pensar que
debía estar volviéndome mas guapa, en parte porque me miraba
al espejo y, en parte, por la forma en que me miraba mi madre, complacida y, al
mismo tiempo, pensativa y triste, como si al dejar de ser un patitofeo,
estuviera yo quitandole algo a ella. Pero oírle decir a Frank con
voz firme que yo era preciosa hizo que me invadiera una oleada de placer.
Luego dijo Frank.
—Luisa es fea como un demonio, ¿no?
Me levanté furiosa y grité:
—¡No lo es! ¡Luisa es la persona mas preciosa que
conozco! —me hubiera gustado poderme ir al cine, donde Luisa estaba sola,
y rodearla con mis brazos para protegerla de las palabras de Frank.
—¡Qué fierecilla! —dijo Frank—. No quise decir
nada malo de tu preciosa Luisa. Al fin y al cabo, es mi hermana y la quiero,
aunque la mitad del tiempo me apetecería matarla. Deberías
oír las cosas que dice de ti a veces.
—¿Qué dice?
—¡Oh, habla!
—¿De qué?
—De tu madre, por ejemplo.
—¿Y qué dice de mi madre?
—Bueno, me figuro que sera verdad —dijo Frank—.
Queremos a nuestros padres, sin tener en cuenta cómo son, aun cuando los
odiemos.
—Pero ¿qué dice Luisa de mi madre? —mi voz era
furiosa.
—No debería haber dicho nada —dijo Frank—, pero no me
gusta la gente que empieza a decir algo y luego no sigue. Sólo dijo en
una ocasión que tu madre parece, bueno, un poco simple e infantil, y
que debe haber sido siempre así y no sólo últimamente.
Comprenderas, Camila, que Lu no hablaría de eso con nadie,
excepto conmigo. Nos peleamos mucho, pero también hablamos.
—Supongo que mi madre ha debido ser siempre infantil —dije
lentamente, digiriendoaún sus primeras palabras—. ¿Y
qué importa eso?
—Bueno, sólo que Luisa no comprende por qué la idolatras
tanto.
—¡Se lo he explicado! —dije, irritada—. ¡Se lo he
explicado una y otra vez!
Lo pasabamos muy bien juntas. Como dos amigas. Creo que nos
divertíamos tanto porque mi madre era infantil. A ella le encantaba
jugar conmigo, tomar el té juntas y gastar bromas. Era, de verdad,
mas alegre y tenía mas ocurrencias que otros niños.
Nos contabamos todo. Ahora es diferente. Cuando hablamos, no es como
antes. Hablamos de otras cosas. No somos iguales.
—Luisa dice que es muy guapa.
—Eso también ha cambiado —dije—. Parecía una
princesa de un cuento de hadas y eso ha desaparecido ya. Me figuro que
aún sigue siendo guapa, pero diferente.
—Oye, estoy hambriento —dijo repentinamente Frank—.
¿Has comido?
—No —agradecí que cambiara de tema.
—Podríamos volver a casa y coger algo del frigorífico, pero
me temo que aún esté allí Mona y, de todas formas, Luisa
llegara en cualquier momento — rebuscó en sus
bolsillos—. Tengo casi un dólar. Con eso no nos llega para una
hamburguesa y un batido para cada uno. Siento haber desperdiciado veinticinco
centavos en esa horrenda película.
—Yo puedo pagar lo mío —dije.
Frank volvió a guardarse las monedas en el bolsillo, me puso las manos
en los hombros y dijo:
—Oye, Camila, ¿sabes lo que es esto? Una cita. Una cita para ir
acenar.
Iremos a Nedick y nos haremos a la idea de que es el Salón Persa del
Plaza. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije.
En Nedick lo pasamos muy bien. A nuestro lado estaba sentada una anciana,
bebiendo ese horrible mejunje que llaman naranjada, aunque creo que antes
debía haber bebido alguna otra cosa, porque cada pocos sorbos de
naranjada echaba la cabeza hacia atras y se ponía a cantar,
terminando con comentarios sobre la canción y la gente que había
en Nedick, mientras uno de los hombres la amenazaba con echarla fuera si no se
callaba. Frank y yo hicimos como que era Hildegarde cantando en el Salón
Persa del Plaza, y a la mujer le gustó la idea; me imagino que, quiza,
en sus tiempos debió ser actriz. Estaba tan contenta de vernos
reír y de que le prestaramos atención, que no importaba
que estuviera borracha.
Frank le dijo:
—Hildegarde, canta algo de Noel Coward para la señorita
—ella se rió convulsivamente y dijo—: Noel Coward.
Sí, fue un hombre interesante, queridos míos. Lo conocí en
el Battery, cuando escribía los partes meteorológicos. No
habéis escuchado partes meteorológicos como los que
escribía él. Mucho mejores que los anuncios comerciales
—nos echamos a reír y ella se puso a cantar «Almejas y
mejillones», que parecía ser su canción favorita.
Alargamos todo lo que pudimos el acabarnos las hamburguesas y los batidos,
mientras la mujer bebía unanaranjada tras otra, pero, finalmente, Frank
y yo tuvimos que marcharnos y la dejamos allí, bebiendo aquel mejunje y
cantando «Almejas y mejillones».
Frank fue conmigo hasta el metro y creí que me acompañaría
hasta casa, pero dijo:
—Siento no poder ir contigo, Camila, pero le prometí a David que
iría a verle esta noche y ya se ha hecho tan tarde que temo que piense
que me he olvidado de él. David es un antiguo soldado. Perdió las
dos piernas en la guerra.
—Esta bien —dije. Permanecimos unos instantes en la boca del
metro, sin hablar, y luego dijo—: Gracias por la cena y por todo
—Frank me cogió la mano y la sostuvo en la suya, y yo me
volví y empecé a descender las escaleras del metro.
Durante el trayecto de regreso, pensaba en la forma como me había
llamado guapa, la forma en que había puesto sus manos en mis hombros y
la forma en que había retenido mi mano al despedirnos; por primera vez
encontré delicioso hacerse mayor.
Luisa se siente impaciente por hacerse mayor y poder ir a la Facultad de
Medicina, pero yo siempre he mantenido el convencimiento de que, si no
estuviera haciéndome mayor, todo iría bien con mi madre y mi
padre, y nunca habría pasado lo de Jacques.
—¿Crees que Jacques es el primero? —me preguntó Luisa
una vez.
—¿El primer qué?
—Vamos, Camila, no pretendas ser mas tonta de lo que eres. Sabes
perfectamente lo que quiero decir.
Así querespondí con firmeza:
—Sí.
—Espero que estés en lo cierto, Camila —dijo Luisa—.
Sinceramente lo espero —y movió la cabeza de una forma que me
recordó a Mona. Pero yo estaba convencida de ello. Antes de que Jacques
empezara a venir a casa, todo era tranquilo y facil; ahora todo es
complicado y difícil.
Antes de Jacques. Después de Jacques. Parecía como si hubiera que
etiquetar todo sobre esa base.
Había, empero, una cosa graciosa: mientras iba sentada en el metro,
camino de casa, empecé a preguntarme por primera vez si Jacques
sería, realmente, la única razón de que todo pareciera
haber cambiado, o si era sólo, como diría Luisa, el
síntoma y no la enfermedad. En cierto sentido, las cosas parecían
haber empezado a ser diferentes antes aún de que yo supiera nada de
Jacques.
Sentada allí en el metro y contemplando un anuncio de carne picada, tuve
que admitirlo.
Eran, precisamente, las cosas pequeñas y sin importancia, como pasear
sola por la playa de Maine durante las largas noches de verano; los tés
con mi madre, en que fingíamos ser dos señoras mayores que
tomaban el té y charlaban, y permanecer sentada y muy tranquila en el
despacho de mi padre, mientras él leía el periódico y
tomaba un cóctel, las que habían empezado a perder su
importancia, antes, aún, de que hubiera oído hablar de Jacques.
Había que tener también en cuenta esos molestos dolores de
mismiembros, que mi madre llamaba dolores del crecimiento, mientras me frotaba
suavemente las piernas, así como el dolor en el corazón.
¿Crece el corazón igual que los miembros? Nadie puede frotarte el
corazón para quitarte el dolor. Ese dolor no tenía nada que ver
con Jacques. Sólo que era muy facil echarle la culpa de todo a
Jacques y aborrecerlo.
Preferiría que Frank no me hubiera dejado en la boca del metro para ir a
ver a David, aunque comprendía que eso era egoísta y malo por mi
parte. En cierto modo, no podía pensar en el rato tan ameno que
había pasado con Frank, sino sólo en el hecho de que no me
agradaba estar camino de mi casa.
3
En el momento en que introduje la llave en la cerradura y abrí la
puerta, comprendí que algo terrible había sucedido en casa.
Estaban encendidas todas las luces y la casa refulgía con un resplandor
tan vivo e inhumano como un quirófano. Escuché pisadas que iban
de un lado a otro e, inmediatamente, el grito de mi madre, y pensé:
«¡Papa la esta matando! ¡Oh, Dios!
¡Papa la esta matando!» Corrí a la
habitación de mi madre. Estaba llena de gente: mi padre, el doctor
Wallace, Carter y la nueva cocinera y mi madre, que se revolvía en la
cama gritando, mientras mi padre y Carter intentaban sujetarla; la cama estaba
manchada de sangre.
La cocinera me vio y gritó:
—Aquí esta la señorita Camila.
—Llévesela de aquí —dijo mi padre.
Eldoctor Wallace se dirigió a la cocinera:
—Traigame un poco de agua hirviendo.
La cocinera salió del vestíbulo, llevandome con ella, y
nos dirigimos a la cocina, donde llenó una cacerola de agua caliente,
derramando la mitad en el suelo, y la puso al fuego, poniendo el gas al
maximo. Alguien ha llegado a tiempo, pensé. Alguien ha llegado a
tiempo de detener a mi padre. Me acordé de los periódicos que
suele leer Carter, en los que se ven fotografías de mujeres con las
cabezas destrozadas en suelos de cocinas ensangrentados, o tumbadas en camas
con colchas de satén y un tiro en el corazón, y me imaginé
la expresión ansiosa de Carter mientras leía los titulares:
«ASESINATO SEXUAL EN PARK AVENUE», O «MATA A SU MUJER Y A SU
AMANTE AL SORPRENDERLOS JUNTOS», o cualquier otro por el estilo, y
recordé su cara, mientras intentaba sujetar a mi madre, exactamente con
esa misma expresión, sólo que ahora parecía,
también, un poco asustada.
—Señorita Camila —dijo la cocinera volviéndose del
hogar y mirandome con su cara redonda, en la que se apreciaba un gesto
de confusión. Pensé que todo aquello debía ser horrible
para la señora Wilson, que llevaba con nosotros muy poco tiempo y no nos
conocía bien. Me di cuenta de que no sabía qué decirme y
que sentía que hubiera ido directamente a la habitación de mi
madre al llegar a casa; comprendí que la preocuparía mas
si lepreguntaba lo que había sucedido, así que permanecí
en la puerta de la cocina, mirando fijamente la llave del horno de la cocina.
Me quedé allí hasta que el agua empezó a hervir y ella
retiró la cacerola del fuego y entonces me alejé de la puerta y
me quedé en el comedor.
—Pobre señora —dijo la señora Wilson—. Pobre
señora Dickinson—. Pasó a mi lado con la olla humeante y me
dijo—: Sera mejor que espere aquí, señorita Camila,
y yo volveré en seguida con usted.
Aguardé y presté atención. Ahora no llegaba ningún
sonido de la habitación de mi madre. Había dejado de gritar y me
pregunté, extrañamente calmada, si habría muerto. Creo que
estaba calmada, porque era una idea tan imposible, que no parecía que,
realmente, pudiera tener nada que ver personalmente conmigo, Camila Dickinson.
El piso estaba ahora terriblemente tranquilo; de repente, a través de
aquella quietud, llegó el repiqueteo del teléfono con estridencia
aterradora. Crucé el comedor y corrí a contestarlo en el vestíbulo.
—¿Diga? —pregunté entrecortadamente.
—¿Rose? —dijo la voz del otro lado del hilo.
—No.
—¿Quién es? ¿Puedo hablar con la señora
Dickinson? —preguntó la voz, que reconocí como la de
Jacques.
—No —dije.
—¿Quién es? ¿Eres Camila?
—Sí.
—Camila, quiero hablar con tu madre.
—No.
—¿Pasa algo, Camila? ¿Dónde esta Rose?
No se me ocurría qué decirle. El que Jacques llamara
precisamenteen ese momento era tan monstruoso como si hubiera cogido
materialmente el teléfono y me hubiera golpeado con él;
seguí con el auricular pegado al oído, mientras el silencio
parecía extenderse desde un extremo al otro del hilo. Finalmente,
Jacques dijo:
—Camila, ya veo que tengo que hablar contigo. Voy ahora mismo.
—¡No! —me apresuré a decir—. No puede venir
usted. No debe venir.
—Entonces, ven tú a verme —dijo—. Me reuniré
contigo en cualquier sitio.
Donde tú digas.
—No —dije—. No puedo.
—Camila —dijo—, estoy seguro de que tú conoces y
entiendes lo que sentimos uno por el otro mas de lo que creemos Rose y
yo. ¿No vas a dejarme que hable contigo unos minutos? Por el bien de tu
padre, al igual que el de Rose y el mío.
—No puedo hablar ahora —dije—. No puedo —agucé
el oído para captar cualquier sonido proveniente de la silenciosa
habitación de mi madre.
—Mañana, entonces —dijo Jacques, con voz suplicante—.
Mañana, cuando salgas del colegio.
—De acuerdo, mañana —dije, sin darme cuenta de que
asentía, diciendo algo por decir, sólo para poder colgar el
auricular y estar atenta a lo que sucedía en casa.
—¿Quieres venir a mi casa? —preguntó Jacques—.
Allí podremos hablar con mas comodidad que en cualquier otro
sitio. Aún eres demasiado joven para bares, ¿no, pequeña?
Así, pues, te esperaré en mi casa, inmediatamente después
del colegio.
—De acuerdo —dije—, deacuerdo —y colgué.
Oí abrirse y cerrarse la puerta de la habitación de mi madre y se
me acercó Carter, con su severo uniforme gris.
—Su madre quiere saber quién llamaba por teléfono,
señorita Camila — dijo.
—Luisa —mentí rapidamente y me senté
desmayadamente. Si mi madre quería saber quién había
llamado por teléfono, no podía estar muerta. Carter se
volvió y desapareció y otra vez volví a oír abrirse
y cerrarse la puerta de la habitación de mi madre; seguí sentada
hasta que volvió a abrirse y salió la señora Wilson, que
se fue a la cocina, seguida poco después por Carter y el doctor Wallace,
que se detuvieron en el vestíbulo. Carter le sostuvo el abrigo y le
tendió el sombrero.
—Buenas noches, Carter —dijo el doctor Wallace—. La
señorita Camila me acompañara —Carter regresó
a la cocina. Yo sabía que se quedaría junto a la puerta, tratando
de escuchar, y confié en que la señora Wilson se pusiera a hablar
con ella y que no oyera nada.
—Ponte el abrigo y el sombrero, Camila —dijo el doctor
Wallace—. Saldremos juntos a tomar un café y luego podras
ver a tu madre.
Me puse el abrigo, con manos súbitamente tan frías y estremecidas
que no pude abotonarmelo; lo hizo el doctor Wallace y luego cogió
mi boina y me la puso.
—Así. Puede que ése no sea el estilo mas de moda,
pero te queda muy bien.
Me gusta tu boina roja y tu abrigo azul marino, Camila —dijo,sonriendo
cariñosamente. Sabía que sentía pena por mí y yo
quería, mas que nada en el mundo, no tener motivos para que la
sintiera; comprendí lo terrible que es ser compadecida.
Ya en la cafetería, el doctor Wallace permaneció unos minutos con
la vista fija en su café, sin decir nada. Le conocíamos desde
hacía muchos años. Le recuerdo delgado y con mucho pelo
castaño. Ahora tiene un estómago bastante respetable y no mucho
pelo.
Permanecí sentada, observandole mientras ponía
azúcar y un poco de crema al café y aguardé a que dijera
algo; mientras esperaba, me sentí casi en paz porque, hasta ese momento,
pensaba que yo tenía la obligación de hacer algo respecto a lo
que había pasado y ahora él me había liberado de toda
responsabilidad. Estaba serio y, cuando levantó la vista hacia
mí, sus ojos me escudriñaron.
—Camila —dijo, finalmente—, algún día
seras una mujer muy guapa.
Esto no era en absoluto lo que yo esperaba oír y le miré tan
sorprendida que se echó a reír. Luego dijo:
—La belleza acarrea una gran responsabilidad, Camila. Una persona bella
tiene que ser, al mismo tiempo, fuerte, pero mucha gente utiliza su belleza
para justificar su debilidad. Te conozco desde que eras pequeña, Camila,
y creo que podras ser fuerte, si tú lo quieres, y espero que lo
querras.
—Me gustaría ser fuerte —dije, aunque no sabía
adónde quería ir a parar.
Puede que él tampoco losupiera porque, de repente, dijo:
—Algunas veces, cuando las personas se sienten agobiadas, intentan resolver
sus problemas desligandose de ellos por completo. No es buen camino y,
afortunadamente, no siempre sale bien. Camila, creo que eres bastante mayor y
fuerte para enfrentarte a la realidad. Tu madre ha intentado suicidarse esta
noche.
Sentada en aquella cafetería caldeada, con mi abrigo azul marino
aún abotonado, comencé a temblar. Puse las manos en el regazo y
las crucé, una sobre otra, intentando detener su temblor, pero tiritaba
todo mi cuerpo y mis piernas temblaban debajo de la mesa.
—Vamos a pasear un poco —dijo el doctor Wallace. Dejó unas
monedas en el mostrador, salimos de la cafetería y nos alejamos
caminando por la avenida Madison.
—En realidad, tu madre es aún una niña —dijo el
doctor Wallace mientras paseabamos—. Te ha querido y te ha idolatrado,
pero tú has sido para ella una preciosa muñeca, mas que
una hija. ¿Ves esa maravillosa muñeca que le has dado a tu amiga
Luisa? A tu madre le hubiera encantado esa muñeca.
—¿Cómo sabe usted lo de la muñeca?
—pregunté.
—Es curioso las cosas que dice una persona histérica y
sobreexcitada. Tu madre habló de la muñeca esta noche. Camila, me
gustaría poderte decir que no ha pasado nada, pero no puedo. Debes dar
gracias a Dios de que tu padre llegara a tiempo y de que yo estuviera camino de
tu casa. Vecon ella y quiérela y sé muy fuerte, porque necesita
fuerza, y la fuerza, como el miedo, es contagiosa.
Dimos la vuelta y nos encaminamos hacia nuestra casa y el doctor Wallace me
acompañó al ascensor. El chico del ascensor me sonrió y me
pregunté si estaría enterado de lo que había pasado. El
doctor Wallace me dejó en la puerta del piso y entré sola. Me
dirigí a la habitación de mi madre. La lampara que tiene
junto a la cama estaba encendida y ella estaba acostada, dormida. Mi padre,
sentado en una silla baja junto a la cama, con la negra cabeza recostada en la
manta, muy cerca de mi madre, estaba también dormido. Mi madre estaba
muy blanca y tenía vendadas las muñecas con unas vendas blancas.
Me quedé mirandolos un momento y comencé a retirarme de
puntillas, pero, al volverme, mi madre abrió los ojos y me alargó
los brazos; corrí hacia ella y me abrazó.
—¡Oh, Camila, cariño, perdóname! —dijo. Mi
padre se despertó y los tres nos fundimos en un abrazo apretado, lleno
de amor. Nadie podra separarnos de nuevo, pensé.
Los besé y me fui a mi cuarto, me desnudé y caí en un
sueño profundo, negro como el terciopelo; cuando me desperté, ya
era de día y corrí a la habitación de mis padres. Estaban
en la cama, muy juntos y sonrientes, y mi madre dijo:
—Cariño, ¿me perdonas? —y mi padre dijo—: Fue
culpa mía, todo fue culpa mía—. Los dejé, intentando
cada uno de ellosecharse la culpa de lo sucedido.
En la mesa del desayuno encontré dos libros que mi padre sabía
que me interesaban.
—Su padre me dijo que estos libros eran para usted, señorita
Camila —dijo Carter—. Creo que los trajo a casa anoche. Supongo que
con el disgusto, el pobre no se acordaría de darselos.
Miré a Carter, pero no dije nada y desayuné en silencio, mientras
Carter trajinaba a mi alrededor con aires de importancia y de enterada;
después, me despedí de mis padres y me fui al colegio. Estaba
feliz, pues pensaba que Jacques se alejaría de nuestra casa y nuestras
vidas volverían a ser, ya para siempre, como antes.
Cuando llegué, Luisa ya estaba en clase y me dijo con voz fría:
—Así que
—¿Así que qué? —dije y, ante su inesperado
enfado, se desinfló mi alegría.
—Tú sabes a lo que me refiero —dijo Luisa, con los labios
apretados.
—No tengo la mas ligera idea —dije, sentandome en mi
pupitre; abrí la tapa y me puse a ordenarlo. Coloqué mis plumas y
mis lapices en el lapicero y dispuse los libros en grupos, mientras
Luisa seguía de pie a mi lado, mirandome enfurruñada,
esperando que le dijera que lo sentía o que le preguntara qué le
pasaba, pero no dije nada. Finalmente, dijo:
' —Ayer tarde saliste con Frank.
—Sí —dije—. ¿Por qué no?
—Pero luego no fuiste a mi casa.
—Era tarde y tenía que irme a la mía.
—¡Pero tú eres mi amiga! —dijo.
Cerré elpupitre con fuerza.
—Eso no significa que no pueda ser también amiga de Frank.
Luisa me miró enfurruñada.
—Frank no te conviene —dijo.
—¡Oh, vamos, callate! —dije.
Entonces, en la propia clase, en la que entraban y salían otras chicas,
Luisa se echó a llorar. Era la primera vez que la veía llorar. La
había visto a punto de llorar muchas veces, pero siempre,
tragandose su orgullo, dando un paseo o hablando con voz chillona,
había podido dominarse. Esta vez, con el rostro contraído, no
había sido capaz de ello y dijo:
—¡Oh, Dios, me va a ver alguien!
—Deja de llorar —dije—. ¡Deja de llorar ahora mismo!
—me levanté y golpeé la tapa del pupitre para subrayar la
frase.
Luisa se dirigió a su pupitre, levantó la tapa y la dejó
caer sobre sus dedos con tanta fuerza, que se olvidó de todo, excepto
del dolor que sentía, lo que hizo que dejara de llorar. Luego me dijo:
—¿Qué te pasa, Camila? No te había visto nunca
así —su voz era débil y dolorida.
—Soy la misma de siempre —dije, sin saber si decía la verdad
o le estaba mintiendo.
Luisa sacó los dedos de debajo de la tapa del pupitre y los sujetó
con la otra mano.
—Siento haber sido odiosa con lo que he dicho antes —era la primera
vez que se disculpaba de algo—. Pero, realmente, no te conviene Frank,
Camila. Ademas, es demasiado mayor para ti. Tiene diecisiete
años. Yo conozco a la gente, pero tú no. No leconviene a nadie.
El tema Mona-Bill le ha vuelto terriblemente neurótico. A veces pienso
que los chicos se toman las cosas mas a pecho que las chicas. Y
él se cree un genio. Cree que lo sabe todo. Y estan también
sus estados de animo. Se hunde, durante horas, en la tristeza mas
profunda. Aunque, si tú quieres seguir viéndole, me figuro que
eso es asunto tuyo.
—Sí, lo es —dije—, pero eso no significa que vayan a
cambiar las cosas entre tú y yo.
—No —dijo Luisa con voz triste—, supongo que no.
—¿Cómo estan Mona y Bill? —pregunté,
porque sabía que deseaba que se lo preguntara.
—Comedidos de nuevo. Honradamente, Camila. Bill es un necio completo.
Creo que ésa es una de las razones por las que estoy tan
encariñada con él. La verdad es que no sé por qué
se casaron él y Mona. Él no tiene la mas ligera idea de
cómo es ella. Mona es una intelectual y Bill no es mas que un
atleta grandullón, que se cree un intelectual pero que, de hecho, es
todo músculos y nada de cerebro. Ya sabes, bíceps y
músculos, y nada mas.
Buscó en su pupitre y sacó un ejemplar de Silas Marner, que
estabamos dando en clase de inglés, y me dio un trozo de papel
que tenía entre las hojas.
—Es de Frank —dijo de mala gana.
Leí la nota que decía: «Hoy es viernes, así que
mañana no tienes clase y, por tanto, no tienes que hacer tus deberes
esta tarde. Sigamos la charla de ayer tarde. Yo termino lasclases
después que tú, así que ven a casa con Luisa y yo te
recogeré allí.»
Mientras leía la nota me acordé, de pronto, de la
conversación telefónica con Jacques de la noche anterior. No
podía ver a Frank porque tenía que ir a casa de Jacques.
Prefería ir a la de Frank y no quería ver a Jacques, pero
comprendía que tenía que ir. Al pensar que tenía que
verle, el corazón me dio un brinco. Tenía que verle por mi madre,
para decirle que no volviera a llamar ni fuera a casa de nuevo y para
explicarle que entre mi madre y mi padre las cosas iban muy bien y que mi madre
no se preocuparía nunca mas de él.
Tan arraigada tenía la costumbre de contarle todo a Luisa que, sin
poderlo evitar, le dije bruscamente:
—No puedo ver a Frank, porque tengo que ir a ver a Jacques —en
seguida deseé haberme mordido la lengua. Sabía que, fuera lo que
fuese lo que me preguntara, no debía contarle nada de lo de mi madre a
Luisa, aunque estaba segura de que si Mona intentara cortarse las venas de las
muñecas, Luisa me lo contaría. Ahora, Luisa me haría
innumerables preguntas. Puede que hasta quisiera ir conmigo y Luisa es la
persona mas tozuda que conozco para intentar eludirla con una excusa.
Sus ojos azules se oscurecieron como cuando estaba excitada y exclamó:
—¡Vas a ir a ver a Jacques!
—Sí —dije y, en ese momento, sonó el timbre y
entró la señorita Sargent.
Durante el recreoestuvimos con otras chicas y yo me reí, hablé y
me comporté como una mas, sólo para evitar que Luisa
tuviera la menor oportunidad de acosarme a preguntas. Hasta presté
atención a lo que contaba Alma Potter, una chica que no era santa de mi
devoción, presumiendo y queriendo convencer a todo el mundo de lo mayor
e ingeniosa que era.
—Fijaros —nos contó—. Esta mañana, en el
autobús, yo llevaba puesto mi abrigo nuevo color burdeos y se
sentó a mi lado un poli. Era guapo, pero muy mayor, como
supondréis. En eso empecé a notar su brazo.
—¿Qué le pasaba al brazo? —preguntó Luisa.
—Pues que comenzó a pasarlo por detras de mí.
Esta claro que no iba a admitir una cosa así de un poli,
así que le dije: «El brazo de la ley puede que sea largo, pero a
veces parece que quiere alargarse demasiado.»
Me reí con las otras chicas, pero preguntandome malignamente
dónde habría oído aquello Alma Potter.
Sea como fuere, eso me sirvió para no tener que hablar con Luisa.
Temía que, si lo hacía, tendría que contarle lo de mi
madre y que había hablado con Jacques y sabía que, si lo hacía,
me odiaría a mí misma para siempre. No me molestaba que Luisa me
hablara de Mona, pero no me gustaba que supiera demasiado de Jacques.
Sin embargo, no pude escaparme de ella al terminar las clases. Me detuvo y
dijo:
—Voy contigo.
—Preferiría que no vinieras —procuré mantener la voz
tranquila yfirme.
—No me refiero a subir contigo ni nada así. Sólo creo que
debería ir contigo alguien y esperarte por si pasa algo.
—¿Qué podría pasar? —pregunté.
—Con un tipo como Jacques nunca se sabe —dijo Luisa—.
¡Por Dios, Camila! Eres una inocente. ¿Dónde vive?
Entonces caí en la cuenta de que no tenía ni idea de dónde
vivía Jacques.
—No lo sé —dije estúpidamente—. Le dije que
iría a su casa, pero no sé dónde es.
—Debemos mirar entonces en la guía telefónica —dijo
Luisa con tono vivo y diligente—. Vamos.
En el guardarropa hay una cabina telefónica y una guía; Luisa me
llevó allí y comenzó a pasar las paginas del grueso
libro, hasta que llegó a la N; Nissen, Edward; Nissen, Hans; Nissen,
Jacques, dijo. Me miró y sonrió—: A mí tampoco me
hubiera importado ir a verle.
Jacques vivía en la calle Cincuenta y Tres, oeste, cerca del Museo de
Arte Moderno. No me hubiera imaginado nunca que viviera en esa zona y he debido
pasar muchas veces por delante de su casa, cuando iba al Museo a ver una
exposición que tenía que explicar en clase de Arte en el colegio
o para ir a algún cine con Luisa.
—Bien, vamos —dijo Luisa.
Yo no quería ir. Prefería ir con Frank.
—Tomaremos el metro —dijo Luisa.
—No, vamos andando.
—Vamos a tardar mucho —advirtió Luisa.
—No importa —dije—. Prefiero ir andando.
Así, pues, fuimos andando. En nuestro camino pasamos por delante de
unedificio de apartamentos en construcción, en el que había un
letrero de madera que decía «RAFFERTY DICKINSON,
ARQUITECTO», y mi corazón se esponjó de orgullo y lo
comenté con Luisa: «Este es uno de los edificios que esta
haciendo mi padre.» Me pregunté si habría ido hoy a la
oficina o si estaría allí y, quiza, pudiéramos
verle si esperabamos un poco.
Pero Luisa me metió prisa:
—No debíamos haber venido por aquí. Sería terrible
que nos encontraramos a tu padre —cuando llegamos al Museo de Arte
Moderno, me preguntó—: ¿Cuanto tiempo vas a estar?
—No sé. No mucho.
—¿Mas de media hora?
—¡Oh, no! —dije, porque sabía que lo que tenía
que decirle a Jacques no me llevaría mas que unos minutos.
—Bueno, entraré en el Museo y daré una vuelta por él
—dijo Luisa—. Iré de vez en cuando al vestíbulo
principal y, si no estas allí al cabo de media hora, iré a
buscarte. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije y me quedé mirandola mientras
entraba en el Museo.
Me apetecía ir con ella y contemplar el cuadro de los dos ancianos
recogiendo carbón entre las vías del tren y el titulado Blanco
sobre blanco, pero me dirigí en dirección oeste, hasta llegar a
la casa donde vivía Jacques. Ésta es la casa de Jacques,
pensé. Ésta es la puerta de acceso a la casa donde vive Jacques.
Éste es el ascensor que lleva a la puerta del piso donde vive Jacques.
Éste es el botón del ascensor que indica elpiso sexto, que me
conducira al piso donde vive Jacques.
Seguí hablando conmigo misma, como si todo aquello formara parte de una
canción de cuna. Pulsé el botón del ascensor —no me
gustan los ascensores sin ascensoristas; me horroriza que pueda pararse—
y la puerta se cerró como manejada por una mano invisible y el ascensor
comenzó a ascender con un zumbido especial, lenta, lentamente, como si
se tratara de un cuento de Grimm.
El ascensor se detuvo, se abrió la puerta y salí,
cerrandose de nuevo la puerta detras de mí y me
encontré en un vestíbulo pintado de verde con cinco puertas
horrendas, en cada una de las cuales había una placa sobre el timbre de
llamada. La primera placa que miré decía JACQUES NISSEN y estaba
reluciente. Me quedé ante ella, sin poder sacar mis manos de los
bolsillos para llamar al timbre. Era como si se hubieran vuelto de piedra, como
las piernas del príncipe del cuento. Me quedé quieta, pensando
porqué cree Luisa que soy demasiado mayor ya para leer libros de cuentos
y se ríe de mí porque los leo; sin embargo, también leo a
D. H. Lawrence, a J. P. Marquand y a Elizabeth Bowen y he leído a Thomas
Mann y las primeras diez paginas de Ulises. Y a muchos otros autores
mas.
He leído también a E. M. Forster y a Isak Dinesen, comencé
a decir en una muda y estúpida discusión con Luisa y, en ese
momento, saqué una mano del bolsillo y llamé altimbre. Le
oí sonar dentro del piso, con un sonido distinto al de otros timbres,
como si fueran las campanas del Big Ben, sólo que aderezado con un toque
suave y afeminado.
Jacques abrió la puerta antes de que terminara de sonar el timbre. Por
no sé qué razón, esperaba verle en bata o, por lo menos,
diferente y fascinante; llevaba, empero, su traje oscuro habitual y dijo
precipitadamente:
—Entra, Camila, eres una buena chica. Estoy hablando por teléfono
—y se dirigió rapidamente, atravesando el gran
vestíbulo oscuro, al salón. El salón era tan moderno como
el de Mona, pero distinto. La mayor parte del mobiliario era de color negro y
estilo chinesco, en lugar de claro y escandinavo; las cortinas eran a rayas
blancas y negras, como las cebras. Jacques, sentado en el brazo de un
sillón de cuero rojo, hablaba por teléfono—: Claro,
querida, claro que lo entiendo, mi niña preciosa y valiente —y
luego—: Te quiero, te quiero, te quiero —añadió, lanzando
un beso por teléfono; me pregunté con quién estaría
hablando. Me sentía furiosa con él, por hablar de aquella forma
con alguien cuando hacía tan poco tiempo que había tenido a mi
madre en sus brazos y la había besado, como se besaban los chicos y las chicas
del tejado de la casa contigua a la nuestra. Colgó y se volvió
sonriente hacia mí.
—No le he dicho que ibas a venir a verme. Pensé que sería
mejor que estavisita quede en secreto entre nosotros dos —dijo,
acariciando el teléfono como si fuera la persona con la que acababa de
hablar.
—¿A quién no se lo dijo?
—A Rose. A tu madre.
—Mi madre no quiere verle. No quiere verle nunca mas.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No —dije—, pero no necesita decírmelo. Lo sé.
Jacques se incorporó del brazo del sillón rojo y se
dirigió a un escritorio negro, del cual sacó un frasco de vino de
cristal y dos copas; sobre la frente le caía un rizo de pelo rubio.
—No eres tan pequeña como para no poder tomar un jerez,
¿no? — preguntó y, sin esperar una respuesta, llenó
una de las copas con el líquido ambarino del frasco y me la
ofreció. Llenó luego la otra copa y dejó el frasco en una
mesa cuadrada de color negro—. Camila —dijo—, mi
pequeña Camila —y sus ojos amorosos adquirieron un tinte de
pesadumbre—. A pesar de tu forma de ser, aún eres una chiquilla,
¿no? Pero me odias y quieres seguir odiandome, ¿no?
No dije nada. Sujeté mi copa de jerez en la mano y le miré; su
rostro, aunque amistoso, denotaba tristeza y me desconcertó, porque no
le había visto antes así.
—No quiero que me odies, Camila —dijo—, así que voy a
explicarte algunas cosas. Lo que quiero explicarte es la vida misma y eso es la
cosa mas difícil del mundo, así que debes ser paciente.
—No puedo quedarme mucho tiempo —dije.
—Entonces, escúchame el tiempo que puedas. Dejaque te cuente una
historia. Una especie de cuento. Había una vez una rosa preciosa en un
jardín.
—Mama —dije.
—Sí, es una alegoría demasiado evidente, ¿no?
Demasiado clara y facil. El lugar de Rose en la vida es ser ella tal
cual es. Hermosa y amada, pero no sólo admirada. A tu padre siempre le
ha gustado admirar a Rose y adorarla a distancia, pero eso no es lo que
necesita Rose.
No quise escuchar. Cerré mis oídos a sus palabras. Fuera lo que
fuese lo que dijera Jacques, sería mentira. Aunque lo que dijera fuera
verdad, en su boca se convertiría en una mentira. La verdad no consiste
sólo en hechos.
Continuó hablando. Mi mente recogía sus palabras y luego las
rechazaba.
—Lo que Rose necesita es calor, ternura y cariño. Rose tiene que
ser emocionalmente protegida. Las rosas sólo crecen en jardines
cultivados y hay que protegerlas del viento y del frío. Por el
contrario, tu padre tu padre encaja mejor en el andamiaje de uno de sus
elevados edificios, con el viento, mas que con las manos de una mujer
acariciandole el pelo negro. Tu padre es, fundamentalmente, un hombre
frío, Camila, y me imagino que hasta su pasión debe ser tan
fría como una llama de hidrógeno inflamado que surge con fuerza
de un volcan de hielo.
—¡Mi padre no es frío! —grité.
—¿Has visto, por casualidad, a tu padre abrazando a tu madre y
estrechandola entre sus brazos? —preguntó.
—¡Porsupuesto! —dije. Traté de recordar alguna
ocasión y no encontré ninguna. Pensé en lo que
había dicho Jacques sobre la llama de hidrógeno y me
recordó algo que había leído sobre Júpiter, que
esta tan lejos del sol que su núcleo esta recubierto de
una capa de miles de millas de hielo, de la que surgen llamas de
hidrógeno que vierten en mares de amoníaco helado; no
entendí lo que Jacques quería decir con eso y le odié. Era
facil odiarle. Jacques cogió el frasco y sirvió un poco
mas de jerez en mi copa, aunque sólo había bebido un
sorbo, y rellenó la suya.
—Lo he vuelto a hacer mal —dijo—. Y te llevé una
muñeca ¿Cómo pude ser tan estúpido como para
regalarte una muñeca? Y ahora lo he vuelto a estropear todo.
Quería que lo comprendieras y lo único que he conseguido es que
sigas odiandome. Pero a Rose no la odias, ¿verdad?
—¡Odiar a mi madre! —grité—. ¿Cómo
podría odiar a mi madre?
—¿La comprendes entonces? —preguntó Jacques.
—Se supone que no son los niños los que deben comprender a sus
madres —dije, elevando la voz—, sino las madres las que deben
comprender a sus hijos.
Esto lo creía yo, antes de conocer a Luisa, aunque ahora sabía
que no era cierto, pero pensé que diciéndolo con firmeza a lo
mejor era capaz de volver a creerlo.
—Pero tú ya no eres una niña —dijo Jacques.
—Soy una niña. Y, ademas, no quiero hacerme mayor
—dije con voz helada, tan heladacomo un planeta.
—Pero hay compensaciones —dijo Jacques—. Te aseguro que hay
compensaciones.
—No las quiero —dije.
—Escucha, Camila —se acercó a mí y me cogió la
barbilla con la mano, obligandome a mirarle a los ojos y de nuevo los
encontré tan tristes como los de un animal enjaulado y, a pesar de mi
odio, me dio pena—. Escúchame. Tú crees que si hubieras
seguido siendo una niña, posiblemente yo no hubiera accedido a la vida
de Rose y, por tanto, a la tuya. O que, si hubieras seguido siendo una
niña, no lo habrías comprendido y, por tanto, no serías
desgraciada. Pero el problema esta en que tú sólo lo
comprendes en parte. Hay un proverbio francés que dice que comprender
todo es perdonar todo.
Me alejé de él para no tener que seguir mirandole a los
ojos y dije:
—Ya no importa que yo lo comprenda o no.
—Claro que importa —dijo Jacques.
—No, porque mi madre no va a volverle a ver.
—Eso no es lo que me dio a entender cuando hablé con ella por
teléfono hace un rato.
—¡Usted no ha hablado con mi madre!
—¿Con quién crees que hablaba?
—No lo sé —claro esta que lo sabía, aunque
casi me había convencido a mí misma de lo contrario, porque no
quería saberlo.
—He llamado cinco veces —dijo Jacques—. Las cuatro primeras
contestó la doncella, que me dijo que tu madre no estaba, pero la quinta
vez contestó ella misma. —Sus palabras cayeron como una losa en mi
corazón.Dejé caer mi copa de jerez en el suelo y no me
disculpé, ni me detuve a recogerla, sino que salí del piso,
cerrando la puerta tras de mí. Creía saber lo que era el odio
cuando llegué a odiar a Jacques, pero sólo supe de verdad lo que
era ahora que odiaba a mi madre.
4
Respecto a Jacques, mi odio era como aquel chico espartano que llevaba una
raposa metida en la camisa y que trataba de morderle sin conseguirlo. Pero,
respecto a mi madre, era como una verdadera tormenta con truenos. Todo se
oscureció ante mi vista, como una gran nube que ocultara la luz del sol,
sólo que la nube estaba dentro de mi cabeza y era mi mente, y no el
día, la que se había oscurecido. Anduve ausente por la calle.
Pasé ante el Museo de Arte Moderno y no me acordé para nada de
Luisa. Bajé al metro, me dirigí hacia el
sur y me bajé en la calle Octava, aunque no pensaba en Frank ni en Luisa
y, al salir a la calle, no fui a la Novena, sino que me dirigí en
dirección oeste, donde hay un cúmulo de calles en curva.
Caminé, torciendo indistintamente a la izquierda o a la derecha al
llegar a las esquinas y me encontraba tan llena de la nube negra de odio que me
costaba trabajo respirar y tuve que detenerme exhausta. Permanecí en
mitad de la acera, mirando atentamente a mi alrededor, no para averiguar
dónde estaba, sino para tratar de averiguar quién era yo porque,
en cierto sentido, yohabía dejado de ser Camila Dickison. Todo lo que
había en mí y a mi alrededor era un fragor de palabras horribles
que zumbaban como un avispero, con lo que la nube oscura ya no era una nube de
tormenta, sino un enjambre de insectos repugnantes.
Una rosa es una rosa, es una rosa. Esto no es mas que una cita, pero
¿qué es una rosa? Una rosa es una rosa, es una rosa, no quiere
decir nada. Mi madre9 es una rosa, sí, pero ¿qué es mi
madre?
Un perro flaco y sarnoso cruzó corriendo la calle y un camión dio
un patinazo junto al bordillo, con un rechinar de frenos parecido al sonido de
mi odio. El perro alcanzó la acera a salvo, el camión
siguió su camino y yo me desperté, como si hubiera salido de
repente de una pesadilla.
No es que hubiera dejado de odiar a mi madre, sino que ahora podía
decirme a mí misma «odio a mi madre». Podía
expresarlo con palabras. Podía preguntarme, también, qué
iba a hacer yo a partir de entonces. Ya no iba a la deriva por las calles, como
una hoja seca arrastrada por el viento del otoño. Ahora, si iba a casa o
si volvía al Museo de Arte Moderno a buscar a Luisa, o si iba a su casa
a encontrarme con Frank, iría sabiendo dónde iba. Pero no
quería ir a ninguna parte. Me acordé de cuando Luisa fue a mi
casa y me dijo que no quería volver a la suya. Me acordé de que,
cuando yo le dije que se quedara conmigo esa noche, ella me dijo que eso era
unaestupidez, porque no quería volver a su casa nunca. Ahora
sabía lo que ella sentía en aquel momento.
Seguí caminando despacio y, de pronto, me llegaron las notas de un
piano, provenientes de una ventana de los pisos superiores de una de las casas.
No se trataba de alguien dando una clase de música; tampoco era alguien
tocando el piano descuidadamente, para pasar el rato, como suele hacerlo mi
madre a veces, no. Era alguien que tocaba el piano de la misma forma que un
astrónomo se acercaría a un nuevo telescopio capaz de mostrarle
alguna estrella desconocida, o de la misma forma que entraría en su
laboratorio un científico a punto de conseguir un importante
descubrimiento; era alguien que tocaba el piano de la misma forma que Picasso
debió pintar sus arlequines o que Francis Thompson escribió El
vigilante del Paraíso. Me detuve y me quedé escuchando.
No conocía la música, pero me recordó nombres de
estrellas, de las estrellas de invierno, Acuario, Capricornio, Piscis y Zeta.
Me senté en la tosca escalinata de color marrón por la que se
accedía a la casa y apoyé la cabeza en la barandilla de hierro
porque, de pronto, me sentí tan cansada que mis piernas estaban a punto
de flaquear y necesitaba a mi madre.
No necesitaba a la Rose Dickinson que había estado hablando por
teléfono con Jacques Nissen. Necesitaba a mi madre. Necesitaba que
viniera y me cogiera dela mano, que me llevara a casa, me desnudara, me
acostara, me acariciara la cabeza, me trajera un poco de leche y que, luego,
apagara la luz, pero dejando la puerta abierta para que entrara el reflejo de
la luz del vestíbulo, y que se sentara junto a mi cama,
reteniéndome la mano hasta que me durmiera, igual que lo había
hecho una noche, en que me subió de repente la fiebre y era el
día libre de mi niñera y el doctor Wallace dijo que tenía
gripe. Pero mi madre, Rose, estaba aún en la cama, con las
muñecas vendadas con vendas blancas y el teléfono al lado, de
forma que, al final, quiza no pudiera resistir la tentación de
hablar con Jacques.
No quiero ser hermosa, pensé. No quiero ser como una camelia, o una rosa
o cualquier otra flor. Me gustaría tener el pelo rojo y pecas y una
nariz grande, como la de Luisa. Me gustaría que la gente siguiera
diciendo «qué pena que no se parezca a su madre».
Maldita belleza, pensé, y deseé que Dios me castigara por
maldecir. Pero eso no lo hace el Dios en el que creo. Si tiene que haber
algún castigo, te lo tienes que imponer tú. Dios no lo hace por
ti.
Cesó la música y, de pronto, el aire de la calle pareció
quedarse vacío, como si le hubieran quitado algún elemento.
¿Qué elementos componen el aire? ¿Oxígeno e
hidrógeno, argón, nitrógeno y dióxido de carbono? Y
el monóxido de carbono que desprenden los coches. Y,también, los
olores de la calle: el olor de cerveza de la taberna, el de platanos y
cebollas del camión de verduras y el de los perros y gatos callejeros.
El aire de esta calle había estado ocupado, también, de
música y se había producido un vacío que había que
rellenar. Pero el vacío permaneció, frío y oscuro.
¿Qué debía hacer?, pensé. ¿Dónde ir,
madre? Pero nadie me respondió y el silencio me oprimió como una
losa. Seguí sentada en el mismo sitio. El día fue abandonando la
calle, se encendieron las luces de las tiendas y de las ventanas que
había encima de las tiendas, mientras la gente pasaba presurosa, para
irse a cenar a sus casas. Me incorporé, finalmente, y comencé a
andar. Anduve sin rumbo fijo pero, en cierto modo, no me sorprendió
encontrarme, al torcer una esquina, en la calle Novena.
Me detuve ante la casa de Luisa y dudé en pulsar el timbre y preguntar
por Frank, pues temía que Luisa, cansada de esperarme en el Museo de
Arte Moderno, hubiera regresado y no podía, no podía en absoluto,
hablar con ella.
Dudaba frente a la puerta de la casa, cuando se abrió aquélla y
salió alguien, que se acercó a mí y dijo con voz
sorprendida:
—¡Camila!
—Frank —dije, castañeteandome los dientes.
—Cam, no esperaba verte ya —dijo Frank y luego—:
¿Qué te pasa?
—Nada —intenté decir a través de los dientes que me
castañeteaban.
—¿No te dio la mocosa de Luisa mi nota?—preguntó
Frank—. Quería verte después del colegio.
—No pude —dije—. Quería, pero no pude
Frank se acercó a mí, escrutandome el rostro.
—Camila, tienes el mismo aspecto que si acabaran de clavarte un cuchillo.
Sera mejor que subas a casa conmigo. No, Mona y Bill estan
allí. No sería una buena idea.
—¿Ha vuelto Luisa? —pregunté.
—Aún no, y no quiero que nos tropecemos con ella. Ven, vamos.
—Pero tú ibas a algún sitio —dije con voz
desfallecida.
—Sólo iba a la biblioteca a buscar un libro. Estaba furioso contigo,
porque pensé que me habías dado plantón —me
cogió del brazo y me llevó consigo a un paso tan rapido
que casi tenía que correr—. Siento cansarte, pero estas
helada y pensé que sería mejor andar a paso rapido para
que pudieras entrar en calor —no me dijo dónde me llevaba y, de
todos modos, yo estaba demasiado confusa y entumecida para
preguntarselo. Todo lo que me importaba era que Frank me llevaba del
brazo y que él se estaba ocupando de mí.
Nos detuvimos delante de un viejo cine situado en una calle tristona. Me detuve
a su lado, entumecida, mientras sacaba las entradas y me hizo pasar dentro. El
vestíbulo era triste y el ambiente, sofocante y rancio. Una mujer de
pelo corto, liso y gris, pegado grotescamente a la cabeza, renegaba ante una maquina
dispensadora de caramelos, que no le daba los caramelos ni le devolvía
su dinero. Frank se acercóa ella, maniobró los botones y en un
santiamén cayó una cajita de caramelos en la bandeja inferior,
entre los agradecimientos que, con voz cascada, le dedicó la mujer a
Frank.
Una alfombra vieja y raída, llena de papeles de caramelos y colillas,
cubría el suelo del vestíbulo. Me quedé mirandolo
hasta que Frank me condujo, después de subir dos tramos de escaleras, al
anfiteatro. En la pantalla se veía a un hombre y una mujer
besandose apasionadamente: por un instante, creí que iba a
vomitar. Luego, la mujer se separó del hombre y le gritó algo en
italiano. Frank y yo subimos hasta la última fila y nos sentamos. El
segundo anfiteatro estaba casi vacío; había algunas personas
sentadas en las primeras filas, pero Frank y yo estabamos en la
última y teníamos muchos asientos vacíos delante de
nosotros y a los lados.
—No es una mala película —dijo Frank—. Mona me
llevó a verla cuando la daban en el centro—. Miramos un rato la
pantalla, pero no lograba concentrarme en lo que allí sucedía; la
gente de la película no hacía mas que moverse de un lado a
otro, en medio de una tremenda confusión. No podía despejar mi
mente lo suficiente para leer los subtítulos en inglés y enterarme
de lo que trataba la película. Bajé la cabeza hasta las rodillas.
Frank dijo con voz serena:
—En sus tiempos, éste fue un teatro donde se representaban obras
clasicas. Aquí actuaron laBernhardt y la Duse. Esta a
punto de derrumbarse y me figuro que lo tiraran pronto, pero me encanta
venir aquí. Intenté fijarme en lo que me rodeaba: el estropeado
terciopelo rojo de los pequeños palcos, el deslucido decorado del
proscenio y los viejos mecheros de gas, transformados en tristes luces rojas
que indicaban la salida. Volví a mirar la pantalla y vi a una mujer,
caída en el suelo, bajo la lluvia, llorando y me puse a temblar de
nuevo.
—Escucha, Camila —dijo Frank—, tú estas viva y
eso es lo mas importante del mundo. Quiero decir que, mientras
estés viva, no puede pasar nada demasiado terrible. Me volví un
poco y miré a Frank y, aunque seguía tiritando, eso me
tranquilizó un poco. Observé en la oscuridad su rostro ondulante
por el reflejo de la luz de la pantalla y era como si le viera en sueños
o como si estuviera en el fondo del océano y le viera a través de
millones de toneladas de agua.
—Mi madre esta muerta —dije, con voz tranquila y como si
fuera de cristal; como la voz de un sueño.
—¿Qué? —dijo Frank.
Parecí despertarme de pronto, terriblemente confusa, y moví la
cabeza al responderle:
—No, no, no esta muerta, es que —no supe qué
había querido decir o qué quería decir. Durante el tiempo
que había estado con Frank por las calles, esperando en el
vestíbulo mientras él sacaba la caja de caramelos de la
maquina automatica para la mujer de pelogris, o sentada a su lado
en la última fila del segundo anfiteatro, no había dejado de
pensar en que era como si mi madre estuviera muerta, sin estarlo. Lo
había estado pensando, no porque ella hubiera intentado cortarse las
venas, sino porque, después de eso, había hablado con
Jacques por teléfono.
—¡Oh! —dije—. No sé qué hacer, Frank.
Frank no dijo nada durante unos instantes y se quedó mirando fijamente
la pantalla. Luego, preguntó:
—¿Quieres que hablemos de ello?
—No lo sé —dije—. Yo solo ¡Oh, Frank!, no
sé qué hacer.
—Escucha, Camila —dijo Frank y me repitió algo que ya
había dicho antes—: Escucha. Tú estas viva y,
mientras lo estés, ésa es la cosa mas importante del
mundo. La gente muere; gente joven que no ha tenido nunca ninguna oportunidad,
lo que no deja de ser terrible, y ésa es la gente por la que lloras;
porque esta muerta y no tiene mas vida por delante. Pero
tú estas viva y, mientras lo estés, todo va bien, a pesar de
todo.
Mas, de repente, yo no quería estar viva. Pensé que, si estuviera
muerta, no me habría enterado de la conversación
telefónica de mi madre con Jacques, ni de que hubiera intentado cortarse
las venas, ni de que la había besado en el salón de mi casa o en
cualquier otro sitio, las veces que fuera, y no estaría viviendo una
pesadilla, preguntandome qué iba a hacer.
—No creo que quiera vivir —dije—. Pienso que
estaríamejor muerta.
Frank me sujetó por los hombros y me zarandeó hasta que mis
dientes entrechocaron entre sí y me eché a llorar.
—Lo siento —su voz temblaba de rabia—. Me has obligado a
hacerlo. Me has obligado.
Nos quedamos en silencio un rato, mirando Frank la pantalla y, poco a poco, me
puse a mirarla yo también, con las manos cruzadas sobre el regazo y las
lagrimas nublandome la visión de la película. Al
cabo de un rato, Frank me cogió la mano y la apretó con fuerza.
No dije nada, pero sabía que todo estaba arreglado entre nosotros.
Me acordé repentinamente de Luisa, a quien había dejado
esperandome en el Museo de Arte Moderno y sentí, horrorizada, que
la sangre me subía al rostro, al pensar en lo mal que me había
portado con ella.
—Luisa —susurré a Frank—. ¡Luisa!
—¿Qué pasa con ella?
—La dejé en el Museo de Arte Moderno. Le prometí que
iría a buscarla y se me olvidó. Me olvidé por completo.
—No te preocupes por Luisa —dijo Frank—. A estas horas ya
estara en casa.
—Pero pero —murmuré—, yo estaba en ¡un
sitio y ella dijo que si no regresaba en media hora iría a
buscarme y sería horrible si lo ha hecho y también
sería horrible si hubiera llamado a mi casa preocupada.
—Sera mejor que la llamemos —suspiró Frank—.
Vamos —se puso en pie y le seguí escaleras abajo. En el
vestíbulo había una chica con una gran melena de pelo oscuro
rizado,esperando a un chico que llevaba un jersey rojo de cuello alto, que
accionaba la maquina de los caramelos. La chica sonrió a Frank,
me miró y dijo—: Hola, Frank, cariño.
—Hola, Pompilia —dijo él, saludó con un gesto al
chico del jersey rojo y me sacó del cine.
El aire de fuera era limpio y maravilloso y respiramos de él durante un
rato. Nos dirigimos luego a un estanco, en el que había cabina
telefónica.
Introduje una moneda y llamé y, casi inmediatamente, contestó
Luisa con voz muy fuerte, porque tenía puesto altísimo el
tocadiscos o la radio y la música atronaba a través del
teléfono.
—Luisa —grité, aliviada—. ¡Luisa!
—Espera que apague la radio —contestó gritando y, al
instante, cesó el ruido de la música y Luisa estuvo de nuevo al
teléfono. Para alivio mío, no parecía enfadada, sino
sólo excitada—: Camila, donde quiera que estés, tus padres
estan al borde del paroxismo.
—No les habras dicho que he ido a ver a Jacques, ¿no?
—grité.
—¿Crees que soy tonta? Claro que no les dije nada.
¿Dónde estas? ¿Qué te ha pasado? Te estuve
esperando y luego fui al piso de Jacques y llamé al timbre.
Dije que buscaba a alguien que no vive allí, pero me di cuenta que
tú no estabas, así que no te preocupes, Camila, porque no te he
puesto en evidencia ante Jacques. No tiene la menor idea de quién era yo
ni a quién buscaba.
—¿Y qué pasa con mis padres? —dijo—. No le
habrasdicho nada.
—Oye, ¿qué te crees que soy yo? ¿Una palomita?
—dijo Luisa—. Han estado llamando por teléfono desde que
llegué a casa. Mona y Bill salieron después de venir yo y Dios
sabe dónde estara Frank, así que toda la casa es
mía y no les he dicho nada. Pero sera mejor que los llames y les
digas que estas bien, porque tu madre no paraba de llorar.
—Esta bien —dije—, los llamaré. Gracias, Luisa,
por no decirles nada.
—Todo eso esta muy bien, pero ¿qué ha pasado y
dónde estas ahora? — preguntó Luisa.
—Ya te lo contaré en otro momento —dije—.
Adiós. Sera mejor que llame a casa en seguida.
—Bueno, pero ¿cuando voy a verte? —preguntó.
—Mañana, en el colegio.
—Mañana es sabado.
—Esta bien, mañana en cualquier momento. Podemos ir a un
cine —si íbamos a un cine, no tendríamos que hablar tanto.
—No tengo ni siquiera veinticinco centavos para ir a uno de la calle
Cuarenta y Dos.
—Te invito yo.
—No —dijo Luisa—. Quiero hablar contigo. No puedes escurrirte
de esta forma, Camila. Ven a mi casa mañana por la mañana y
sacaremos a Oscar a dar un paseo. Necesita hacer ejercicio.
—De acuerdo —dije—. Puede que vaya.
—Camila —dijo Luisa al otro extremo del hilo—, no es bueno
para ti que intentes guardarte las cosas dentro, como estas haciendo.
Así es como se producen las inhibiciones. Yo he tenido que imaginarme
absolutamente todo lo que hay entre tu madre yJacques, porque tú no me
has contado nada.
—Bueno, si tú lo adivinabas, no necesitaba decírtelo
—dije.
—Pero no puedo adivinar lo que ha pasado esta tarde y si te lo guardas
para ti, tendras toda clase de traumas. Estoy absolutamente segura que
fue una experiencia traumatica y, si me lo cuentas, no te
quedaran cicatrices. Me gustaría que me dejaras psicoanalizarte.
Sé que eso te ayudaría.
—No —dije.
—Como quieras. ¿A qué hora vendras mañana?
—No lo sé. En cuanto pueda.
—Camila, creía que éramos amigas.
—Y lo somos.
—Entonces ven mañana lo primero de todo.
—De acuerdo —lo prometí porque no tenía escapatoria.
—Hasta mañana, entonces.
—De acuerdo. Adiós —dije y colgué. Abrí la
puerta de la cabina y le dije a
Frank—: Tengo que llamar ahora a mi madre.
Asintió y me preguntó:—¿Le has dicho a Luisa que
estabas conmigo?
—No. No le dije dónde estaba.
—Bien hecho —dijo Frank.
Volví a cerrar la puerta de la cabina y llamé a casa.
Contestó mi padre.
—Papa, soy Camila —dije.
Inmediatamente, dijo:—¡Rose, es Camila! —y luego, a
mí—: Camila, nos has tenido muy preocupados. ¿Dónde
has estado?
Oí entonces la voz de mi madre y me imaginé la escena, arrancando
el auricular de manos de mi padre. —¡Oh, Camila, cariño,
estaba furiosa! ¿Dónde has? ¿Qué te ha pasado?
No podía decirles que había estado con Luisa, porque la
habían llamado por teléfono.
—No me ha pasadonada. Estoy perfectamente —dije con voz
fría, sin sentir compasión por mi madre, aún
frenética al otro extremo del hilo. —¿Dónde
estas? ¡Ven a casa, ven en seguida! —gritó mi
madre.
—Estaré en casa a la hora de acostarme.
—Camila, ¿qué te pasa? ¿Por qué hablas
así? ¿Dónde estas? Ven a casa, ven a casa
—dijo mi madre, mientras yo deseaba taparme los oídos con las
manos, o simplemente, colgar para dar por finalizada la conversación,
pero no podía hacerlo mientras aquella voz frenética no cesara de
hablar.
Entonces oí de nuevo la voz de mi padre.
—Camila, no sé lo que significa todo este desatino, pero tienes
que venir a casa inmediatamente.
Cuando oí su voz tan enfadada y disgustada, me di por vencida y dije:
—Esta bien. Iré —colgué y salí de la
cabina—. Tengo que ir a casa —le dije a Frank.
Frank sacó sus guantes del bolsillo y se los puso.
—Te acompañaré. Vamos.
—Gracias —dije, y mi voz sonó como la caída de un
peso de plomo.
Cuando llegamos a la casa, dijo Frank:
—Me reuniré contigo en las escalinatas del Museo Metropolitano,
mañana a las nueve de la mañana.
—No puedo. Le prometí a Luisa que—¡Oh, al diablo
Luisa! —dijo—. Esta bien, te rescataré de sus garras
después del almuerzo.
—Gracias —dije y pensé que me gustaría seguir con
Frank y no tenerle que dejar en ese momento.
Cuando llegué a casa fue como si yo fuera una lata de conservas y
mimadre y mi padre abrelatas intentando abrirme. ¿Por qué
había desaparecido al salir del colegio esta tarde? ¿Por
qué no había ido a casa a cenar? ¿Por qué no
había llamado por teléfono? Si abusaba de las prerrogativas que
ellos me daban, tendrían que reducirme la libertad. ¿Qué
me había creído?
Lo único que pude hacer es quedarme con la vista baja, fija en mis
zapatos marrones del colegio.
—No lo sé —dije.
Mi madre, con las muñecas vendadas, se incorporó en la cama y me
preguntó lloriqueando: —¡Oh, cariño! ¿Ya no
nos quieres?
—No lo sé —fue todo lo que pude decir.
Mi padre me llevó a su cuarto y se sentó en el sillón de
cuero rojo de su mesa de despacho; yo permanecía a su lado, como si
fuera una alumna díscola y él el maestro.
—Camila, no me explico tu comportamiento —dijo.
—Lo siento —dije.
Luego, como si le costara trabajo hablar, dijo:
—Toda la culpa es mía. No debía haberte hecho aquellas
preguntas cuando te llevé a cenar la otra noche. Yo yo no estaba
normal.
—No —dije—. No ha sido eso. —¿Entonces,
qué? —preguntó.
—No lo sé —dije.
Entonces intentó explicarmelo a su manera, igual que había
hecho Jacques esa misma tarde, y dijo:
—Camila, tu madre es una mujer muy guapa.
—Sí —dije.
—Y Nissen es un hombre muy inteligente. Comenzó a halagar a tu
madre y, quiza, le trastornó la cabeza por algún tiempo.
Sin embargo, no ha sido nada importante yla culpa fue de Nissen y no de tu
madre. De todas formas, entre tu madre y Nissen ya no existe nada. Por pequeño
que fuese lo que había, ya se ha acabado —le miré y me
pregunté si creía lo que estaba diciendo o si solamente
decía lo que él pensaba que yo deseaba o debía oír;
pero su rostro era rígido, como los rasgos inamovibles de las estatuas
de los senadores romanos del Museo Metropolitano y sus ojos parecían tan
ciegos y vacíos como los de esas estatuas.
El concepto de la verdad parecía estar cambiando. Siempre había
creído que la verdad era sencilla y clara. Una cosa podía ser
verdad o mentira. Pero ahora, así como el tiempo parecía estar,
simultaneamente, detenido o precipitandose hacia mí con la
velocidad sobrecogedora de un meteoro, comprendí que la verdad era tan
complicada como el tiempo.
—Camila —dijo mi padre—, sé que estas en una
edad en que las cosas tienen una pronunciada influencia sobre ti, pero tienes
que comprender que lo que tú haces también influye en otras
personas. Después de lo que de lo que le sucedió a tu madre
anoche, no estuvo bien por tu parte, por decirlo de forma suave, que desaparecieras
esta tarde. Quiero que vayas a verla ahora y que le digas que lo sientes y que
la quieres.
En este momento, le hice a mi padre una pregunta extraña, una pregunta
que salió de mis labios sin yo esperarlo y que me sorprendió a
mí tanto comoa mi padre.
—Papa, ¿fui yo un percance?
Mi padre se quedó quieto durante un instante y luego
dijo:—¿Qué quieres decir?—¿Queríais
tener un niño tú y mama —pregunté— o
sucedió, simplemente?
—Por supuesto que queríamos un niño —dijo mi
padre—. Yo quería enormemente tener un niño —lo dijo
sin mirarme, con la vista baja, fija en el secante de la mesa, en el que estaba
trazando unos dibujos extraños con su lapiz, y
añadió—: Creo que ves demasiado a Luisa Rowan. Desde que la
conoces tienes toda clase de ideas raras. ¿Por qué no te ves
mas con las otras chicas del colegio?
—Ya lo hago —dije. Prefería no haber hecho la pregunta,
porque ahora ya conocía la respuesta.
Mi padre me miró y dijo:
—Camila, no debes sentirte desgraciada. Todo va bien.
Me puso una mano en el hombro y yo sentí deseos de abrazarle y decirle
cuantísimo le quería, para que no supiera nunca que la quinta vez
había contestado el teléfono ella misma, pero me quedé
quieta, bajo el peso de su mano, hasta que dijo:
—Ve a ver a tu madre.
Fui a la habitación de mi madre. —¡Oh, Camila!
—dijo—. ¿Cómo has podido, cómo has podido?
—Lo siento —dije.
—Dime que me quieres —pidió.
—Mama —dije—, ¿vas a volver a ver a Jacques?
—Claro que no, claro que no —dijo, moviendo la cabeza de un lado a
otro en la almohada. Tenía el rostro blanco y delicado y unas
lagrimas en sus bellos ojos—. ¡Camila, Camilaquerida!
—dijo—, no pasó nunca nada, nada que justifique todo este
horrible embrollo. Yo estaba sólo ¡Oh, mi niña, dime que
me quieres! ¿Cómo puedo decirle que la quiero
—pensé— si no la quiero? ¿Si cuando miro su
pequeño rostro blanco en la almohada todo lo que siento es frío,
como si un viento helado soplara en mi corazón? Ya no sentía ni
siquiera odio, sino sólo una fría paralización, como si me
hubieran inyectado una dosis de novocaína que me hubiera paralizado todo
el cuerpo. Me di la vuelta y salí de la habitación. Sabía
que era terrible lo que estaba haciendo, pero no pude hacer otra cosa. Fui a mi
cuarto y me desnudé, extenuada. Estaba tan cansada que no tenía
fuerzas para darme un baño, ni siquiera cepillarme los dientes o lavarme
la cara y las manos. Me puse el pijama y me metí en la cama, cerrando la
puerta que daba al vestíbulo. Intenté rezar. Dije «Padre
nuestro», pero no significó nada para mí. Estaba casi
dormida cuando se abrió la puerta y entró mi madre. Abrí
los ojos y la contemplé a través de la oscuridad del cuarto y la
bruma del sueño, apoyandose en el cabezal de la cama, como si le
costara trabajo sostenerse en pie.
—No podía dejar que te fueras a dormir sin darte las buenas noches
—susurró y se inclinó para besarme. Cuando se fue,
permaneció la fragancia de su perfume. Era un perfume que llevaba por
Jacques y, en cierto modo, seguía aúnmuerta.
5
A la mañana siguiente me levanté y desayuné con mi padre,
pero ni yo pude hablar con él ni él conmigo, si bien en una
ocasión dijo que debía haber hecho algo para que el asunto no me
salpicara a mí y luego, cuando se estaba acabando su segunda taza de
café, comentó que, en todo caso, la culpa había sido suya,
que todo lo había hecho mal y que no debía echarle la culpa a mi
madre. Finalmente, dijo:
—Bueno, me voy a la oficina. —Entonces dije yo:
—Ayer pasé por delante de un edificio de apartamentos tuyo,
papa. ¿Va bien? ¿Va a ser un edificio bonito?
Mi padre movió la cabeza.
—No, no va a serlo. Iba a tener luz exterior en todas las habitaciones,
espacio libre para respirar y una impresión de la belleza de la ciudad
al mirar por la ventana, pero han modificado mis planos, cambiando y reduciendo
las cosas y va a resultar caro, muy caro. —¿Estas haciendo
ahora algo bonito?
—Sí —dijo mi padre—. Estoy diseñando un
pequeño museo privado que es precioso y eso es lo que me mantiene con
animos —sonrió y dijo—: Concéntrate en tus
estrellas, mi pequeña mujercita; ya ves el daño que hace encontrarte
metida en las cosas que pasan en la tierra. Quise decirle que un
astrónomo, para ser bueno, tiene que tener los pies firmemente asentados
en la tierra porque, de otra forma, ¿qué valor tendrían
sus hallazgos? ¿Qué iba a hacer con ellos? Pero mi padre se
levantóde la mesa, me dio un beso fugaz en el pelo, que es como me besa
siempre y, al momento, oí cerrarse tras él la puerta principal.
Fui a casa de Luisa. Me abrió Mona. Oscar se puso a dar saltos queriendo
lamerme la cara y luego se echó en su lugar habitual, lo mas
cerca posible de Mona. Aunque siempre había visto que no hacía
mas que gritarle, el perro besa el suelo por donde pisa Mona y, cuando
lo veo, pienso que Mona debe encerrar mas amabilidad de la que aparenta.
Me pasa una cosa curiosa con Mona. Es una mujer guapa que, ademas, viste
bien y, cuando me la he encontrado casualmente con otras personas adultas, la
he encontrado ingeniosa y animada. Sin embargo, cuando pienso en ella, siempre
se me representa en mi mente como una mujer con el rostro lleno de cicatrices.
Me pregunto si no sera porque, en cierto modo, sus cicatrices internas
reflejan las mías y, al visualizarlas, lo hago como cicatrices en la
carne.
Esto suena como dicho por Luisa, pero es la única forma como puedo
expresarlo. Mona me dijo en tono brusco.
—Siéntate y habla conmigo. He mandado a Luisa a comprar
café. Sabado por la mañana y no hay café en casa
Ven. Siéntate.
Me senté en una butaca tapizada de color verde palido y Mona hizo
lo propio en un sofa muy bajo y puso los pies sobre la desordenada tapa
de cristal de la mesa del café. Cogió un vaso medio vacío
del que tomó un sorbo y medi cuenta de que estaba bebida. No mucho, pero
sí lo bastante como para pedirme que me sentara a hablar con ella, cosa
que no había hecho nunca. Luisa me había dicho que algunas veces,
en fines de semana, su madre bebía demasiado; no la había visto
nunca así, ni siquiera había visto beber demasiado a alguna
persona conocida, y eso me asustó.
—Bien, ¿cómo estas esta mañana,
señorita iceberg? —me preguntó Mona—.
¿Feliz como una repugnante gaviota de ojos fríos?
No dije nada. Miraba mis pies y deseaba que Luisa regresara en seguida con el
café, o que aparecieran Frank o Bill, pero parecía que
sólo estabamos en el piso Mona, Oscar Wilde y yo. Mona se
sirvió otra copa. —¿Sabes lo que me ha dicho esta
mañana Luisa, mi propia hija? —me preguntó—.
¿Lo sabes?
—No —dije.
—Me ha dicho que le gustaría morirse. ¡Qué cosa para
que una niña se la diga a su madre! ¿A ti te gustaría
morirte, Camila?
—No —dije, y era verdad. No tenía los deseos de la noche
anterior y sentía compasión por Luisa, a quien había
tratado tan mezquinamente. —¿No? —preguntó
Mona—. ¿Y por qué no, eh? A veces me pregunto porqué
la gente valora tanto la vida, porqué no me he matado y le he puesto fin
a revolcarme en la miseria como un cerdo en el fango. No es por mi
desinteresado amor por mis hijos. Frank y Luisa pueden desenvolverse muy bien
sin mí. Probablemente, mejor que conmigo. De todosmodos, vaya una forma
de criar los niños, en medio de una ciudad asquerosa. Los niños
no deberían criarse en la ciudad. Los niños que se crían
en la ciudad no son niños.
Son son como Frank y Luisa, que lo saben todo, o almejas pequeñas y
frías, como tú.
—Yo no soy fría —dije.—¡Ah!
—exclamó Mona—. Yo me crié entre olmos y un gran
corral detras de la casa. Eso es lo que tenía que haberles dado a
Frank y a Luisa. La dureza del medio oeste. Todo de lo que yo tuve que huir.
Se abrió la puerta y entró Luisa con una bolsa de la compra.
—Hola, Camila, siento haberte hecho esperar —dijo con voz
fingidamente indiferente—. No tardo ni un minuto —se dirigió
a Mona—: Voy a prepararte una taza de café, Mona. Mientras tanto,
deberías dejar sola a Camila.
Se dirigió a la cocinita y la oí abrir el grifo y poner la
cafetera al fuego. Mona rompió a reír sin cesar, echando la
cabeza hacia atras, apoyandola en el respaldo del sofa,
mientras le corrían lagrimas de regocijo por las mejillas.
—Ya ves —dijo entrecortadamente—. ¿Qué te
había dicho? —Terminó su bebida, dejó el vaso con
extremado cuidado sobre la mesa y dijo con voz repentinamente baja y
serena—: ¿Por qué es tan tremendamente mayor el miedo a la
muerte que el miedo a la vida? ¡Yo le tengo tantísimo miedo! Si
no fuera tan miedosa, me habría muerto hace mucho tiempo. Puede que sea
porque nos damos cuenta—subconscientemente, por supuesto— de que la
vida es un regalo inapreciable y tememos perder ese regalo, porque
¡Oh, cielos, no quiero estar tan bebida! Incluso cuando se esta en
la agonía, se vive. ¡Oh! ¡Cuanto mas
facil es la vida para la gente que tiene alguna religión!
Estuvo callada un instante y luego prosiguió:
—Luisa me dijo que te dejara sola. No voy a hacerlo. ¿Por
qué dijo eso?
¿Porque podría decirte que en este mundo algunas personas viven y
sienten realmente? ¿Qué podrías saber tú de esto?
Tú eres una persona privilegiada. Sin preocupaciones. Padres que te
conservan entre algodones y te defienden de la vida. Algún día te
levantaras y te sentiras herida y te vendra bien que te
hagan daño. ¿Por qué iban a ser mis hijos los
únicos perjudicados?
En eso llegó Luisa con la cafetera en una mano y una taza y un plato en
la otra. Dejó la taza y el plato sobre el cristal de la mesa,
llenó la taza y luego dejó la cafetera a su lado; se oyó
un chasquido y la tapa de cristal de la mesa se resquebrajó de lado a
lado.—¡Maldita sea! —gritó Mona—. ¿Por
qué no tienes mas cuidado? ¡Vete de aquí y
déjame sola! ¡Iros las dos!
Luisa me agarró de la mano y nos fuimos a su cuarto. Se sentó en
la parte inferior de su cama de dos literas.
—Mama esta bebida —dijo llanamente.
—Sí —quise añadir algo mas, pero no
había nada mas que decir. No podía decir que no estaba
bebida,porque lo estaba, y no podía decir que no importaba, porque
sí importaba.
—No sé por qué bebe —dijo Luisa—. Si se alegrara
cuando bebe, como le pasa a Bill, lo entendería mejor. Pero ya ves como
se pone. No se anima nunca cuando bebe. Y luego, cuando tiene que volver al
trabajo el lunes, se siente desdichada. Debo decir, en favor suyo, que nunca
bebe entre semana. Siento que lo hayas presenciado, Camila. Creo que si
tú fueras otra persona y la hubieras visto así, desearía
matarte.
—Lo sé —dije, porque lo sabía.
—No sé lo que te habra dicho —prosiguió
Luisa— pero no lo ha hecho consciente. Cuando esta bebida, le dice
cosas horribles a la gente. Si te habló, eso quiere decir que te aprecia
de verdad. Cuando esta bebida no le dirige la palabra a la gente que no
aprecia. Pero lo siento.
—No tiene importancia —dije desenfadadamente. Luego
añadí—: Luisa, si aún quieres psicoanalizarme, estoy
dispuesta.
Al decir esto, se iluminó el rostro de Luisa y me di cuenta de que era
el mejor regalo que podía hacerle. —¿De verdad?
—exclamó.
—De verdad.
—Pero hace un siglo que te lo estoy pidiendo y nunca Bueno, ven, vamos
a ello. ¿A qué esperamos?
—No lo sé —dije—. Bueno, empieza ya —no me
apetecía ser psicoanalizada y deseaba terminar con ello cuanto antes. No
creo que todo este asunto de escudriñar a la gente sea bueno. Es
sólo una excusa para hablar de uno mismo y a míno me gusta hablar
de mí.
Luisa se levantó y cogió un cuaderno y un lapiz de su
mesa.
—Bien —dijo y comenzó a darse golpecitos en los dientes
con el lapiz, mientras recapacitaba.
Aguardé y, mientras tanto, eché un vistazo a la habitación
para no tener que empezar a pensar en mí misma o en problemas. Me gusta
la habitación de Luisa. Esta pintada de amarillo y en la pared,
junto a la litera inferior, había compuesto un friso, con tarjetas
postales adquiridas en diversos museos. Bajo el friso, estaban colocadas sus
muñecas.
Usa como asiento la litera inferior y duerme en la superior.
—Levantate, Camila, por favor —dijo, y retiró las
muñecas—. He llegado a una gran decisión.
—¿Cual?
—Estaba pensando que debías tumbarte aquí, como si fuera el
divan de un psiquiatra y entonces me pregunté qué hacer
con las muñecas. Y entonces me decidí. Tengo dieciséis
años. Soy una mujer. Si aún me gustan las muñecas es que
debo ser una neurótica, así que voy a desprenderme de ellas y
regalarlas al hospital. Incluso la de Jacques que me diste. No te importa,
¿no?
—No —dije—, claro que no. Me encantara no tener que
ver esa muñeca.
Las amontonó en un rincón y dijo:
—Bueno, vamos a empezar —dijo con aire de ejecutivo, pero vi que
estaba excitada y encantada ante la perspectiva de psicoanalizarme—.
¿Te importa que finja que soy una psiquiatra de verdad y que tú
seas unapaciente de verdad?
Quiero decir, si te importa que simulemos que no nos conocemos.
—De acuerdo —dije—. Lo que tú digas.
Se sentó en una mesa y comenzó.
—¿Cómo se llama, por favor?
—Camila Dickinson.
—¿Edad?
—Quince.
—¿Lugar de nacimiento?
—Manhattan.
—¿Le importa tumbarse en el divan, por favor? —dijo
Luisa, indicando la litera inferior.
Me tumbé y contemplé los muelles de la litera superior y, a
través de ellos,
el colchón azul y, a los lados y a los pies de la litera, los bordes
remetidos de las sabanas y de las mantas.
—Ahora, señorita Dickinson —dijo Luisa
vehementemente—, cuénteme exactamente lo que sucedió entre
usted y Jacques Nisssen ayer por la tarde.
No, eso no podía contarlo. Aun cuando había visto bebida a Mona,
no podía contarle a Luisa que mi madre había vuelto a hablar con
Jacques después de todo lo que había pasado. Me había
ofrecido a ser psicoanalizada, porque era lo único que podía
ofrecerle por haber visto a Mona bebida, pero no podía, a cambio,
mostrarle a mi madre indefensa, como yo había visto a Mona. En cualquier
caso, pensaba que su pregunta no era correcta y que se estaba aprovechando del
psicoanalisis, así que dije:
—Si tú eres el psiquiatra y yo el paciente y no nos hemos visto
antes nunca, no puedes saber nada de Jacques Nissen.
Los ojos de Luisa se oscurecieron, irritados.
—Esta bien. ¿Qué hombre ha ejercido mayorinfluencia
en su vida durante los últimos meses?
Esa pregunta tampoco era correcta.
—No creo que un psiquiatra comience una entrevista así
—contemplé una de las tarjetas postales, una tal Marie Laurencin
que me recordaba a mi madre y mantuve los ojos apartados de Luisa—, pero
si tienes que conocer su nombre, se llama Frank Rowan —sabía que
estaba enfadando a Luisa y, lo peor de todo, es que ahora lo estaba haciendo de
forma deliberada. En realidad, no es que quisiera enfadar a Luisa, puesto que
me había ofrecido, honesta y desinteresadamente, a ser psicoanalizada,
sólo por darle gusto, pero parecía como si tuviera un duendecillo
dentro del oído que me susurrara las cosas ruines que debía
decir.
—Frank no es un hombre —dijo Luisa.
—El otro día dijiste que lo era —le recordé—.
Dijiste que era demasiado mayor para mí y siempre dices que yo soy una
mujer.
—Esta bien —dijo Luisa—. Si quieres acabar hecha
polvo, déjale que sea importante para ti. No he visto a Frank
encaprichado por una chica mas de un par de meses. La que mas,
Pompilia Riccioli, le duró casi tres meses.
Sabía que decía esto sólo para molestarme, porque no
quería que me gustara Frank. Y lo consiguió: me molestó.
Me acordaba de la preciosa chica a la que Frank había saludado en el
vestíbulo del cine la noche anterior. Así que dije, contemplando
otra postal del friso, un angel de Lauren Ford:
—Sivas a psicoanalizarme, sera mejor que empieces.
—Tienes que cooperar —dijo Luisa—. El psicoanalista no puede
hacer nada, a menos que coopere el paciente.
—Estoy cooperando.
—No —dijo Luisa—. Te vas por las ramas a cada paso. Tienes
que ser completamente veraz.
—Estoy siendo veraz, pero creo que los psicoanalistas comienzan por el
principio y tú empiezas por el final. Se supone que tienes que
remontarte hasta hasta las influencias prenatales —terminé de
decir brillantemente.
—De acuerdo —suspiró Luisa—, comenzaré por el
principio. Pero deja de mirar las postales. Te estas distrayendo del
tema. Ahora, piensa bien. ¿Cual es el recuerdo mas antiguo
que tiene?
¿Mi recuerdo mas antiguo? No había pensado nunca en eso, e
intenté hacer retroceder mi memoria en el tiempo, para lograr
congraciarme con Luisa, por haberle fastidiado el principio de su
psicoanalisis. Lo mas antiguo de lo que me acordaba era que
estaba acostada, en una cuna, por la noche, esperando que llegara mi madre para
darme las buenas noches no una noche precisa, sino que era una idea vaga y
general de cariño y seguridad y luz de una lampara, y a mi madre
que llevaba un vestido de noche, oliendo maravillosamente, al tiempo que se
inclinaba para besarme y me llamaba cosas preciosas. Luego se iba y parte de su
maravillosa fragancia quedaba tras ella.
También recordaba que, a veces, iba por lanoche a su habitación,
antes de que me acostara Binny. Estaba sentada ante su tocador, y su vestido de
noche, recién planchado y aún con un tenue olor a hierro
caliente, estaba extendido sobre la cama. Tenía sujeto por detras
su hermoso pelo, con una cinta de terciopelo azul oscuro y se daba una
ligerísima capa de colorete en las mejillas y lapiz labial en los
labios y unos toques de perfume detras de las orejas y en las delicadas
venas azules de sus muñecas. Luego, se quitaba la cinta de terciopelo y
me dejaba cepillarle el pelo y recuerdo que me sentía enormemente
importante, junto a ella, en el tocador, pasandole suavemente el cepillo
con mango de plata por el pelo.
Esos eran mis recuerdos mas antiguos y se los conté a Luisa. Ella
estaba sentada en su mesa, tomando nota de todo afanosamente. —Muy
interesante, ciertamente muy interesante —dijo—. Ambos recuerdos
tienen que ver con su madre. ¿Cual es el recuerdo mas
antiguo que tiene de su padre? Intenté recordar.
—No puedo decir cual es el recuerdo mas antiguo que tengo
de mi padre
—dije al cabo—. Cuando yo era pequeña, él era para
mí, en cierto sentido, como
Dios. ¡Oh, sí! Ahora recuerdo una cosa agradable.
—¿Qué es?
—Fue una Navidad —dije—. No estoy segura de qué
Navidad, pero debe haber sido una de las primeras, porque yo estaba
terriblemente nerviosa porque iba a salir ya anochecido.
—Eso nosignifica nada —dijo Luisa—. Te sigue pasando
aún. No he conocido a nadie tan cuidada como tú, Camila.
—Como la mitad de las chicas del colegio, por lo menos.
—No pretendía interrumpir —dijo rapidamente
Luisa—. Siga con su padre.
—Bien recuerdo a Binny poniéndome mi mejor abrigo y las
polainas y —¿Quién es Binny?
—Era mi niñera. Mi madre, mi padre y yo bajamos a la calle,
tomamos un taxi, que nos llevó por todo Nueva York para contemplar los
arboles de Navidad.
—Muy caro —dijo Luisa.
—Fue precioso. Yo iba sentada encima de mi padre y él me rodeaba
con su brazo, con lo que me sentía completamente segura, a salvo de la
oscuridad de la noche. Vimos los arboles plantados en Park Avenue, el
gran arbol de Washington Square y el del Radio City y todos los que pudo
encontrar el taxista. Fuimos, incluso, a Brooklyn y al Bronx.
Luisa asintió y anotó algunas cosas mas en su cuaderno.
Escribía muy rapidamente y me pregunté si sería
capaz de entenderlo luego. Hasta cuando escribe con cuidado, su escritura
parece un garabato; la mitad de las veces no puede descifrar las notas que toma
sobre las tareas para casa y tiene que llamarme para averiguar los deberes que
tiene que hacer.
Levantó entonces la vista y me espetó:
—Camila, ¿qué sabe usted acerca del sexo?
—No no sé —dije—. Me figuro que sé de ello.
—Bien, ¿no le habló de ello su madre? —¡Por
supuesto!Cuando yo tenía diez años mi madre me regaló un
libro precioso que trataba de las flores, los animales y los niños,
ilustrado con fotografías muy bonitas de florecimiento de manzanas y una
camada de cerditos muy limpios y un gracioso bebé con cara de viejo, con
las rodillas apretadas contra el pecho. Sera mejor que sigas
psicoanalizandome —dije—.
Esto no tiene que ver con nada. —Tus reacciones sí —me dijo
Luisa con seriedad—. Pero si prefieres seguir hablando, por mí de
acuerdo. —No es eso de lo que quiero hablar —Bien,
olvídalo —Luisa escribió algo en su cuaderno y luego dijo
en su mas impresionante papel de doctora Rowan—: Usted sabe,
¿no es cierto?, que usted, Camila Dickinson, es completamente diferente
a cualquier otra persona en el mundo y que no existen dos seres humanos que
sean iguales.
—Sí, por supuesto.—¿Puede decirme ahora cuando
fue consciente, por vez primera, de usted misma como individuo?
—No sé —dije—. Sí, creo que puedo.
Luisa sonrió satisfecha.
—Una cosa buena de usted y yo es que ambas tenemos una memoria,
excelente. Supongo que es necesario por nuestras respectivas profesiones.
Prosiga.
—Bueno —comencé—, es algo complicado. Es una mezcla
confusa de varios casos. Quiero decir que eso es por lo que lo recuerdo realmente,
y no podría olvidarlo nunca, aunque quisiera. No creo que sea tan
terrible descubrir que tú eres tú misma y que nadiemas
puede ser tú y que tú no puedes ser nadie mas. Es una
especie de soledad. —¿Qué edad tenía usted?
—No lo sé. Comenzó la noche anterior a mi
cumpleaños, aunque no recuerdo qué cumpleaños. No
podía dormir a causa de los nervios. Ya sabe usted cómo
esta una la noche anterior de su cumpleaños o de Navidad. El
día siguiente era domingo, así que mi madre y mi padre
estarían conmigo todo el día y podría ir a patinar al
estanque del parque con mi padre y habría regalos y podría estar
levantada media hora mas. Miré los muelles de la litera superior,
sin verlos, porque estaba mirando a mi pasado; era como si estuviera hablando
conmigo misma y no con Luisa y mi voz sonaba un poco somnolienta, como si Luisa
estuviera hipnotizandome.
Estoy segura de que lo estaba intentando, por la forma en que se balanceaba en
la silla, hacia adelante y hacia atras, y por la intensidad de la mirada
de sus ojos azules, por lo que tenía que apartar mis ojos de los suyos y
volver a los muelles de la litera superior cada vez que volvía la cabeza
para hablar directamente con ella.
—No omita ningún detalle —dijo—. Cuénteme todo.
A veces, las cosas mas pequeñas son las mas importantes.
—Bueno —dije—, yo estaba acostada, contemplando las
sombras que formaban en el techo las luces procedentes de las habitaciones del
otro lado del patio; habitaciones de personas que aún no se
habíanacostado. Me bajé de la cama, pues estaba muy nerviosa, y
me acerqué a la ventana para mirar por el patio. En una de las ventanas
se distinguía, a través de los visillos, la sombra de una mujer
desnudandose, una mujer que se sacó el vestido por la cabeza, se
quitó luego las bragas y se inclinó para quitarse los zapatos y
las medias. Y, entonces, me pregunté repentinamente: ¿En
qué estaría pensando mientras se desnudaba? ¿Qué
pensaban otras personas? ¿Qué pensaban otros niños que no
estaban conmigo? Y caí en la cuenta de que sí pensaban, aunque no
estuvieran conmigo. Me separé atemorizada de la ventana, porque la gente
tiene que pensar cuando se desnuda por la noche, no sólo la gente del
otro lado del patio, sino gente extraña de la calle, gente junto a la
que pasas cuando paseas por el parque y, también, los niños del
parque. Aún me asusta eso.
—Sí —dijo Luisa, mientras yo hacía una pausa—.
Sí, Camila, sé lo que quiere decir. Prosiga.
—Bien —dije—. Recuerdo que encendí la luz y me
paré frente al espejo, mirandome asustada, porque la gente
pensara cuando se disponía a irse a la cama y no pensara en mí,
ya que yo no era, por supuesto, nada que tuviera la mas mínima
importancia en sus vidas. Mi madre y mi padre hacían que yo creyera que
era importante y ahora, de repente, me daba cuenta de que no lo era.
¿Cómo puedes ser importante si nadie sabe de ti? Es terribledarse
cuenta de que, después de todo, no eres tan importante. Así que
miré fijamente mi rostro reflejado en el espejo, como consuelo, porque
allí estaba yo y yo era Camila Dickinson y ése era mi mundo,
sólo que, de repente, era también el mundo de todos. Me puse a
llorar. Me volví a la cama, llorando, y llamé a mi madre, que no
fue. No fue nadie. Cuando yo lloraba, siempre iba alguien.
—Frank solía venir cuando yo lloraba —dijo Luisa—.
Cuando tenía una pesadilla o me pasaba algo. Claro que no lloraba a
menudo. Pero Frank era extremadamente cariñoso cuando yo era
pequeña. Desde luego, ha cambiado.
Prosigue.
—Finalmente —dije—, fue mi padre; estuvo muy cariñoso
y me besó. Es gracioso pero, siempre que mi padre se preocupaba por
mí, yo me sentía mucho mas segura con él que con mi
madre. Me dio de beber agua y me contó Los tres ositos, que era mi
cuento preferido y me dijo que me volviera a dormir. Así que pensé
que tenía que hacerlo. A la mañana siguiente me desperté
temprano, como pasa siempre cuando es tu cumpleaños o Navidad, y
aún me sentía un poco extraña.
—Volví a mirarme en el espejo. El suelo estaba frío bajo
mis pies descalzos. Me quedé mirando aquella otra persona del espejo que
era exacta a mí y, de pronto, ya no estaba pensando. Aquella otra
persona del espejo era alguien y yo era alguien, aunque no estaba segura de
quién, porque yo no conocía aninguna de nosotras y no
éramos la misma persona y yo no estaba allí, porque no pensaba,
ya que mi mente estaba en blanco. Algo empezó a aclararse. Ésa
soy yo. Yo soy Camila Dickinson. Yo soy yo y ésa es lo que yo parezco,
de pie en el suelo, con los pies cerca del borde de la alfombra,
mirandome en el espejo de mi habitación. Hoy es mi
cumpleaños, el cumpleaños de Camila Dickinson y soy una persona
real, exactamente como las personas del otro lado del patio, como la que se
desnudó tras los visillos, como la gente con la que me cruzo en el
parque. Yo soy Camila Dickinson y nadie mas, y nadie mas puede ser
yo.
Entonces, ya no me importó tanto que la gente no pensara en mí.
Sin embargo, me asusté de nuevo y quise llorar, pero no podía,
porque aún creía que si una persona llora el día de su
cumpleaños, llora todos los días de ese año. —Yo
también me acuerdo de cuando descubrí que yo era yo misma
—dijo Luisa—, pero no fue así. Fue un día en que me
enfadé con Frank en el parque; le tiré una piedra que le
hirió en la cabeza y perdió el conocimiento. Pensé que le
había matado y, de repente, me di cuenta de que era yo la que lo
había hecho. Es fascinante ¿no, Camila? Me gustaría saber
si todo el mundo lo recuerda, ¿qué crees tú?
—No lo sé —dije.
Luisa cogió de nuevo el cuaderno y el lapiz, escribió algo
y dijo: —¿Y por qué no fue tu madre contigo? ¿Estaba
enferma o lepasaba algo?
—Sí. Estaba muy enferma. Creo que estuvo al borde de la muerte.
—¿La llevaron al hospital? —preguntó Luisa, con vivo
interés por todo lo concerniente a enfermedades y hospitales.
—Sí, la mañana del día de mi cumpleaños. Fue
el cumpleaños mas horrible que he tenido. —¿Fuiste a
verla al hospital?
—Sí. Vino mi abuela, la abuela Wilding, y me llevó en taxi.
Recuerdo que fue un trayecto especial. —¿Por qué?
—Bueno todo parecía peor, porque la gente con que nos
cruzabamos en la calle no sabía que mi madre estuviera enferma,
ni que fuera mi cumpleaños, ni que yo estaba asustada. Sencillamente,
hacían su trayecto habitual, como si no hubiera pasado nada.
—Sí —dijo Luisa—, lo entiendo. Tiene gracia lo que
ayuda el que la gente sepa las cosas, ¿verdad? Cuando Mona y Bill se
pelean, parece importarme menos cuando te lo cuento y sé que tú
también lo sabes. ¿No te dijeron lo que le pasaba a tu madre?
—No. Supongo que era demasiado pequeña para que se preocuparan de
decírmelo. Yo sólo estaba asustada. Pensaba que, si mi madre
tenía que estar en el hospital el día de mi cumpleaños, es
que iba a morirse.
—Bien, continúa —dijo Luisa.
—Fuimos al hospital. Yo no había estado antes nunca en un hospital
y aún hoy siento la misma especie de terror que sentí entonces.
—A mí me encantan los hospitales —dijo Luisa—. Cuando
sea médico quiero vivir en el hospital.Continúa.
—Bueno, realmente eso es todo. Mi madre estuvo en el hospital un par de
semanas, volvió luego a casa y eso es todo. Luisa estuvo escribiendo
afanosamente durante unos minutos y luego dijo:
—Eso es muy interesante, muy interesante —y luego sonrió
pudorosamente y dijo—: ¡Dios, Camila! Me parece que tengo
muchísimo que aprender si quiero ser psiquiatra. Tendría que
haber sido capaz de averiguar un montón de cosas de lo que me has
contado. Quiero decir que debería saber porqué tienes complejos y
te comportas de la forma en que lo haces y porqué sigues hablando de los
adultos como si aún fueras una niña y, realmente, no sé si
he averiguado alguna cosa. Bueno, una cosa que estoy aprendiendo de
psicoanalizarte a ti es lo poco que sé. ¿Realmente no sabes lo
que le pasaba a tu madre?
—No. No recuerdo si me lo dijeron o no.
—Puede que tuviera un aborto.
—No lo sé —me sentí desconcertada, porque eso no se
me habría ocurrido nunca. No sé mucho de esas cosas, que no
parecen venirme a la imaginación como a Luisa.
—¿Cuando pensaste ser astrónomo?
Volví a negar con la cabeza.
—La verdad es que no me acuerdo. Creo que siempre, si pienso en ello. Mi
abuela me explicaba los nombres de las estrellas en verano, cuando
estabamos en Maine. Solía llevarme al Planetario y me dejaba
libros para que los leyera. No he no sé no he pensado nunca en ser
otra cosa.—De acuerdo. Fuerte impresión de abuela en
profesión —dijo en voz alta, a medida que escribía.
Oímos entonces cerrarse la puerta del piso y que entraba Bill. Mona dijo
algo en voz baja y Bill no contestó. Luego escuchamos decir a Mona en
voz mas alta:
—Bueno, ¿no puedes saludar por lo menos? Bill no dijo nada. Luisa
me miró y en seguida bajó la vista a su cuaderno.
—Frank se fue nada mas desayunar y no ha venido a almorzar
—dijo Mona.
Escuchamos el ruido producido al mover un sillón, pero Bill
siguió sin decir nada. —¿Es que no te importa?
—preguntó Mona. —¿Por qué no puede salir si
quiere? —dijo, por fin, Bill—. No se lo reprocho —su voz
sonaba fría y, en cierto modo, abatida. —¿Te da igual que
tus hijos se pasen la mayor parte del tiempo en las calles?
—preguntó Mona. Hubo un ruido, como si Bill le hubiera dado un puntapié
a un mueble, pero no dijo nada—. ¿Cómo puedes ser tan
insensible?
—dijo Mona, ahora en voz alta y estridente—. ¡No he conocido
en mi vida a nadie tan indiferente como tú! ¿No te importa nada?
¿Nada en absoluto? Bill seguía sin decir nada, pero le oímos
trasladarse de un asiento a otro y el ruido de un cenicero cayendo al suelo.
—¡Todo lo que haces es fumar! —gritó Mona—.
¡No te preocupan mas que esos condenados cigarrillos!
¡Tendrían que matarnos a los niños y a mí para que
te preocuparas! —Oscar ladraba nervioso—. ¡Largate de
aquí,bestia repugnante! —le gritó Mona.
Luisa inclinó la cabeza sobre su cuaderno de psiquiatra y fingió
estar ocupada escribiendo. Pero yo la había visto enrojecer cuando Mona
empezó a gritar y, luego, palidecer. Ahora, mientras su lapiz se
movía nerviosamente por el cuaderno, su rostro estaba lívido y su
pelo refulgía, caído sobre las mejillas.
La miré y desvié la vista y contemplé de nuevo la parte
inferior de la litera superior.
6
Aunque no pueda explicarlo bien —dijo Luisa con voz vacilante—,
sé que lo que has dicho es muy significativo. ¿Puedes decirme
algo mas? ¿Recuerdas alguna otra cosa?
Yo seguía tumbada en la litera inferior, el dibujo de los muelles
impreso en mis ojos, y recordé. Recordé algo que había
apartado tan profundamente en los mas oscuros recovecos de mi mente que,
hasta ese momento, era como si lo hubiera olvidado completamente. Es
extraño que hubiera olvidado algo tan enormemente importante y
recordado, por el contrario, otras cosas. Mi memoria debe haberlo rechazado
deliberadamente, porque era algo que no soportaba recordar; sería
imposible vivir despreocupada y felizmente con ese recuerdo.
Las palabras que Mona acababa de decir a Bill, removieron repentinamente los
nublados sedimentos de mi mente e hicieron aflorar a primer plano este mal
recuerdo. Cerré los ojos para evitar la mirada de Luisa intentando
concentrarse en supsicoanalisis, para no escuchar lo que Mona le estaba
diciendo a Bill.
Siguió escuchandose la voz de Mona desde el salón, pero yo
no oía ya sus palabras, porque en mi mente sólo tenía
cabida el recuerdo que acababa de despertarse y se abatía sobre
mí.
—Sucedió en verano, cuando estabamos en Maine. Yo
tendría cuatro o cinco años. Era a mediados de verano y recuerdo
el ambiente languido, calido y verde. Mi abuela Wilding iba a
venir a pasar dos semanas con nosotros; mi tío Tod Wilding la
traía en coche y los esperabamos para la hora de cenar. Me
pasé todo el día preguntando: «¿Cuando llega
la abuela? ¿Cuando llega la abuela»?, y mi madre o Binny me
respondían: «Llegara para la cena.» Pero llegó
la hora de la cena y la abuela no apareció. Binny me subió al
piso superior, me desnudó, me bañó, me puso el pijama y me
dijo que bajara a darles las buenas noches a mama y papa.
Bajé y me detuve en el quicio de la puerta que daba al porche y vi a mi
padre sirviendo dos cócteles, uno para él y otro para mi madre.
Mi madre estaba sentada en una mecedora de color verde y se mecía hacia
adelante y hacia atras, corriéndole las lagrimas por las
mejillas; no me atreví a acercarme a ellos. En ese momento, mi madre se
inclinó hacia adelante, se limpió las lagrimas con el
dorso de la mano y dijo con voz trémula y enfadada:
—¡Cómo puedes ser tan insensible! Tod y mama
deberían estar aquí hacehoras, tenían que estar ya a no
ser que y tú estas ahí, sentado, bebiendo un
cóctel, como si no hubiera pasado nada. —¿Qué
quieres que haga? —preguntó mi padre, con el rostro pétreo
de una de las estatuas del Metropolitano. —¡Quiero que te
preocupes! —dijo mi madre, llorando—. ¡Quiero que te des
cuenta de que la preocupación me esta poniendo enferma! Sé
que algo horrible ha y tú te limitas a quedarte ahí sentado
con tu cóctel, sin hacer nada.
Todo lo que te preocupa es tu cóctel.
—No puedo hacer nada, Rose —dijo mi padre sosegadamente—. He
llamado a casa de tu madre y no hay nadie, así que no hay duda de que
han salido. Si no han llegado a las diez, llamaré a Marge y a Jen, pero
no quiero intranquilizarlas, a menos que sea absolutamente necesario —esto
sucedía antes de que se casara tía Jen, cuando aún
vivía con tío Tod y tía Marge. —¡Oh, Dios
mío!—exclamó mi madre—. ¡Dios mío!
—¿Te haría mas feliz que me pusiera a pasear
nervioso arriba y abajo y que torciera la cara con gesto de angustia?
preguntó mi padre—. Ahora no se puede hacer nada, salvo esperar y
confiar. No creo que demostrar ansiedad pueda ser de ninguna ayuda. —No
me preocuparía tanto si de verdad te importara —dijo mi
madre—, o si procuraras estar tranquilo por consideración hacia mí.
Pero a ti no te importa.
Te tiene sin cuidado que Tod y mama no te importaría nada que
hubierantenido algún accidente. —¿No te estas
poniendo un poco histérica, Rose?—preguntó mi padre—.
Han podido retrasarse por muchos motivos.
Pero mi madre negó con la cabeza. —No, no. Tú siempre has
sido así. Nunca te preocupas por nada. Siempre dices «Oh, todo se
arreglara». Cuando mama tuvo neumonía no te
preocupó, no te importó.
Mi padre se sirvió cuidadosamente otro cóctel y dijo lentamente:
—¿Dices eso porque crees que no quiero a tu madre, que es cierto
eso de que los hombres no quieren a sus suegras? Pues te aseguro que
estas equivocada. Estoy mas unido a tu madre que lo estuve nunca
con la mía. —No, no —repitió mi madre—, no se
trata sólo de mama. Es todo. El invierno pasado, cuando Camila tuvo
sarampión y la fiebre le subió a treinta y nueve, no te
preocupó nada. Dijiste sólo que estaba recibiendo el mejor
cuidado posible y que todos los niños lo pasan Y, cuando
nació, no te preocupaste nada de mí. Mama me dijo que te
pasaste todas aquellas horas leyendo tranquilamente un libro aquellas horas
en que yo sufría dolores horribles y estaba en peligro.
—No tenías mas dolores ni estabas en mayor peligro que
cualquier otra mujer que haya tenido un niño —dijo mi
padre—. El de Camila fue un parto perfectamente normal, sin ninguna
complicación.—¡No lo soporto! —gritó mi madre,
furiosa—. ¡No lo soporto! ¡Cómo puede soportar una
mujer vivir con tener que ver todoslos días a un hombre que no tiene
sentimientos completamente insensible! Mi padre dejó sus gafas en
el brazo de la butaca y se alejó del porche, mientras mi madre
permanecía sentada en la mecedora, respirando agitadamente y
meciéndose hacia adelante y hacia atras, sin llorar, pero
temblando de rabia.
Permanecí en el quicio de la puerta del porche hasta que me llamó
Binny. —¡Camila! ¿Te has despedido de tu madre y tu padre?
Salí entonces al porche y mi madre dejó de mecerse; me
subió a su regazo y me recosté en ella, mientras las moscas
volaban zumbando fuera de la tela metalica y los pajaros
seguían trinando en los arboles. Mi madre se inclinó y me
besó en la cabeza, en las mejillas y en la parte posterior del cuello y
luego me bajó de su regazo y dijo: —Ahora vete a la cama, nena.
Cuando llegue la abuela, le diré que suba a verte.
Subí las escaleras y Binny me acostó; corrió las cortinas
verdes, me dio las buenas noches y cerró la puerta, pero no pude
dormirme. Los últimos rayos amarillos del sol poniente taladraban las
persianas y daban en el suelo, como si fueran dardos dorados; en la cama
pensé: «Abuela y tío Tod han tenido un terrible accidente.
Ha sucedido algo espantoso.» Seguí pensando eso, asustada, hasta
que, por último, me quedé dormida. Me despertaron unas voces y
unos gritos; salté rapidamente de la cama y corrí a la
ventana. Abajo, en elcamino de entrada, estaba el descapotable largo y bajo de
tío Tod; fuera del coche estaban la abuela y todos los Wilding;
tío Tod y tía Marge y sus tres hijos, Podge, Toddy y Tim, y
tía Jen con los brazos llenos de paquetes. Mi madre, abrazada al cuello
de mi abuela, decía llorando: —¿Qué ha pasado,
mama? ¿Qué ha pasado? Estabamos preocupados
nosotros Marjorie, Jenny, niños, estoy encantada de veros Oh,
mama, creíamos que os había pasado algo a ti y a Tod
que habíais tenido un accidente o algo así.—¿Sabes
una cosa? —dijo la abuela—. Si te pasas el día pegada al
teléfono, no puede llamarte nadie.
—Pero si no hemos utilizado el teléfono en todo el día
—dijo mi madre—. Sólo cuando Rafferty llamó a tu casa
para ver si aún seguíais allí y no contestó
nadie, así que supusimos que habíais salido ya. Ésa fue la
única vez que usamos el ¿Estas segura de haber
llamado?—¿Tengo por costumbre decir que he hecho algo si no lo he
hecho, Rose? — preguntó mi abuela.
—Ya sabes que tenemos una línea compartida —dijo mi padre a
mi abuela—. Probablemente, cuando habéis llamado habría
alguien hablando. La gente de ahí abajo usa el teléfono horas y
horas.
—Pero si se trata de una conferencia ¿no crees que
debían hacer algo cuando se trata de una conferencia? —dijo mi
madre con voz aún excitada. Tío Tod le pasó el brazo por
los hombros y dijo:
—Yaestamos todos aquí, sanos y salvos. ¿No vas a decirnos
que entremos para cenar? No te preocupes por la comida, porque hemos
traído un jamón cocido y el maletero esta lleno de cosas
de la huerta y hasta hay un pavo; ademas, ya ves que Jen se ha
traído casi todo el A & P10.
—Vamos dentro, vamos dentro —gritó mi madre, agitando los
brazos abiertos. Estoy encantada de veros a todos, queridos, y de que os quedéis
toda una semana. ¿Todos? Eso va a ser y Camila lo pasara
estupendamente con los niños. —¿Dónde esta
Camila? ¿Dónde esta Camila? —los niños
estaban ya cenando cuando pasaron dentro. Yo bajé corriendo las
escaleras, gritando, seguida de Binny, que llevaba mis zapatillas.
Tía Marjorie me cogió y me abrazó. —Con una noche
tan templada como ésta no necesitas zapatillas ¿no, diablillo?
—los niños saltaban de alegría y yo supliqué—:
¿Puedo quedarme a comer con vosotros? —¿Qué te
parece, Raff? —dijo mi madre—. ¿Crees que esta bien?
—Eso depende de ti, Rose —dijo mi padre—. Si vas a
preocuparte porque esté levantada hasta tan tarde, mandala
inmediatamente arriba. Ya hemos tenido bastantes preocupaciones para un
día —su voz era baja y fría y me di cuenta de que
aún estaba enfadado con ella por las cosas que le había dicho
antes. —¡Por todos los diablos, claro que puede quedarse!
—dijo tío Tod—. Es una niña estupenda y sana. Es
bueno que los niños se salgan de surutina de vez en cuando. Ten dos
mas y no te preocuparas por Camila tanto como ahora, Rose. Podge,
mi prima mayor, dijo:
—Por favor, deja que se quede, tía Rose. Yo cuidaré de
ella.
—Mañana por la tarde puede dormir una buena siesta —dijo
tía Jen. Subimos las maletas, el pavo se metió en el
frigorífico y todo el mundo se distribuyó en las distintas
habitaciones. La mía era muy grande, con dos camas, y se metieron en
ella otras dos, plegables. Yo estaba enormemente excitada porque iba a dormir
en la misma habitación con mis maravillosos primos Podge, Toddy y Tim.
Bajamos de nuevo y Podge y Toddy estaban muy ocupados pasando platos con
galletas y queso. Me di cuenta de que mi padre estaba mas enfadado de lo
normal con mi madre. Estaba sentado en el brazo del sillón de tía
Jen, hablando y riéndose con ella y sólo hablaba con mi madre
cuando ella le preguntaba algo directamente a él, y le contestaba lo
mas concisamente posible. Nos sentamos a cenar en la mesa del comedor,
que ya estaba puesta. Tía Jen se sentó a la derecha de mi padre
y, también entonces, su conversación y sus risas se dirigieron a
ella y ella le devolvió la charla y las risas, con ojos
resplandecientes; parecía como si los dos estuvieran en un
círculo de luz distinto y los demas, fuera de él, en la
zona fría y con sombras. Cuando miraba a mi madre, al otro extremo de la
mesa, la veía muy palida,hablando sin cesar y contando sucesos y
riéndose, aunque sin probar bocado. Después de cenar, nos
mandaron a los niños a la cama, Toddy y Tim se durmieron en seguida, pero
yo no podía dormirme y oí a Podge moviéndose en la cama
contigua a la mía, así que la llamé en voz baja.
—Podge.
Ella me contestó en un susurro: —¿No puedes dormirte?
—No.
—Vayamos de puntillas al descansillo de la escalera, a sentarnos y a ver
lo que pasa. Nosotros lo hacemos a menudo en casa. Es divertido. Salimos, pues,
a la escalera y nos sentamos en el descansillo. Divisabamos muy bien el
vestíbulo y, a través de la puerta de dos hojas, el salón.
Seguían todos sentados, hablando, pero, al cabo de un rato, mi padre y
tía Jen salieron al vestíbulo y Podge me hizo señas para
que me estuviera quieta. Mi padre llevaba cogida a tía Jen por la
cintura y la miraba sonriente y otra vez parecía queestaban en un
círculo de luz separado de los demas. Se detuvieron allí,
mi padre mirando a tía Jen y ésta mirandole a él y
luego regresaron lentamente al comedor, sin dejar mi padre de rodearle el talle
con el brazo. Podge me susurró:
—Una vez le oí a mi madre decirle a mi padre que tía Jen
estaba enamorada de tu padre y que lo estaría siempre —yo no dije
nada y, al rato, me susurró Podge—: Pero, demonios, Camila, tu
madre es preciosa. Es como las princesas de los cuentos de hadas. Tía
Jen no es enabsoluto tan bonita como tía Rose. No, eso lo sabía.
Ni siquiera parecía que tía Jen y mi madre fueran hermanas.
Tía Jen era pequeña, con el pelo castaño corto y rizado y
se comportaba como un gorrioncillo alegre. Era desinteresada con otras personas
y todo el mundo la quería, pero no vi nunca que nadie la mirara como
miraban a mi madre. Luego salió mi madre al vestíbulo y, tras un
momento, salió mi padre, que dijo con voz suave:
—Bueno, ¿qué quieres? Mi madre dijo, con voz baja y
temblorosa:
—Todo lo que quiero es cariño y afecto, y tú no pareces ser
capaz de darmelos. Mi padre aún parecía ausente y enfadado
cuando contestó:
—Ya te dije antes de casarnos que yo no era afectuoso. Mi madre
soltó una risita sardónica.
—No creí que nadie pudiera llevarlo a los extremos que lo haces
tú.
—Bueno, así es —dijo mi padre.
—Tú has sido bastante afectuoso con Jen esta noche —la voz
de mi madre era baja.
—Jen no pide afecto —dijo mi padre—. Es mucho mas
facil darlo cuando no se exige.
—De todas formas, ¿crees que es bueno para Jen?
—preguntó mi madre—, ¿que es correcta la forma en que
te has comportado con ella esta noche, dejando a un lado si es correcta o no
para conmigo?
—Eso tengo que decidirlo yo —mi padre inició un movimiento
como para regresar al salón, pero mi madre le detuvo.
—Si piensas de esa forma, quiza fuera mejor que nos
separasemos —dijo mi madre.
Lavoz de mi padre al contestarle sonó fría e indiferente:
—Quiza deberíamos hacerlo.
En los ojos de mi madre se reflejó una mirada de inesperado terror, de
panico salvaje. Respiró fuertemente y dijo en voz baja:
—¿Es mucho pedir un poco de amor?
—Lo siento —dijo mi padre. —¿Crees que podrías
amar a Jen? —preguntó mi madre—. Quiero decir, en la forma
en que yo quiero ser amada —se notaba un espantoso temor en su voz.
—No lo creo —dijo mi padre con tono aún frío y duro;
le dio la espalda a mi madre y regresó al salón. Mi madre se
apoyó en la pared y se quedó así un rato, con su vestido
blanco, hermosa como un angel desesperado, apoyada en la pared, pero sin
llorar. Podge me tomó de la mano y volvimos a subir. Nunca me dijo nada
de lo que habíamos escuchado, ni tampoco lo hice yo. Por cierto que,
hasta que tío Tod se trasladó al oeste, Podge y yo mantuvimos una
situación extraña y tímida y no sé si se
debería a lo que espiamos aquella noche. El resto de aquella semana que
pasaron los Wolding con nosotros en Maine se divirtieron mucho, nadaron y se
dieron grandes comilonas en la mesa ampliable del comedor, y parecía
como si Podge y yo hubiéramos soñado lo que habíamos
presenciado, pues mi madre y mi padre parecían felices, como si no se
hubieran dicho aquellas cosas tan horribles. Pero yo sabía que no
había sido un sueño. Tía Jen se casó y se fue a
vivir aBirmingham, en Alabama, y, tras la muerte de la abuela, tío Tod
se trasladó a California y sólo teníamos noticias de
él, por lo general, en Navidad y en las fechas de cumpleaños.
Así, pues, ahí estaban mis dos recuerdos, que hubiera dado
cualquier cosa porque hubieran seguido escondidos en lo mas profundo de
mi mente, donde habían permanecido ocultos durante tantos años.
Porque ahora también había cambiado en mis sentimientos. Ahora,
mi padre, como también mi madre, ya no era mas mi padre. Era
Rafferty Dickinson, una persona tan completa y aparte como lo era Camila
Dickinson. Cuando aquel día lejano de mi cumpleaños
desperté al hecho de que yo era Camila Dickinson, no había despertado,
sin embargo, al de que mis padres no hubieran sido creados especialmente para
mí, de que también eran personas aparte, tan separados de
mí como la gente del otro lado del patio. Darme cuenta de ello me
había llevado todo ese tiempo y su conocimiento me produjo un dolor
profundo. Es mucho mas traumatizante darte cuenta de que tus padres son
seres humanos que darte cuenta de que tú misma lo eres. Seguía
tumbada en la litera inferior de la cama de Luisa y tenía la sensación
de que un gran peso me oprimía el pecho y que, poco a poco, me estrujaba
el corazón. En ese momento oí que Mona decía en el
salón: —¿Y qué pasa con Frank? ¿No te importa
que se pase la mitad del tiempo con sus zafiaschicas italianas?
—¿Y la Dickinson? —preguntó Bill con voz
aburrida—. Creí que era la última. —¿Esa rica
mimada? No sé si prefiero a las italianas. Al menos son humanas.
Luisa levantó la vista de su cuaderno y dijo intencionadamente:
—Frank fue a almorzar a casa de Pompilia Riccioli. Probablemente se
quedara también a cenar. Es lo que suele hacer normalmente.
Echada allí en su cama, me dije: ¡Oh, no! La vida es demasiado
complicada, demasiado terrible. ¿Cómo puede soportarla nadie?
Volví el rostro hacia la pared.
—Lo siento —dijo Luisa—. Lo siento, Camila. No debía
habértelo dicho.
—No importa —dije.
—No te preocupes por lo de Mona. Ella no piensa así. De verdad.
—No importa —volví a decir. ¿Qué importaba?
¿Qué importaba lo que pensara Mona, o Bill, o Luisa, o cualquier
otra persona? Contemplé las tablillas de encima y sentí envidia
de Pompilia Riccioli y de las chicas italianas que, al menos, eran humanas. Me
daba miedo el amor, por lo que le había hecho a mi madre y a mi padre,
así como a Mona y a Bill; el miedo se me metió por todo el cuerpo
hasta anegarme, como un trozo de madera sobre la playa, después de una
tormenta. En el salón, Mona dijo de repente, con voz gritona:
—¡Maldita guerra! ¡Maldita sea! Hace muchos años que
se acabó, ¿por qué recordarla? Frank se pasa el tiempo en
la calle Perry con gente desdichada que ha perdido las piernas y,cuando
tú te comportas como un ser humano, es sólo para contarle a
alguien lo que hiciste en el sur del Pacífico. Ahora ya no estas
en el Pacífico. Ahora estas en Nueva York. ¿Por qué
no lo olvidas de una vez? ¡Se acabó ya! ¿Por qué no
lo dejas?—¿Por qué no me dejas tú a mí?
—preguntó Bill.
Luisa arrojó el cuaderno sobre la mesa.
—Vamonos de aquí —dijo—. Vamos a llevar a Oscar
a dar un paseo, o a un cine, o adonde sea.
—No puedo —dije.
No quería decírselo, pero no tuve mas remedio.
—He quedado con Frank esta tarde. —¿Ah, sí? Eres una
estúpida si estas dispuesta a obedecer y a esperar a
Frank. ¿No lo sabías, Camila Dickinson? A ningún hombre le
gusta una chica de
la que puede disponer tan facilmente.
—No puedo evitarlo —dije. —¡Oh, vamos, Camila!
—dijo Luisa—. Vamonos. Deja que espere unos minutos. Le
vendra bien.
—No, no puedo —dije—. No puedo.
—Me pones enferma —dijo Luisa—. Me pones tan enferma que me
dan ganas de vomitar.
En ese momento se oyó el ruido de la puerta principal y escuché los
pasos de Frank en el salón, por donde cruzó sin decirles nada a
Mona y a Bill y se detuvo en la puerta del cuarto de Luisa. —¡Hola!
—dijo. —¿Qué estas haciendo en casa?
—preguntó bruscamente Luisa—. Creí que
estarías todo el día fuera.
—Nada de eso. Tengo una cita con Camila.
—Camila esta ocupada.
—No, no lo estoy —dije.
Luisa se volvió hacia mí.
—Dijiste queibas a estar todo el día conmigo. Negué con la
cabeza.
—Dije que lo primero que haría esta mañana sería
venir a verte y lo he hecho. He estado toda la mañana contigo.
—No me gustan las personas que no cumplen sus promesas —dijo Luisa.
—No he incumplido ninguna promesa. Dije que vendría y he venido.
—Yo no me refería a eso —dijo Luisa despectivamente— y
tú lo sabes. No intentes engañarme, Camila Dickinson. No me has
contado nada de Jacques ni de lo que pasó ayer tarde, ni nada de nada.
—Nunca prometí contartelo —dije.
Luisa se puso palida, como le pasaba siempre que se enfadaba.
—Mona dijo que eres una rica mimada, que ni siquiera eras humana y tiene
razón. Vete con Frank si quieres. Haz con él lo que te apetezca,
pero no esperes mi ayuda nunca mas. Y, en cuanto a ti, Frank Rowan, me
sorprende verte tan sociable, sobre todo hoy.
Frank, que estaba tranquilo, se sobresaltó al decir Luisa aquello.
—¿Qué quieres decir? —¿Es que no lo sabes?
—preguntó Luisa con una sonrisa realmente desagradable.
Frank pareció tranquilizarse.
—Sería mejor que cerraras el pico —dijo.
—Como psiquiatra, sólo sentía curiosidad por ver
cómo eras —dijo Luisa—,pero parece no importaros a ninguno
de los dos.
Frank se acercó y me cogió del brazo.
—Vamos, Camila —dijo—. Salgamos de aquí —me
sacó del piso. Cuando llegamos a la calle, nos detuvimos para recuperar
el aliento y Frankdijo, bastante calmadamente, como si no hubiera pasado nada
entre él y Luisa sólo unos minutos antes—: Creía que
Mona y Bill ya provocan bastantes escenas para pensar que a Luisa le gustaba
añadir otras —caminamos por la calle, yo a su lado, sujeta por su
brazo y no dijimos nada hasta llegar a una cafetería.
—Podríamos tomar una taza de chocolate caliente
—dijo—, aunque no haga mucho frío. Creo que nos
vendra bien de todos modos. El chocolate caliente siempre va bien en
noviembre. Por cierto, ¿has almorzado?
—No.
—Entonces sera mejor que tomes un poco de sopa y un sandwich.
¿De qué lo quieres?
—Igual me da. De cualquier cosa. Creo que de lechuga, tomate y
jamón.
Frank encargó el sandwich para mí. Yo estaba preocupada por las
cosas que habían dicho él y Luisa y porque no sabía si
él tendría mas asignación que Luisa o no, aunque
pensé que, probablemente, no. Él ya había pagado el cine
la noche anterior y quería decirle que yo pagaría mi comida, pero
temía que se enfadara. En ese momento dijo:
—He conseguido un trabajo, Camila. Le estoy dando clases de latín
al hijo de una amiga de Mona, a cincuenta centavos la hora. Así que, a
partir de ahora, tendré un poco de dinero en el bolsillo. No es mucho,
pero podremos hacer algunas cosas. Oye, ¿va en serio todo eso de la
astronomía?
—Completamente en serio —dije.
—Bueno, cuéntame algo entonces —me pidió, al
tiempoque me servían la sopa y el sandwich. —¿Contarte
qué? —pregunté, sin saber a qué se refería.
—Pues lo que vas a hacer para serlo. Quiero decir, cómo te
preparas para serlo.
—Leo. Estudio matematicas. Un astrónomo tiene que tener una
buena formación matematica.
Frank asintió.
—Eso es verdad —tomó un sorbo de chocolate y pareció
ausentarse. Rodeé mi taza con los dedos fríos y el calor les vino
bien. Al rato dijo Frank:
—No he olvidado lo que dijo Luisa. Lo que pasa es que no quería
hablar de ello. Ni siquiera a David. Me gustaría que conocieras a David,
Cam. Tiene veintisiete años, exactamente diez mas que yo. Es el
mejor amigo que tengo.
¿Tu padre estuvo en la guerra?
—Se camufló. —¿Ha viajado?
—Estuvo algún tiempo en Francia.
—Bill estuvo en el Pacífico. A Mona y Bill no les gusta que vea a
David.
Piensan que es un neurótico y no lo es. No voy a verle porque haya
perdido las piernas. Le veo porque es una persona estupenda y la mas
inteligente que conozco. ¿Te ha contado Luisa algo de David?
—No —dije y, a pesar de la pena que me daba, sentí un amago
de celos de ese David que ocupaba tanto tiempo y pensamientos de Frank.
—Luisa fue una vez conmigo a verle, pero no se cayeron bien. Luisa hace
siempre demasiadas preguntas indiscretas. David tiene unas piernas artificiales
que se pone cuando va al parque, aunque no las usa para andar porque lehirieron
también en el estómago. No sé exactamente la razón,
pero andar con las piernas artificiales le hace daño en el
estómago —Frank hizo una pausa y me miró—: ¿No
te asustara verle, ¿verdad, Camila?
—No —dije.
—A Luisa sí. Tanto hablar de que quiere ser médico y estaba
asustada. Creo que ésa fue la causa de que no congeniaran y de que ella
metiera la pata. Pienso que cuando estas con David no hay que pensar en
nada sino en David. No hay que pensar en sus piernas. No, por alguna
razón no me asustaba la idea de conocer a David. Sabía que Frank
no me llevaría nunca a conocer a alguien con el fin de asustarme, como a
Luisa le habría pasado, posiblemente.
—Esta bien. Iremos a verle el próximo fin de semana. Vamos
a dar un paseo ahora.
Cuando paseabamos, no hablabamos. Caminamos en silencio hasta la
plaza y nos sentamos en un banco. Frank comenzó a hablar como si, de
repente, le preocupara el silencio y tuviera que llenarlo con palabras.
—Antes me apetecía ser pianista, pero tienes que ser mas
joven de lo que soy para llegar a ser alguien. A veces pienso que me
gustaría ser literato, porque me encantan los hechos curiosos.
¿Sabes cómo murió Esquilo? Un aguila le dejó
caer una tortuga encima de la cabeza. Y el nombre de la mula blanca con la que
Mahoma subió al cielo era Alborak. Pero ahora pienso que sera
mejor que me haga médico. —¿Como Luisa?
—pregunté.
—No. Nocomo Luisa. La verdad es que no sé exactamente
porqué quiere ser médico Luisa, pero habla de ello de una forma
tan rara, que estoy seguro de que no es por el mismo motivo que yo.
—¿Cual es tu motivo?
—Uno muy sencillo. Ser médico es estar al lado de la vida. Yo
estoy contra la muerte. La odio. Quiero hacer todo lo que pueda contra ella
—a continuación, como si todo lo que había dicho desde que
salimos de su casa hubiera sido sólo un elaborado preliminar, dijo:
—Camila, tengo tengo que ir a ver a los Stephanowski Yo yo estaba
intentando rehuirlo. No quería ir hoy, pe o tengo que ir.
—Esta bien —dije.
—Camila, una de las cosas por la que me gustas tanto es porque eres muy
diferente a Luisa. Tú esperas a que yo te diga las cosas y Luisa no
hubiera parado de hacer preguntas —contempló una paloma que
comía en el paseo las migajas de una galleta.
—Se trata de Johnny —dijo—; Johnny Stephanowski. Era mi mejor
amigo. No he hablado de él con nadie. Ni con Luisa, ni con Mona o Bill.
Sólo un poco con David, pero no mucho, porqué él bueno,
no comprende muy bien lo que me pasa con Johnny, aun cuando él lo
comprende todo —se detuvo un momento; tenía los dientes apretados
y la mandíbula tensa.
—Los Stephanowski y yo no hemos llegado a conocernos de verdad hasta hace
muy poco, pero el tiempo no tiene nada que ver con esto —se detuvo y su
silencio era mas sonoroque sus palabras. Luego prosiguió—:
Johnny y yo éramos amigos de verdad. No sólo cosas de chicos.
Verdaderos amigos. Le conocía desde que éramos niños. Su
madre y su padre son dueños de la tienda donde Mona compra sus discos.
Nunca llegué a conocer a sus padres muy bien.
Johnny y yo siempre teníamos demasiadas cosas que hacer para
preocuparnos por personas mayores. El año pasado, cuando Mona y Bill me
enviaron interno, los Stephanowski enviaron también a Johnny. Para
ellos, mandar interno a Johnny a una escuela preparatoria significaba mucho.
Era no creo que llegaras a comprender lo importante que era para ellos,
Camila. Era como si como si estuvieran dandole una oportunidad
única. Por lo menos así lo creían ellos. Lo
pasabamos muy bien en aquella escuela. Les caímos bien a los
otros chicos, los dos jugabamos bien al fútbol y al
béisbol y, aunque estuviéramos en pandilla, Johnny y yo
andabamos siempre juntos. Solíamos escaparnos de la sala de
estudios para ir a la capilla, a escuchar al señor Mitchell, el profesor
de música, ensayando al órgano. Él sabía que lo
hacíamos, pero tenía buen corazón y nunca dio parte de
nosotros. Nos tumbabamos en los bancos y le oíamos interpretar
Wachet auf, ruft uns die Stimme11, O Bone Jesu y La Pasión, según
San Mateo. Puede que sea por eso por lo que no soy igual que Luisa, Mona o
Bill. Me refiero respecto a Dios.¿Sabes, Camila, que tumbado en las
tablas de un banco puedes sentir en tu cuerpo las vibraciones de la
música? Yo la escuchaba con el cuerpo, ademas de los
oídos, y todo —Dios, el hombre y el universo— me
parecía claro y maravilloso. Pensaba que todo era estupendo, porque
tenía libros y música y a Johnny y allí, en la escuela,
lejos de Mona y de Bill y de mi casa, era capaz de olvidar lo mal que se
portaban el uno con el otro y en mis pensamientos los veía
queriéndose, como deberían quererse las personas que estan
casadas. Como se quieren los Stephanowski. Se quieren de verdad, Cam, a
pesar a pesar de todo. El hermano mayor de Johnny, al que conocía
David, murió en la guerra. Quedan los pequeños, Pete y Wanda. La
gente no debería morirse, Cam. Hay algo terriblemente injusto en el
hecho de nacer si tienes que morir. Es como nacer sabiendo que tienes una
enfermedad mortal. Johnny
Hizo una larga pausa, mirando fijamente a una ardilla, muy ocupada en comerse
un cacahuete. Por fin, dijo:
—Uno de los chicos de nuestra ala tenía una pistola. Por supuesto
que no estaban permitidas y él la guardaba escondida. A Johnny le
volvían loco las pistolas, la cogió y se disparó
—hizo otra pausa, un largo momento de fúnebre silencio. Luego
dijo, tan bajo que difícilmente podía oírle, de forma que
casi tenía que adivinar sus palabras—: No murió en el acto.
No hacía mas que decir«Frank, Frank, Frank» sin cesar
y me dejaron estar junto a él. Cam, no comprendo cómo alguien
puede ver morir a otra persona y seguir siendo el mismo. Se calló y,
esta vez, el silencio tenía una cualidad; era el silencio blanco
absoluto que sigue a una nevada. Seguimos sentados en el banco, la ardilla se
subió a un arbol y la paloma picoteó la última
migaja de galleta y se alejó volando pesadamente por encima del
césped. Era como si las palabras de Frank sobre la muerte las hubiera
espantado y se hubieran alejado a la zona mas segura, donde los
niños pequeños jugaban al tejo y las niñeras hacían
punto mientras los niños que cuidaban dormían en sus cochecitos
apaciblemente. No sé cuanto tiempo estuvimos sin hablar, pero
cuando Frank prosiguió, su voz no tenía ya aquel aire
fúnebre de antes y me dieron ganas de llamar de nuevo a la ardilla y la
paloma: podéis volver, ya no hay peligro.
—Unas semanas después me expulsaron de la escuela —dijo
Frank—.
Algún día te hablaré de eso. Vi a los Stephanowski cuando
fueron, después después de lo de Johnny, pero cuando
regresé a Nueva York pasó mucho tiempo antes de que fuera a
verles. No quería hablar de Johnny con nadie y supuse que ellos
querrían que lo hiciera. Un día me mandó Mona a comprar
unos discos y, desde entonces, adquirí la costumbre de ir a verlos de
vez en cuando. Yo tenía la osadía de pensar quepodría
serles de alguna ayuda, pero fueron ellos los que me ayudaron a mí. Si
no te importa, vayamos allí ahora.
Hoy hace un año que murió Johnny. Este año la nieve viene
retrasada. El año pasado estaba nevando por estas fechas.
—Johnny estaba lleno de vida —prosiguió al rato con voz muy
pausada—, y eso es lo que no puedo comprender. No comprendo cómo
pudo irse de este mundo, cuando no tenía porqué. No es justo, no
hay derecho. Johnny estaba empezando y tenía el mundo por delante;
quería hacer muchas cosas y no tuvo la menor oportunidad de hacer nada.
¡Eso no esta bien, Camila, es horrible! — hablaba ahora con
voz fuerte y excitada. Luego se calmó un poco—. Tú eres la
única persona a la que me he atrevido a hablarle de esto. No
podía hablar con los Stephanowski porque, naturalmente, habiendo muerto
Johnny es mucho mas doloroso para ellos que para mí. Me consuela podértelo
decir a ti en voz alta. ¿Te parece bien que vayamos a casa de los
Stephanowski? ¿Te gustaría venir conmigo?
—Sí —dije.
Nos dirigimos lentamente, en silencio, a la tienda de música. Nuestro
silencio era ese silencio que se encuentra en el campo y en calles desiertas a
primeras horas de la tarde, esa clase de silencio que es completo en sí
mismo y que no es preciso romperlo, porque no hay nada en él que
necesite salir al exterior. Todo lo que podía decirse entre nosotros, lo
expresaba elsilencio mismo.
Cuando entramos no había clientes en la tienda y, tras el mostrador,
estaban sentados un hombre de pelo gris y una mujer. La mujer salió y
abrazó a Frank.
—Frankie, Frankie —fue todo lo que dijo y le besó como si
fuera su madre.
Frank la besó también y dijo:
—Hola, señora Stephanowski —estrechó la mano del
señor Stephanowski y dijo—: Les presento a Camila. La he
traído conmigo porque quiero que la conozcan.
Los dos me miraron y noté en su mirada que lo que pensaran de mí
era importante; me sentí aliviada cuando la señora Stephanowski
me sonrió y tomó mi mano entre las suyas. En ese momento llegaron
unos clientes y el señor Stepanowski dijo:
—Lleva a Camila a una de las cabinas y escuchad algo de música si
os apetece.
—Gracias, señor Stephanowski —dijo Frank—, me
agradaría mucho. Cogió un album y nos dirigimos a la
cabina de escucha mas lejana. Frank hizo que me sentara.
—¿Conoces Los Planetas, de Holst? —me preguntó.
—No. ¿Qué es? —dije.
—Es algo extraño —dijo Frank—, pero fantastico.
Pensé que, probablemente, te interesaría oírlo. No es nada
científico, por supuesto, pero creo que vale la pena escuchar
cómo concibe un músico el mundo de las estrellas. Hay una parte
que me suena como el ruido de las plantas al rozar contra el espacio.
Puso el disco y lo encontré diferente a todo lo que yo conocía hasta
entonces. Conocía a Bach y a Beethoven,a Brahms y a Chopin y me gustaba,
especialmente, Bach, pero aquella música era como las estrellas antes
de conocerlas, cuando una piensa que un astrónomo es un astrólogo
y que aquéllos son objetos solitarios, distantes y misteriosos. Mientras
escuchaba, me di cuenta de que la música se ajustaba a un plan preciso y
de que ninguna de las notas surgía por accidente.
—¡Cómo no he oído esto antes! —dije en voz alta
y Frank me sonrió y le dio
la vuelta al disco. Al sonreír, su cara se iluminó de una forma
que no había visto nunca en la de Luisa y lo encontré
absolutamente hermoso.
Cuando terminó Los Planetas, dijo Frank: —¿Qué
quieres ahora? Elige algo —pero yo negué con la cabeza.
—Preferiría escuchar algo que te guste a ti especialmente.
—Bien —dijo Frank—. Voy a hacer algo que es como un juego.
Consiste en adjudicar la música adecuada a cada persona. Fue idea de
Johnny y ahora lo practicamos David y yo. Pondré tu música
—fue a la tienda, en la que había varios clientes junto al
mostrador, y volvió con otro disco.
—¿Qué es? —pregunté.
—El Tercer concierto para piano, de Prokofiev. Especialmente el
andantino.
Probablemente no creeras que suena a ti —su voz se volvió
ronca y turbada.
Escuché la música y no la relacioné conmigo, pero
resultaba igual de incitante y diferente que Los Planetas y me sentí
enormemente excitada. ¡Me encanta!, dije para misadentros. ¡Tanta
gente, tantas cosas! ¡Música y estrellas, nieve y tempestad!
¡Me gustaría poder sentir siempre este amor calido, esta
excitación, esta exaltación de las infinitas posibilidades que
ofrece la vida!
Mientras escuchaba la música, supe que todo era posible.
—Creo que, para empezar, ya esta bien —dijo Frank y volvimos
a la tienda.
Mientras Frank colocaba los albumes en las estanterías, la
señora Stephanowski se disculpó con un cliente.
—Frankie, ¿quieres venir a cenar esta noche?
—Claro —dijo Frank—. Sí, claro. —¿Y
tú, Camila? ¿Podrías venir? Para nosotros sería un
placer que vinieras.
Puede que Frankie te haya hablado a Johnny, pero no le dejes Esta noche no
le pediría a cualquiera que viniera, pero sí me gustaría
que vinieras tú.
—Gracias —dije—. Me encantaría, pero tendré que
preguntarselo a mis padres.
Me acercó el teléfono y marqué el número de casa.
Contestó Carter y le dije que le preguntara a mi madre si podía
cenar fuera. Hubo un rato de silencio, al cabo del cual me dijo que mi madre
quería que fuese a casa.
—Déjeme hablar con mi madre —dije.
Pero Carter me contestó con esa voz que tiene, mas fría
que un pez.
—Su madre no se encuentra muy bien, señorita Camila, y no quiero
molestarla de nuevo. Ha dicho que venga usted a casa y creo que es lo mejor que
puede hacer. Es hora de que aprenda usted a tener alguna consideración.
—Déjemehablar con mi madre, por favor —repetí, pero
colgó el teléfono.
La señora Stephanowski me puso la mano en el hombro.
—Si tu madre quiere que vayas a casa, ve. Frankie te traera otro
día. Me encanta que te haya traído hoy. Eres una chica agradable
y, ademas, bonita. Bien por él. Traela pronto, Frankie.
—Lo haré —dijo Frank—. Te acompañaré a
tu casa, Cam. Vendré dentro de una hora, señora Stephanowski.
Cuando llegamos ante mi casa, dijo Frank:
—Oye, esta noche puedes hacer tus deberes de fin de semana, ¿no?
—Sí.
—Entonces, nos reuniremos mañana por la mañana a las diez
en el obelisco. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije.
Me dio un rapido apretón de mano y entré en el edificio.
Ni el portero ni el chico del ascensor dijeron nada, excepto «Buenas
tardes, señorita Camila», pero me pareció, por la forma en
que me miraron, que Jacques debía estar allí y me entraron ganas
de salir corriendo tras de Frank.
Sin embargo, cuando entré en casa, vi que mi madre estaba echada en la
cama ojeando una revista; me besó y me encargó que le dijera a
Carter que nos sirviera té. —¿Con quién has estado
todo el día?
—Con Luisa y Frank. —¿Frank?
—El hermano de Luisa.
—No nos has hablado mucho de Frank.
—He empezado a verle últimamente —dije. —¿Has
vuelto a casa sola? —me preguntó.
—No, me ha acompañado Frank. —¿Te te gusta?
—Mas que nadie que haya conocido —dije,sintiendo aún
la sensación de estar paseando por las calles con Frank, en lugar de
estar junto a la cama de mi madre—. Tengo que hacer ahora mis deberes
—dije—. ¿Vendra a cenar papa?
—Sí —dijo mi madre y extendió su mano para coger la
mía—. ¡Qué arisca eres, Camila! Antes eras una chica
alegre y cariñosa. ¿Qué pasa? ¿Qué te ha
pasado?
—Nada —dije. Dejé a mi madre y me fui a mi habitación
a hacer los deberes. Luego llamé a Luisa, pero no quiso hablar conmigo y
me enfadé con ella por estar enfadada conmigo. Regresó a casa mi
padre y me senté junto a él mientras se bebía su
cóctel, pero ninguno de los dos hablamos mucho. Lo que mas
deseaba en el mundo era ir al parque y esperar hasta mañana en el
obelisco.
7
Los domingos mis padres desayunaban tarde, así que lo hice yo sola en la
cocina y me fui al parque, al obelisco. Era muy pronto para que hubiera llegado
Frank y me quedé observando a unos niños que jugaban a pasos de
gigante, y no paraban de subir y bajar los escalones del obelisco. Me
sentí terriblemente vieja. Hace un año también jugaba yo,
a veces, a pasos de gigante con los niños del parque, pero ahora me
limitaba a mirarlos. Comprendí que, desde el pasado miércoles,
había vivido mas que durante el resto de mi vida. Se puede sumar
el mismo número de días y obtener diferentes resultados; dos y
dos no siempre son cuatro. Hasta la exactitud de las matematicas
esvariable. Suspiré y un marinero que pasó a mi lado me silbó.
Frank también llegó pronto. No llevaba yo mucho tiempo
allí, cuando llegó y dijo:
—Hola, Camila.
—Hola, Frank —dije yo. —¿Cómo estas esta
mañana? —me preguntó.
—No lo sé —le respondí, aunque temía que mi
respuesta sonara a estúpida, pero pensaba que tenía que ser
siempre honesta con Frank.
—Tampoco sé yo cómo estoy —dijo él—,
así que ya somos dos.
Empezamos a caminar juntos, sin rozarnos, pero muy cerca, y Frank me
preguntó: —¿Te gustaron los Stephanowski?
—Sí —dije—. Mas que nadie desde que os
conocí a Luisa y a ti.
—Tú también le gustaste a ellos —dijo Frank—.
Les caíste muy bien. Y no les gusta cualquiera.
—Frank —dije—. Con los trances tan terribles por los que han
pasado me refiero a Johnny y el otro que mataron en la guerra y
parecían tan tan llenos de vida. Cuando a mí me pasa algo
malo, me siento morir pero ellos estaban tan llenos de vida La
única forma de ser felices es estar llenos de vida. Y ellos
parecían felices.
—Lo sé —dijo Frank—. Sé perfectamente lo que
quieres decir, Cam.
Escucha. Si te fijas en la gente que pasa a nuestro lado, aquí en el
parque, apuesto a que mas de la mitad ha sufrido alguna horrible
tragedia en su vida.
No creo que nadie pueda hacerse viejo sin ver morir a alguien a quien quiera y
presenciar toda otra clase de casos espantosos. Yocreo que lo que determina la
clase de persona que eres depende de que estés llena de vida o no. Es
enormemente importante estar lleno de vida. Hay demasiada gente muerta, gente
que va de un lado a otro, como muerta, por lo poco que le interesa la vida.
Mona puede ser terrible, pero esta viva. Sin embargo, no creo que a Bill
le interesen muchas cosas. Cuando Mona le tira algo, él le tira algo
también a
Mona, pero no porque realmente quiera hacerlo, sino sólo por
habito. Por eso me desesperé la otra noche contigo en el cine.
Creo que si tú no puedes permanecer viva dentro de ti, suceda lo que
suceda, estas traicionando a la vida y deberías estar
también muerta.
—Sí —dije—, tenías razón en enfadarte
conmigo —me di cuenta, de pronto, de que el sol brillaba y que las ramas
desnudas de los arboles eran preciosas vistas contra el cielo y de que
Frank caminaba a mi lado y estabamos juntos.
Por todas partes había parejas paseando, madres y padres empujando
cochecitos de niños y me pregunté si alguna vez pasearía
yo por Central Park empujando el cochecito de un hijo mío y me
sentí mayor y madura, puede que en la forma en que Luisa piensa que
debería sentirme todo el tiempo. Pensé que me gustaría
saber si Alma Potter, que se pasaba la vida hablando de las citas que tiene,
diría que esto es una cita; también me gustaría saber si
Alma Potter hablaba con los chicos con losque salía de la manera que
hablabamos Frank y yo. No, no podía ser tan bonito ni tan
excitante. Ninguno de los chicos que conocía, de la academia de baile o
de cualquier otro sitio, hablaba como Frank pero puede que si Frank fuera a la
academia de baile tampoco hablaría conmigo como lo hacía en el
parque.
Nos encaminamos hacia el zoo y Frank me dijo:
—Mama tenía una amiga que vino de Africa. Se alojaba
en el Sherry- Netherland y creía que estaba volviéndose loca,
porque todas las mañanas se despertaba al amanecer oyendo rugidos de
leones, exactamente igual que si estuviera en Kenya. Mona estaba muy preocupada
por ella y quiso llevarla a un psiquiatra. Un día en que hablaban de
ello delante de Bill, éste se echó a reír y dijo que,
probablemente, los rugidos eran de los leones del cercano zoo. Y era verdad.
Nos reímos al pensar en la mujer de Kenya, de vacaciones,
despertandose todas las mañanas por culpa de los leones, exactamente
igual que si no hubiera salido de Kenya; la idea de que la despertaran a una
los leones en el centro de Nueva York me parecía una cosa maravillosa.
—Te dije que te contaría por qué me echaron de la escuela
—dijo Frank—.
¿Quieres saberlo? Tiene su miga.
—Sí.
—No quisiera aburrirte ni nada de eso.
El sol se ocultó detras de las nubes y sentí frío,
como si fuera invierno. Me arrimé mas a Frank.
—No me aburrirías nunca —dije.
Nosdirigimos por el zoo hasta el recinto de los leones. La mayoría de
ellos estaban fuera de su caseta, pero uno estaba echado dentro de la suya con
aspecto triste y me pregunté si el rugido de un león como aquel
llegaría al Sherry-Netherland a través de la Quinta Avenida como
llegaría a una granja de
Kenya, a través de las praderas africanas, el de un león de
Africa. ¿Hay praderas en Kenya? He olvidado bastante la
geografía africana.
Salimos del recinto de los leones y nos detuvimos frente a una jaula de monos
con sus caritas cómicas y Frank dijo:
—En la escuela íbamos todas las mañanas y las tardes a la
capilla. Hasta que murió Johnny, eso no me preocupaba nada. Quiero decir
que no significaba mucho para ninguno de los dos. Cuando creía en Dios,
cuando de verdad suponía algo para mí, era cuando Johnny y yo
paseabamos por aquí, en Nueva
York, cuando veíamos algo hermoso, como cuando empiezan a asomar las
estrellas en invierno, aún con la luz del día y el cielo adquiere
ese color azul verdoso y los arboles parecen dibujos al carbón
En esos momentos yo sentía a Dios. Puede que se tratara sólo de
lo que Mona llama panteísmo sentimental, pero a mí me
parecía que era mas que eso. ¿Cuando sientes
mas a Dios, Camila?
—Cuando contemplo las estrellas y cuando estoy contigo —dudé
un poco
antes de terminar—: Antes no había hablado de Dios con nadie.
—¿Ni con tuspadres?
—No. En realidad, no. Por lo menos de esta forma.
—Para ser atea, Mona habla muchísimo de Dios. Se pasaba la vida
discutiendo conmigo. Creo que comprendió mas que nadie lo que yo
sentía por
Johnny y la estúpida y horrible injusticia de lo que le pasó.
Bill decía que la única forma de progresar es que no te importe
nada realmente, por muy terrible que sea. Decía que nada debe importar
en el largo recorrido de la vida, así que no había que dejar que
nos preocupara.
—Pero si las cosas no le importan a uno es como si estuviera muerto
—dije.
—Claro —dijo Frank—. A eso me refiero. A eso me estoy
refiriendo todo el tiempo. Por eso mismo me preocupó tu actitud la otra
noche en el cine. Mona sabe que, sea como sea, las cosas importan. Cuando lo de
Johnny dijo que derrochar una vida así era algo asqueroso y brutal y que
ningún Dios digno de
su nombre podía permitir que pasaran cosas así. Pues bien, creo
que en eso también se equivoca. Si fuera culpa de Dios,
estaríamos rebajandolo a nuestro nivel. Es como tú
decías, Cam: el que seamos estúpidos no es culpa de Dios. Por eso
es por lo que me echaron de la escuela. —¿Qué quieres
decir?
—Mira, cuando murió Johnny, el director de la escuela
pronunció un sermón en la capilla. Dijo que era voluntad de Dios
el que Johnny se hubiera ido y otras cosas por el estilo. Ya sabes a lo que me
refiero.
Asentí. Al proseguir,Frank elevó el tono de voz, como le pasaba
cuando algo le preocupaba intensamente.
—Si yo creyera que Dios hizo que se disparara aquella pistola o que Dios
deseaba que Johnny muriera, no creería en Él y haría todo
lo que estuviera en mi mano para borrar Su nombre de la faz de la tierra. Pero
yo no creo eso. Me maldeciría antes de creerlo. Y me refiero, absoluta y
literalmente, a lo que acabo de decir.
Asentí de nuevo y sentí deseos de gritar de alegría.
¡Sí! ¡Sí! ¡Creemos en el mismo Dios! El hecho
de que Frank y yo creyéramos en el mismo Dios pareció despejar mi
mente y que me sintiera mas fuerte y valerosa. Pero ¿cómo
iba a gritar de alegría cuando Frank seguía aún
atormentado por la muerte de Johnny?
—Me fui de la capilla antes de que terminara de hablar —dijo
Frank—. Me levanté, crucé la nave a grandes zancadas y
cerré la puerta de golpe a mis espaldas. No supe lo que hacía
hasta que estuve arriba, en mi cuarto. No creo que me expulsaran sólo
por eso. Dijeron que estaba demasiado trastornado para saber lo que
hacía; me enviaron a pasar la noche a la enfermería y me dieron
algo para dormir, que me produjo un dolor terrible de cabeza la mañana siguiente.
—¿Qué pasó después? —pregunté.
—El director me llamó a su despacho al día siguiente e
intentó razonar conmigo. Dijo que estaba tratando de animarme. Le dije
que no tenía porqué, puesto que,sencillamente, no creíamos
en el mismo Dios. Me replicó que sólo había un Dios y que
o se cree en Él o no se cree. Yo dije que nadie sabía qué
Dios era ése y que lo que él intentaba es hacer a Dios a su
imagen en lugar de proceder al revés, como tenía que ser.
Entonces me dijo que yo era insufriblemente soberbio. Puede que lo fuera, pero
si yo tenía que creer en su Dios, en lugar del mío,
prefería coger aquella pistola y matarme allí mismo. Él
siguió con su perorata y yo hice todo lo que pude para no escucharle;
luego dijo: «Esta bien, aún estas demasiado excitado
por lo de Johnny para saber lo que piensas y lo que dices, así que
olvidemos el tema durante unas semanas para que te tranquilices y entonces
volveremos a hablar.» Así, pues, esperó unas semanas, al
cabo de las cuales volvimos a hablar y me dijo que una persona que pensara como
yo no podía ser feliz en su escuela y otras tonterías como, por
ejemplo, que había querido demasiado a Johnny, así que
salí de su despacho igual que salí de la capilla y tomé el
primer tren para casa. Todos los chicos fueron a verme partir. Aquello
levantó una polvareda. ¡Qué estúpido era ese chico!
Los amigos no se portaron mal. No intentaron consolarme, sino que estuvieron
contando chistes, haciéndome reír y jugando. También el señor
Mitchell. Organizó varias excursiones y una vez que fui a la capilla
durante el tiempo de estudio, paraescucharle tocar el órgano, se
levantó y dijo—: Ven, Rowan, y te enseñaré
cómo funciona esto. Me dio una clase de órgano. Supongo que toda
la estúpida culpa de que me echaran fue mía. Pero entonces no me
preocupó lo mas mínimo. Ahora lo siento. Era una forma de
estar lejos de aquí. Mona me hizo la vida imposible, y tenía
razón. Probablemente Johnny me habría dicho lo mismo.
Decía que yo filosofaba demasiado sobre Dios. Puede que sí. Lo
sé, pero es lo único en que puedo usar mi mente —se detuvo
y se agarró a los barrotes del recinto del elefante. Éste
avanzó pesadamente hacia un balde de comidas, metió en él
la trompa y se la llevó a la boca y luego nos miró
con sus diminutos ojos de viejo y resopló.
Frank soltó una carcajada. El elefante nos miró de nuevo,
movió sus arrugados parpados grises de forma coquetona, se dio la
vuelta y nos dio la espalda.
Yo también me reí y seguimos allí, agarrados a los
barrotes, riéndonos con ganas. Cuando nos tranquilizamos, dije:
—Te comportaste como Galileo.
—Sólo que Galileo se retractó.
—No debería haberlo hecho. Mucha gente no lo hace, como los
martires.
—Yo no quiero ser un martir —dijo Frank—. Lo
único que quiero es vivir por siempre. ¿No quieres tú
vivir por siempre, Camila?
—Sí —el elefante se alejaba de nosotros, regresando a su
morada, con su piel gris flaccida y arrugada, que mas
parecía una cubierta artificialque una parte de un cuerpo vivo.
—Oye, Frank —dije—, me alegro de que te expulsaran. Si no,
probablemente estarías allí este año en lugar de estar en
Nueva York.
—En lugar de estar en Central Park contigo —Frank me cogió
del brazo—.
Yo también me alegro.
La semana que siguió fue una semana alegre. No vi demasiado a Frank. Era
como si tuviéramos que darnos un tiempo entre nuestros encuentros, para
respirar. No vi demasiado a nadie, excepto a Luisa, porque pensaba que se lo
debía. Desayunaba todas las mañanas con mi padre y me marchaba en
seguida al colegio. Al terminar las clases, o me iba con Luisa a la calle
Novena a hacer los deberes, o venía ella conmigo a casa. Mama y
papa no salieron a cenar fuera esa semana, pero Luisa y yo fuimos un par
de veces a una cafetería a tomarnos un sandwich y un batido. El martes
por la tarde vi a Frank después de clase y fuimos a casa de los
Stephanowski y escuchamos a Bach. Tenía ganas de ir con Frank a la
ópera y al Carnegie Hall. Mi madre y yo íbamos a menudo al
concierto los domingos por la tarde, pero estaba segura de que la música
sonaría distinta y mas grandiosa escuchandola con Frank.
El miércoles vi a Frank en el metro, pero él no me vio a
mí. Yo iba camino de casa de Luisa y en una de las estaciones
entró un grupo de chicos. Iban cargados de libros zarrapastrosos
(¿por qué los libros de los chicos estan siempremucho mas
estropeados que los de las chicas?) y hablaban y reían como había
visto hacer a otros chicos antes cientos de veces y no les presté
atención hasta el momento en que empezaron a cerrarse las puertas, en
que se apiñaron en una de ellas sujetandola para que permaneciera
abierta, gritandole a un compañero, que no estaba a la vista, que
se apresurara. En seguida llegó un chico alto y delgado, jadeando y
riéndose. Era Frank. El grupo, que lo formaban sólo cuatro chicos
pero que hacían tanto ruido que parecían una banda mayor,
trataban de hacerse notar. No prestaban atención a ninguna de las
personas que estabamos en el vagón, aunque me di cuenta de que
eran plenamente conscientes del interés que despertaban; daban la
impresión de estar representando. Salieron delante de mí en la
estación de la calle Octava y casi me alegré de que Frank no me
hubiera visto, tan distinto parecía del Frank que yo conocía; un
Frank millones de años mayor que yo, otro Frank que me hablaba de Dios y
de la vida y la muerte, que me había enseñado de música
mucho mas de lo que yo ya sabía, de cómo podía
individualizar y diferenciar los distintos instrumentos de una orquesta y de
cómo la música alimenta tu espíritu cuando esta
hambriento, igual que la comida alimenta tu cuerpo. Este Frank que había
visto en el metro era un chico como cualquier otro. Subí a casa de Luisa
y me encontrécon que Mona había regresado temprano del trabajo y
había enviado a Luisa a la farmacia por aspirina. Estaba sentada en el sofa,
leyendo, y me dijo que me sentara a esperar a Luisa. Era entre semana,
así que no estaba bebida, aunque tenía una copa frente a ella en
la mesa. —¿Te gusta leer? —me preguntó, levantando la
vista del libro y observandome a través de sus gafas de montura
negra.
—Sí.
—Luisa y Frank leen demasiado. Me imagino que tú leeras
cosas mas apropiadas para una joven, ¿no?
—No lo sé. —¿Has leído a Sir Thomas Browne?
—No.
—Frank me dejó esto para que lo leyera. Escucha: «El hombre
es un animal noble, grandioso en sus cenizas y ostentoso en la tumba, que
celebra las natividades y las muertes con igual esplendor, sin omitir escenas
de bravura en su ignominiosa naturaleza. La vida es una pura llama y vivimos
llevando dentro de nosotros un sol invisible.» ¿Qué te
parece eso, ¿eh?
—Creo que es bonito —dije.
—Muchos de nosotros dejamos salir el sol que llevamos dentro —Mona
se quitó las gafas, me miró sin ellas y se las volvió a
poner—. La cosa mas importante es tener interés. Mientras
tengas interés, tu sol permanece dentro. Aunque, a veces, te interesas
tanto y deseas mas de lo que puedes alcanzar que tu sol ardiente puede
consumirte. Pienso, sin embargo, que ése es el mejor destino, porque da
la casualidad de que sigo creyendo que el hombrees un animal noble.
¿Sabes de lo que estoy hablando? Debes saberlo, porque Luisa dice que
quieres ser astrónomo y cualquiera que desea algo tiene que saber de lo
que estoy hablando.
—Sí —dije—. Creo que lo sé.
En ese momento llegó Luisa y nos fuimos a su cuarto a hacer los deberes.
Esa noche me llamó Frank por teléfono y quedamos en encontrarnos
el sabado por la mañana en su casa.
Durante esa semana mi madre estuvo muy tranquila, con cierto aire cansado y
tristón. Carter me dijo que los días que yo iba a casa de Luisa
después del colegio mi madre salía por las tardes; pero los
días que Luisa venía a mi casa nos esperaba siempre con chocolate
caliente y pastas, y Jacques no apareció por allí. Pero cuando
estaba con ella, o pensaba en ella, mis sentimientos seguían estando
muertos. Mi padre se comportaba de una forma muy cariñosa con ella y le
vi acercarse a ella y abrazarla un par de veces. ¡Pobre papa!
Deseaba fervientemente que mi padre no supiera nunca que había hablado
con Jacques por teléfono.
Tiene gracia que cuando se produce un cambio importante en tu vida tus emociones
tardan mas en darse cuenta de ese cambio que tu intelecto. Esa nueva y
ofuscada forma de sentir respecto a mis padres fue el cambio mas grande
que me había sucedido nunca, y no podía acostumbrarme a
él. Toda esa semana me despertaba por la mañana con la
sensación de que algo iba mal, yera mi mente la que tenía que
decirle a mi corazón que eso era así porque mi madre había
hablado por teléfono con Jacques y porque mis padres eran Rose y
Rafferty Dickinson en lugar de ser mi madre y mi padre. Mi corazón trataba
de ajustarse a la infelicidad que le embargaba, sin comprender aún
porqué era infeliz e, instintivamente, buscaba el consuelo de mi madre;
entonces mi mente le decía: «No, no puedes hacer eso
mas.» Y, poco a poco, mi corazón empezó a entender
lo que mi mente no dejaba de decirle todos los días: que todo
había cambiado y que ya nada volvería a ser como antes.
Durante esa semana noté que mi madre y mi padre me miraban a veces de
forma extraña, y lo sentía, porque comprendía que estaban
sufriendo. Un día, durante la cena, intenté explicarlo
esgrimiendo algunas excusas, y lo único que hice fue decir todo lo
contrario de lo que debía decir y empeorar las cosas. Estabamos
comiendo ensalada y mi madre me ofreció un trozo de lechuga de su
tenedor. Mi madre estaba preciosa a la luz del candelabro y, normalmente, en
circunstancias así me quedo mirandola, con ganas de rodear la
mesa y abrazarla. Pero esa noche me limité a mirarla y me di cuenta de
lo guapa que estaba, pero de una forma fría e impersonal. La miré
y, aunque me gustó, me dio menos placer personal del que podría
haberme dado un problema de matematicas resuelto brillantemente. Me
dicuenta de que me miraban los dos y dije:
—Supongo que me estoy haciendo mayor y, cuando los niños se hacen
mayores, no necesitan a sus padres igual que antes.
Mi madre se echó a llorar y dijo:
—Camila, ¿cómo puedes decir una cosa tan horrible?
Me acerqué a ella, porque realmente no quería disgustarla, e
intenté explicarselo diciendo que era un proceso natural, con lo
que lo empeoré aún mas. La abracé y de nuevo fue
como si ella fuera la niña y yo la madre, cosa que me desagradó.
El jueves, Luisa y yo fuimos al Museo Metropolitano para hacer nuestros deberes
en el jardín romano donde habíamos hablado por primera vez. Antes
de nuestros encuentros, Luisa no conocía muy bien el Museo. Siempre
había vivido en el Village12 y jugado en la plaza de Washington. Creo
que se perdió mucho al no tener el Metropolitano para jugar. A veces,
tres o cuatro de nosotros nos escapabamos de nuestras niñeras y
nos metíamos en el Museo para jugar al escondite, hasta que nos
sorprendía algún guarda y nos echaba.
Los guardas nos odiaban y para nosotros eran nuestros enemigos y se nos
ocurrían toda clase de cosas para fastidiarlos. Supongo que
resultabamos inaguantables, pero era divertido y nunca hicimos
daño a nadie. Aún ahora, cuando veo que me mira un guarda, siento
una cierta sensación de culpabilidad, como si yo no debiera estar
allí.
Cuando terminamos los deberes, nospusimos los libros bajo el brazo y empezamos
a deambular por las salas, sin prestar mucha atención a estatuas, urnas
y otros objetos de arte. De pequeña solía pensar que el Museo era
un enorme palacio y que yo era una princesa que vivía en él. Las
salas que mas me gustaban eran las desiertas de gente, donde yo
podía imaginarme mejor que estaba en mi casa y los guardas eran mis
esclavos, en lugar de mis enemigos. El
Museo es un lugar ideal para soñar. En las salas con estatuas hay una
blancura en la luz parecida a la blancura que refleja la nieve recién
caída, sólo que, en cierto sentido, es la nieve de un
sueño y no la nieve que cae en la calle o en el parque. Y las estatuas y
los bustos son objetos surgidos como de un sueño, que te miran sin pestañear
con sus ojos ciegos y lechosos.
Luisa se detuvo delante de una estatua de estilo moderno, que representaba a
una mujer de rasgos angulosos. —¿Qué vas a hacer el
sabado, Camila? —preguntó.
—Voy a salir con Frank. —¿Te lo ha pedido él?
—Por supuesto.—¿Cuando?
—Me llamó por teléfono.—¡Ah! —dijo Luisa.
Su rostro se nubló con gesto de enfado, pero todo lo que dijo
fue—: Supongo que estas en tu derecho, si así lo quieres.
—Sí —dije—. Así es —intenté
explicarselo de nuevo, mirando a un bajorrelieve de un caballo
griego—. Luisa, si no te enfadaras cuando veo a Frank Piensa que el
que yo vea a Frank no cambia nadaentre nosotras. Nunca
te importa que yo pase la tarde con alguna otra chica del colegio, o que me
inviten a cenar
—No me importa que veas a Frank —dijo. —¿Por
qué te enfadas entonces?
—Yo no me enfado —dijo Luisa.
Me volví pensando que no había nada mas que decir. Pero
Luisa se acercó y me tocó ligeramente el hombro.
—Camila —¿Qué? —¿Te acuerdas, hace
tiempo, poco después de conocernos, que te dije que no creía en
Dios y tú te escandalizaste?
—Sí. —¿Y que me hiciste prometerte que rezaría
por la noche?
—Sí.
—Pues bien, aún lo hago. —¿De verdad, Luisa?
¿De verdad?
—Sí. Lo que pasa es que no sirve para nada. Cuando la noche
esta estrellada, miro las estrellas, como tú me dijiste que hiciera,
tratando de sentir a Dios, pero nunca lo consigo.
—No hay bastantes estrellas sobre la ciudad —le dije—. No
puedes ver suficientes estrellas para sentir esa sensación a la que yo
me refería. Tiene que ser todo un cielo cuajado de estrellas. Entonces
sentiras lo que digo.
—Cuando fuimos el verano pasado a la isla del Fuego a pasar una semana
había multitud de estrellas y no sentí nada de lo que tú
decías —dijo Luisa—.
Me gustaría creer en Dios, Camila, pero parece que no puedo.
—Entonces, ¿por qué sigues rezando? Luisa movió la
cabeza tristemente.
—Creo que se esta convirtiendo para mí en una especie de
superstición. No dejo de pensar en que si, a pesar detodo, existe Dios
es mejor seguir rezando por si acaso. Eso no puede hacerme daño y puede
existir una ligera esperanza de que me haga bien. Pero si existe Dios, no ha
respondido a ninguna de mis oraciones. Todas las noches rezo lo mismo. No
formulo deseos. Rezo para que las cosas entre Mona y Bill vayan mejor y para
que yo pueda ser un poco mas bonita —se rió—.
¡Claro, ríe, bebe y casate! Mientras puedas reírte
de ello, todo va bien. Toujours gai, toujours gai13 —añadió
y empezamos a subir por uno de los huecos de escalera, atestado de grandes y
absurdos cuadros.
Luisa se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió hacia mí
con la ansiedad que la embargaba siempre que se le ocurría algo nuevo:
—Dime, Camila, ¿cuando cuando te diste cuenta por
primera vez de la perfidia de los adultos? —sonrió—. Buena
palabra, ¿no?
—No estoy segura de saber a lo que te refieres —dije
cautelosamente. —¡Claro que lo sabes! —Luisa movió la
cabeza impacientemente y continuó subiendo las escaleras y entró
en una sala atestada de cuadros enormes de Whistler, Sargent y Homer y otros
pintores del estilo—. De los adultos que no son Todopoderosos, que no son
perfectos. Que son como una cita de la Biblia que Mona tiene siempre en la
boca. ¿Cual es? ¡Ah, sí!: «El corazón,
por encima de todo, es traicionero y desesperadamente perverso.» Bueno,
eso no es exactamente lo que quierodecir. Pero ¿recuerdas cuando
te traicionó un adulto?
—Sí —dije.
—Claro, tú eres muy ingenua con los adultos; ni siquiera te das
cuenta de que no son mas que personas. Me refería a que si
recordabas algo de eso.
—Sí que lo recuerdo —dije.
—Esta bien, cuéntamelo. ¿Cuando fue?
¿Dónde? —se sentó en un banco circular que
había en el centro de la sala y me hizo sentarme a su lado.
—Fue en el colegio —dije—. Fue hacia el segundo o tercer
grado, porque era un colegio que sólo tenía hasta tercer grado.
—Bien, sigue —dijo Luisa—. ¿Quién fue?
¿Qué pasó?
Empecé a sentirme un poco confusa, pero sabía que Luisa no me
habría dejado ir tan lejos sin acabar la historia.
—Ese día había ido a recogerme mi madre, en lugar de Binny.
Como de costumbre, fue tarde. Se acercó a mí, que la esperaba
sentada en el guardarropa, y me dio un beso y un abrazo.
—Siento haberme retrasado, cariño. Yo bueno, coge tu abrigo y
apresurémonos —luego me dijo—: Camila, ¿qué te
pasa?
Agaché la cabeza, avergonzada.
—Estoy mojada —murmuré—. Mama, me he orinado
encima. —¿Cuando ha sido?
—En clase de geografía. Tenía ganas de ir al baño y
pedí permiso.
—Pero querida, ¿qué sucedió?, ¿por
qué?
—La señorita Mercer dijo que no podía ir. Tenía unas
ganas enormes, así que le pedí permiso otra vez y ella me dijo
que no. La verdad es que tenía que ir, no era una excusa para salir de
clase. Poreso le pedí permiso otra vez y ella se enfadó
enormemente. Tenía tantas ganas que, finalmente, me levanté y
salí a toda prisa, pero sólo pude llegar a la puerta del cuarto
de baño y ya no pude aguantar mas. Luego sonó el timbre
para francés y volví a clase.
—Esta bien, cariño. No te preocupes de ello —dijo mi
madre.
—Pero yo soy ya mayor para orinarme encima —me lamenté.
—Espérame aquí un minuto, cariño. ¡No! Es
mejor que vengas conmigo. Me cogió de la mano y me llevó
apresuradamente al despacho de la directora. Mi madre le contó lo que
había pasado. —¡No puedo creerlo! —exclamó la
directora.
—Le aseguro que es verdad —dijo mi madre.
La directora pulsó un timbre.
—Creo que la señorita Mercer esta aún aquí.
Sera mejor que la llamemos y aclaremos el asunto.
La señorita Mercer escuchó con el rostro inexpresivo como un
bacalao lo que mi madre volvió a contar. Luego dijo bruscamente:
—Eso no tiene sentido. No me pidió permiso.
La directora asintió.
—Ya ve usted.
Mi madre estaba empezando a ponerse nerviosa.
—No, me temo que no lo veo. Camila siempre dice la verdad y si ella dice
que pidió permiso es que lo hizo.
—Tenga la seguridad de que la habría dejado ir si me lo hubiera
pedido — dijo la señorita Mercer—. Es cierto que algunas
niñas usan el baño como excusa para salir de clase, pero si una
niña tiene necesidad de salir, la dejo. Camila
esta,probablemente, avergonzada de haberse orinado encima con lo mayor
que es y se ha inventado esa historia. Su profesora de inglés dice que
es muy imaginativa.
—Pero su imaginación no la lleva a mentir y no es cobarde
—dijo mi madre con voz que parecía un eco de la de mi padre.
La directora se volvió entonces hacia mí.
—Camila, ¿tuviste necesidad de salir durante la clase de
geografía?
Asentí. —¿Por qué no le pediste permiso a la
señorita Mercer?
—Lo hice —dije llorando—. Se lo pedí tres veces.
La señorita Mercer se encogió de hombros. —¿Ve
usted?
—Camila —prosiguió la directora—, estoy segura de que
tú sabes que la señorita Mercer te habría dejado salir si
hubieras levantado la mano.
—Lo hice —dije— y no me autorizó.
La directora se volvió a mi madre. —¿Qué puedo
hacer? —su voz tenía un tono festivo, como dando a entender que
los niños son unas criaturas extrañas a las que no se
podía creer nunca.
Mi madre la miró.
—Nada. Cuando hay que elegir entre la palabra de una profesora y la de
una niña, supongo que tiene que creer en la de la profesora, aunque sepa
usted que la niña esta diciendo la verdad. —¡Claro!
—exclamó la señorita Mercer.
—Es magnífico que crea usted en su hijita sin reservas —dijo
la directora— pero en este caso estoy segura de que ha sido porque estaba
avergonzada de haberse orinado encima por lo que le dijo eso. ¿No es
así, Camila?
—No—dije.
Mi madre se rindió ante la directora y la señorita Mercer.
—Estamos dandole vueltas al asunto. Creo que sera mejor que
me lleve a Camila a casa para que se cambie. Estoy segura de que la
próxima vez que pida permiso se lo daran —me llevó a
casa, me bañó, me cambió de ropa y se pasó toda la
tarde jugando conmigo, aunque tenía que haber salido a tomar el
té a algún sitio. Cuando mi padre llegó a casa se fueron a
hablar a su despacho.
Luego vino mi padre a mi habitación, me llevó a su despacho y me
sentó en sus rodillas.
—Camila —dijo—, tu madre me dice que has tenido una
experiencia desagradable hoy en el colegio.
—Sí, papa. —¿Estas segura de no
equivocarte cuando dices que la señorita Mercer no te dio permiso?
Yo sabía que no me equivocaba. —¡Mama me
creyó! —dije—. ¿Es que ya no me cree?
—Ella esta convencida de que no mentirías intencionadamente
—dijo mi padre y yo me quedé aturdida, porque parecía que
mi padre y mi madre creían ahora en la señorita Mercer y no en
mí y, si nadie creía en mí, si nadie creía en la
verdad, algo horrible le tenía que haber sucedido entonces a la verdad.
Pero mi padre me miró y dijo como si de repente hubiera tomado una
decisión—: Tu madre te cree y yo también te creo y quiero que
sepas que nunca dudaremos de tu palabra, en ninguna ocasión y pase lo
que pase.
Recliné mi cabeza en él y me eché a llorar y él me
estrechócariñosamente entre sus brazos.
—Papa —dije. —¿Sí, Camila?
—Entonces, la señorita Mercer ha mentido.
—Sí, Camila.
—Pero ella es una persona mayor.
—Sí.
—Creía que las personas mayores no mentían nunca.
—Los mayores no son muy diferentes a los niños —me dijo
él—. Algunos son estupendos y otros no. ¿Te acuerdas de
aquella niña que conociste en una fiesta que hacía trampas en
todos los juegos?
—Sí, papa. —¿Y que a ninguna de vosotras os
gustaba por eso?
—Sí.
—Sin embargo, a ti te gustaban los otros niños, ¿no?
—Sí, papa.
—Pues lo mismo pasa con los adultos, cariño. Algunos de ellos son
personas maravillosas y otros no valen nada. No olvides que la directora de tu
colegio estaba en una situación delicada. Sólo una persona de
exquisita sensibilidad se daría cuenta de que esta cometiendo una
terrible equivocación al no reconocer la verdad; y, evidentemente, tu
directora no es una mujer de gran sensibilidad. Y tienes que recordar otra
cosa, Camila. A veces puedes aprender mucho de la gente que no vale la pena.
Así que no olvides que la señorita Mercer tiene aún mucho
que enseñarte de geografía y que tú tienes mucho que aprender.
Seguí sentada en sus rodillas durante un rato, en silencio, al cabo del
cual le pregunté:
—Papa ¿tú crees que yo decía la verdad
cuando dije que le había pedido permiso?
—Sí, Camila. Sé que estabas diciendo la verdad.
Meapreté a él.
—Papa —murmuré— te quiero mucho.
Estaba sentada en el banco circular, al lado de Luisa, y contemplé el
retrato de tres hermosas damas vestidas de blanco; pensé en
cuanto le había querido y me entraron deseos de llorar ahora como
había llorado entonces; tuve que morderme los labios para contenerme y
no ponerme a llorar en el Museo, con tanta gente como pasaba contemplando los
cuadros.
—Lo que no comprendo —dijo Luisa— es la necesidad que tienen
los adultos de ser como son. Qué cosa tan horrible, Camila. Qué
cosa tan horrible y repugnante que un adulto le haga una cosa así a una
niña. No entiendo cómo puede hacer eso alguien.
—No, yo tampoco lo entiendo —miré los ojos azules de Luisa
oscurecidos por la excitación y me sentí muy unida a ella, porque
no se había reído de lo que yo le había contado y porque,
aunque no dijo nada, yo sabía que había comprendido.
—Oye —dijo—. ¿Te ha contado Frank por qué le
echaron?
—Sí —dije.
—Ya ves. El tipo que dirige esa escuela debería haber sido
destripado y descuartizado. Claro, yo creo que Frank pasa de cosas como
ésas, pero cuando muere en tus brazos alguien que conoces, como Frank
conocía a Johnny, hay que suponer que estas fuera de tiro.
Creí que Mona la armaría cuando echaron a Frank, y desde luego le
echó una buena bronca, pero luego fue y le dijo tales cosas al director que
apuesto a que aún le ardenlas orejas. Dime una cosa de Frank, Camila.
—¿Qué cosa?
—Bueno ¿Ha intentado besarte alguna vez?
Me quedé sorprendida y enfadada. Estaba enfadada de verdad. Tan unidas y
hermanadas como estabamos y ahora todo eso se esfumaba.
—No. ¿Por qué debería hacerlo?
—A Frank le gustan las chicas y tú eres guapa. Para ser chico,
Frank ha madurado pronto. Hubiera sido mejor para él que lo echaran de
la escuela por ir con alguna chica, en lugar de por motivos religiosos o como
quiera que lo llaméis. —¡Cómo se te ocurre hacer una
pregunta tan idiota! —pregunté casi gritandole, y una
señora que pasaba a nuestro lado y que llevaba un abrigo de visón
se volvió y siseó—: ¡Chist! ¡Chist!
—Bueno, creía que podría haberte gustado que te besara
—dijo Luisa, bajando la voz—. ¿Te han besado alguna vez,
Camila?
—No —dije. Estaba mas enfadada que nunca con Luisa.
—¿Te sorprenderías si te digo que a mí sí?
Quiero decir que me han besado.
—No especialmente —aún seguía enfadada.
—Pues sí. Aunque parezca gracioso, a la fea de Luisa la han
besado.
—A mí no me parece gracioso.
—Créeme, Camila —dijo Luisa—, es un tremendo
desengaño. No tiene nada que ver con lo que pasa en las
películas. Yo pensaba que me desmayaría pero ni siquiera me
gustó. Puede que fuera porque no estaba enamorada. Fue ese zoquete con
el que salí una noche durante las últimas vacaciones de Pascua.
Su madretrabaja en la revista con Mona y me figuro que pensaron que era una
idea estupenda que los niños salieran juntos. Él va a un
internado de postín y esta muy pagado de sí mismo. Su pelo
olía tanto a brillantina que me sentí enferma. Fuimos al teatro a
ver una asquerosa comedia musical, cuando yo quería ver una obra
honesta, y se pasó todo el tiempo con mi mano cogida con la suya,
sudorosa y gelatinosa. Se lo permití sólo por motivos
experimentales. Quiero decir que una chica que va al médico debe conocer
todo y yo quería saber qué era eso de tener una cita y dejarse
acariciar por un chico, si llamas dejarse acariciar a tenerse las manos cogidas
en la quinta fila del patio de butacas. Después me llevó a
Sardi's a tomar un sandwich y un refresco, y luego a mi casa en un taxi. Estaba
tan acostumbrada al metro y a los autobuses que había olvidado lo que
era ir en taxi. En él me cogió la mano y entonces me besó.
Aquello fue todo babas y saliva y me tuve que limpiar luego la boca con el
pañuelo. Pienso que eso debió herir su orgullo, porque no dijo
nada el resto del trayecto y me besó justo cuando pasabamos por
Macy's14. Pero cuando llegamos a casa subió la escalinata exterior
conmigo y me volvió a besar. Como era la segunda vez y ya estaba algo
acostumbrada a ello, no me limpié la boca hasta que se hubo despedido de
mí y regresó al taxi. ¡Imagínate! ¡Tener un
taxiesperando! Su padre trabaja en una gran compañía fabricante
de whisky y por Navidad le mandan a Mona y a Bill una caja. Así que me
figuro que para él no debe ser un problema. Cuando volvió a la
escuela me escribió un par de cartas y, desde luego, eran
soporíferas. Bien, ¿crees tú que debería casarme
por interés, Camila? ¿Debería casarme con un zoquete como
ése? ¿O debería esperar a encontrar a algún
encantador médico delgaducho y muerto de hambre de bonitos labios secos?
Si lo que ese zoquete me dio fue un beso húmedo, ciertamente no
sé cómo sera un beso normal. Admito que mi
información proviene de Alma Potter. A ti no te cae bien, ¿no?
—No.
—Yo también creo que es una estúpida —dijo
Luisa—. Presume de saber de todo, pero apuesto a que no todo es de
primera mano como intenta hacernos creer. Dijo que su padre le iba a regalar un
abrigo de visón este año por Navidades. Yo creo que eso es de mal
gusto. ¡Demonios, Camila, me gustaría no ser fea! Me
gustaría poder pensar que ese zoquete me besó porque yo era
bonita y no sólo porque besa a todas las chicas con las que sale. No
creo en el matrimonio, al menos lo que conozco de él, y me
gustaría permanecer soltera, no porque no tenga mas remedio, sino
porque yo lo quiero así —se sentó en un banco de una sala
atestada de cuadros religiosos de primitivos italianos, todos ellos rojos,
azules y dorados.
—Apuesto a que tecasaras antes que yo —dije.
Luisa se pasó los dedos rabiosamente por el pelo.
—Es horrible ser fea, Camila —dijo.
Sentí pena y cariño por ella.
—Muchas de las mas famosas mujeres de la historia han sido
pelirrojas — dije para consolarla— y ninguna de ellas fue realmente
famosa antes de los treinta.
—Puede que mejore con la madurez. Si me decido a ser cirujano no
importara mucho el aspecto que tenga. Al fin y al cabo, cuando operan
llevan todo tapado excepto los ojos. La vida tiene gracia, ¿no, Camila?
Me siento enormemente feliz o me siento una desdichada, y me parece que la
mayor parte del tiempo me siento una desdichada. No me dejes nunca, Camila. Por
favor, no me dejes.
—Claro que no voy a dejarte —dije, sin decir nada nuevo, porque era
algo que ya había decidido. Luisa era mi amiga pero, de pronto, se
había convertido en responsabilidad mía en lugar de ser al
revés. Y sabía que esto era a causa de Frank. El sabado,
pensé. El sabado veré a Frank.
8
El sabado por la mañana me puse mi falda mas bonita y
nueva, una de lana verde, una blusa blanca y una chaqueta de punto verde. No me
atreví a ponerme el abrigo de los domingos y el sombrero, por lo que me
puse el azul marino del colegio y la boina roja; no me coloqué la boina
de cualquier forma en la cabeza, como de costumbre, sino que me pasé
cinco minutos ante el espejo intentando ponérmela de la mismaforma que
Michèle Morgan en una película francesa que habíamos visto
Luisa y yo.
Cuando estaba a punto de salir, me llamó mi madre a su
habitación.
Llevaba una bata de manga larga para ocultar las señales que aún
tenía en las muñecas. —¿Vas a salir, cariño?
—preguntó.
—Sí, mama. —¿Con quién?
—Con Frank Rowan. —¿Va Luisa contigo?
—No lo sé —dije, y era verdad. Frank no me había
dicho si Luisa estaba incluida en sus planes o no, aunque la verdad es que lo
dudaba.
Mi madre frunció ligeramente el ceño y dijo: —Oye,
cariño, no puedo acostumbrarme a la idea de que tengas cita ya con
chicos. Sé que es terrible, pero no puedo hacerme a la idea de ser ya lo
suficientemente mayor para tener una hija que es casi A veces pienso que yo
no sirvo para ser madre sé que no he sido una buena madre para ti
pero te quiero, hija mía, sí, te quiero mucho.
—Tengo que irme —dije—. He quedado con Frank a las diez.
—Me gustaría saber si haces bien o no Claro que hoy día
todo es distinto, desde pero ¿esta bien que salgas sola con
Frank? ¿Las otras chicas salen también solas con chicos?
—Naturalmente —dije—. Claro que esta bien,
mama.
—Tendría que hablar de ello con Rafferty, pero no quiero
preocuparle por todo. ¿A qué hora volveras, cariño?
—No lo sé —dije—. Frank me dijo que a lo mejor
íbamos a cenar con el señor y la señora Stephanowski.
—¿Quiénes son?
—Lospadres de un amigo suyo.
—Bien, hija, ¿podrías llamarme por teléfono hacia
las seis? Me quedaría mas tranquila.
—Te llamaré —dije.
—Prométemelo.
—Te lo prometo, mama.
—Y, por favor, no vengas tarde, cariño, si no quieres darle un
disgusto a tu padre. Y a mí también —me acerqué a
ella y me besó, al tiempo que decía—:
¡Oh, cariño, te quiero aunque no haya sido una buena! Lo sabes,
¿no? Sin importar lo que Te querré siempre.
Besé a mi madre, me despedí de ella y me fui. Frank me esperaba
en la escalinata de su casa. —¡Hola, Camila! —dijo. Me
miró seriamente, sin sonreír y no extendió la mano para
saludarme—. Estas muy guapa —dijo, y sentí una
agradable sensación interior. Me cogió del brazo—. Le dije
a David que iríamos esta mañana. ¿Te parece bien?
—Sí —dije.
—No le dije nada a su madre. Siempre se alborota cuando va a ver a David
alguna persona nueva. Dice que eso le cansa. ¡Qué tontería!
David necesita amigos y es ahora cuando los necesita.
Fuimos andando hasta el apartamento de la calle Perry donde vivía David.
Había ascensor y subimos a la última planta, la séptima.
Frank llamó al timbre y abrió la puerta una señora de
mediana edad que llevaba un vestido de lana de color rojo oscuro. Con el pelo
canoso, su rostro denotaba tristeza; cuando contestó nuestra llamada
parecía nerviosa y desasosegada. Tenía el rostro surcado por
profundas arrugas;pensé que me recordaba a alguien y caí en la
cuenta que era un perro basset que habíamos tenido un verano en Maine.
—¡Ah, hola, Frank! —dijo—. Hoy no se encuentra muy
bien. —¿Le importaría que entraramos, señora
Gauss? —preguntó Frank.
—No sé. Siempre le gusta verte, pero —y miró
desconfiadamente hacia mí.
Se oyó entonces una voz procedente del fondo del apartamento.
—¿Quién es, Ma?
—Es Frank con una amiga —contestó la señora Gauss.
—Bien, hazlos pasar.
No los tengas esperando ahí fuera.
—Entrad —dijo la mujer.
Nos dirigimos hacia el lugar de donde procedía la voz. Frank iba delante
de mí, que estaba un poco asustada por la actitud desconfiada de la
madre de David. No había visto nunca a nadie con el cuerpo mutilado y
tenía miedo de que mi aprensión me hiciera decir algo
inconveniente, como le sucedió a Luisa. David estaba sentado en un gran
sillón. Le faltaban las dos piernas casi desde el principio y se
cubría los muñones con una manta que no le llegaba mas que
hasta el borde del asiento. Tenía un libro en la mano y, al entrar
nosotros, lo dejó en una mesita que tenía al lado. En un
rincón había una silla de ruedas plegable. Frank se acercó
a él y le estrechó la mano y yo me acerqué también.
—David, te presento a Camila Dickinson —dijo Frank—. Es amiga
mía y quería que la conocieras. Camila, te presento a David
Gauss. David alargó la mano y se laestreché. Su mano era fuerte y
segura y me quedé mirandole a la cara, mientras retenía mi
mano entre la suya.
Parecía mayor de veintisiete. A esa edad, evidentemente, se es adulto
pero no viejo, y David parecía viejo, no obstante la gran cantidad de
pelo castaño oscuro que exhibía, que parecía necesitar un
peinado. Su rostro era muy delgado y los ojos muy hundidos en sus cuencas.
Tenía profundas arrugas a ambos lados de la boca, como si tuviera que
mantener frecuentemente los dientes apretados para no gritar. Su nariz, fina y
delgada, era curvada como el pico de un aguila.
—¿Así que eres amiga de Frank? —me preguntó.
—Sí. —¿Cómo te hiciste amiga de él?
—Su hermana y yo vamos al mismo colegio.
—No es razón suficiente para ser amigos, ¿qué
mas?
—Hemos hablado.
—Ese motivo es mejor. ¿Luisa es también amiga tuya?
—Sí. Es mi mejor amiga. Quiero decir —¿Quieres
decir que era tu mejor amiga? —preguntó David y sonrió de
forma extraña.
Sí, eso era exactamente lo que quería decir, aunque no
había caído en la cuenta de que era verdad, hasta que le dije a
David que Luisa era mi mejor amiga.
—Sí —dije y miré fijamente a los ojos grises de
David. Eran del color del agua en una día de invierno sin sol, en el que
las nubes son bajas y el viento cortante, y el agua esta helada, a punto
de congelarse.
—En otras palabras —dijo David—, que te gusta mas Frank
que Luisa.
—Sí.—Va a ser duro para Luisa, pero así es la vida;
antes o después Luisa tendra que aceptar las cosas. Frank, ve y
dile a Ma que nos traiga un poco de café.
—Yo lo prepararé —dijo Frank y salió de la
habitación dejandome sola con David. Sin embargo, ya no estaba
asustada. Procuraba no mirar la manta que ocultaba los horribles restos de lo
que una vez fueron dos piernas tan activas como las de Frank o las mías,
pero cuando miraba el rostro de David no me sentía nada asustada.
—Siéntate —dijo David—. Hablame de ti.
Repíteme tu nombre. ¿Camila qué?
—Camila Dickinson.
—¿Debo llamarte señorita Dickinson o Camila? —Oh,
Camila —dije. Me senté en una silla situada frente a David, para
poder seguir observando su rostro. La habitación en que estabamos
era, evidentemente, su dormitorio, sala de estar y estudio, todo en una pieza.
En un lado había una cama de hospital, cubierta por una colcha de color
rojo oscuro.
Se veían muchos libros, una reproducción, de gran tamaño,
de un De Chirico que representaba un caballo blanco y un par de pinturas
abstractas, muy geométricas y un aspecto algo intimidante. En el suelo
había una alfombra persa y en las ventanas, cortinas de color rojo
oscuro, que hacían juego con la colcha de la cama. —¿Tienes
algo que ver con Karl Friedrich Gauss? —le pregunté a David.
—¿El matematico? No, al menos que yo sepa. ¿Te
gustan las matematicas?—Sí —dije—. Gauss le
hizo los calculos a Piazzi, que fue el primero en descubrir los planetas
menores. —¿Matematica, eh? —dijo David—.
¿Qué edad tienes?
—Quince. Casi dieciséis.
—Es una buena edad —dijo David—. Yo me enamoré por
primera vez cuando tenía quince años. Un año mas
que Stephen Dedalus. ¿Has leído Retrato del artista de joven?
—No.
—Debías leerlo. Dile a Frank que te lo deje. Sea como sea, Stephen
tenía catorce años y yo quince. Mine era mi profesora de
violín. Tenía veinticuatro años y era hermosa como un gato
siamés. Tú también recuerdas un poco a un gato, Camila,
con esos grandes ojos verdes. ¿Te has enamorado ya, Camila?
—No. —¿No estas enamorada de Frank?
Al preguntarme eso David fue como si me golpeara con todas sus fuerzas en el
estómago con sus dientes apretados.
—No había pensado en ello. —¿Por qué no pensar
en ello? —me miró con sonrisa amistosa.
—No no lo sé —tartamudeé, notando que me
ponía roja. Luego dije—: No creo que sea algo en lo que haya que
pensar. Cuando se esta enamorado se sabe.
—Palabras inteligentes para ser tan joven —dijo David, y no supe si
se estaba burlando de mí o no—. Sin embargo, no hace daño
pensar en eso a veces.
Nos hemos salido del tema. ¿Quieres ser matematica como Gauss?
—Quiero ser astrónomo —dije. —¿Hablas en serio?
—Lo digo en serio.
—Las matematicas son fundamentales para eso —de repente, la
vozde
David adquirió un tono impaciente—. ¿Sabes jugar a las
cartas, por casualidad?
¿Te gustan?
—Sí. Me encantan las cartas. —¿Te apetecería
venir alguna vez a jugar conmigo? Frank lo hace de vez encuando, como buen
chico que es, pero no es lo suyo y no tiene gracia ganar siempre. Papa
Stephanowski juega conmigo al ajedrez, pero tampoco pierdo con él.
¿Juegas al ajedrez?
—Sí —dije—. Solía jugar antes. Tenía una
niñera que me enseñó y me encantaba, pero no he encontrado
luego a nadie con quien jugar. —¡Estupendo! —exclamó
David, iluminandosele los ojos por vez primera—
. Eres un hallazgo, Camila. Bendigo a Frank por haberte traído. Dime una
cosa,
Camila. ¿Te repugna verme así?
—No —dije. —¿No no te resulto repulsivo?
—No. —¿Seguro? Si te desagrada verme así, me puedo
poner las piernas artificiales.
—No —dije.
—Puesto que no hay posibilidad de poder usar una prótesis de
verdad y éstas son sólo para el aspecto, no tiene sentido que me
las ponga. Ademas, me deprime ponérmelas. ¿Lo comprendes?
—Sí —dije.
—Acerca tu silla para que pueda verte mejor —pidió
David—. Ahí. Así esta bien. ¿No te importa
estar cerca de mí?
—No.
—Si supiera pintar me gustaría hacerte un retrato. ¿Por
qué no te ha traído Frank antes?
—Hace muy poco que somos, de verdad, amigos.
—Nuevo descubrimiento, ¿eh? Es excitante conocer a alguien nuevo,
¿no? Camila, Camila, me encantaque te haya traído Frank esta
mañana. He estado en las nubes toda la mañana, sin animos
para nada y, por alguna razón, tú me has hecho volver del limbo.
En ese momento llegó Frank con una jarra de café y unas tazas en
una bandeja.
—Yo no hago el café tan bien como la señora Gauss
—dijo—, así que si no esta bueno, podéis
echarme la culpa a mí. A Dave y a mí nos gusta solo.
¿Cómo lo quieres tú, Cam?
—Lo tomaré también solo —jamas había
tomado antes el café solo. A mi madre no le gusta que tome café y
siempre tomo cacao para desayunar o, a veces, té; las pocas veces que
había tomado café había sido con mucho azúcar y
crema, o al estilo francés, con la mitad de leche caliente. Éste
sabía horrible. —¿Qué tal una pasta, Frank?
—propuso David.
—De acuerdo —Frank volvió a salir. Me di cuenta de lo largas
que eran sus piernas. Al no tenerlas David, parecían mayores. Eran unas
piernas largas, delgadas y desgarbadas cuando andaba. Yo soy alta para mi edad,
pero Frank es mucho mas alto que yo.
—Sí, Camila —dijo David, tan pronto como Frank hubo salido
de la habitación—. Eres, con mucho, la chica mas agradable
que ha traído Frank para que yo conociera. —¿Te ha
traído otras chicas para conocerlas? —pregunté—.
Quiero decir, ademas de Luisa.
David me miró y levantó una de sus oscuras y picudas cejas.
—Unas pocas. La mayoría de ellas muy bonitas, pero ninguna de
ellasvalía la pena. Me encanta que Frank te conociera a ti. Sería
mejor que tuvieras diez años mas pero, niña o no, me
alegra que seas amiga de Frank. No me gustaba nada esa chica italiana con la
que iba. ¿Cómo se llamaba? Sí, Pompilia Riccioli.
No, tú le convienes mucho mas a Frank que Pompilia, aunque seas
tan jovencita.
Me empezaba a cargar el nombre de Pompilia Riccioli. Riccioli de Bolonia le
puso nombre a la mayor parte de los crateres de la luna y me
gustaría poder sepultar a Pompilia en uno de ellos.
Llegó Frank con las pastas y él y David se pusieron a hablar del
país y del mundo. En cierto sentido, los sucesos de actualidad que nos
explican en el colegio no me interesan tanto como los hechos históricos.
La Revolución Francesa me interesaba mucho mas de lo que pasaba
aquí o en Europa. Pero, mientras hablaban Frank y David, comenzó
a interesarme mas; no era preciso estudiarlo mas en la escuela,
era algo que tenía que ver directamente conmigo, Camila Dickinson. Era
algo que podía tener una gran influencia sobre mi vida futura.
Recordé entonces lo que Frank y yo habíamos comentado en el
parque, de que ser feliz es estar lleno de vida. Lo recordé, porque en
aquel momento me sentía mas llena de vida de lo que me
había sentido antes y eso me hizo enormemente feliz. A veces me pregunto
porqué resulta mucho mas facil descubrir la tristeza que
la felicidad, auncuando la felicidad sea tan grande que pueda hacerte olvidar
la tristeza. No sería capaz de describir lo que sentía cuando
estaba con
Frank y lo que sentía esa mañana, hablando con Frank y David,
aunque las cosas de que hablaban no fueran agradables. Puede que no estuviera
bien sentirse llena de alegría, mientras Frank y David hablaban de
tragedias, de las que David era un ejemplo, pero no pude evitarlo.
El ambiente de la habitación, aun cuando hablaban de muerte y
destrucción, era vivificante y constructivo. Ésa era la clase de
gente que pertenecía a la vida, la clase de mundo en el que yo
quería crecer. No la gente, como mi madre, a la que no le gustaba hablar
de guerras ni de futuro, ni de nada desagradable, que pertenecía a la
muerte y al pasado. Debía tener un aspecto muy serio mientras pensaba en
esas cosas, porque Frank cortó una larga disertación y dijo:
—Siento que te estemos angustiando, Camila, pero creo que cuando se llega
al final de una civilización hay que ser consciente de ello.
No me parecía, sentada allí y escuchando a Frank y a David, que
la civilización estuviera acabandose, sino empezando.
Lo sorprendente fue que, mientras hablabamos de guerra, de odios y
maldades y de amor y vida, dejé de repente de odiar a mi madre. No fue
que sintiera por ella lo que había sentido antes, en aquella
época segura y exenta de complicaciones, sino que dejóde herirme
que fuera Rose Dickinson. Excitada como estaba por ser Camila Dickinson y
sentirme llena de vida, comprendí que sería capaz de nuevo de
abrazar a mi madre y besarla con cariño al darle las buenas noches.
Podía quererla, a pesar de Jacques. Intenté entonces no odiar a
Jacques, pero todo lo que pude conseguir fue difuminar su recuerdo en mi mente.
Volví mis pensamientos a Frank y a David, y a las cosas que
discutían, y le pregunté a David: —¿Va a haber otra
guerra mundial? —me olvidé de mi madre y de Jacques y me
estremecí.
David me miró y había rabia en sus ojos. —¿Tú
qué crees? —dijo.
—Yo no lo sé —hice un esfuerzo por mantenerme firme en la
silla, porque no quería que David o Frank notaran mi temblor. David me
miró durante un buen rato, con la boca tensa de dolor, aunque no
podría decir si le dolía el cuerpo o el corazón.
—Siempre hay otra guerra —dijo—. Así ha sido siempre y
así seguira siendo. Frank ira a ella y volvera como
yo, o volvera ciego, o sin manos o sin brazos. O no volvera.
Puede que sea demasiado optimista. Quiza no exista nada adonde volver.
Sólo un inmenso agujero en el universo, como muestra de donde
vivía, y se suicidó, nuestra peculiar raza de locos. ¿Te
asusto, Camila?
¿Te preocupa lo que digo? No puedo evitarlo. Ya eres bastante mayor para
darte cuenta de estas cosas.
—Sí —dije.
—Ningún hombre puede participar en unexterminio en masa y no
perder su conocimiento del valor de la vida humana. Porque tiene un valor,
Camila.
Incluso una vida como la mía. La vida es el mayor regalo que pueda uno
imaginarse, pero antes de que naciera cualquiera de nosotros, ya la
habían desprovisto de la mitad de su valor. Una planta que pugna por
aflorar a la primavera, a través de la dura tierra y que, de alguna
forma, sabe en lo mas profundo de sus raíces que ha de llegar la
primavera, la luz y el calor del sol, tiene mas valor y conoce mejor el
valor de la vida que cualquier ser humano que yo haya conocido. Toma como
modelo esa planta, Camila. Ten el valor de hacer que tu cabeza sobresalga de la
oscuridad.
—Le dije a Camila que su educación había sido deficiente
—dijo Frank sonriendo—, pero tú la estas mejorando
mas rapidamente aún de lo que yo me hubiera imaginado,
Dave. —¿Demasiado para ti, Camila? —preguntó David.
—No —dije, y era verdad. Estaba un poco asustada, pero era, al
mismo tiempo, un temor agradecido porque estuvieran hablandome de
aquella forma y porque se tomaran la molestia de mejorar mi educación.
David había dicho que las otras chicas que habían ido a verle con
Frank no valían la pena.
¿Significaba aquello que él creía que yo sí
valía la pena?
—Tras la última guerra —siguió diciendo David—,
me refiero a la anterior a la mía, quedó una generación
frustrada. La diferenciaera que, entonces, todo el mundo era consciente de su
frustración. Querían ser unos seres frustrados, perdidos.
Disfrutaban con ello. En realidad no estaban asustados. Aún
tenían un futuro ante sí. Somos nosotros los que estamos
realmente perdidos. No me refiero a mí o a cualquiera al que la guerra
haya destrozado personalmente, sino a todos los chicos de hoy. Tú,
Camila. Frank. Vosotros no queréis ser unos seres perdidos.
—No —dijo Frank.
David levantó su taza vacía.
—Sírveme otra taza de café —mientras tomaba un sorbo
del nuevo café y volvía a dejar la taza en la mesa, dijo—:
¿Crees que Dios siente su creación —el mundo y sus
habitantes— de la misma forma que un escritor siente su obra? ¿La
misma alegría a la hora de la inspiración y luego la tremenda
depresión cuando se desvirtúa la nobleza de su concepción?
No tendríamos nada que reprocharle si arrancara sus paginas de la
maquina de escribir y las arrojara al fuego —me miró
incisivamente—. ¿No tienes nada que decir, Camila? Negué
con la cabeza.
—Rara cualidad en una mujer —dijo— la de permanecer callada
cuando no tiene nada que decir. ¿Es siempre así, Frank? ¿O
es sólo mi influencia?
—Siempre es así —dijo Frank.
La mirada de David adquirió súbitamente un matiz extraño,
como si se perdiera en la lejanía. Sus ojos se volvieron ausentes y los
surcos de su rostro parecieron acentuarse, todo a un tiempo.Cogió una
cajita que había sobre la mesa, junto a él, y sacó una
pastilla. Frank se puso rapidamente en pie y le sirvió un vaso de
agua de una jarra que había sobre la mesa y, cuando David lo
cogió, vi que le temblaba la mano. Se tomó la pastilla,
bebió un poco de agua y echó la cabeza hacia atras,
apoyandola en el respaldo del sillón, con los ojos cerrados.
Frank aguardó a que volviera a abrir los ojos y dijo:
—Sera mejor que nos vayamos ahora, Dave.
David sonrió, pero fue una sonrisa penosa; daba la impresión de
que le costaba un gran esfuerzo muscular levantar las comisuras de sus labios;
su sonrisa apenas se reflejó en sus ojos.
—Esta bien —dijo. Luego me miró y dijo
trabajosamente—: ¿Cuando vendras a jugar al
ajedrez conmigo, Camila? ¿Puedes venir mañana? Es domingo.
Yo iba a ir por la tarde a un concierto con mi madre, por lo que dije:
—Podría venir mañana por la noche, después de cenar.
—De acuerdo —dijo David—. Gracias. —Volvió a
cerrar los ojos y su voz pareció perderse en la distancia. Frank y yo le
dejamos. Cuando cruzamos lo que había pensado que era el salón,
Frank se despidió de la señora Gauss, que estaba escuchando en la
radio, con el volumen muy bajo, algún programa femenino, mientras
cosía. Me pareció una habitación extraña, como los
salones que aparecen en algunas de las películas extranjeras que
habíamos visto Luisa y yo,polvorientos y de color oscuro, con una mesa
redonda cubierta con un gran tapete de terciopelo de color marrón y,
sobre ella, una lampara de techo, con flecos bordeando la pantalla.
La señora Gauss nos acompañó hasta la puerta.
—Adiós, Frank. Te agradezco que vengas tan a menudo.
—Me gusta venir —dijo Frank—. Le presento a Camila Dickinson.
Creo que no se la presenté antes.
La señora Gauss y yo murmuramos «cómo esta
usted» y «adiós», y Frank y yo nos fuimos. Bajamos en
el ascensor sin hablar y empezamos a andar lentamente por la calle, y Frank
dijo: —¿No te importa volver mañana por la noche?
—No. —¿Te ha gustado David?
—Sí. Yo —¿Qué?
—Mira. Frank —dije—, es la primera vez que yo, bueno, yo
sabía que había habido una guerra y todo lo que eso implica, y he
visto escenas terribles en los noticiarios de cine, pero no sabía
nada. No me lo imaginaba. Frank, creo que la mayoría de la gente no se
lo imagina.
Al principio de conocer a Luisa tenía la sensación de que ella me
dejaba vislumbrar mundos que desconocía, algo así como si me
diera un telescopio para observar con él las estrellas. Sin embargo,
ahora me daba cuenta de que el telescopio de Frank era mucho mas potente
que el de Luisa; o puede que fuera sólo que era mas apropiado
para mis ojos. —¿Hambrienta? —me preguntó Frank—.
¿Dispuesta a almorzar?
—Sí —dije—. Creo que lo estoy.
—El periódico dice queesta noche va a nevar.
—Estupendo. Espero que sea verdad —dije—. Me encanta la nieve
— pensaba lo maravilloso que sería estar con Frank, sentir la
nieve blanda en la cara y en las manos, mientras paseabamos por las
calles tranquilas que, de alguna forma, parecen mas estrechas y mucho
mas entrañables durante una nevada.
Comimos espaguetis en un pequeño restaurante italiano que, según
Frank, era de los padres de un amigo suyo, y no dejamos de hablar mientras
comíamos. Aún hablando por siempre, parecía como que nunca
terminaríamos de contarnos todas las cosas que teníamos que
decirnos. Después del almuerzo paseamos. No fuimos a ningún sitio
en especial, sino que sólo estuvimos andando y hablando, bajo un pesado
cielo plomizo, del que caía de vez en cuando algún que otro copo
de nieve.
—Esta empezando a nevar —dijo Frank.
—Sí.
—David no le pide a mucha gente que vaya a verle. Hay sólo una o
dos personas que van a menudo. Me alegro de que tú le cayeras bien.
—Yo también —dije. Frank sacó la mano del bolsillo
del abrigo y cogió la mía. Cuando me cogió la mano una vez
en el parque o cuando, en otras ocasiones, había rozado sus dedos, lo
había encontrado natural y algo sin importancia. Ahora era terriblemente
consciente en cada dedo, en la palma y en cada trozo de la piel de mi mano del
contacto entre nosotros. No lo sentía sólo en mi mano, sino en
todo micuerpo. Era un sentimiento tan grande, tan extraño, que paseamos
durante un buen rato sin que yo oyese lo que estaba diciendo, porque la
sensación que me producía el roce de su mano parecía
llenar también mis oídos.
Luego le oí hablando aún de David. —¿Sabes, Camila?
Siempre me he sentido enormemente orgulloso de que David quiera que yo
vaya a verle. Quiero decir que él, bueno, yo debo ser sólo un
crío para él y, sin embargo, me habla como si yo fuera
—se detuvo, me miró y dijo—: ¡Eh, Camila, estas
preciosa! El color de tu ropa Me fijé mientras comíamos. Hace
juego con tus ojos. ¡Oye! Dan una buena película en la calle Octava.
¿Quieres que vayamos?
Nos sentamos juntos en la oscuridad del cine y, aunque era una buena
película, no me pude concentrar en ella, porque sentía demasiado
cerca le presencia de Frank. Al cabo de un rato me acordé de que
había prometido llamar a mi madre, por lo que fui a una cabina
telefónica con intención de decirle que estaba bien, aunque
durante un rato no me sentí bien, pues la línea estaba ocupada y
temí que estuviera hablando con Jacques. Pero cuando la línea se
desocupó y pude hablar con ella, su voz era normal y tranquila y
volví con Frank, olvidandome de ella. Es curioso cómo, a
veces, aunque tu cuerpo esté en un sitio con otra gente, tú no
estas realmente allí, sino con alguien que no esta en ese
lugar. Porque yoestaba absolutamente con Frank, preguntandome si alguna
vez volvería a ser tan feliz como en aquel momento.
Luego paseamos tranquilamente, con las manos cogidas, mientras caía
sobre nosotros la primera nevada de verdad del año, depositando suave y
tiernamente sus delicados copos blancos sobre la calle. Todos los ruidos de la
ciudad enmudecieron, amortiguados en su blancura. Se encendieron las farolas,
lanzando sus rayos como arcos dorados. Cuando nieva, la intimidad de las calles
se torna mas hermosa y vivificante. La nieve se arremolina en las
esquinas, cae silenciosamente entre las casas y se amontona en el encintado de
las aceras, con lo que la calle y las aceras se confunden. Sabía que al
día siguiente las maquinas quitanieves habrían limpiado
las calles, las pisadas habrían ensuciado las aceras y la nieve que
quedara estaría negra y embarrada, pero mientras paseaba al anochecer,
cogida de la mano de Frank, la nieve era limpia y pura y formaba parte de mi
felicidad.
Fuimos a cenar a casa de los Stephanowski y me sentí animada y feliz.
Después de la cena escuchamos unos discos nuevos que el señor
Stephanowski había llevado de la tienda y llegó la hora de irme a
casa. No me atrevía a quedarme hasta muy tarde.
—Camila —dijo Frank—, me gustaría poderte llevar en
taxi, pero me temo que tendremos que ir en el metro.
—De todas formas pensaba ir en el metro—dije.
Había cesado de nevar, aunque el cielo seguía cubierto de nubes
que presagiaban nieve. Con la nieve caída y las nubes pesadas y blancas
a baja altura, todo aparecía revestido de un singular toque de blancura,
parecido al que podría esperarse encontrar en la luna.
Cuando salimos del metro y nos encaminamos a mi casa, Frank y yo nos quedamos
callados, como si la conversación que habíamos mantenido todo el
día hubiera agotado nuestras palabras. Comprendí que no
podía decir nada mas, porque el largo y hermoso día
había llegado a su fin y sabía que había sido el
día mas grande de mi vida. Temía no poder soportar que el día
se acabara, sin saber cuando vería de nuevo a Frank. Él no
había dicho nada y yo no podía preguntarselo.
Frank se detuvo en medio de la tranquila calle nevada y dijo:
—Camila.
Estabamos parados y solos; no venía nadie en ninguna de las
direcciones; sólo había casas oscuras a ambos lados de la calle y
miré entre ellas. De aquella forma, muy juntos y casi sin movernos, nos
fuimos acercando y la fría mejilla de Frank se apoyó en la
mía. Permanecimos con las mejillas juntas y sentí latir
violentamente mi corazón y noté el acelerado golpeteo del de
Frank contra mi pecho.
Luego, sin decir nada, nos pusimos a andar de nuevo. Caminamos hasta llegar a
mi casa y Frank dijo sólo: «Adiós, Camila», de una
forma extraña, y se fue. El chico del ascensorme miró de reojo y
dijo: —No he visto últimamente a su admirador.
—¿Qué?
—Su admirador. El señor Nissen —dijo. —¡Oh,
sí, él! —dije, como si no le hubiera escuchado, porque mis
pensamientos no habían pensado en absoluto en Jacques. Seguían
aún fuera, en la nieve, con Frank, creyendo morirme de angustia porque
se había ido sin decir nada sobre cuando volveríamos a
vernos.
Cuando la puerta del ascensor se cerró tras de mí, me
quedé en el rellano sin sacar el llavero y recordé cosas en las
que no había reparado durante el día: lo que había dicho
David de que yo era la chica mas agradable de las que habían ido
a verle con Frank. ¿Quiénes eran las otras chicas?
¿Qué pasaba con Pompilia Riccioli? Luisa había dicho que a
Frank le gustaban las chicas. Quiza yo sólo era una mas
entre las docenas de chicas que le gustaban a Frank para un día y luego
las dejaba por otras. No, pensé. No podía haber sido tan feliz
todo el día, si no hubiera significado también algo para Frank.
Esa noche tuve un sueño. Soñé que estaba en una meseta
fría y nevada de algún lugar de los confines mas apartados
del mundo. Estaba sola y a mi alrededor caía la nieve. En cualquier
dirección a la que me volviera no veía mas que nieve.
Nieve en el suelo, nieve en el cielo, nieve cayendo en torno mío. Me
daba cuenta de que estaba sola y terriblemente asustada. Entonces, saliendo de
la nada, vi a Franka mi lado. Dijo «Camila» de la misma forma que
lo había dicho en la acera cubierta de nieve y me abrazó
fuertemente y me besó. Cuando me besó, se derritió y
desapareció toda la nieve y nos encontramos en un prado verde lleno de
flores, de narcisos, tulipanes y lirios, de todas las flores que habían
tenido el coraje de aflorar a través de la nieve, sabiendo que la
primavera aguardaba allí. Entonces me desperté. No sabía
qué hora era, pero no debía ser muy tarde, porque aún
había luces al otro lado del patio. Y, de repente, sin ningún
motivo justificado, me abracé a la almohada y empecé a sollozar.
Seguí sollozando sin poder evitarlo, temiendo que me oyera mi madre o mi
padre. Hundí el rostro en la almohada y al rato empezaron a remitir mis
sollozos. Me quedó un gran desasosiego en el cuerpo y no quería
mas que estar otra vez fuera en la calle nevada, junto a Frank, con mi
mejilla contra la suya.
Pensé luego en el beso del sueño e intenté imaginarme lo
que habría sido si me hubiera besado realmente y comprendí que
deseaba mas que nada en el mundo que me besara.
A la mañana siguiente no recordé de momento el sueño. Me
levanté, me quité el pijama y me quedé frente al espejo de
cuerpo entero de la puerta, contemplandome como lo había hecho
aquella mañana del día de mi cumpleaños, cuando, por
primera vez, fui consciente de que yo era Camila Dickinson.
Permanecícontemplandome desnuda un rato, hasta que empecé
a tiritar y entonces me vestí y fui a la habitación de mi madre.
Estaba acostada, esperando la bandeja del desayuno, y la abracé y
besé y le di los buenos días.
—Buenos días, mama.
Sus brazos me abrazaron a su vez con fuerza.
—¡Oh, buenos días, cariño, buenos días!
—dijo.
Mi padre estaba anudandose la corbata ante el espejo.
—Buenos días, papa —le dije.
Él me sonrió.
—Parece que hemos recuperado a nuestra antigua Camila.
Quise decirle que no, que era una nueva Camila, una Camila enteramente
diferente, pero sólo dije:
—Bueno, creo que voy a llamar a Luisa. —¡Ah! —dijo mi
padre—. ¿Significa eso a Luisa o a su hermano?
—A Luisa —dije—. A lo mejor me acerco a verla esta
mañana.
—Ya veo —dijo mi padre—. Bueno, me alegro de que, al menos,
esta vez hayas decidido consultarnos. —¡No, Raff! —dijo mi
madre con presteza—. No saques tu mal humor con Camila.
—¿Estas de mal humor, papa? —pregunté.
—Eso dice tu madre.
—Camila, cariño, me alegra tanto que disfrutaras —dijo mi
madre—. Frank tiene que ser un chico estupendo para haberte hecho pasar
un día tan feliz ayer.
—Sí —pensaba en aquel día y me sentía contenta
y feliz, aunque al mismo tiempo tenía miedo de que no volviera a haber
otro igual.
—No me gusta que estés sola hasta tan tarde por la noche
—dijo mi padre.
—No estaba sola. Estaba con Frank.
—Frankes sólo un crío.
—Tiene diecisiete años —dije—. El año que viene
ira a la Universidad. —¡Oh! Dejemos que disfrute estas
últimas semanas, Rafferty —dijo mi madre.
Mi padre hizo un gesto de contrariedad. Yo me sentí, de pronto, muy
asustada. —¿Qué significa eso de estas últimas
semanas? —pregunté.
—Camila, cariño —dijo mi madre—, tu padre y yo
hemos Estoy segura de que es lo mejor para ti, lo mejor de todo Le hemos
dado muchas vueltas. —¿A qué? —pregunté.
Mi padre se volvió y me miró.
—Camila, ahora tengo que irme. Me gustaría tener tiempo de hablar
antes de marcharme, pero no puedo. Hablaré contigo cuando vuelva.
—¡Quiero saber lo que pasa, ahora! —exclamé, sintiendo
panico.
—No tengo tiempo de hablar contigo ahora, querida —dijo mi
padre—.
Volveré a la hora de la cena y hablaremos entonces.
—Voy a salir después de cenar —dije—. Por favor,
papa, ¿de qué se trata? —¿Con quién
vas a salir después de cenar? —preguntó mi padre—.
¿Con Luisa o con Frank?
—Voy a ver a David —dije—. David Gauss. Le prometí que
iría a jugar al ajedrez con él.
—Camila —dijo mi padre—, realmente eliges los momentos
mas inoportunos ¿Quién demonios es David Gauss?
¿Dónde le has conocido y por qué razón vas a ir a
jugar al ajedrez con él?
—Vete, Raff —mi madre se sentó en la cama e hizo un gesto de
desesperación—. Yo hablaré con Camila.
—Voy a quedarme el tiempo necesariopara enterarme de quién es
David Gauss —dijo mi padre.
—Es un veterano —dije llorando—. Perdió las piernas en
la guerra. Frank me llevó ayer a verle. No puede volver a andar y no
tiene a nadie con quien poder jugar al ajedrez, y yo sé jugar.
—¡Ya! —dijo mi padre con tono menos irritado y
excitado—. Ya veo.
¿Dónde vive?
—En la calle Perry. —¿En el Village?
—Sí.
—No esperara que vayas y vuelvas sola de la calle Perry por la
noche, ¿no?
Empecé a enfadarme.
—No creo que pensara en ello. Ni siquiera sabe dónde vivo.
—Lo siento, Camila —dijo mi padre—, pero no puedo permitirte
que hagas ese trayecto sola por la noche.
—He ido sola a casa de Luisa.
—Sin saberlo yo.
—Tengo que ir —dije—. Se lo prometí.
—Lo siento, Camila —repitió mi padre—. Te
prohíbo ir sola y eso es todo.
—Quiza pudiera llevarla Carter —apuntó mi madre.
—Carter sale los domingos por la tarde.
—Papa —dije—, David estuvo en la guerra y
perdió las dos piernas. Le prometí ir. Tengo que cumplir mi
promesa.
Mi padre abrió la boca para decir algo, pero en ese momento sonó
el teléfono. Lo contestó mi madre. ¿Diga? —me
alargó el auricular—. Es para ti, cariño. Creo que es
Frank.
Era él.
—Hola, Cam —dijo—. Respecto a lo de ir a ver a David esta
noche, ¿quieres que te recoja?
Parecía como si hubiera podido escuchar la conversación que
estaba teniendo con mis padres y viniera a rescatarme.—¡Oh, Frank,
sería estupendo! —dije.
—Esta bien, escucha —dijo—. Si a tu madre le parece
bien, podría recogerte en el Carnegie después del concierto e
irnos a comer algo, y luego te llevaré a casa de David y te
acompañaré después a tu casa.
—Eso es estupendo, Frank —repetí—. Aguarda un momento
y se lo preguntaré a mi padre —me volví a mi padre—.
Papa —dije—, Frank dice que me acompañara a
casa de David y luego me traera aquí.
—¿Te llamara aquí?
—Quiere llevarme a cenar con él —dije—. Me
recogera en el Carnegie después del concierto y me llevara
a casa de David y luego me acompañara hasta aquí.
—Esta bien, querida —dijo mi padre—. Que sea por esta
vez.
—Arreglado —dije a Frank—. Dice que esta bien
—sentí como si una bandada de pajaros se hubiera
introducido dentro de mí y me llevara volando hacia el sol.
Mi padre me atrajo hacia sí.
—Siento haber estado antipatico antes. Estoy intentando hacer un sinfín
de cosas en poco tiempo y eso hace que esté irritable. Tengo que irme
ahora —me dio una palmadita en el hombro y se volvió a mi
madre—: Lo siento, Rose. He sido un estúpido. Perdóname.
Mi madre le echó los brazos al cuello y le abrazó. Lo
extraño fue que no la había visto hacerlo antes, pero ahora se
abrazó a él como a mí me hubiera gustado abrazar a Frank.
Me alejé hacia la ventana, porque pensé que no debía
mirar.
Mi padre se quedó unos instantessujetando a mi madre.
—Esta bien, Rose. Suéltame. Calmate —dijo.
Me volví y vi el rostro de mi madre, lívido como si mi padre la
hubiera golpeado. —¡Oh, Raff! —dijo.
—De acuerdo —dijo mi padre—, dilo. Dilo de una vez.
—He intentado decírtelo muchas veces, pero nunca te ha interesado.
Noté que mi padre trataba de ser paciente. —¿Qué es
lo que has intentado decirme?
—No puedo decirlo ahora. Quiero decirlo y no puedo. Te he abrazado,
te, te he besado porque te quiero mucho y el tiempo es muy corto; en el
mejor de los casos es muy corto el tiempo que tenemos para vivir y disfrutar y
te he abrazado porque quiero quererte mientras pueda y saber que te estoy
queriendo, sólo que no sirve de nada porque tú no tienes miedo.
Comprendí que se habían olvidado de que yo estaba en la
habitación, medio oscurecida por las cortinas de las ventanas y no
quería moverme, porque pensaba que lo que mi madre trataba de decirle a
mi padre era tremendamente importante y si hacía el menor movimiento,
algo que les recordara que yo estaba allí, podría estropearlo
todo.
—Jacques tiene miedo. Por eso es por lo que —dijo mi madre.
—¿Por lo que qué? —preguntó bruscamente mi
padre.
—Por lo que nos asimos uno al otro, porque los dos tenemos miedo y hay
muy poco tiempo para el amor y el solaz.
La voz de mi padre fue ahora ruda:
—Dices eso casi en el mismo instante que me estasdiciendo que me
quieres.
Mi madre dio un grito de desesperación. —¿Lo ves?
¿Lo ves? ¡He intentado decírtelo otra vez y no lo
entiendes!
Mi padre se volvió y salió de la habitación y vi que
estaba llorando. Había visto llorar a mi madre innumerables veces y,
aunque me angustiaba, no hacía tambalear mis cimientos. Si mi padre
lloraba era que, de verdad, el pie de Atlas había vacilado.
Mi madre permaneció quieta unos instantes. Luego se precipitó
tras mi padre. Aguardé un buen rato junto a la ventana, con la mejilla
apoyada en el cristal frío, pero no regresaron.
9
Esa tarde, antes de ir al concierto, le pregunté a mi madre:
—¿Qué era lo que iba a decirme papa?
—Quiere decírtelo él, cariño —dijo mi madre.
—Pero es que no voy a estar en casa cuando vuelva él esta noche,
así que por qué no me lo dices ahora. —¡Oh, no,
cariño, no! No puedo decírtelo. No debía haber dicho nada
esta mañana. De todas formas, no no tienes por qué preocuparte
—dijo, y se puso a hablar de comprarme ropa nueva.
Interpretaron el Tercer Concierto para piano, de Prokofiev, y me entretuve
imaginandome que era Frank el que estaba sentado a mi lado y no mi
madre, y me pregunté si mi madre le dejaría que viniera
algún domingo conmigo. Luego, me cautivó la música y me
sumergí en ella y, mientras escuchaba, sentí de nuevo aquella
extraña sensación de que yo formaba parte de un
sueño.Aquélla era la música que Frank había elegido
como mi música y a mí me parecía nuestra música,
porque si a Frank le hacía pensar en mí, para mí era
él. —¿Te gusta, cariño? —susurró mi
madre.
—Sí.
A la salida del concierto nos esperaba Frank.
—Mama —dije—, te presento a Frank Rowan. Frank, te
presento a mi madre.
Con el tumulto que se organizaba en las escalinatas a la salida, lo
único que pudieron hacer fue estrecharse las manos. Frank dijo:
—Cuidaré de ella, señora Dickinson, y procuraré que
no vuelva demasiado tarde —noté, por la sonrisa de mi madre, que
le había agradado.
Cuando estuvimos solos, dijo Frank:
—Sera mejor que vayamos a cenar en seguida, Camila. Le
prometí a David que te llevaría temprano —se fijó en
mi abrigo verde oscuro de los domingos y el sombrero—. Estas
preciosa hoy, Camila. Me parece que cada día estas mas
bonita.
Fuimos al mismo restaurante en que habíamos almorzado el día
anterior.
La mayor parte de la nieve había desaparecido de las calles; la poca que
quedaba estaba amontonada en sucios montones en las esquinas. Al haber
anochecido, había enfriado y lo que era barro cuando mi madre y yo
fuimos al concierto, era ahora hielo resbaladizo.
Luego de sentarnos en el restaurante, dijo Frank:
—Mona y Bill se pelearon otra vez esta tarde. Odio estar en casa. Me
gustaría poder ir a una Universidad de fuera el año que viene,
pero, talcomo esta la situación económica, lo mas
probable es que vaya a la NYU15. No es que tenga nada contra la NYU. Lo que
pasa es que me gustaría ir a algún sitio en el que no tenga que
vivir en casa.
El propietario del restaurante, que no estaba el día anterior, se
acercó a nosotros y dijo:
—Buenas noches, Frank, muchacho.
—Buenas noches, señor Riccioli. ¿Cómo va todo en
casa?
Cuando oí el nombre de Riccioli me quedé helada. Permanecí
en silencio mientras escuchaba al señor Riccioli.
—Bien, bien —dijo, frotandose las manos—. Pompilia
pregunta por qué no has vuelto por casa.
—He estado muy ocupado con la escuela —dijo Frank—.
Dígale que iré pronto a verla.
El señor Riccioli me miró amistosamente.
—Una nueva amiga, ¿eh?
—Claro —dijo Frank—. Ya me conoce. Cada fin de semana, una
nueva amiga, pero Pompilia sigue siendo la reina de todas.
—Bien, bien —dijo el señor Riccioli—. Mi Pompilia es
una chica estupenda y tiene un montón de amigos. Es bueno que una chica
tenga tantos amigos. Llegaron otros clientes y se marchó para
atenderles. Yo tenía la vista fija en el plato.
—Fue una estupidez venir aquí —dijo Frank—, pero el
viejo no suele estar los fines de semana y es un sitio barato—.
Parecía disgustado. —¡Ah!
—Escucha; lo que dije de las nuevas amigas no significa nada. Lo dije
para que el hombre no pensara que me había deshecho de su hija. Nunca he
sentido pornadie lo que he sentido por ti, Camila. Las otras, bueno,
sólo me gustaba su aspecto exterior. Contigo me gusta el exterior y el
interior. Pompilia y yo lo pasamos bien durante algún tiempo. Fue
divertido. Ella me importa tan poco como yo le importo a ella. De otra forma,
no hubiéramos venido aquí. Hace un par de meses que no salgo con
Pompilia. Oye, ¿por qué no tomamos ravioli esta noche? ¿O
prefieres una pizza?
—Prefiero ravioli —dije, y añadí—: Luisa dijo
el sabado pasado que ibas a comer con Pompilia Riccioli —nada
mas decir esto me di cuenta de que había sido una estupidez, que
molestó a Frank. —¿Y qué? —dijo—. Eso no
le importa a nadie, pero comí con David.
—No era mi intención —comencé a decir, para
terminar titubeante—. Lo siento, Frank.
—Olvidado —dijo Frank—. Luisa sólo ¡Oh,
vamos, olvídalo! Hablame de las estrellas. Me gusta oírte
hablar de las estrellas. Me gusta oírte hablar de las estrellas.
¿Qué diferencia hay entre una estrella y un planeta?
¿Cómo los distingues?
—La forma mas sencilla es por el titilar de las estrellas, cosa
que no hacen los planetas.
—Sigue —dijo Frank—. Hablame de los planetas.
—Bien Mauricio es el que esta mas cerca del Sol y le
siguen Venus, la
Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Plutón. Kepler
creía que debía haber un planeta entre Marte y Júpiter,
porque la distancia que hay entre ellos esmuchísimo mayor que la que hay
entre otros planetas, y así fue como Piazzi, cuando buscaba ese planeta,
descubrió el primer planeta menor.
—Cuéntame algo de Saturno —dijo Frank—. ¿No es
el que tiene un anillo?
—Sí —dije—. Tiene un anillo que proyecta una gran
sombra. Por eso se puede ver tan facilmente, pero en realidad es tan
delgado como un papel. Otra cosa interesante de Saturno es que, algunas veces,
si estas en un lugar donde las estrellas lucen resplandecientes, da una
sombra que puede verse.
—Nunca pensé que las estrellas dieran sombras —dijo
Frank—. Me pregunto si alguien habra escrito algún poema o
algo así sobre esto. La verdad es que sabes mucho.
Negué con la cabeza.
—No, no sé mucho. No sé nada en absoluto. Lo que yo
sé esta al alcance de cualquiera. Con eso no empiezo a
convertirme en astrónomo. Tendré que estudiar matematicas
superiores. El algebra y la geometría que estudiamos en el
colegio no son, en realidad, nada.
—Este verano —dijo Frank— tenemos que ir al campo para
contemplar las estrellas.
Pensé que si Frank hacía planes para el verano, yo no
podía ser sólo otra Pompilia mas.
Cuando terminamos de comer, Frank me acompañó a la calle Perry.
—Ahora tengo que ir a casa a estudiar un poco, Cam. Dame un telefonazo
cuando quieras irte a tu casa y vendré en seguida a buscarte. No
tardaré mas de cinco minutos.
—De acuerdo —dije.
Frank saludó a laseñora Gauss y se fue diciendo:
—Veré a Dave cuando venga a recoger a Camila.
La señora Gauss me hizo pasar a la sala de estar. La luz rojiza que
caía sobre la mesa redonda era acogedora en el centro de la
habitación y luego se perdía en las esquinas, formando sombras
misteriosas. El severo mobiliario parecía repeler la luz y
percibí desde las sombras una sensación de rechazo y
desaprobación. Me detuve junto a la mesa y la señora Gauss
permaneció a las sombras, mirandome. No dijo nada; siguió
mirandome, como si tratara de descifrar algo de mi rostro. Finalmente,
dijo:
—Sera mejor que no esté demasiado tiempo, señorita
Dickinson. Ha pasado muy mal día. Quise llamarla para decirle que no
viniera, pero él insistió en verla —hubo otra pausa. Luego
prosiguió—: No crea, por favor, que no aprecio que venga. Le estoy
muy agradecida por ello. Él quiere ver a muy poca gente.
Yo me desespero, porque se limita a quedarse sentado, pensando, y se niega a
ver a sus antiguos amigos que quieren venir a animarle —luego
dijo—: Yo tenía tres hijos. David es el único que me queda
—me miró durante un buen rato, como si me odiara. Luego
añadió—: Le esta esperando. Vaya con él.
Me alejé del centro de la luz hacia el borde de la sombra, en
dirección al vestíbulo y a la habitación de David.
Estaba acostado en la cama de hospital. Parte de la cabecera de la cama estaba
incorporaday él estaba recostado en unas almohadas. Le miré a la
cara y no al lugar donde terminaban sus piernas, en que se allanaban las
mantas.
Extendió la mano.
—Entra, Camila —me sonrió y su sonrisa fue como un golpe en
el estómago.
Me acerqué a la cama y le estreché la mano. Le miré y
él tomó mi mano entre las suyas.
—Esos ojos tuyos, Camila —dijo—. Serios. Penetrantes.
¿Qué ves cuando miras un cuerpo como el mío?
Veía sólo que estaba terriblemente cansado, que aún
sentía dolor.
Cualquiera podía notarlo. Pensé que sus ojos eran capaces de
taladrarme y comprender cosas de mí que ni yo misma comprendía.
—Gracias por venir —dijo—. ¿Seguro que no te importa?
—Claro que no. Quería venir. —¿Por mí o por
ti?
—Por mí —era verdad. Cuando le miraba a la cara,
tenía la sensación de que, tras las arrugas producidas por el
dolor y el sufrimiento, se escondían las respuestas a muchas cosas y
que, probablemente, si hablaba con él lo suficiente o, incluso, si lo
miraba lo suficiente, podría transmitirme esas respuestas.
—Entonces, de acuerdo —dijo—. Perdóname por recibirte
en la cama. He pasado un mal día y esto es menos cansado que la silla.
Si mi madre te ha insinuado que no estés mucho tiempo, no la hagas caso,
por favor. Yo te diré cuando quiero que te vayas
—aún tenía mi mano entre las suyas—. Camila, puesto
que esta noche estoy en la cama, he estado pensando en lamejor forma de jugar
nuestra partida. Si no te importa, podrías acercarme la mesita de
hospital; tú podrías sentarte a los pies de la cama; no tengo
piernas que pudieran molestarte ¿Es eso, te parece bien?
—Sí —dije. Desprendí mi mano de las suyas y
acerqué la mesita de hospital desde el pie de la cama hasta una
posición cercana a él.
—Las cartas y el ajedrez estan en el último cajón de
mi escritorio —dijo.
Las saqué y me aupé a los pies de la cama, y me senté
frente a él con las piernas cruzadas. Empezamos con un solitario doble.
Me enseñó algunos juegos nuevos y yo le enseñé a él
un par de ellos que no conocía. Daba gusto jugar con él.
Normalmente, cuando juego a las cartas con Luisa o con cualquiera de las chicas
del colegio, me resulta muy facil ganarlas y tardan tanto en pensar las
jugadas que acabo aburrida. Este año, algunas de ellas han empezado a
organizar lo que ellas llaman partidas de bridge; la mayoría de ellas no
saben jugar a las cartas; se sientan y cotillean de las otras chicas que
estan en la partida y así tienen algo de qué discutir.
Pero la mente de David funcionaba rapida e inteligentemente. Me
olvidé de que estaba sentada en la cama de hospital, justamente en el
sitio donde debían haber estado sus rodillas, pensando sólo en el
juego.
Al cabo de un rato, dijo:
—Hablemos un poco y dame ocasión de descansar un rato; luego
jugaremos alajedrez.
—De acuerdo.
—Oye —dijo—. ¿Te importa servirme un vaso de agua y
darme una pastilla de esa caja? Gracias, cielo. ¿Sabes que eres una
buena chica, Camila?
Una chica muy buena —me miró y sonrió—. He llegado a
un punto en que me desentiendo de la gente que no me interesa. Si me preocupo
por ella, acabo agotado. Tú me interesas mucho, ¿sabes? Presiento
que estas en medio de un período de cambio, de madurez. De
repente se estan despertando dentro de ti cosas que habían
permanecido dormidas hasta ahora. Como esa planta que sale a la primavera.
¿No es así, Camila? Te estas despertando de pronto,
¿no?
—No lo sé —dije—. Ciertamente no me siento como si
fuera una planta y, si lo que siento es despertar a la madurez, es una cosa
terriblemente confusa. —¿No crees que la planta también se
siente confusa? El cielo y el sol deben parecerle terroríficos,
después de la oscura seguridad que le daba estar enterrada en tierra.
—Entonces no entiendo por qué sale —dije.
—Frank tiene razón. La vida es mucho mas valiosa que la
muerte. Jung dice que no hay nacimiento sin dolor. Eso es cierto, ¿no,
Camila?
—Sí —dije. —¿Te gustaría volver, si
pudieras, a tu antigua seguridad?
—Sí —dije. —¿Por qué?
—Porque yo no —comencé a decir, balbuceante—. Es
demasiado Creo que no estoy preparada aún para ser adulta.
—Lo estas, Camila —dijo David—. Nadie cree nunca que
loesta. La mayoría de la gente no piensa en ello de ninguna
forma. El simple hecho de que pienses en ello demuestra que estas
preparada.
—Sigo pensando que preferiría la seguridad —dije.
David se rió y me volvió a coger la mano.
—En primer lugar —dijo—, no hablemos de seguridad. No existe.
Sólo la sensación de seguridad.
—Entonces, me gustaría tener esa sensación.
—No, Camila. Nada de eso. Si tú estuvieras segura, las cosas no
cambiarían, ¿no?
—Pienso que no.
—Sin cambio ni incertidumbre, con el temor que llevan aparejados,
nosotros no existiríamos. —¿Qué quieres decir?
¿Por qué no?
David apretó con fuerza mi mano.
—Para poder existir, tenemos que progresar. Tan pronto dejemos de
progresar, morimos. Y para progresar, tenemos que cambiar. Es parte del
desarrollo. Admito que para ti sea natural desear tu antigua seguridad
infantil, pero la única seguridad completa es la muerte.
—¡No!
—Sí —dijo David—. Sí. Aunque creamos, como le
pasa a Frank, que es la inseguridad completa. Pero en alguna parte, en
infinidad de puntos opuestos, se juntan, ¿eh? Considéralo con los
ojos bien despiertos, pero la vida es el mayor de los argumentos de inseguridad.
¿No crees, cariño?
Qué diferente era la palabra «cariño» dicha por
David, que cuando la decía mi madre o Jacques. Dicha por David resultaba
calida y tierna, y, en cierta forma, un poco intimidante.
—Esta bien —dijoDavid—. Vamos a jugar una partida de
ajedrez. Coloca el tablero, ¿quieres?
Cuando empezamos a jugar, me di cuenta de que se me había olvidado casi
todo, pero, a medida que progresabamos, fui recordandolo, aunque
David me ganó rapidamente y sin contemplaciones.
—Eso ha estado bien, Camila —dijo él, no obstante—. No
hubiera podido sentarme y ganar con los ojos cerrados, como me suele pasar. En
cuanto juegues conmigo unas cuantas partidas, disfrutaremos de verdad.
¿Quieres jugar otra?
—Sí —dije.
No habíamos terminado de colocar las piezas, cuando llegó la
señora Gauss y dijo:
—David, es hora de que te acuestes. —¡Oh, Ma! —dijo
David con voz cansada—. ¿Qué cambia cuando me voy a
acostar, si ya estoy en la cama?
—Ya sabes lo que pasa cuando te cansas demasiado, especialmente cuando
has pasado un día tan malo. —¿Qué hora es, por
favor? —dijo.
—Mas de las nueve. —¡Oh! —exclamé—.
Debo irme a casa. Tengo que acostarme temprano, excepto los viernes y los
sabados —me bajé de la cama y me quedé de pie junto
a ella.
—Esta bien —dijo David—. Llama a Frank, Ma. Dile que
Camila esta preparada. Y, por amor de Dios, no te preocupes por
mí. Hace semanas que no he pasado una tarde tan buena. Ahora,
charlaremos Camila y yo hasta que venga Frank a buscarla. Luego, como un manso
corderito, me cepillaré los dientes.
La señora Gauss le sonrió, con una sonrisa forzada y
difícil,y nos dejó.
Cuando cerró la puerta tras ella, dijo David:
—¿Volveras otra vez, Camila?
—Sí —dije—. Por supuesto.
—¿Cuando?
—Podría venir alguna tarde, después del colegio. O a
cualquier hora durante el fin de semana. Durante la semana no puedo salir por
la noche. —¿Vienes porque te apetece o porque te doy
lastima y crees que debes hacerlo? No me mientas.
—Porque me apetece. —¿Te doy lastima?
—Sí —dije.
Extendió el brazo, cogió mi mano y me acercó un poco
mas a la cama.
—Eres sincera. Gracias, cariño. Claro que te doy lastima.
Pero otras veces que he hecho la misma pregunta, todo han sido evasivas. Odio
dar lastima,
Camila. Si yo pudiera eximir de la lastima a los llamados seres humanos,
podría soportar mejor toda esta monstruosidad. Es horrible para mi
madre. Le desagrada prescindir de su pena. Cree que a Frank y a ti os causo
menos pena o, al menos, de forma diferente que a cualquier otra persona que yo
conozca.
¿Sabes que vas a ser una mujer muy guapa, Camila?
—Eso me dice la gente este año —dije. —¿Lo
sabes tú?
—No lo sé muy bien —le dije—. Me miro al espejo y
pienso en ello, pero lo único que veo es la Camila Dickinson que he
estado viendo toda mi vida. Me encuentro guapa cuando no estoy cerca de un
espejo y no puedo verme, o cuando recuerdo cómo soy, sin estar frente a
un espejo. Me encuentro guapa cuando estoy con Frank. —¿Te
encuentras guapacuando estas conmigo?
—Sí —dije.
David me sonrió y, sin saber por qué, me entraron ganas de
llorar. Incluso sentí que brotaban lagrimas de mis ojos e
intenté contenerlas.
—Eres deliciosa, Camila. Deliciosa —dijo David y me acarició
el pelo con la mano, haciendo que me invadiera otra vez aquella extraña
sensación de bienestar—. Camila, yo podría enseñarte
tanto si —se detuvo repentinamente, cogió uno de los peones del
ajedrez, lo miró y lo volvió a colocar en el tablero—.
No hay tiempo para otra partida de ajedrez. ¿Te apetece que juguemos uno
de esos solitarios que me has enseñado?
Jugamos y, de nuevo, me sorprendió cuanto mas
rapida y clara era su mente que la mía, aun cuando me entraron
buenas cartas y gané. Luego, apartó las cartas y me miró.
—Eres un encanto, Camila. ¿Quieres hacerme un favor?
—¿Qué? —¿Me das un beso de despedida?
—Sí.—¿No te importa besar a una persona como yo?
—No. ¿Por qué? —dije. Sólo cuando se
refería a su incapacidad era cuando yo me daba cuenta de que era
diferente a otros hombres y de que él tenía que estar
convenciéndose continuamente a sí mismo de que no me
sentía atemorizada o repelida por él. Probablemente, otras
personas habrían tenido esa sensación antes, y él lo
sabía.
Me atrajo hacia sí, dulce pero firmemente, y me besó. Yo
creía que me besaría en la frente o en la mejilla, pero
acercó sus labios a los míos, alprincipio ligeramente y, luego, con
presión creciente. Sentí de nuevo un delicioso ardor que
invadió todo mi cuerpo. Sólo cuando separó sus labios me
di cuenta, de verdad, de que me había besado. Éste es mi primer
beso, pensé. Y no me lo ha dado Frank.
—Mi dulce, pura y fría Camila —dijo David—.
Cómo me gustaría —cogió entonces mi mano y la
apretó con tanta fuerza que me quedé sin respiración.
Aflojó la presión inmediatamente—. Lo siento, cariño
—dijo—. No quisiera hacerte daño por nada del mundo.
Oímos a Frank en el vestíbulo y me separé de la cama y
cogí el abrigo y el sombrero. —¡Hola, Cam; hola, Dave!
—dijo Frank, acercandose a la cama de David para darle la
mano—. ¿Quién le ha zurrado a quien, o a quién ha
zurrado quién?
—Nadie ha zurrado a nadie —dijo David—. Camila es una contrincante
ideal. —¿Estas preparada, Cam? —preguntó
Frank.
—Sí —me acerqué a la cama de David y le miré a
la cara, en la que sus ojos, nublados por el sufrimiento, eran, sin embargo,
vivos por lo que intuía que era la cordura de los años; y le
miré a los labios, contraídos por el dolor y, al mismo tiempo,
llenos de ternura, y pensé que él me había besado y Frank
no, excepto en un sueño. —¿El próximo fin de semana,
Camila? —preguntó.
—Sí —dije—. El próximo fin de semana.
Frank y yo nos despedimos de la señora Gauss y nos dirigimos al metro.
Frank me iba hablando, pero yo nopodía decir nada. Todo lo que se me
ocurría decirle era que David me había besado y comprendía
que no podía decírselo. Al cabo de un rato, me preguntó
Frank:
—Camila, ¿estas bien?
—Sí.
—Estas tan pensativa ¿Te ha pasado algo con David?
—No —dije.
—Esta bien. Sólo quería saber si estabas preocupada
por algo. Si lo prefieres, sigue callada.
Caminamos en silencio y lo agradecí, porque sabía que Frank no me
haría ninguna pregunta mas. Siempre que Luisa pensaba que le
ocultaba algo, insistía una y otra vez intentando averiguar qué
era, pero sabía que Frank me dejaría sola con mis pensamientos.
Cuando salimos del metro me acordé del paseo que habíamos dado
hasta mi casa la noche anterior, en el que nos quedamos parados, sobre la
nieve, con las mejillas juntas. Comprendí que eso había sido
mucho mas importante que el beso de David.
Llegamos al sitio donde nos habíamos parado la noche anterior, pero
venía alguien en dirección a nosotros, la nieve se había
derretido, la acera estaba limpia y Frank no se detuvo, así que no supe
si se habría acordado siquiera. Al llegar cerca de la casa, salió
alguien de la puerta, le dio las buenas noches al portero y se dirigió
apresuradamente en nuestra dirección. Era Jacques.
Me quedé inmóvil y Frank dijo:—¿Qué pasa?
—No puedo ir a casa —exclamé—. No
puedo.—¿Qué te pasa, Camila? —me preguntó
Frank y vi, a la luz de unafarola, que su cara denotaba
preocupación—. ¿Qué ha pasado?
—Por favor —supliqué—, por favor. Vamos a pasear.
No
En ese momento llegó Jacques a nuestra altura, nos vio y se detuvo.
—¡Vaya, Camila!
No dije nada; fue como si me quedara muda y miré, primero a Jacques y
luego a Frank, con la voz y la mente paralizadas.
—Este debe ser Frank Rowan —dijo Jacques en tono divertido—.
Encantado de conocerte. Yo soy Jacques Nissen. —¿Cómo
esta usted? —Frank, un poco desconcertado, le dio la mano a
Jacques. —¡Qué aspecto tan encantador tienes esta noche,
Camila! —dijo Jacques superficialmente—. Espero que hayas pasado
una tarde agradable.
Me estaba volviendo el don del habla.
—Sí, gracias —dije.
—Bien, buenas noches, querida —dijo Jacques—. Buenas noches,
Frank.
—Buenas noches —dijimos al unísono Frank y yo, y Jacques
siguió su camino.
—Camila —dijo Frank, que parecía desconcertado.
Puesto que estaba con Frank y pensaba que tenía que decirle la verdad o
lo confundiría todo, dije:
—Ese era Jacques Nissen. Yo, yo le vi —quería decirle
que había visto a Jacques besando a mi madre, pero no pude
decírselo—. Mi madre ha estado viéndose con él
—dije—. Ella le ha debido hablar de ti. Me dijo que no iba a volver
a verle. Me mintió.
—Puede que haya venido a ver a otra persona.
—Es posible —dije—, pero no lo creo. Si conociera a otra
persona que viviera aquí,yo lo sabría. Ademas,
sabía quién eras tú. No podría saberlo a menos que
se lo haya dicho mi madre. No quiero ir a mi casa, Frank.
—Escucha —dijo Frank—. Yo me quedaré contigo y
pasearemos toda la noche, si tú lo quieres, pero primero ve al
vestíbulo y llama por teléfono a tu madre para decirle que no vas
a ir ahora. Le prometí que te traería a casa y no quiero que tus
padres te prohíban verme. Y ya sabes que pueden hacerlo.
—No pueden prohibirme que vea a quien yo quiera.
—Sera mucho mejor que no piensen que te estoy pervirtiendo.
—¿Qué es lo que sera mejor?
Frank sonrió.
—Que no piensen que te estoy pervirtiendo.
—Esta bien, llamaré a mi madre —dije.
Llamé desde el teléfono interior de la casa. Contestó
Carter que, al parecer, había vuelto temprano su noche libre.
—Quiero hablar con mi madre —dije. —¡Ah, es usted,
señorita Camila! —dijo—. ¡Qué pena que no
estuviera aquí hace unos minutos! Se acaba de marchar el señor
Nissen y ha dicho que sentía mucho no verla. ¡Cómo odiaba a
Carter!
Mi madre se puso al teléfono.
—Camila, cariño —dijo—. ¡Es muy tarde!
¿Dónde estas?
—Aquí abajo, en casa.
—Bueno, cariño, sube. Ya tenías que estar en la cama.
—¿Dónde esta papa?
—Se ha retrasado. Volvera mas tarde. —¡Ah!
—exclamé.
—Sube, cariño. Quiero que me cuentes cómo has pasado la tarde.
—¿Me contaras cómo la has pasado tú?
—no sabía que pudiera ser tanfría y tan desagradable.
Hubo un corto silencio. Luego oí la voz abatida y algo asustada de mi
madre.
—Claro. ¿Por qué estas ahí abajo,
cariño?
—Sólo quería decirte que no voy a subir todavía. Voy
a dar un paseo. —¿Sola? ¿A estas horas? Camila, por favor,
sube en seguida, querida.
—No estoy sola —dije—. Estoy con Frank y no quiero subir.
—Pero es tarde. Ya deberías estar en la cama. Tu padre se va a
enfadar mucho.
—No me importa —dije.
—Te prohibiría que veas a Frank y que
—No me importa lo que haga. No me importa.
Frank había permanecido al otro lado del vestíbulo para no
escuchar mi conversación, pero se acercó a mí y dijo en
voz baja:
—Subamos, Camila. Iré contigo. Sera lo mejor. De verdad.
—Esta bien —exclamé—. Esta bien —y
colgué. Frank me cogió la mano y me la apretó, pero no
dijo nada. Subimos en el ascensor y, cuando intenté abrir la puerta con
la llave, mi mano temblaba tanto que la cogió Frank y abrió
él la puerta.
Mi madre nos estaba esperando y me dio la impresión de sorprenderse un
poco al ver a Frank. Llevaba su bata de terciopelo rosa y, aunque tenía
el pelo algo revuelto, estaba joven y guapa, a pesar de la preocupación
que se reflejaba en su rostro.
—Camila, cariño —dijo y sonrió a Frank—. Me
alegra que hayas subido, Frank. Ahora puedo verte mejor. Había tanto
jaleo esta tarde a la salida del concierto Frank le tendió la
mano.—Buenas noches, señora Dickinson. Siento haberme retrasado en
traer a Camila. Ella y David no terminaron su partida tan pronto como
esperaban.
—Esta bien —dijo mi madre—. ¿No quieres pasar?
—No, gracias. Tengo que volver a la parte sur, señora Dickinson.
¿Le importa que recoja mañana a Camila, después del
colegio, y la lleve a cenar conmigo? La traeré pronto, así que
tendra tiempo de sobra para hacer sus deberes.
—Sí, esta bien —dijo mi madre, vacilante—. No
sé, sí, creo que sí, Frank.
—Muchas gracias, señora Dickinson. Buenas noches. Buenas noches,
Cam.
Aunque aún estaba rabiosa por dentro por haber visto salir de casa a
Jacques, algo dentro de mí gritó con júbilo:
«¡Mañana voy a ver a Frank!»
—Buenas noches, Frank —dije en voz alta, viendo cerrarse la puerta
tras él.
Mi madre me pasó un brazo por los hombros e intentó atraerme
hacia ella, pero, al sentir su contacto, me puse rígida. No fue algo que
hice a propósito, pero no pude evitarlo.
—Cariño —dijo ella—, ven, por favor, a mi
habitación y hablemos. Por favor.
La seguí a su habitación. Se sentó en el divan,
colocó los pies encima de él y se abrazó las rodillas.
—Siéntate, cariño, por favor.
Me senté en el taburete de su tocador y aguardé. No sabía
qué iba a decirme ni yo podía decirle nada.
—Tú sabes que he estado esta noche con Jacques —fue una
afirmación, no una pregunta.
—Sí —dije. —¡Oh,cariño, no me condenes
sin! No soy totalmente mala. Podría sentirme celosa de ti, porque
eres joven y cada día estas mas guapa, mientras que yo me
estoy haciendo vieja y no puedo esperar que mi belleza dure siempre. A mí
me ha gustado siempre ser guapa, Camila. Me ha gustado demasiado. Si no hubiera
sabido que era guapa, no hubiera esperado nunca que tu padre me quisiera. Si no
hubiera sido guapa, habría sido todo lo que Rafferty desprecia. Pero no
estoy celosa de ti, cariño, de verdad. En realidad estoy un poco
triste, a veces, probablemente por culpa mía, pero nunca celosa.
—Eso no tiene nada que ver con Jacques —dije.
Mi madre pareció serenarse un poco.
—No, ya lo sé —luego dijo—: Cariño, yo
¡Oh, cariño! Sé que parece horrible, pero no es tan horrible
como parece. —¿Por qué no?
—Porque voy a irme fuera y, cuando me vaya, no voy a volver a verle nunca
mas. Yo no quiero a Jacques, al menos en la forma que quiero a Rafferty,
y él lo sabe Me refiero a Rafferty.
—Entonces, ¿por qué ves a Jacques?
—Si no lo veo. Quiero decir ¡Oh, no, cariño! Me asusta
verte ahí sentada, mirandome con esos ojos verdes acusadores.
Pensé, creí que debía despedirme de Jacques.
—¿Es ésta la primera vez que le ves desde, desde la
noche en que intentaste suicidarte? —¡Oh, cariño, no digas
eso! No creo que pensara de verdad Esa noche estaba fuera de miscasillas.
—¿Pero es ésta la primera vez que le ves desde entonces?
—pregunté.
—No —dijo mi madre—. No, no exactamente; pero casi,
y después, después de la semana próxima no le
volveré a ver nunca mas.
—Entonces, ¿por qué le has visto esta noche?
—Ya te lo he dicho, cariño Hay ciertas obligaciones
Pensé que le debía, por lo menos, una despedida;
después
—Pero, mama —le pregunté—, si sabías que
no le querías, si sabías que a quien quieres es a papa,
¿por qué te empeñaste en verle?
Mi madre parecía agotada. Se recostó en el divan.
—¡Oh, cariño! —dijo—. Eres demasiado joven para
saber nada del amor. No es algo tan, tan sencillo como tú crees. Es
la cosa mas, mas horrible del mundo.
—Yo no creo que sea sencillo.
—Pero tú no lo sabes —dijo mi madre—. Tienes que
enamorarte primero para poder comprenderlo.
Lo estoy, me dije a mí misma. Estoy enamorada.
De pronto comprendí que eso era completa y absolutamente verdad. David
lo había sabido desde el principio, pero yo no lo supe hasta entonces,
mientras miraba el rostro pequeño e infantil de mi madre, fruncido por
la preocupación, recostada en el divan. Puede que fuera complicado
el amor, en mayúsculas, pero que yo estuviera enamorada de Frank me
pareció, de repente, la cosa mas sencilla e inevitable del mundo.
—A veces pienso que el mundo marcharía mucho mejor si no fuera por
el amor—prosiguió mi madre—, pero sin el amor yo no
podría vivir. Tu padre sí podría. Por eso, por eso
somos tan distintos. Él tiene su trabajo, sus edificios.
No sabes, cariño, lo celosa que me he sentido de esos edificios. He
estado muchísimo mas celosa de sus edificios que lo hubiera
estado de una mujer. Almenos hubiera entendido que un hombre despertara el amor
de una mujer.
—Pero papa te quiere —dije categóricamente.
—Sí —dijo ella—. Lo sé. Pero sólo lo
sé de vez en cuando y, entonces, es tan maravilloso que yo, que
quiero, que necesito saberlo todo el tiempo. Y Jacques
—¿Qué pasa con Jacques? —pregunté con el mismo
tono frío que estaba empleando con mi madre y que nunca había
empleado con ella antes.
—Jacques ¡Oh, cariño! ¿No ves que no se trata en
absoluto de Jacques? Es sólo que Jacques me da lo que quiero que me
dé Rafferty. Al principio creí queera Jacques, que le amaba, pero
ahora sé que no. Era Rafferty desde el principio.
—Mama —dije entonces, secamente—, dijiste que te ibas
fuera; ¿dónde vas? —¡Oh, cariño! Ahora se
enfadara Rafferty, pero, ya que he ido tan lejos, me figuro que tengo
que decírtelo. Nos vamos a Italia. —¿Cuando?
—La semana que viene. —¡Pero yo no quiero ir a Italia!
—grité. Por un momento, me olvidé de mi madre, de mi padre
y de Jacques. Lo único que pensé fue que, si me iba a Italia, no
podría ver a Frank.
Mi madre sepuso a hacer pliegues con el terciopelo rosa de su bata entre los
dedos.
—Se trata de eso, cariño. Rafferty y yo vamos solos.
—¡Ah! —dije, sintiendo un alivio inconmensurable.
—Ya ves, cariño —prosiguió mi madre—, hemos
hablado mucho de ti,
Rafferty y yo. Los dos estamos de acuerdo en que este invierno has cambiado
mucho y que Luisa y Frank Rowan no te han hecho mucho bien.
—Luisa y Frank no tienen nada que ver —dije.
—Pero, cariño, tú has cambiado y has estado saliendo sin
decirnos dónde ibas y regresando a unas horas; aún no eres
bastante mayor y siempre estas con Luisa, y ahora con Frank
—No se trata de Luisa ni de Frank —repetí.
—Pero, cariño, has cambiado —volvió a decir mi madre.
«¿No sabes por qué? ¿Sobre todo tú?»,
pensé indignada.
Ella debió entender mis pensamientos, porque se apresuró a decir:
—Ya sé que mucho ha sido por culpa mía. Creo que no
debería haber tenido hijos nunca. No soy, no podía haber sido
nunca una buena madre. Casi me, me alegré de perder el niño
que tuve después de ti Fue sólo porque sabía que
Rafferty quería otro
—Tú no me deseabas, ¿verdad? —pregunté, aun
con aquel tono frío que salía de mi boca, pero que no
parecía tener nada que ver conmigo; que no formaba parte de Camila Dickinson.
—¡Camila! —gritó mi madre—. ¡No debes
decir una cosa así! Yo te quiero, te quiero mas que a mi vida.
¿Cómopuedes decir que no deseo tenerte?
—No me refiero a que no quieras tenerme ahora —dije—, sino a
que no deseabas tenerme entonces.
Mi madre se levantó del divan, vino hacia mí y se
arrodilló a mi lado. Me rodeó con sus brazos y comenzó a
darme besos rapidos y frenéticos.
—Cariño —dijo—. No recuerdo ningún momento,
ninguno en absoluto, que no deseara tenerte —apoyé mi cabeza en su
hombro y ella prosiguió—: Camila, ¿crees que es tan
horrible que tu padre y yo nos vayamos a Italia? Yo, yo creo que si vamos
juntos, todo se arreglara De verdad, de verdad, creo que todo se
arreglara y que nunca volveré a hacerte sufrir como lo he hecho
este invierno. Sé que te he hecho sufrir, cariño; ésa fue
una de las razones por las que yo Cariño, yo nunca querría
hacerte sufrir. Tú lo sabes.
—Lo sé —dije—, y me parece bien que vayais a
Italia. No me importa quedarme en Nueva York.
—Pero, cariño, no te vas a quedar en Nueva York.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, dando un
respingo hacia atras.
—Bien, cariño, tu padre y yo, sé que en parte es culpa
mía, porque no he sido la madre que debería haber sido, pero
tú te nos has ido de las manos y hemos pensado que lo mejor
sería que fueras a un buen internado durante el resto del año.
—¡No! —dije, y me incorporé con tanta violencia que mi
madre perdió el equilibrio y quedó sentada en la alfombra, a mis pies.
Nointentó incorporarse, sino que se quedó allí, sujetandome
el borde de la blusa como si fuera una costurera.
—Ya esta todo decidido, cariño. Todo —dijo en voz
baja. —¿No podríais habérmelo preguntado?
—dije abruptamente.
Mi madre se incorporó de nuevo sobre las rodillas y pareció estar
implorando algo cuando dijo:
—Al principio hablamos de llevarte con, pero luego pensé que
sería mejor que fuéramos solos y, al fin y al cabo,
también mejor para ti, cariño. Rafferty lo pensó
así también. Pensó que aún no estabas preparada
para venir con nosotros y creímos que te encantaría el internado.
—Yo no quiero irme de Nueva York —dije—. Me gusta el colegio
al que voy ahora. Por favor, buscad una institutriz o una señorita, o
algo así, y dejad que me quede aquí. ¡Por favor,
mama! —hablaba desesperada y ahora era yo la que suplicaba a ella,
arrodillada como estaba en la alfombra.
—Pero Camila, hijita —dijo ella—, no puedo hacer
absolutamente nada. Me gustaría darte cualquier cosa en el mundo que
quisieras, ya lo sabes. Pero Rafferty y es que ya esta todo arreglado.
—¿Quieres decir que me enviais fuera sólo por Frank
y Luisa?
—En parte es por eso, pero sólo en parte Tu padre y yo
pensamos que te vendría bien y que te gustaría. La mayoría
de las chicas se vuelven locas por ir a un internado.
Puede que eso hubiera sido cierto un año antes, o seis meses antes.Pero
entonces no conocía a Frank. Entonces no sabía lo que era estar
enamorada. Yo no sabía mucho de internados, pero no creía que en
ellos hubiera sitio para el amor. Y, desde luego, no había lugar para Frank.
Mi madre se puso de pie.
—Es muy tarde, cariño. Hace tiempo que tenías que haberte
acostado y mañana tienes clases. Intenta hablar con tu padre
mañana, aunque no servira de nada.
Tenía razón. No serviría de nada. Ya estaba todo decidido.
Tendría que ir.
Le dije «buenas noches» a mi madre y me fui a mi habitación.
Me desnudé, me metí en la cama, pero no pude dormirme. Estuve un
rato allí, acostada, sintiendo sólo un gran pesar en todo el
cuerpo, porque iba a tener que marcharme de Nueva York y, probablemente, Frank
no me besaría nunca.
Bajé de la cama y me acerqué a la ventana, donde sentí el
brusco efecto del aire de la noche y deseos de llorar; de llorar a gritos como
acostumbraba a hacer no muchos años antes, cuando aún era una
niña. Pero me quedé quieta junto a la ventana, bajé la
cristalera y apoyé la frente en el cristal frío, mirando al
patio. En el tejado del edificio opuesto al nuestro vi una sombra que se
movía y me di cuenta de que era alguien que estaba inclinado en la
baranda. A medida que me fui acostumbrando a la oscuridad, vi que era una
mujer; en ese momento, extendió los brazos con gesto de
desesperación o de rabia y se volvió,alejandose. Se
produjo un rectangulo de luz amarilla al abrir la puerta que
conducía a la casa y luego volvió otra vez la oscuridad, cuando
la cerró tras ella. Permanecí allí un rato mas y
luego regresé a la cama. Mañana veré a Frank,
pensé.
Me acosté y pensé en Frank como si yo me encontrara en un
océano infinito, asida a un madero. Era la única cosa que evitaba
que me hundiera en las aguas frías y oscuras. Detras de mí
no había tierra, y tampoco la había delante, pero el
convencimiento de que al día siguiente vería a Frank me
mantenía a flote.
10
A la mañana siguiente, Luisa no fue al colegio. No esta nunca enferma
y, por eso, me acordé de ella a intervalos, durante el día,
cuando no pensaba en mí misma y en mis propios problemas. Me
apresuré a ir al guardarropa en cuanto terminaron las clases. Frank me
esperaba a la puerta. El corazón me dio un brinco al verle porque,
aunque no le esperaba, pensaba que a lo mejor estaba allí, aun cuando
sabía que en su colegio terminaban mas tarde que en el nuestro.
—Hola —dijo.
—Hola —dije—. ¿Qué le ha pasado a Luisa?
—me asustó ver su aspecto, inusualmente serio.
Frank me cogió de la mano y comenzamos a andar por la calle.
—Mona retuvo hoy a Luisa en casa para hablar con ella. No sé
exactamente de qué, pero la verdad es que anoche hubo una trifulca
tremenda en casa.
Espero que no te veas envuelta nunca en unacosa como ésa. No es que
Luisa o yo tengamos nada que ver con ello, pero cuando Mona y Bill discuten, en
la vecindad nadie puede conciliar el sueño. Sea como sea, no fui esta
tarde a trigonometría, porque quería hablar contigo. La empresa
donde trabaja Bill quiere trasladarle a Cincinnati. —¡Oh!
—exclamé, con el corazón encogido, esperando que Frank
continuara contandome.
—No sé si va a ir o no. Creo que supone una buena subida de sueldo
y, desde luego, nos vendría bien, sólo que eso implica que Mona
debe dejar su trabajo en la revista y ella no quiere dejarlo.
Asentí. Sabía que la revista significaba para Mona algo
mas que un trabajo; era una especie de símbolo.
—Yo creo que Bill debería ir a Cincinnati —prosiguió
Frank—. Su trabajo, bueno, hasta ahora no ha sido nada del otro mundo.
Puede que con lo que gana pague la comida y el alquiler de la casa, pero desde
luego no le da para mas. Mona paga nuestros colegios; a veces pienso que
lo hace sólo para fastidiar a Bill y para que se dé cuenta de que
él no puede hacer frente a los gastos de sus propios hijos. Luisa y yo
podríamos haber ido perfectamente a una escuela pública. Mona
paga nuestra ropa y, por supuesto, las suyas, y cuando le compra una camisa,
una corbata o un pijama a Bill, ya se encarga ella de recordarle que, si no
fuera por ella, no tendría nada suyo. Encuentro repugnante poner a un
hombreen esa situación, pero a Mona le vuelve loca hacerlo.
Frank hablaba con voz tranquila y desapasionada y, de nuevo, tuve la
impresión de estar aprendiendo algo de él; algo que yo
debería intentar poner en practica respecto a mis padres,
pensando en ellos con la misma objetividad cariñosa. Porque no
cabía la menor duda de que Frank quería a Mona y a Bill.
—A veces creo que hay algo diabólico en Mona que la obliga a hacer
cosas que sólo consiguen agraviar mas a Bill —dijo—.
Sea como sea, creo que debería irse a Cincinnati y llevarse a Mona con
él. —¿Y qué pasaría contigo y con Luisa?
—pregunté.
—Bueno, supongo que tendríamos que irnos también. Yo no
quiero, pero creo que se lo debemos a Bill.
—Yo también me voy fuera —dije en voz baja, con la vista
fija en la acera, y tuve la impresión de que todo se había
acabado, de que en el momento en que comenzaba a vivir todo lo que me
interesaba estaba llegando a su fin. —¿Tú?
¿Adónde? —preguntó Frank, sobresaltado.
Seguí mirando la acera.
—Mi madre y mi padre se van a Italia durante el resto del invierno y a
mí me mandan a un internado. —¿Cuando?
—preguntó Frank.
—Pronto. Creo que la semana que viene. Frank dijo lo que yo había
estado pensando.
—El invierno acaba de empezar y ahora, de repente, casi se ha acabado. O
se ha detenido y tenemos que empezarlo de nuevo en algún otro sitio. A
mí me gustaba cómo habíaempezado aquí. Me
gustaría no tener que cambiar.
—A mí también —murmuré, porque estaba a punto
de echarme a llorar. Frank echó los hombros hacia atras y se
irguió.
—Bueno, si tienes que irte la semana que viene, nos queda ésta.
Vamos a hacer que sea una semana maravillosa, Cam. Nos veremos todos los
días, ¿de acuerdo? Vamos a hacer que sea la semana de Camila y
Frank.
—Sí —dije, sintiéndome de nuevo feliz. Tanto si Mona
y Bill se llevaban a Frank y a Luisa a Cincinnati, como si mis padres se iban a
Italia y me enviaban a mí a un internado, Frank y yo teníamos una
semana para estar juntos. Y no sólo tendríamos una semana para
nosotros, sino que había sido idea de Frank.
Puede que se fuera de Nueva York para siempre, pero era conmigo con quien
quería pasar su última semana. Me sentía tan feliz, que me
entraron ganas de echar la cabeza hacia atras y cantar a pleno
pulmón, con la alegría de un gallo saludando la mañana.
—¿Qué hacemos, Cam? —preguntó Frank—. No
tengo mucho dinero, así que no podra ser nada extraordinario,
pero podíamos coger el ferry de Staten Island. Es una de las cosas
típicas.
—Sí, vayamos —dije. —¿Has leído a Edna
Saint Vincent Millay? —preguntó—. Debía haber pensado
que te gustaría. Yo ya la he superado, pero hay una cosa de ella que
viene muy a propósito. Éramos muy jóvenes, nos
sentíamos muy felices y paseamos toda la noche, de un lado aotro, en el
ferry. Nosotros sólo haremos un recorrido de ida y vuelta y luego
pensaremos otra cosa que hacer. Me gustaría poderte invitar a dar un
paseo en uno de esos coches de pescante trasero de Central Park, pero me temo que
no puede ser.
—De todas formas, prefiero pasear en el ferry —dije, aunque me
hubiera encantado dar un paseo en uno de esos coches de caballos con Frank.
Era un día gris, con niebla muy baja y, cuando llegamos al ferry,
comenzaba a oscurecer. Caían algunos copos aislados de nieve, pero,
realmente, no estaba nevando. Frank y yo nos dirigimos inmediatamente a proa y
nos quedamos de pie, contemplando el agua. Se veía, por su aspecto, que
era muy profunda, tanto que podían navegar por ella grandes barcos de vapor.
Era de un color gris acerado y las pequeñas olas tenían, en
cierto modo, la calidad del metal. Soplaba un viento desapacible y me
subí el cuello del abrigo. —¿Tienes frío? —me
preguntó Frank—. ¿Quieres que vayamos dentro?
—No, no. Prefiero quedarme aquí fuera.
El ferry se puso en movimiento, con una sacudida brusca que me lanzó
contra Frank. Me rodeó la cintura con un brazo y permanecimos
así, mientras el ferry comenzaba a surcar las oscuras aguas grises. La
niebla se iba espesando a medida que avanzabamos y no veíamos
nada, excepto el agua; al rato, cayó sobre nosotros una espesa y blanca
manta de niebla; debíamos haber salido aalta mar y no divisabamos
nada delante de nosotros. Por detras, la silueta de Nueva York iba
desapareciendo entre la niebla. Era como un espejismo o una ciudad encantada de
un cuento de hadas, que iba desapareciendo para siempre en la niebla. Frank
retiró el brazo de mi cintura y dijo: —¿Sabes una cosa
sobre Dios, Cam? —¿Qué? —pregunté asombrada.
—Debes saber que lo que necesitamos es un nuevo Dios —no dije nada,
por lo que, tras un instante, prosiguió—: Quiero decir que lo que
necesitamos es un Dios en el que podamos creer de verdad, gente como yo, o
David, o tú, o tus padres. Fíjate en los avances científicos
que se han producido desde Oh, bien, desde que nació Cristo, si
quieres fijar una fecha. Mira cómo han cambiado los transportes y las
comunicaciones. El telégrafo, el teléfono y la televisión.
Son cosas nuevas y hace unos pocos miles de años no podríamos, ni
siquiera, haber pensado en ellos, pero ahora no podemos pasarnos sin ellas. Y
fíjate en Dios. Dios no ha cambiado nada desde que Jesús le dio
imagen, con una larga túnica blanca y largas barbas. Cuando nació
Jesús, sólo unos años antes de que se iniciara la era
cristiana, era el momento justo para que alguien concibiera un nuevo Dios y
tener el valor de comunicar su descubrimiento al resto del mundo. Y ahora, lo
que necesitamos es un nuevo Dios. El que la mayoría de la gente venera
en las iglesiasy en los templos no ha variado desde los tiempos de Cristo. Su
imagen se ha deteriorado. Mira lo que le sucedió a la Iglesia en la Edad
Media. ¡Tanta discusión para saber cuantos angeles
cabían en la punta de una aguja! Por fuera, terciopelo y oro, y por
dentro, decadencia. Y luego los Victorianos. Quisieron volver a representar a
Dios con túnica blanca y barba.
Esa clase de Dios no es buena hoy. No puedes culpar a Mona por no creer en
Dios. Necesitamos un Dios apropiado a la era atómica.
Se detuvo un momento, mirando el agua a través de la niebla y luego
dijo:
—Oye, puede que todo esto suene terriblemente pretencioso, pero no es
mío. La mayor parte es de David. Pero yo he pensado algo que creo que es
bueno, sólo que no creo realmente en ello. Si creyera en ello, pienso
que sería la explicación mas lógica de las cosas. A
mí me satisfaría, pero justamente porque yo lo he imaginado, no
puedo confiar en ello. ¿Sabes, Camila? Vivimos en un bonito y
pequeño planeta asqueroso, en una pequeña constelación de
segunda categoría en la cola del universo.
—Sí, lo sé —dije.
—Y cuando piensas en los millones de estrellas que pueden ver los
astrónomos y en los millones que debe haber, mas alla del
alcance del telescopio mas gigantesco que haya podido inventarse nunca,
¿quiénes somos nosotros para afirmar que no hay estrellas o
planetas con vida e, incluso, con vidamucho mejor que la nuestra? ¿Por
qué tiene que ser la tierra, que, como antes dije, es, bueno, ni
siquiera de segunda categoría, o aun menos que eso ¿Por
qué tiene que ser la tierra el único planeta habitado, cuando ni
te puedes imaginar la cantidad de estrellas y constelaciones que se extienden
en el infinito, sin un límite, eternamente? Lo que quiero decir es que,
si te fijas, el espacio se prolonga sin fin. ¿Se acaba de la forma que
dice Einstein? Y si se acaba, ¿qué hay mas alla?
Por eso, la teoría que yo me imaginé es ésta: creo que
nadie consigue jamas una oportunidad para terminar en la tierra su
cielo. Y, aún en el supuesto de que exista el cielo, nadie es lo
suficientemente bueno al final de su vida en la tierra como para poder ir al
cielo. En primer lugar, no hemos adquirido suficientes conocimientos y no creo
que sea justo por parte de Dios que nos dé un cerebro para hacer
preguntas si no nos da la posibilidad de contestarlas. Así que pensé
que, cuando morimos, quiza vamos a otro planeta, al mas
próximo en la escala. Puede que allí consigamos mejores cerebros,
que nos permitan aprender y comprender algo mas que cualquiera de la
tierra, incluso alguien como Einstein. Y, quiza, conseguimos también
otro sentido. Me refiero a que, a lo mejor, antes de nacer en la tierra
estuvimos en otro planeta en el que nadie viera. Si todos naciéramos
ciegos, si notuviéramos un sentido como el de la vista, no
tendríamos la mas ligera idea de lo que era. No podríamos
imaginarnoslo ni en el mas descabellado de los sueños.
Así que puede que en el próximo planeta haya un nuevo sentido,
tan importante como la vista, o, incluso, mas importante aún,
pero que no podemos imaginarlo ahora, como no podríamos imaginarnos lo
que es la vista si no la conociéramos.
Y luego, cuando hubiéramos terminado en ese planeta, iríamos a
otro y así sucesivamente, a lo largo de cientos, o miles, o incluso
millones de planetas, aprendiendo y desarrollandonos, hasta que,
finalmente, conozcamos y comprendamos todo— absolutamente todo— y
quizas entonces estemos preparados para ir al cielo.
—Supongo que, cuando uno esta preparado para ir al cielo, deja de
preocuparle el ser un individuo. Y no creo que pueda dejar de preocuparme ser
un individuo aislado, a menos que haya vivido billones y billones de
años y conozca y comprenda, de verdad, todo. Con eso quiero decir que,
entonces, puede que esté preparado para llegar a Dios.
—Creo que eso es maravilloso —exclamé—. Es
fantastico, Frank. No es difícil creer en una cosa así.
Pienso que lo creería cualquiera. ¿Se lo has contado a Luisa?
—¿A ella? —preguntó Frank,
desdeñosamente—. Diría que estaba harta de oírme dandome
importancia y de la teoría que estaba tramando para seguir
dandome importancia. Y no lopienso así.
—Frank —dije—. ¿Le has, le has hablado a David de
ello?
—Sí —dijo Frank—. Sí, David fue muy amable. Le
gustó la idea, pero puedo asegurarte que no creyó en ella. Puede
que él pensara también que intentaba lucirme. No lo sé.
Estuvo muy amable y tristón.
Empezabamos a divisar Staten Island, que surgía de la niebla.
Frank dijo:
—Se lo conté a Pompilia Raccioli y se rió. Estuvo
riéndose hasta que se le saltaron las lagrimas. Tú eres la
única persona a la que parece haberle interesado.
—A mí me interesa —le dije—. Me interesa enormemente.
El ferry se aproximó al embarcadero de Staten Island y Frank me
cogió con fuerza del brazo para ayudarme a desembarcar.
—¿Quieres tomar un perrito caliente o alguna otra cosa?
—preguntó Frank.
Yo no tenía hambre y negué con la cabeza.
—No, pero toma tú algo si quieres. —¿Quién,
yo? ¿Crees que podría comer algo? —Frank se volvió
hacia mí y elevó su tono de voz—. ¿Crees que puedo
comer cuando en el momento que naces estas condenado a muerte?
¿Cuando miles de personas mueren por minuto, sin haber tenido siquiera
una oportunidad para empezar a vivir? La muerte no es agradable. ¡Es
es la negación de la vida! ¿Cómo nos pueden dar la vida
si, al mismo tiempo, nos dan la muerte? La muerte no es agradable —
repitió Frank con voz alterada y enrabietada—. ¡Odio la
muerte! ¡La odio con todas mis fuerzas! ¿Y túcrees,
crees que puedo comer?
Me miraba como si me odiara. Introdujo una moneda en la ranura y me hizo pasar,
delante de él, a la cubierta del ferry de Nueva York y se quedó
parado, con los brazos cruzados, con rabia enconada y apasionada. No me
miró ni dijo nada. Una vez en que el ferry golpeó contra una ola
y fui lanzada contra él, se apartó como si le repeliera. Le había
oído comentar a Luisa las manías de Frank y supuse que
ésta era una de ellas, pero me asustó. Me quedé junto a
él, pero a tantos millones de millas de distancia como los planetas de
que había estado hablando y procuré no tiritar. Tiritaba, no de
frío, sino a causa de Frank.
En cualquier caso, no había elección posible. No podía
mantener por mas tiempo, ni siquiera a mí misma, que no iba a
hacerme mayor durante algún tiempo aún y que seguiría
siendo una niña durante un poco mas. Dejar de ser una niña
me daba miedo, pero ahora tenía que dejar de serlo, porque sabía
que, si amaba a Frank, no podía ser mas una niña.
Una repentina rafaga de viento me arrancó la boina de la cabeza y
la lanzó al mar. Frank no pareció darse cuenta y yo sabía
que si gritaba: «¡Oh, mi boina!», o algo así, se
enfadaría aún mas. Así que me quedé quieta a
su lado y dejé que el viento me echara hacia atras el pelo, casi
cortandome la respiración. Frank seguía a mi lado,
enrabietado, y yo, asustada.
Mas tarde, amedida que empezaron a divisarse las torres de Nueva York a
través de la niebla, noté que Frank comenzaba a serenarse. Su
tensión fue decreciendo y, de improviso, dijo con voz casi jovial:
—Camila, ¿sabes que hay algo enormemente excitante en Nueva York,
aunque hayas nacido y crecido en ella?
—Creo que es, incluso, mas excitante si has nacido y crecido en
ella. Pienso que es el lugar del mundo mas interesante para vivir
—dije, aún impresionada por el enfado de Frank, aun cuando se
hubiera tranquilizado ya.
Desembarcamos del ferry y empezamos a andar por las calles de la parte baja de
la ciudad. Estaban llenas de gente que abandonaba el distrito de los negocios y
se disponía a regresar a sus casas; el siguiente ferry iría mucho
mas abarrotado que el que acababamos de dejar. Soplaba un viento
cortante y hubiera preferido que mi boina estuviera en mi cabeza fría,
en lugar de estar en las aguas frías. Frank me cogió del brazo y
nos adentramos por las calles, en las que la multitud iba decreciendo y
llegamos a una calle tranquila en la que sólo había un par de
personas que andaban apresuradamente, con la cabeza baja para resistir el
embate del viento.
Caminaba junto a Frank y mi buen humor se había esfumado; me entraron
ganas de decirle: «Di algo animado», aunque no sabía
qué era lo que podría decir. Frank y Luisa se irían a Cincinnati
y yo a un internado y todo sehabría terminado. Todo, pensaba, por culpa
de Jacques, olvidando en medio de mi tribulación que Jacques no
tenía nada que ver con Cincinnati; todo porque mi padre no, no
sabía a ciencia cierta qué era lo que él no había
hecho y debería haber hecho, aunque sabía que era algo; todo,
porque mi madre, una tarde en que estaba llorando y sollozando, había
intentado estúpidamente cortarse las venas. ¿Y para qué?,
porque yo sabía que mi madre no deseaba morir.
—Frank —le pregunté—. ¿Qué
pensarías de alguien que intentara suicidarse? —una violenta
rafaga de aire casi ahogó mis palabras en la garganta, como si
fuera mejor que no las hubiera pronunciado. Frank me aferró con ambas
manos.
—Camila, no iras a
—No, no se trata de mí —dije—. No estoy hablando de
mí.
—Pero te refieres a alguien en concreto —sentenció
llanamente Frank.
—Bueno, no podemos hablar de nadie, ¿no?
Frank seguía sujetandome por los brazos. Me miró
severamente a los ojos.
—Creo que es un pecado imperdonable, Camila. Si Dios nos dio la vida, no
puede querer que dispongamos de ese regalo que nos ha dado. El suicidio es la
muerte. —¿Crees que nunca esta justificado?
—Sí —dijo Frank, y luego añadió—: Bueno,
no lo sé, Camila. Estas hablando de David, ¿no?
—No.
—Porque yo no creo que sea bueno para él, ni tampoco que lo haga.
—No me refería a David —dije. El viento pasaba a
través de misropas y el frío me llegaba hasta los huesos. Por mis
venas parecía correr el viento y no la sangre.
—La forma en que murió el hermano mayor de David, supongo que,
en cierto modo, fue un suicidio. Murió por salvar al resto de su grupo.
Mira,
Camila, todo lo que sé es que no hay una sola respuesta para cada
pregunta.
¿Por qué me has preguntado lo del suicidio?
—No, no lo sé —dije.
—Cam, no quiero parecer un entrometido, pero, pero me preocupas cuando
hablas de esas cosas.
—Se trata de mi madre —dije, finalmente, y el viento me hizo
tiritar—. Lo intentó hace un par de semanas. —¡Cam!
—exclamó Frank, clavando sus dedos en mis brazos.
—Frank —dije—. No comprendo a las personas mayores. No
comprendo a mi madre ni a mi padre. Veo ciertas cosas y recuerdo otras, y todo
ello me llena de confusión.
—Lo sé —dijo Frank—, lo sé, cariño
—era la primera vez que me llamaba otra cosa que no fuera Camila o Cam.
Fue esa palabra, cariño, una palabra tan corriente y tan usada, la que
de pronto parecía como si no hubiera sido empleada antes, como si David
no la hubiera pronunciado nunca, ni mi madre, ni Luisa con su tono sarcastico.
Ahora era una palabra completamente nueva, nacida cuando la pronunció
Frank en la calle barrida por el viento y fue como una caricia; a pesar del
frío, noté el mismo calor interno que cuando David me pasó
la mano por el pelo y sentídeseos de abrazarme a Frank y decirle:
«¡Oh, Frank, bésame, bésame!»
Pero Frank retiró las manos de mis codos y se las metió en los
bolsillos del abrigo.
—Algunas veces —dijo— me ha preocupado enormemente que Mona
intentara suicidarse. De noche, cuando Luisa y yo la oímos llorar, he
temido que, en un momento de ofuscación, tomara una decisión
desesperada, pero no lo ha hecho nunca.
Reanudamos la marcha. El calor interno había desaparecido y me
dolían los pies, los dedos de las manos y las orejas, a causa del
frío.
Pasamos ante una iglesia y Frank dijo:
—Estas helada, ¿no? Entremos un minuto y así
podrías entrar en calor.
Era una iglesia pequeña y el aire era denso y grisaceo, y la luz,
mortecina y también grisacea. Entramos y nos sentamos en un
banco. Estar en una iglesia con Frank era muy diferente a estar con mi madre o
mi padre, o con Binny o con la niñera que me llevaba cuando yo era
pequeña. Estar en la iglesia con
Frank era sentirse mas cerca de Dios, en la casa de Dios, de lo que me
había sentido jamas antes. Estuvimos sentados un buen rato y
empecé a entrar en calor y a sentirme feliz de nuevo. No sé en
qué estaría pensando Frank, pero yo pensaba en lo que él
había dicho de ir pasando por los diferentes planetas, aprendiendo,
desarrollandonos y mejorando, y lo encontré justo y sentí,
también, la sensación de que Dios estaba allí, en Su casa.
Miré ami alrededor. Aunque no se oficiaba ningún servicio
religioso, había en el ambiente un persistente olor a incienso y la luz
que llegaba a través de unas vidrieras de colores era viva y
calida, y no tenía nada que ver con la luz grisacea del
exterior.
En una ocasión, Frank se inclinó hacia mí y
susurró:
—Camila, si la gente puede hacer cosas tan hermosas como las iglesias,
¿por qué no pueden creer en un Dios digno de una iglesia?
—No lo sé —respondí en un susurro.
—Puede que David tenga la respuesta correcta —dijo Frank—.
Una vez me leyó algo de Montaigne que no he podido olvidar nunca.
«¡Oh, hombre insensato, que posiblemente no puede hacer un gusano
y, sin embargo, hace dioses por docenas!» Pero fíjate en
Jesús. No creo que Montaigne se refiriera a Jesús.
—No —dije. Volvimos a quedarnos en silencio. En una ocasión
miré a Frank y su rostro estaba muy serio y me pregunté si
estaría rezando. Yo, en realidad, no rezaba. Le pedía sin cesar a
Dios que las cosas fueran siempre igual que entonces para Frank y para
mí; que siempre nos conociéramos el uno al otro. Nos levantamos
para irnos y, al llegar a la puerta, entró una señora de pelo
canoso, que llevaba un costoso abrigo de piel, que dijo al verme:
—¡Oh, querida! ¿Has estado en la iglesia sin sombrero?
—Sí —dije, acordandome de mi boina roja, hundida en
el puerto de Nueva
York.
—Pero tú debes saber que nose puede entrar en una iglesia sin
llevar la cabeza cubierta, querida —dijo la señora—.
¿No te lo ha enseñado tu madre?
—Sí —dije, notando que Frank se ponía rígido.
—Siento mucho —dijo Frank con voz inicialmente alta, que luego
bajó hasta alcanzar un tono grave— que usted ponga reparos a que
la señorita
Dickinson entre en una iglesia sin sombrero. Sin embargo, estoy seguro de que
Dios no pone reparo alguno y, al fin y al cabo, eso es lo que cuenta —y
me arrastró fuera.
La ira de Frank, tan ridícula, tan ruda y tan justa, me pareció
graciosa y empecé a reírme entre dientes. No quería
mirarle, por miedo a que se enfadara mas, pero mis risitas se fueron
convirtiendo en carcajadas y al instante oí a Frank riéndose
también; así bajamos por la calle, riéndonos a carcajadas,
hasta que se nos saltaron las lagrimas y empezamos a tambalearnos como
si estuviéramos borrachos. Y entonces, en la calle vacía, Frank
me rodeó con sus brazos y se juntaron nuestras mejillas; se
desvanecieron nuestras risas y permanecimos fuertemente abrazados, como si
tuviéramos miedo de que viniera alguien a separarnos. Sentí la
mejilla de Frank, fría y ligeramente aspera, contra la mía
y pensé que, si se separaba de mí, me caería al pavimento
y no podría volver a levantarme hasta que él me incorporara.
Nos separamos lentamente y reanudamos el camino.
No hablamos durante varias manzanasy luego dijo con voz aterida:
—Ahora tenemos que ir a comer y luego tendré que llevarte a tu
casa, porque si no, no nos dejaran que pasemos el resto de la semana
juntos. Iré a buscarte mañana después del colegio. Si nos
vamos a ir a Cincinnati, no importa que pierda ahora algunas clases. De todas
formas, no me importa. Voy a decirle a Bill que me deje cinco pavos. Nunca le
he pedido nada, pero ahora lo voy a hacer.
—Frank —dije—. Nunca me gasto mi asignación y he
ahorrado mucho. Por favor, deja que te preste yo los cinco dólares.
Preferiría que me los pidieras prestados a mí, que no a Bill.
No dijo nada y temí que se hubiera enfadado de nuevo, pero, finalmente,
me cogió la mano.
—Esta bien, Cam. Gracias. Yo también prefiero que me los
prestes tú en lugar de Bill. Pero es sólo un préstamo,
entiéndelo bien.
—Lo entiendo, Frank —dije.
—Mañana podríamos ir al Planetario. ¿Te
gustaría?
—Sí —dije—. Quiero ir contigo al Planetario.
—Yo quiero hacer todo contigo —dijo Frank—. Eres la
única persona en el mundo por la que he sentido eso. Cam, jamas
he hablado con nadie como hablo contigo. No me ha apetecido nunca.
¡Cuanto tiempo hemos desperdiciado! Nos conocemos desde hace
sólo dos semanas. ¿Por qué no nos hemos conocido antes?
—No lo sé.
—Ha sido Luisa —dijo Frank—. Por supuesto que ha sido Luisa.
Es la persona mas dominante que he conocido nunca. Es
masdominante aún que Mona. Fíjate en sus muñecas.
La única razón por la que no se desprende de ellas es que
constituyen algo que le pertenece en exclusiva y no soportaría tener que
compartir algo que le pertenece. Por la forma en que hablaba siempre de ti,
parecería que ella te había forjado. Y debo añadir que
hizo que parecieras tonta.
Si lo hubiera sabido, habría hablado contigo para saber cómo eras
de verdad.
¡Oh, Cam! Me gustaría tener veintiún años. La verdad
es que los padres pueden estropear nuestras vidas, ¿no? Si no fuera por
los padres, ni yo tendría que irme a Cincinnati, ni tú a un
internado. Cuando ellos se ven envueltos en algún problema, no creo que
piensen para nada en nosotros. Sólo somos algo de lo que pueden
disponer, como sus muebles o sus ropas. Me figuro que Mona cargara sus
muebles en un camión, metera sus ropas en baúles y a Luisa
y a mí nos metera en un tren, y eso sera todo. A nadie le
importa si Luisa y yo queremos irnos de Nueva York y ver nuestras vidas hechas
trizas. Si fuéramos sólo un poco mayores, diría que se
fueran al diablo y nos casaríamos, pero no puede ser. Entremos
aquí a comer y luego te llevaré a tu casa.
Ninguno de los dos dijimos nada mientras comíamos ni mientras
volvíamos a casa. Ya en la puerta, Frank me cogió las manos y las
apretó con fuerza.
—Hasta mañana, Cam —dijo, y se fue.
Subí y pensé que había sido el díamas
maravilloso que había pasado nunca, y cuando me acordé de la
forma en que Frank y yo nos habíamos abrazado en la calle desierta, me
flaquearon las piernas. Sólo cuando estaba en la cama caí en la
cuenta de que no me había besado.
11
Al día siguiente fui al colegio con casi una hora de antelación,
porque pensaba que eso me acercaba mas al momento en que vería de
nuevo a Frank, y no me parecía vivir hasta que terminaran las clases. No
me imaginaba que un día pudiera transcurrir tan lentamente. Había
leído de minutos que parecían horas y, hasta ese día,
creía que era una exageración; un minuto era un minuto, incluso
en la sala de espera de un dentista, y eso no tenía vuelta de hoja. Ese
día me di cuenta de que ese tiempo tenía muy poco que ver con el
reloj; es algo que sientes dentro de ti. Cada minuto de esa mañana se me
hizo interminable; era como andar por un largo pasillo que sólo tuviera
una luz mortecina en la distancia para indicar que tenía un final. Sin
embargo, cuando estaba con Frank, una hora pasaba como una hoja desprendida de
un arbol que cae al suelo.
Esa mañana estaba como ausente. Miré el pupitre vacío de
Luisa y me pregunté cuando se irían a Cincinnati y si
estaría ayudando a Mona a preparar el equipaje; cuando me llegó
el momento de intervenir en clase, lo hice estúpidamente y la
señorita Sargent me preguntó si me encontraba bien.
En elmomento en que sonó el timbre por última vez, corrí
al guardarropa y agarré el abrigo y una vieja boina roja que me
había dejado mi madre hasta que me comprara una nueva. Cuando
salí a la puerta del colegio, estaba jadeante, en parte por mi
apresuramiento y en parte por el nerviosismo que me embargaba. Frank no estaba
allí.
Mi corazón se paralizó un instante. Procuré dominar mi
temor, diciéndome que era una estúpida, que el día
anterior no me había dado tanta prisa y que me había entretenido
mas en el guardarropa y que Frank llegaría en seguida.
Miré a un lado y a otro de la calle, pues no sabía por qué
dirección vendría, y creí verle en varias ocasiones, pero
unas veces era alguien mayor o mas joven, otras alguien mas bajo
o mas gordo, de pelo oscuro o rubio, pero no Frank.
Me dije luego que quiza no habría podido dejar su última
clase como el día anterior. Al fin y al cabo, no es tan facil
saltarse una clase. Incluso podrían haber notado su ausencia el
día anterior y habrían extremado la vigilancia para que no
pudiera volver a repetirlo. Ésa me pareció una explicación
lógica de porqué no estaba esperandome y me recosté
en el edificio dispuesta a esperarle.
Salieron una tras otra las demas chicas y se fueron, no sin decirme
adiós y preguntarme si estaba esperando a alguien. Les dije adiós
a todas ellas, aunque me di cuenta de que la voz se me quedaba en lagarganta.
—Adiós, adiós —decía, mirando impacientemente
la calle.
La señorita Sargent fue la última en salir y se detuvo al verme.
—¿Estas esperando a alguien, Camila?
—Sí, señorita Sargent. —¿Seguro que te
encontrabas hoy bien? Parecías muy inquieta.
—No, señorita Sargent, me encuentro bien, gracias.
—¿Qué pasa con Luisa? ¿Algún enfriamiento?
—No. Creo que su familia va a trasladarse a Cincinnati y probablemente
esté ayudando a su madre a empaquetar las cosas.
—¿Sí? —dijo la señorita Sargent—. Es
raro que la señora Rowan no nos haya comunicado nada. Mandó una
nota diciendo que Luisa faltaría un par de días, pero eso fue
todo. Bueno, no estés demasiado tiempo con el frío que hace.
No vayas a coger uno de esos enfriamientos que parece tener todo el mundo.
Cuando se fue, suspiré aliviada.
Aguardé en la calle hasta que me empezaron a castañetear los
dientes.
Regresé al guardarropa y esperé junto a la ventana, desde donde
dominaba la calle, hasta que el hombre de la limpieza asomó la cabeza
por la puerta y dijo:
—Lo siento, señorita, pero no se puede estar aquí a estas
horas. Siento tenerle que decir que se vaya.
Estuve un rato mas en la calle y, por último, comprendí
que Frank no iba a ir. Caminé hasta una farmacia y me dirigí a la
cabina telefónica.
—Carter —pregunté—. ¿Me ha llamado alguien?
¿Hay algún recado para mí?
—No, señorita —dijo Carter—.Sólo ha llamado el
señor Nissen a su madre.
Percibí su maldad.
—Gracias —dije, y colgué.
Me encaminé entonces a la calle Novena. No quería ir a buscar a
Frank luego de haberme dado plantón sin decirme una palabra, pero no
pude evitarlo.
Pulsé el timbre del piso de los Rowan y, tras abrirse la puerta, subí
las escaleras. Oscar se puso a ladrar, pero no le regañó nadie,
ni nadie se asomó a la barandilla para preguntar quién era. La
puerta del piso estaba abierta y Luisa y Mona estaban de pie en el centro de la
habitación con aspecto, en cierto modo, desorientado, como si fuesen
extraños en un lugar remoto.
Me quedé en la puerta, mirandolas y ellas me miraron sin decir
nada, hasta que yo pregunté: —¿Dónde esta
Frank?
Los ojos de Luisa relampaguearon y me contestó con voz que recordaba la
de Carter diciéndome que sólo había llamado Jacques a mi
madre.
—Se ha ido —dijo. —¿Se ha ido? —pregunté
atontada, como un eco.
—Con Bill —dijo Luisa—. A Cincinnati. Se fueron esta
mañana. —¡Oh! —exclamé. Mis ojos recorrieron la
habitación, como si por mirar detenidamente pudiera hacer que apareciera
Frank en un rincón.
Me quedé quieta, incapaz de moverme. Hasta que Luisa dijo:
—Bueno, te veré mañana en el colegio —y a
continuación añadió, como contestando a una
pregunta—: Mona y yo no vamos a Cincinnati. Nos quedamos aquí.
—¡Oh! —exclamé de nuevo.
Mona se dio la vuelta,con gesto impaciente y enfadado, pero Luisa se
quedó mirandome con una sonrisa, que mas bien
parecía una mueca horrible, hasta que, finalmente, me volví y
salí de la habitación, camino de las escaleras.
Las bajé y, casi llegando a la puerta, oí las pisadas de Luisa
que bajaba a todo correr las escaleras y al llegar abajo se arrojó en
mis brazos; estuvo a punto de tirarme al suelo y se echó a llorar.
Permanecimos abrazadas y Luisa se puso a llorar sonoramente, acompañada
de sollozos tan desgarradores que parecía que iba a romperse en mil
pedazos.
En ese momento se abrió la puerta y entraron dos mujeres, que nos
miraron con curiosidad. Luisa se separó de mí, cesaron de golpe
sus sollozos ante la presencia de las mujeres y subió corriendo las
escaleras delante de ellas. Me quedé en el vestíbulo hasta que
escuché los ladridos de Oscar al llamar Luisa a la puerta; cesaron los
ladridos y la puerta se cerró tras ella.
Salí de la casa y me encaminé hacia la Sexta Avenida. Me hubiera
echado a llorar como Luisa, pero mantuve el control férreo para no
hacerlo. Los ojos me picaban de lo secos que estaban y el viento cortante de
diciembre que soplaba, procedente del Hudson, me abrasaba el rostro.
No sabía qué hacer o dónde ir. No podía ir a casa.
Mi madre creía que estaba fuera con Frank y sabía que no
podría soportar sus preguntas ni, lo que sería infinitamente
peor, suconmiseración. Finalmente opté por dirigirme hacia el
oeste, al Central Park, al obelisco donde me había reunido con Frank.
Era casi de noche. Las madres y niñeras que quedaban se llevaban a los
niños a sus casas para cenar; algunos chiquillos seguían
aún jugando por allí. El cielo presentaba una tonalidad, en parte
azul y en parte verde, y parecía estar iluminado por dentro por una
extraña radiación; las ramas de los arboles, delicadamente
entrecruzadas, destacaban contra él. En los escasos charcos de los
laterales de los paseos, el hielo que se estaba formando creaba un delgado
encaje de blonda.
Me acordé entonces de David. Quiza pudiera ayudarme.
Sin embargo, cuando llegué a la calle Perry estuve a punto de no pulsar
el timbre de su casa. No tenía ganas de hablar con nadie. Pero en ese
momento, justamente cuando había decidido marcharme, levanté la
mano y pulsé el timbre.
Al cabo de un momento, la señora Gauss abrió la puerta y no
pareció muy contenta de verme. Se quedó en la puerta, sin decir
nada, mirandome con cara de pocos amigos, hasta que le dije:
—¿Puedo ver a David, por favor?
—Creo que es mejor que no le vea. No la espera, ¿verdad? No me ha
dicho nada.
—No —dije—, pero
—No le gusta que venga gente inesperadamente —dijo—. Quiere
saberlo de antemano.
—Lo siento —dije, y me volví para irme.
Se oyó entonces la voz de David.
—Ma, ¿con quiénestas hablando?
—Es la administradora —dijo ella—. No te preocupes, Davy.
Miré a la señora Gauss con la boca abierta.
—Pero —empecé a decir.
—Si es la señora Tortaglia —dijo David—, quiero verla.
—No puede ahora. Esta muy ocupada —respondió la
señora Gauss. —¡Dile que entre! —gritó David
con voz enfadada.
La señora Gauss hizo intención de empujarme hacia la salida, pero
yo estaba indignada, así que la esquivé y me dirigí a la
habitación de David.
David estaba en su silla y cuando me vio dijo:
—La señora Tortaglia, ¿eh? Me lo figuraba.
La señora Gauss me había seguido hasta la puerta y se
quedó detras de mí, con expresión feroz en su
rostro. Yo estaba asustada, pero mi rabia y la necesidad que sentía de
hablar con David eran superiores a mi miedo.
—De acuerdo, Ma —dijo David—. Nunca has sido buena embustera.
Camila no me va a cansar. Ve a la cocina y anímate con un vaso de vino.
Me lanzó otra mirada enfadada y se marchó.
—Lo siento, cariño —dijo David—. No te enfades con
ella. Pensaba que era mejor no dejarte entrar. Después de marcharte el
domingo tuve lo que podría llamarse una recaída. Caí en un
estado depresivo que ella creyó que acabaría conduciéndome
a la locura o al suicidio. Acabo de salir de él y, puesto que me sucedió
después de estar tú aquí, cree que fue por culpa tuya.
Siento que no haya estado amable contigo, pero no la juzguesdemasiado
duramente.
—No debería haber venido —dije—. Yo sólo
David cerró el libro que había estado leyendo y lo dejó en
la mesita que tenía al lado.
—Me quiere demasiado, eso es todo —dijo—. Quiere protegerme y
no le entra en la cabeza que lo último que quiero es protección.
Me encanta que hayas venido esta noche, Camila. Me vendra bien. No me
hara caer en uno de esos horribles estados de melancolía. En
cualquier caso, lo que me pasó no fue culpa tuya. Sólo fui yo, yo
mismo y únicamente yo, uno de los tríos mas repugnantes
que he conocido —me miró fijamente—. ¿Qué
pasa? ¿Te ha asustado mi madre?
—No —dije—. No es eso.
—Algo te ha disgustado, ¿qué ha sido?
—Es sólo —comencé a decir, pero no podía
decirlo. No podía decirle que
Frank se había ido sin decir una sola palabra.
Entonces dijo David: —¿Estas disgustada por la marcha de
Frank? Es malo, pero era inevitable.
No me refiero al tema de Cincinnati, sino a que Mona y Bill se hayan separado.
Frank vino unos minutos esta mañana para despedirse. Todo ha sido muy
rapido, ¿no?
—Sí —dije, aunque mi aspecto debía ser como si David
me hubiera golpeado, porque me preguntó solícitamente:
—Camila, ¿no se ha despedido Frank de ti?
—No.
Me cogió la mano y me atrajo hacia él y me arrodillé junto
a su silla, porque no me sostenían las piernas. Me acercó
aún mas a él de forma que mi cabeza descansara en su
duropecho y dijo calmadamente:
—Camila, no juzgues a Frank severamente. Todo el mundo se comporta alguna
vez de forma inexplicable, incluso para él mismo. Frank nunca te hubiera
hecho daño deliberadamente.
Sabía que no me consolaría nada de lo que dijera David. Me
acordé de Pompilia Riccioli y las otras chicas italianas y de que Frank
había encontrado tiempo para despedirse de David, pero no se
había molestado en decirme adiós a mí. David me
rozó el pelo con los labios, alzó mi cara y me besó en la
boca, aunque esta vez no me recorrió el cuerpo ningún calor y
sí sólo un profundo entontecimiento que parecía paralizar
todo mi cuerpo. David suspiró.
—No puedo ayudarte, ¿verdad, Camila? No puedo ayudarte en nada.
Negué con la cabeza y me puse en pie.
—Lo superaras —dijo David—. Lo sabes, ¿no,
Camila?
—No —dije.
—En este momento no quieres superarlo —dijo—. Pero, lo
quieras o no, lo lograras. Eso es lo curioso.
—Tengo que irme ya —dije. —¿Dónde vas?
—No sé. A algún sitio. A dar un paseo.
—Camila —dijo David, agarrandome la mano y volviendo a
atraerme hacia él—. Frank ha sido el primero, ¿no?
Créeme, es mejor que haya sucedido así, sin amargura. Hubo algo
hermoso entre vosotros; ahora se ha terminado, no por culpa vuestra, así
que lo recordaras siempre. Nadie puede arrancartelo.
Pero hay amargura, pensé. Hay amargura. Frank se ha ido sin despedirse
de mí. Nose molestó en decirme adiós.
—Cuando alguien a quien has amado intenta convertir en nada lo que de
hermoso ha habido entre vosotros, cuando trata de negarlo, es cuando lo
pierdes. Tú y Frank conservaréis siempre lo que habéis
compartido juntos, aunque no lo vuelvas a ver. Mas, probablemente, si no
lo vuelves a ver nunca.
—Adiós —dije.
David volvió a suspirar.
—De acuerdo, cariño. Sé que no me haras caso. Ven
pronto a ver al tío
David. ¿Lo haras?
—Sí —dije, aunque sabía que el ver a David me
haría daño siempre porque, en cierto modo, formaba parte de
Frank. Por no preocuparse ni siquiera de despedirse de mí, Frank
había destruido todo. Lo que mas deseaba ahora era olvidarle,
aunque sabía que no era posible. Ahora me alegraba de ir a un internado.
Dejé a David y me dirigí a la tienda de música de los
Stephanowski, pero había varias personas esperando ser atendidas. La
señora Stephanowski se disculpó con un hombre que llevaba un
sombrero hongo y se dirigió hacia mí, tomando mis manos entre las
suyas.
—Así que Franky se ha ido —dijo— y tu corazoncito
esta triste. Lo sé, querida, lo sé. —¿Lo
sabe? —pregunté , David cree que soy demasiado joven para que no
me importe.
—Claro que eres demasiado joven —dijo ella—. Por supuesto que
importa.
Me gustaría hablar contigo ahora, pero ya ves cómo esta
esto de gente —me miró con expresión preocupada—.
¿Quieresvenir a cenar mañana?
—Sí —dije—. Gracias.
—Franky vino esta mañana a despedirse de nosotros. Es una pena que
se haya ido.
—Sí —dije, pero no podía sentir pena por Frank.
¿Se habría despedido también de Pompilia Riccioli y de las
demas chicas que Mona prefería a Camila Dickinson, porque, por lo
menos, eran humanas?
La señora Stephanowski regresó con sus clientes. Me quedé
un momento escuchando la música que provenía, en una mezcla
confusa, de las cabinas de escucha; luego, me volví y salí de la
tienda.
Me detuve un momento en la calle y, finalmente, comencé a andar en
dirección oeste. La noche casi se me había echado encima y
encontré la ciudad fea y sucia y tuve la impresión de que me
sangraba el corazón; pensé que si sangraba lo suficiente me
moriría y no se me ocurrió en aquel momento nada mas
hermoso que morir. Me acordé de lo que se enfadó Frank y de
cómo me zarandeó en el segundo anfiteatro del cine cuando dije
que deseaba morirme. Anduve unas cuantas manzanas haciendo esfuerzos para no
echarme a llorar abiertamente en la calle.
Me hubiera gustado hacer andando todo el camino hasta casa. Pensaba que si
caminaba durante todo aquel trayecto, me cansaría y podría
meterme en la cama y dormir. Pero estaba demasiado lejos. Las piernas
comenzaban a flaquearme, así que tomé el metro.
Al llegar a casa, supe que Jacques estaba allí con mi madre. Supe
tambiénque no me iba a importar. El portero dijo: «Buenas noches,
señorita Camila», y me sonrió con la sonrisa maligna y
curiosa que ya no tenía la facultad de molestarme.
Entré en el ascensor y el chico del ascensor me dijo, como si estuviera
saboreando algo exótico:
—Buenas noches, señorita Camila. La esperan arriba.
—¡Oh! —dije.
—Ese señor Nissen esta arriba. Preguntó expresamente
si estaba usted y dijo que subiría y la esperaría.
Así que el chico del ascensor me miró con cara risueña y
me dejó en el piso catorce, que en realidad es el trece. Saqué la
llave del bolsillo de mi abrigo azul marino y entré en el piso.
Oí sus voces en el salón. Mi madre salió a recibirme.
—Camila —dijo—. Estabamos preocupados.
—¿Por qué?
—Luisa te esta esperando en tu cuarto.
—No quiero ver a Luisa —dije—. No quiero ver a nadie.
—¡Oh!, cariño —dijo mi madre—, sé lo
disgustada que debes estar por la marcha de Frank a Cincinnati, pero piensa que
es mucho peor para Luisa y la señora Rowan. Después de todo,
perder a un hijo o un hermano es, y tú eres tan joven,
cariño Espera a estar en el internado y a divertirte con otras
chicas.
Lo superaras, cariño. Te lo prometo. Tú crees siempre a tu
madre cuando te promete algo, ¿no?
—No —dije.
Una sombra oscura revoloteó por el rostro de mi madre. En seguida se
recuperó.
—Cariño —dijo—. Ha venido Jacques a despedirse. Me
permitirasque, por lo menos, le diga adiós, ¿no?
¿No crees que se lo debo?
—No lo sé —dije—. Yo no tengo nada que ver con eso.
—Camila —comenzó a decir mi madre, pero debió cambiar
de idea de lo que iba a decirme y, en su lugar, dijo—: Entra y
despídete de él. Dile que le espero en el vestíbulo;
luego, ve con Luisa.
Hacía mucho tiempo que no la oía hablar con tanta autoridad y la
obedecí.
Entré en el salón. No estaba encendida ninguna luz y Jacques
estaba de pie junto a la ventana, mirando fuera.
—He venido para decirte adiós —dije.
Oh, adiós, Frank, adiós.
Se volvió y me tendió su mano.
—Adiós, Camila, cariño. Este asunto ha sido duro para ti,
¿no? Demasiado.
No contesté.
Me miró con gran tristeza y, por primera vez, no le odié.
—Resulta difícil darse cuenta de que tus padres no son los seres
humanos totalmente perfectos que deberían ser, ¿no?
—dijo—. E incluye a tu padre en esa deducción, al igual que
a tu madre. Por lo que a mí respecta, no soy ni tu padre ni tu madre,
así que no había ninguna razón para que yo fuera perfecto,
¿no crees? Bueno, adiós, Camila. Hasta la vista, si nos vemos
alguna vez —soltó mi mano y salió al vestíbulo,
donde le esperaba mi madre. No había ningún lugar al que ir excepto
a mi cuarto, donde esperaba Luisa.
Luisa estaba de pie junto a la ventana, como lo estaba Jacques, sólo que
ella había encendido las luces; si estabacontemplando algo por la
ventana, debía sera través del reflejo de la habitación en
el cristal oscuro. Cuando entré me dio una carta.
—Toma —dijo—. Frank me dijo que te la diera. No pensaba
dartela. Iba a tirarla. Pero entonces, aquí la tienes.
Cogí la carta sin decir nada, le di la espalda y la abrí:
«Camila —comenzaba simplemente—: Bill y Mona se separan. Yo
me voy con Bill a Cincinnati. Luisa se queda con Mona. Así estan
las cosas. No puedo despedirme de ti, ¿sabes por qué? Tú
tienes que saberlo. Tampoco puedo escribir lo que siento. Eso tienes que
saberlo también.» Terminaba diciendo: «Con amor, Frank»,
y la palabra «amor» estaba escrita con trazos precipitados y
vacilantes, como si le costara trabajo escribirla.
Doblé la carta y la metí en el sobre.
—Frank me dijo que te llevara la carta al colegio —dijo
Luisa—. Me dijo que te la llevara antes de que acabaran las clases.
—Ya.
—Lo siento —dijo Luisa—. Supongo que no quería que
tú también te sintieras desgraciada.
—Esta bien —dije.
—Te veré mañana en el colegio.
—De acuerdo —dije. —¿Crees que podras estar
temprano? Quiero decir que si tú también te vas a ir fuera
—De acuerdo —dije otra vez.
—Ahora tengo que volver con Mona. Me necesita. No quería dejarme
salir, pero le dije que tenía que traerte la carta de Frank. Bien,
adiós.
—Adiós —dije.
Apagué las luces y me dirigí a la ventana. Las lucesestaban dadas
en la mayoría de las ventanas del otro lado del patio y, sobre los
edificios, el cielo era oscuro y limpio, y sólo destacaba sobre su
negrura una única estrella. No formulé ningún deseo,
porque en ese preciso momento no quedaba nada por desear. Sostenía la
carta de Frank en la mano y supe que la conservaría siempre y que ya no
tenía que intentar olvidarle.
Pero sabía que, sin embargo, no podía volver a leerla y que, por
algún tiempo, pasara lo que pasase, no sería capaz de pensar en
él.
Miré a la cubierta del edificio pequeño, pero no había
nadie allí, ninguna mujer solitaria reclinada sobre la baranda, nadie
para contemplar la salida de la luna sobre el perfil de la ciudad, nadie para
besar, allí en la oscuridad, como había visto besarse a mi madre
y a Jacques.
Miré otra vez la estrella que titilaba con luz viva y, de repente,
sentí mis ojos anegados en lagrimas y el pecho sacudido por los
sollozos.
No, me dije severamente. No, Camila. Betelgeuse, me dije irritada, Betelgeuse
pertenece a la constelación de Orión, el Cazador. Es la primera
estrella cuyo diametro fue medido. Tiene un diametro de
trescientos millones de millas y esta a quinientos años luz de
distancia.
Me dije esas cosas, las lagrimas se retiraron y comprendí que no
tenía que llorar.