Puede que no sea una buena idea que uno se tome un interés demasiado personal
por sus microbios. El gran químico y bacteriólogo francés Louis Pasteur llegó a
interesarse tanto por los suyos que se dedicaba a examinar críticamente cada
plato que le ponían delante con un cristal de aumento, una costumbre que es de
suponer que no le proporcionó muchas invitaciones repetidas a cenar.
No tiene ningún sentido, en realidad, que intentes esconderte de tus bacterias,
ya que están siempre dentro de ti y a tu alrededor, en cantidades que te
resultarían inconcebibles. Si gozas de buena salud y eresmedianamente diligente
respecto a la higiene, tendrás un rebaño de unos 1.000 billones de bacterias
pastando en las llanuras de tu carne, unas 100.000 por cada centímetro cuadrado
de tu piel. Están ahí para zamparse los 10.000 millones o así de escamas de
piel de las que te desprendes cada día, más todos los sabrosos aceites y los
minerales fortalecedores que afloran de poros y fisuras. Eres para ellos el
mejor bufé, con la ventaja añadida de calor y movilidad constante. Y ellas te
dan para agradecértelo el «olor corporal».
Y ésas son sólo las bacterias que viven en la piel.
Hay miles de billones más alojadas en el intestino y en los conductos nasales,
aferradas a tu cabello y a tus pestañas, nadando por la superficie de tus ojos,
taladrando el esmalte de dientes y muelas. El sistema digestivo alberga él solo
más de 100.000 billones de microbios, de 400 tipos como mínimo. Unas bacterias se dedican a los
azúcares, otras a los almidones, las hay que atacan a otras bacterias… Un
número sorprendente de ellas, como
las ubicuas espiroquetas intestinales, no tienen absolutamente ninguna función
apreciable. Parece que les gusta simplemente estar contigo. El cuerpo humano
consta de unos 10.000 trillones de células, pero alberga unos 100.000 trillones
de células bacterianas. Son, en suma, una gran parte de nosotros. Desde el
punto de vista de las bacterias, claro, nosotros somos una parte bastante
pequeña de ellas.
Como los
humanos somos lo suficientemente grandes y listos para fabricar y
utilizarantibióticos y desinfectantes, es fácil que nos creamos de que hemos
arrinconado ya a las bacterias en los márgenes de la existencia. No lo creas.
Puede que las bacterias no sean capaces de construir ciudades y que no tengan
una vida social interesante, pero estarán aquí cuando estalle el Sol. Éste es
su planeta, y nosotros estamos en él sólo porque ellas nos permiten estar.
Las bacterias, nunca lo olvides, se pasaron miles de millones de años sin
nosotros. Sin ellas no podríamos sobrevivir un solo día. Procesan nuestros
desechos y hacen que vuelvan a ser utilizables; sin su diligente mordisqueo
nada se pudriría. Purifican nuestra agua y mantienen productivos nuestros
suelos. Sintetizan vitaminas en nuestros intestinos, convierten las cosas que
comemos en azúcares y polisacáridos útiles y hacen la guerra a los microbios
foráneos que se nos cuelan por la garganta.
Dependemos totalmente de las bacterias para obtener nitrógeno del aire y convertirlo en nucleótidos y
aminoácidos útiles para nosotros. Es una hazaña prodigiosa y gratificante. Como
dicen Margulis y Sagan, para hacer lo mismo industrialmente (como cuando se
fabrican fertilizantes) hay que calentar las materias primas hasta los 500°C
centígrados y someterlas a presiones trescientas veces superiores a las
normales. Las bacterias hacen lo mismo continuamente sin ningún problema, y
menos mal que lo hacen, porque ningún organismo mayor podría sobrevivir sin el
nitrógeno que le pasan. Y sobre todo los microbios siguenproporcionándonos el
aire que respiramos y manteniendo estable la atmósfera. Los microbios,
incluidas las versiones modernas de cianobacterias, suministran la mayor parte del oxígeno respirable del planeta. Las algas y otros pequeños
organismos que burbujean en el mar aportan unos 15 0.000 millones de kilos al
año.
Y son asombrosamente prolíficas. Las más frenéticas de ellas pueden producir
una nueva generación en menos de diez minutos; Clostridium perfringens, el
pequeño y desagradable organismo que causa la gangrena, puede reproducirse en
nueve minutos y luego empieza inmediatamente a reproducirse otra vez. A ese
ritmo, una sola bacteria podría producir en teoría más vástagos en dos días que
protones hay en el universo. «Si se da un suministro adecuado de nutrientes,
una sola célula bacteriana puede generar 280 billones de individuos en un solo
día»,-) según el bioquímico y premio Nobel belga Christian de Duve. En el mismo
periodo, una célula humana no conseguiría efectuar más que una división.
Aproximadamente una vez por cada millón de divisiones, producen un mutante. Eso
significa mala suerte para el mutante -el cambio siempre es arriesgado para un
organismo-, pero de cuando en cuando la nueva bacteria está dotada de alguna
ventaja accidental, como, por ejemplo, la habilidad para eludir o rechazar el
ataque de un antibiótico. Esta capacidad de evolucionar rápidamente va
acompañada de otra ventaja aún más temible. Las bacterias comparten
información. Cada una de ellas puede tomar piezasdel código genético de
cualquier otra. En el fondo, como
han dicho Margulis y Sagan, todas las bacterias nadan en una sola charca
genética. Cualquier cambio adaptativo que se produzca en un sector del universo bacteriano
puede transmitirse a cualquier otro. Es como
si un ser humano pudiese acudir a un insecto para obtener el material genético
necesario para generar alas o poder andar por el techo. Significa que, desde un
punto de vista genético, las bacterias se han convertido en un solo
supraorganismo… pequeño, disperso, pero invencible.
Vivirán y prosperarán con casi cualquier cosa que derrames, babees o te sacudas
de encima. Basta que les proporciones un poco de humedad (como
cuando pasas un paño húmedo por un mostrador) y brotarán como surgidas de la nada. Comerán madera, la cola del
empapelado, los metales de la pintura endurecida… Científicos de Australia
encontraron microbios conocidos como
Thiobacillus concretivorans que vivían -en realidad no podían vivir sin- en
concentraciones de ácido sulfúrico lo suficientemente fuertes para disolver
metal. Se descubrió que una especie llamada Micrococcus radiophilus vivía muy
feliz en los tanques de residuos de los reactores nucleares, atracándose de
plutonio y cualquier otra cosa que hubiese allí. Algunas bacterias descomponen
materiales químicos de los que no obtienen beneficio alguno, que sepamos.
Se las ha encontrado viviendo en géiseres de lodo hirviente y en lagos de sosa
cáustica, en el interior profundo de rocas, en el fondo delmar, en charcos
ocultos de agua helada de los McMurdo Dry Valleys de la Antártida ya ti
kilómetros de profundidad en el océano Pacífico, donde las presiones son más de
mil veces mayores que en la superficie, o el equivalente a soportar el peso de
50 reactores Jumbo. Algunas de ellas parecen ser prácticamente indestructibles.
Según The Economist, la Deinococcus radiodurans es «casi inmune a la
radiactividad». Destruye con radiación su ADN y las piezas volverán a
recomponerse inmediatamente «como
los miembros desgarbados de un muerto viviente de una película de terror».
La supervivencia más extraordinaria, de la cual por el momento tenemos
constancia, tal vez sea la de una bacteria, Streptococcus, que se recuperó de
las lentes aisladas de una cámara que había permanecido dos años en la Luna.
Hay, en suma, pocos entornos en los que las bacterias no estén dispuestas a
vivir. «Están descubriendo ahora que cuando introducen sondas en chimeneas
oceánicas tan calientes que las sondas empiezan realmente a fundirse, hay
bacterias incluso allí», me contó Victoria Bennett.
En la década de 1920 dos científicos de la Universidad de Chicago comunicaron
que habían aislado cepas de bacterias de los pozos de petróleo, que habían
estado viviendo a 600 metros de profundidad. Se rechazó la idea como básicamente ridícula
(no había nada que pudiese seguir vivo a 600 metros de profundidad) y, durante
sesenta años, se consideró que las muestras habían sido contaminadas con
microbios de la superficie. Hoysabemos que hay un montón de microbios que viven
en las profundidades de la Tierra, muchos de los cuales no tienen absolutamente
nada que ver con el mundo orgánico convencional. Comen rocas, o más bien el
material que hay en las rocas (hierro, azufre, manganeso, etcétera). Y respiran
también cosas extrañas (hierro, cromo, cobalto, incluso uranio). Esos procesos
puede que cooperen en la concentración de oro, cobre y otros metales preciosos,
y puede que en la formación de yacimientos de petróleo y de gas natural. Se ha
hablado incluso de que sus incansables mordisqueos hayan podido crear la
corteza terrestre.
Algunos científicos piensan ahora que podría haber hasta 1100.000 billones de
toneladas de bacterias viviendo bajo nuestros pies, en lo que se conoce como ecosistemas
microbianos litoautótrofos subterráneos. Thomas Gold, de la Universidad de
Cornell, ha calculado que si cogieses todas las bacterias del interior de la
Tierra y las vertieses en la superficie, cubrirían el planeta hasta una altura
de 15 metros, 17 la altura de un edificio de cuatro plantas. Si los cálculos
son correctos, podría haber más vida bajo la tierra que encima de ella.
En zonas profundas, los microbios disminuyen de tamaño y se vuelven
extremadamente lentos e inactivos. El más dinámico de ellos puede dividirse no
más de una vez por siglo, algunos puede que sólo de una vez en quinientos años.
Como ha dicho
The Economist: «La clave para una larga vida es, al parecer, no hacer
demasiado». Cuando las cosas se ponenrealmente feas, las bacterias están
dispuestas a cerrar todos los sistemas y esperar que lleguen tiempos mejores.
En 1997, los científicos consiguieron activar unas esporas de ántrax que habían
permanecido aletargadas ochenta años en la vitrina de un museo de Trondheim, Noruega. Otros
microorganismos han vuelto a la vida después de ser liberados de una lata de
carne de 118 años de antigüedad o de una botella de cerveza de 166 años. En
1996, científicos de la Academia Rusa de la Ciencia afirmaron haber revivido
bacterias que habían permanecido congeladas en el permafrost siberiano tres
millones de años. Pero el récord lo ostenta, por el momento, la bacteria que
Russell Vreeland y unos colegas suyos de la Universidad de West Chester,
Pensilvania, comunicaron que habían resucitado, una bacteria de 250 millones de
años de antigüedad, Bacillus permians, que había quedado atrapada en unos
yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Carlsbad, Nuevo México. Si es
así, ese microbio es más viejo que los continentes.
La noticia se acogió con un comprensible escepticismo. Muchos bioquímicos
consideraron que, en ese lapso de tiempo, los componentes del microbio se habrían degradado hasta el
punto de resultar ya inservibles a menos que la bacteria se desperezase de
cuando en cuando. Pero, si la bacteria se despertaba de cuando en cuando, no
había ninguna fuente interna plausible de energía que pudiese haber durado
tanto tiempo. Los científicos más escépticos sugirieron que la muestra
podíahaberse contaminado, si no durante la extracción sí mientras estaba aún
enterrada. En 2001 un equipo de la Universidad de Tel Aviv aseguró que Bacillus
permians era casi idéntico a una cepa de bacterias modernas, Bacillus
marismortui, halladas en el mar Muerto. Sólo diferían dos de sus secuencias
genéticas, y sólo ligeramente.
«sDebemos creer -escribieron los investigadores israelíes- que, en 250 millones
de años, Bacillus permians ha acumulado la misma cantidad de diferencias
genéticas que podrían conseguirse en sólo un plazo de tres a siete días en el
laboratorio?» Vreeland sugirió como
respuesta que «las bacterias evolucionan más deprisa en el laboratorio que en
libertad».
Puede ser.
Un hecho notable es que bien entrada la era espacial, la mayoría de los libros
de texto aún dividía el mundo de lo vivo en sólo dos categorías: planta y
animal. Los microorganismos apenas aparecían. Las amebas y otros organismos
unicelulares similares se trataban como
protoanimales y, las algas, protoplantas. Las bacterias solían agruparse también
con las plantas, aunque todo el mundo supiese que ése no era su sitio. El
naturalista alemán Ernst Haeckel había sugerido a finales del siglo xix que las bacterias merecían
figurar en un reino aparte, que él denominó mónera, pero la idea no empezó a cuajar
entre los biólogos hasta los años sesenta e incluso entonces sólo entre algunos
de ellos. (He de añadir que mi leal diccionario de mesa American Heritage de
1969 no incluye el término.)
Muchos organismosdel mundo visible tampoco acababan de ajustarse bien a la
división tradicional. Los hongos (el grupo que incluye setas, mohos, mildius,
levaduras y bejines) se trataban casi siempre como
objetos botánicos, aunque en realidad casi nada de ellos (cómo
se reproducen y respiran, cómo
se forman…) se corresponda con el mundo de las plantas.
Estructuralmente tienen más en común con los animales porque construyen sus
células con quitina, un material que les proporciona su textura característica.
Esa sustancia es la misma que se utiliza para hacer los caparazones de los
insectos y las garras de los mamíferos, aunque no resulte tan gustosa ni en un
escarabajo ciervo como
en un hongo de Portobello. Sobre todo, a diferencia de todas las plantas, los
hongos no fotosintetizan, por lo que no tienen clorofila y no son verdes. En
vez de eso, crecen directamente sobre su fuente de alimentación, que puede ser
casi cualquier cosa. Los hongos son capaces de comer el azufre de una pared de
hormigón o la materia en descomposición que hay entre los dedos de tus pies…
dos cosas que ninguna planta hará. Casi la única característica que comparten
con las plantas es que tienen raíz.
Aún era más difícil de categorizar ese grupo peculiar de organismos
oficialmente llamados mixomicetos, pero conocidos más comúnmente como mohos del
limo. El nombre tiene mucho que ver sin duda con su oscuridad. Una denominación
que resultase un poco más dinámica («protoplasma ambulante autoactivado», por
ejemplo) y menos parecidaal material que encuentras cuando penetras hondo en un
desagüe atascado, habría otorgado casi seguro a estas entidades extraordinarias
una cuota más inmediata de la atención que se merecen, porque los mohos del
limo son, no nos confundamos, uno de los organismos más interesantes de la
naturaleza. En los buenos tiempos, existen como individuos unicelulares, de forma muy
parecida a las amebas. Pero cuando se ponen mal las cosas, se arrastran hasta
un punto central de reunión y se convierten, casi milagrosamente, en una
babosa. La babosa no es una cosa bella y no llega demasiado lejos (en general
desde el fondo de un lecho de hojas a la parte superior, donde se encuentra en
una posición un poco más expuesta), pero durante millones de años ése puede muy
bien haber sido el truco más ingenioso del
universo.
Y no para ahí la cosa. Después de haberse aupado a un emplazamiento más
favorable, el moho del
limo se transforma una vez más, adoptando la forma de una planta. Por algún
curioso proceso regulado, las células se reconfiguran, como
los miembros de una pequeña banda de música en marcha, para hacer un tallo
encima del cual se forma un bulbo conocido como cuerpo frugíforo.
Dentro del cuerpo frugífero hay millones de esporas que, en el momento
adecuado, se desprenden para que el viento se las lleve y se conviertan en
organismos unicelulares que puedan volver a iniciar el proceso.
Los mohos del
limo fueron considerados durante años protozoos por los zoólogos y hongos por
los micólogos, aunquela mayoría de la gente se daba cuenta de que no
pertenecían en realidad a ningún lugar. Cuando llegaron los análisis genéticos,
la gente de los laboratorios descubrió sorprendida que los mohos del limo eran tan
distintivos y peculiares que no estaban directamente relacionados con ninguna
otra cosa de la naturaleza y, a veces, ni siquiera entre ellos. En un intento
de poner un poco de orden en las crecientes impropiedades de clasificación, un
ecologista de Cornell llamado R. H. Whittaker expuso en la revista Science una
propuesta para dividir la vida en cinco ramas principales (se llaman reinos)
denominadas animales, plantas, hongos, protistas y móneras. Protistas era una
modificación de un término anterior, protoctista, que había propuesto John
Hogg, y pretendía describir los organismos que no eran ni planta ni animal.
Aunque el nuevo esquema de Whittaker era una gran mejora, las protistas
permanecieron mal definidas. Algunos taxonomistas reservaron el término para
organismos unicelulares grandes (los eucariotas), pero otros lo consideraron
una especie de cajón de sastre de la biología, incluyendo en él todo lo que no
encajaba en ningún otro sitio. Incluía -dependiendo del
texto que consultases- mohos del
limo, amebas e incluso algas, entre otras muchas cosas. Según una estimación
incluía un total de hasta 200.000 especies diferentes de organismos. Un cajón
de sastre verdaderamente grande.
Irónicamente, justo cuando esta clasificación de cinco reinos de Whittaker
estaba empezando aabrirse camino en los libros de texto, un despreocupado
profesor de la Universidad de Illinois
estaba abriéndoselo a su vez a un descubrimiento que lo cambiaría todo. Se
llamaba Carl Woese y, desde mediados de los años sesenta (o más o menos todo lo
pronto que era posible hacerlo), había estado estudiando tranquilamente
secuencias genéticas de bacterias. En aquel primer periodo se trataba de un
proceso extraordinariamente laborioso. Trabajar con una sola bacteria podía muy
bien significar un año. Por entonces, según Woese, sólo se conocían unas 500
especies de bacterias, que es menos que el número de especies que tienes en la
boca. Hoy el número es unas diez veces más, aunque no se aproxime ni mucho
menos a las 26.900 especies de algas, las 70.000 de hongos y las 30.800 de
amebas y organismos relacionados cuyas biografías llenan los anales de la
biología.
No es simple indiferencia lo que mantiene el total bajo. Las bacterias suelen
ser exasperantemente difíciles de aislar y de estudiar. Sólo alrededor de un 1%
crecerá en cultivo. Considerando que son adaptables hasta la desmesura en la
naturaleza, es un hecho extraño que el único lugar donde parecen no querer
vivir sea en una placa de cultivo. Échalas en un lecho de agar, mímalas cuanto
quieras y la mayoría de ellas se limitará a quedarse tumbada allí, rechazando
cualquier incentivo para crecer. La bacteria que prospere en un laboratorio es
por definición excepcional y, sin embargo, eran bacterias, casi exclusivamente,
los organismosque estudiaban los microbiólogos. Era, decía Woese, como «aprender sobre los
animales visitando zoos».
Pero los genes permitieron a Woese aproximarse a los microorganismos desde otro
ángulo. Y se dio cuenta, mientras trabajaba, de que había más divisiones
fundamentales en el mundo microbiano de las que nadie sospechaba. Muchos de los
organismos que parecían bacterias y se comportaban como bacterias eran, en realidad, algo
completamente distinto… algo que se había ramificado de las bacterias hacía
muchísimo tiempo. Woese llamó a esos organismos arqueobacterias, término que se
abrevió más tarde en arqueas.
Hay que decir que los atributos que diferencian a las arqueas de las bacterias
no son del
género de los que aceleran el pulso de alguien que no sea un biólogo. Son
principalmente diferencias en sus lípidos y la ausencia de una cosa llamada
peptidoglicano. Pero, en la práctica, la diferencia es enorme. Hay más
diferencia entre las arqueas y las bacterias que la que hay entre tú y yo y un
cangrejo o una araña. Woese había descubierto él solo una división insospechada
de la vida, tan fundamental que se alzaba por encima del nivel de reino en la
cúspide del Árbol Universal de la Vida, como se le conoce un tanto
reverencialmente.
En 1976, Woese sobresaltó al mundo -o al menos al trocito de él que estaba
prestando atención- reelaborando el Árbol Universal de la Vida para incorporar
no cinco divisiones principales sino 23. Las agrupó en tres nuevas categorías
principales (bacterias,arqueas y eucarias), que él llamó dominios. La nueva
ordenación era la siguiente:
Bacterias: cianobacterias, bacterias púrpuras, bacterias grampositivas,
bacterias verdes no sulfurosas, flavobacterias y termotogales. Arqueas:
arqueanos halofílicos, metanosarcinas, metanobacterio, metanococo, termocéler,
termoproteo y pirodictio.
Eucarias: diplomadas, microsporidias, tricomónadas, flagelados, entamebas,
mohos del
limo, ciliados, plantas, hongos y animales.
Las nuevas divisiones de Woese no conquistaron inmediatamente el mundo
biológico. Algunos desdeñaron su sistema considerando que daba una importancia
excesiva a lo microbiano. Muchos se limitaron a ignorarlo. Woese, según Frances
Ashcroft, «se sintió amargamente decepcionado». Pero, poco a poco, empezó a
asentarse entre los microbiólogos su nuevo esquema. Los botánicos y los
zoólogos tardaron mucho más en apreciar sus virtudes.
No es difícil ver por qué. En el modelo de Woese, los mundos de la botánica y
de la zoología quedan relegados a unas pocas ramitas del extremo exterior de la rama eucariana.
Todo lo demás corresponde a los seres unicelulares.
«A esa gente la educaron para clasificar de acuerdo con grandes diferencias y
similitudes morfológicas -explicó Woese a un entrevistador en 1996-. La idea de
hacerlo de acuerdo con la secuencia molecular es algo que les resulta un poco
difícil de asimilar a muchos de ellos.»
En suma, si no podían ver una diferencia con sus propios ojos, no les gustaba.
De modo que siguieronfieles a la división más convencional en cinco reinos… una
ordenación que Woese calificó de «no muy útil» en sus momentos de mayor
moderación y «claramente engañosa» la mayor parte del
resto del
tiempo. «La biología, como
la física antes que ella -
escribió-, ha pasado a un nivel en que los objetos de interés y sus
interacciones no pueden a menudo apreciarse por observación directa.»
En 1998, el veterano y gran zoólogo de Harvard, Ernst Mayr (que tenía por
entonces noventa y cuatro años y que, en el momento en que escribo esto, se
acerca a los cien y aún sigue estando fuerte), agitó todavía más el caldero
declarando que no debía haber más que dos divisiones principales de la vida, a
las que llamó «imperios». En un artículo publicado en Proceedings of the
National Academy of Sciences, Mayr decía que los descubrimientos de Woese eran
interesantes pero engañosos en último término, comentando que «Woese no tiene
formación como biólogo y no está familiarizado, como es natural, con los
principios de la clasificación», que es quizá lo más que un científico
distinguido se puede aproximar a decir de otro que no sabe de lo que está
hablando.
Los detalles de las críticas de Mayr son sumamente técnicos (se refieren a
temas de sexualidad meiótica, clasificación hennigiana e interpretaciones
discrepantes del
genoma de Methanobacterium thermoautrophicum, entre muchísimas cosas más), pero
lo que alega es básicamente que la clasificación de Woese desequilibra el Árbol
Universal de la Vida. El reinobacteriano, dice Mayr, consta de sólo unos
cuantos miles de especies mientras que el arqueano no tiene más que 175
especímenes denominados, con tal vez unos cuantos miles más por descubrir… pero
«difícilmente más que eso». Sin embargo, el reino eucariota (es decir, los
organismos complejos con células nucleadas, como nosotros) cuenta ya con millones de
especies. Mayr, en pro de «el principio de equilibrio», se muestra partidario
de agrupar los sencillos organismos bacterianos en una sola categoría, procariotas,
situando los organismos más complejos y «altamente evolucionados» restantes en
el imperio eucariota, que se situaría a su lado como un igual. Dicho de otro
modo, es partidario de mantener las cosas en gran medida como estaban antes. En esta división entre
células simples y células complejas «es donde reside la gran diferenciación en
el mundo de lo vivo».
Si la nueva clasificación de Woese nos enseña algo es que la vida es realmente
diversa y que la mayor parte de su variedad es pequeña, unicelular y extraña.
Constituye un impulso humano natural concebir la evolución como una larga cadena de mejoras, un avance
interminable hacia el mayor tamaño y la complejidad… en una palabra, hacia
nosotros. Nos halagamos a nosotros mismos. La mayor parte de la auténtica
diversidad en la evolución ha sido de pequeña escala. Nosotros, las cosas
grandes, sólo somos casualidades… una rama lateral interesante. De las 23
divisiones principales de la vida, sólo tres (plantas, animales y hongos) son
losuficientemente grandes para que puedan verlas ojos humanos y hasta ellas
incluyen especies que son microscópicas. De hecho, según Woese, si sumases toda
la biomasa del planeta (todos los seres vivos,
plantas incluidas), los microbios constituirían como mínimo el 80% de todo lo que hay, puede
que más. El mundo pertenece a lo muy pequeño… y ha sido así durante muchísimo
tiempo.
sPor qué, entonces, tienes que preguntarte en algún momento de tu vida, quieren
tan a menudo hacernos daño los microbios? sQué posible satisfacción podría
haber para un microbio en hacernos tener fiebre o escalofríos, desfigurarnos
con llagas o sobre todo en matarnos? Después de todo, un anfitrión muerto
difícilmente va a poder seguir brindando mucha hospitalidad.
En primer lugar, conviene recordar que casi todos los microorganismos son
neutrales o incluso beneficiosos para el bienestar humano. El organismo más
devastadoramente infeccioso de la Tierra, una bacteria llamada Wolbachia, no
hace absolutamente ningún daño a los humanos (ni, en realidad, a ningún otro
vertebrado), pero, si fueses una gamba, un gusano o una mosca de la fruta,
podría hacerte desear no haber nacido. En total, sólo aproximadamente un
microbio de cada mil es patógeno para los humanos, según National Geographic…
aunque, sabiendo lo que algunos de ellos pueden hacer, se nos podría perdonar
que pensásemos que eso ya es bastante. Y aunque la mayoría de ellos sean
benignos, los microbios son aún el asesino número tres del mundo occidental… eincluso algunos que
no nos matan nos hacen lamentar profundamente su existencia.
Hacer que un anfitrión se sienta mal tiene ciertos beneficios para el microbio.
Los síntomas de una enfermedad suelen ayudar a propagarla. El vómito, el
estornudo y la diarrea son métodos excelentes para salir de un anfitrión y
disponerse a entrar en otro. La estrategia más eficaz de todas es solicitar la
ayuda de un tercero móvil. A los organismos infecciosos les encantan los
mosquitos porque su picadura los introduce directamente en un torrente sanguíneo en el que pueden ponerse
inmediatamente a trabajar, antes de que los mecanismos de defensa de la víctima
puedan darse cuenta de qué les ha atacado. Ésa es la razón de que tantas
enfermedades de grado A (malaria, fiebre amarilla, dengue, encefalitis y un
centenar o así de enfermedades menos célebres, pero con frecuencia muy voraces)
empiecen con una picadura de mosquito. Es una casualidad afortunada para
nosotros que el VIH (virus de la inmunodeficiencia humana), el agente del sida, no figure
entre ellos… o aún no, por lo menos. Cualquier VIH que pueda absorber el
mosquito en sus viajes lo disuelve su propio metabolismo. Si llega el día en
que el virus supere esto mediante una mutación, puede que tengamos problemas
muy graves.
Pero es un error considerar el asunto demasiado meticulosamente desde una
posición lógica, porque es evidente que los microorganismos no son entidades
calculadoras. A ellos no les preocupa lo que te hacen más de lo que te
puedepreocupar a ti liquidarlos a millones cuando te enjabonas y te duchas o cuando
te aplicas un desodorante. La única ocasión en que tu bienestar continuado es
importante para un patógeno es cuando te mata demasiado bien. Si te eliminan
antes de que puedan mudarse, es muy posible que mueran contigo. La historia,
explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que «causaron en tiempos
terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado».
Cita, por ejemplo, la enfermedad de los sudores inglesa, potente pero por
suerte pasajera, que asoló el país de 1485 a 1552, matando a decenas de miles a
su paso y despareciendo luego completamente. La eficacia excesiva no es una
buena cualidad para los organismos infecciosos.
Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a
ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune,
en su intento de librar el cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o
daña tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe
a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad,
ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están
enfermos se recluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el
resto de la comunidad.
Como hay tantas
cosas ahí fuera con capacidad para hacerte daño, tu cuerpo tiene un montón de
variedades diferentes de leucocitos defensivos, unos diez millones de tipos en
total, diseñado cadauno de ellos para identificar y destruir un tipo
determinado de invasor. Sería de una ineficacia inadmisible mantener diez
millones de ejércitos permanentes distintos, así que cada variedad de leucocito
sólo mantiene unos cuantos exploradores en el servicio activo. Cuando invade un
agente infeccioso (lo que se conoce como un
antígeno), los vigías correspondientes identifican al atacante y piden
refuerzos del
tipo adecuado. Mientras tu organismo está fabricando esas fuerzas, es probable
que te sientas maltrecho. La recuperación se inicia cuando las tropas entran
por fin en acción.
Los leucocitos son implacables y atrapan y matan a todos los patógenos que
puedan encontrar. Los atacantes, para evitar la extinción, han ideado dos
estrategias elementales. Bien atacan rápidamente y se trasladan a un nuevo
anfitrión, como ocurre con enfermedades infecciosas comunes como la gripe, o
bien se disfrazan para que los leucocitos no las localicen, como en el caso del
VIH, el virus responsable del sida, que puede mantenerse en los núcleos de las
células durante años sin causar daño ni hacerse notar antes de entrar en acción.
Uno de los aspectos más extraños de la infección es que microbios, que
normalmente no hacen ningún daño, se introducen a veces en partes impropias del
cuerpo y «se vuelven como locos», en palabras del doctor Bryan Marsh, un
especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Dartmouth- Hitchcock
de Lebanon, New Hampshire. «Pasa continuamente con los accidentes detráfico,
cuando la gente sufre lesiones internas. Microbios que en general son benignos
en el intestino entran en otras partes del cuerpo
(el torrente
sanguíneo, por ejemplo) y organizan un desastre terrible.»
El trastorno bacteriano más temible y más incontrolable del momento es una
enfermedad llamada fascitis necrotizante, en la que las bacterias se comen
básicamente a la víctima de dentro a fuera, devorando tejido interno y dejando
atrás como residuo una pulpa tóxica. Los pacientes suelen ingresar con males
relativamente leves (sarpullido y fiebre, son característicos) pero
experimentan luego un deterioro espectacular. Cuando se les abre suele
descubrirse que lo que les pasa es sencillamente que están siendo consumidos.
El único tratamiento es lo que se llama «cirugía extirpatoria radical», es
decir, extraer en su totalidad la zona infectada. Fallecen el 70% de las
víctimas; muchos de los que se salvan quedan terriblemente desfigurados. El
origen de la infección es una familia corriente de bacterias llamada
estreptococo del
grupo A, que lo único que hace normalmente es provocar una inflamación de
garganta. Muy de cuando en cuando, por razones desconocidas, algunas de esas
bacterias atraviesan las paredes de la garganta y entran en el cuerpo
propiamente dicho, donde organizan un caos devastador. Son completamente
inmunes a los antibióticos. Se producen unos mil casos al año en Estados Unidos,
y nadie puede estar seguro de que el problema no se agrave.
Pasa exactamente lo mismo con lameningitis. El 10% al menos de los adultos
jóvenes, y tal vez el 30% de los adolescentes, porta la mortífera bacteria
meningocócica, pero vive en la garganta y es completamente inofensiva. Sólo de
vez en cuando (en una persona joven de cada 100.000 aproximadamente) entra en
el torrente
sanguíneo y causa una enfermedad muy grave. En los peores casos puede llegar la
muerte en doce horas. Es terriblemente rápida. «Te puedes encontrar con que una
persona esté perfectamente sana a la hora del desayuno y muerta al
anochecer», dice Marsh.
Tendríamos mucho más éxito con las bacterias si no fuésemos tan manirrotos con
nuestra mejor arma contra ellas: los antibióticos. Según una estimación, un 70%
de los antibióticos que se utilizan en el mundo desarrollado se administran a
los animales de granja, a menudo de forma rutinaria con el alimento normal,
sólo para estimular el crecimiento o como una precaución frente a posibles
infecciones. Esas aplicaciones dan a las bacterias todas las posibilidades de
crear una resistencia
a ellos. Es una oportunidad que han aprovechado con entusiasmo.
En 1952, la penicilina era plenamente eficaz contra todas las cepas de
bacterias de estafilococos, hasta el punto de que, a principios de los años
sesenta, la Dirección General de Salud Pública estadounidense, que dirigía
William Stewart, se sentía lo suficientemente confiada que declaró: «Ha llegado
la hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas. Hemos eliminado
prácticamente la infección en EstadosUnidos». Pero, incluso cuando él estaba
diciendo esto, alrededor de un 90% de las cepas estaban involucradas en un
proceso que les permitiría hacerse inmunes a la penicilina. Pronto empezó a
aparecer en los hospitales una de esas nuevas variedades, llamada estafilococo
áureo, resistente a la meticilina. Sólo seguía siendo eficaz contra ella un
tipo de antibiótico, la vancomicina, pero en 1997 un hospital de Tokio informó
de la aparición de una variedad capaz de resistir incluso a eso. En cuestión de
unos meses se había propagado a otros seis hospitales japoneses. Los microbios
están empezando a ganar la batalla otra vez en todas partes: sólo en los
hospitales estadounidenses mueren de infecciones que contraen en ellos catorce
mil personas al año. Como
comentaba James Surowiecki en un artículo de New Yorker, si se da a elegir a
los laboratorios farmacéuticos entre producir antibióticos que la gente tomará
a diario durante dos semanas y antidepresivos que la gente tomará a diario
siempre, no debe sorprendernos que opten por esto último. Aunque se han
reforzado un poco unos cuantos antibióticos, la industria farmacéutica no nos
ha dado un antibiótico completamente nuevo desde los años setenta.
Nuestra despreocupación resulta mucho más alarmante desde que se descubrió que
pueden tener un origen bacteriano muchas otras enfermedades. El proceso de
descubrimiento se inició en 1983, cuando Barry Marshall, un médico de Perth,
Australia Occidental, demostró que muchos cánceres de estómago y la mayoría
delas úlceras de estómago los causaba una bacteria llamada Helicobacter pylori.
Aunque sus descubrimientos eran fáciles de comprobar, la idea era tan
revolucionaria que no llegaría a aceptarse de forma generalizada hasta después
de más de una década. Los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, por
ejemplo, no la respaldaron oficialmente hasta 1994. «Cientos de personas, miles
incluso, han debido de morir de úlceras que no deberían haber tenido», explicaba
Marshall a un
periodista de F orbes en 1999.
Posteriores investigaciones han demostrado que hay, o puede haber, un
componente bacteriano en muchos otros trastornos de todo tipo: enfermedad
cardíaca, asma, artritis, esclerosis múltiple, varios tipos de trastornos
mentales, muchos cánceres, incluso se ha sugerido (en Science nada menos), la
obesidad. Tal vez no esté muy lejano el día en que necesitemos desesperadamente
un antibiótico y no tengamos ninguno al que podamos recurrir.
Tal vez sea un pequeño alivio saber que también las bacterias son capaces de
ponerse malas. Se quedan a veces infectadas con bacteriófagos (o simplemente
fagos), un tipo de virus. Un virus es una entidad extraña y nada bonita, «un
trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias», según la memorable frase del premio Nobel Peter
Medawar. Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están
vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un
anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar, cobran vida. Hayunos
5.000 tipos de virus conocidos, 48 y nos afligen con muchos cientos de
enfermedades, que van desde la gripe y el catarro común a las más contrarias al
bienestar humano: viruela, rabia, fiebre amarilla, ébola, polio y sida.
Los virus prosperan apropiándose de material genético de una célula viva y
utilizándolo para producir más virus. Se reproducen de una forma fanática y
luego salen en busca de más células que invadir. Al no ser ellos mismos
organismos vivos, pueden permitirse ser muy simples. Muchos, incluido el VIH,
tienen 10 genes o menos, mientras que, hasta la bacteria más simple, necesita
varios miles. Son también muy pequeños, demasiado para que puedan verse con un
microscopio convencional. La ciencia no pudo ponerles la vista encima hasta
1943, cuando se inventó el microscopio electrónico. Pero pueden hacer un daño
inmenso. Se calcula que la viruela mató sólo en el siglo XX a 300 millones de
personas.
Tienen, además, una capacidad inquietante para irrumpir en el mundo de una
forma nueva y sorprendente y esfumarse luego otra vez con la misma rapidez con
que aparecieron. En 1916, en uno de estos casos, la gente empezó a contraer en
Europa y en América una extraña enfermedad que acabaría conociéndose como encefalitis letárgica.
Las víctimas se iban a dormir y no despertaban. Se las podía inducir sin
demasiado problema a ingerir alimentos o a ir al retrete y contestaban
razonablemente a las preguntas (sabían quiénes eran y dónde estaban), aunque su
actitud fuese siempreapática. Pero, en cuanto se les permitía descansar,
volvían inmediatamente a hundirse en un adormilamiento profundo y se quedaban
en ese estado todo el tiempo que los dejaran. Algunos continuaron así varios
meses antes de morir. Un puñado de ellos sobrevivió y recuperó la conciencia,
pero no su antigua vivacidad. Existían en un estado de profunda apatía, «como volcanes extintos» en
palabras de un médico. La enfermedad mató en diez años a unos cinco millones de
personas y luego, rápidamente, desapareció. No logró atraer mucha atención
perdurable porque, en el ínterin, barrió el mundo una epidemia aún peor, de
hecho la peor de la historia.
Se le llama unas veces la epidemia de la gran gripe porcina y otras la epidemia
de la gran gripe española, pero, en cualquier caso, fue feroz. La Primera
Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina
hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses. Casi el 80% de las bajas
estadounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por
la gripe. En algunas unidades la tasa de mortalidad llegó a ser del 80%.
La gripe porcina surgió como una gripe normal, no mortal, en la primavera de
1918, pero lo cierto es que, en los meses siguientes -nadie sabe cómo ni
dónde-, mutó convirtiéndose en una cosa más seria. Una quinta parte de las
víctimas sólo padeció síntomas leves, pero el resto cayó gravemente enfermo y
muchos murieron. Algunos sucumbieron en cuestión de horas; Otros aguantaron
unos cuantos días.
En EstadosUnidos, las primeras muertes se registraron entre marineros de Boston a finales de agosto
de 1918, pero la epidemia se propagó rápidamente por todo el país. Se cerraron
escuelas, se cancelaron las diversiones públicas, la gente llevaba mascarillas
en todas partes. No sirvió de mucho. Entre el otoño de 1918 y la primavera del año siguiente
murieron de gripe en el país 584.42.5 personas. En Inglaterra el balance fue de
220.000, con cantidades similares en Francia y Alemania. Nadie conoce el total
mundial, ya que los registros eran a menudo bastante pobres en el Tercer Mundo,
pero no debió de ser de menos de veinte millones y, probablemente, se
aproximase más a los cincuenta. Algunas estimaciones han elevado el total
mundial a los cien millones.
Las autoridades sanitarias realizaron experimentos con voluntarios en la
prisión militar de la isla Deer, en el puerto de Boston, para intentar obtener una vacuna. Se
prometió a los presos el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas. Estas
pruebas eran, por decir poco, rigurosas. Primero se inyectaba a los sujetos
tejido pulmonar infestado de los fallecidos y, luego, se les rociaba en los
ojos, la nariz y la boca con aerosoles infecciosos. Si no sucumbían con eso,
les aplicaban en la garganta secreciones tomadas directamente de los enfermos y
de los moribundos. Si fallaba también todo esto, se les ordenaba que se
sentaran y abrieran la boca mientras una víctima muy enferma se sentaba frente
a ellos, y un poco más alto, y se le pedía que lestosiese en la cara.
De los trescientos hombres (una cifra bastante asombrosa) que se ofrecieron
voluntarios, los médicos eligieron para las pruebas a sesenta y dos. Ninguno
contrajo la gripe… absolutamente ninguno. El único que enfermó fue el médico del pabellón, que murió
enseguida. La probable explicación de esto es que la epidemia había pasado por
la prisión unas semanas antes y los voluntarios, que habían sobrevivido todos
ellos a su visita, poseían una inmunidad natural.
Hay muchas cosas de la gripe de 1918 que no entendemos bien o que no entendemos
en absoluto. Uno de los misterios es cómo surgió súbitamente, en todas partes,
en lugares separados por océanos, cordilleras y otros obstáculos terrestres. Un
virus no puede sobrevivir más de unas cuantas horas fuera de un cuerpo
anfitrión, así que scómo pudo aparecer en Madrid, Bombay y Filadelfia en la
misma semana
La respuesta probable es que lo incubó y lo propagó gente que sólo tenía leves
síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximadamente un
10% de las personas de cualquier población dada tiene la gripe pero no se da
cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando
tienden a ser los grandes
propagadores de la enfermedad.
Eso explicaría la amplia difusión del
brote de 1918, pero no explica aún cómo consiguió mantenerse varios meses antes
de brotar tan explosivamente más o menos a la vez en todas partes. Aún es más
misterioso el que fuese más devastadora conquienes estaban en la flor de la
vida. La gripe suele atacar con más fuerza a los niños pequeños y a los
ancianos, pero en el brote de 1918 las muertes se produjeron predominantemente
entre gente de veintitantos y treinta y tantos años. Es posible que la gente de
más edad se beneficiase de una resistencia
adquirida en una exposición anterior a la misma variedad, pero no sabemos por
qué se libraban también los niños pequeños. El mayor misterio de todos es por
qué la gripe de 1918 fue tan ferozmente mortífera cuando la mayoría de las
gripes no lo es. Aún no tenemos ni idea.
Ciertos tipos de virus regresan de cuando en cuando. Un desagradable virus ruso
llamado H1N1 produjo varios brotes en 1933, de nuevo en los años cincuenta y,
una vez más, en la de los setenta. Adónde se fue, durante ese tiempo, no lo
sabemos con seguridad. Una explicación es que los virus permanezcan ocultos en
poblaciones de animales salvajes antes de probar suerte con una nueva
generación de seres humanos. Nadie puede desechar la posibilidad de que la
epidemia de la gran gripe porcina pueda volver a levantar cabeza.
Y si no lo hace ella, podrían hacerlo otras. Surgen constantemente virus nuevos
y aterradores. Ébola, la fiebre de Lassa y de Malburg han tendido todos a
brotar de pronto y apagarse de nuevo, pero nadie puede saber si están o no
mutando en alguna parte, o simplemente esperando la oportunidad adecuada para
irrumpir de una manera catastrófica. Está claro que el sida lleva entre
nosotros mucho más tiempo delque nadie sospechaba en principio. Investigadores
de la Royal Infirmary de Manchester descubrieron que un marinero que había
muerto por causas misteriosas e incurables en 1959 tenía en realidad sida. Sin
embargo, por la razón que fuese, la enfermedad se mantuvo en general inactiva
durante otros veinte años.
El milagro es que otras enfermedades no se hayan propagado con la misma
intensidad. La fiebre de Lassa, que no se detectó por primera vez hasta 1969,
en África occidental, es extremadamente virulenta y se sabe poco de ella. En
1969, un médico de un laboratorio de la Universidad de Yale, New Haven,
Connecticut, que estaba estudiando la fiebre, la contrajo. Sobrevivió, pero
sucedió algo aún más alarmante: un técnico de un laboratorio cercano, que no
había estado expuesto directamente, contrajo también la enfermedad y falleció.
Afortunadamente, el brote se detuvo ahí, pero no podemos contar con que vayamos
a ser siempre tan afortunados. Nuestra forma de vida propicia las epidemias.
Los viajes aéreos hacen posible que se propaguen agentes infecciosos por todo
el planeta con asombrosa facilidad. Un virus ébola podría iniciar el día, por
ejemplo, en Benín y terminarlo en Nueva York, en Hamburgo, en Nairobi o en los
tres sitios. Esto significa también que las autoridades sanitarias necesitan
cada vez más estar familiarizadas con prácticamente todas las enfermedades que
existen en todas partes, pero, por supuesto, no lo están. En 1990, un nigeriano
que vivía en Chicago se vio expuesto a lafiebre de Lassa durante una visita que
efectuó a su país natal, pero no manifestó los síntomas hasta después de su
regreso a Estados Unidos. Murió en un hospital de Chicago sin diagnóstico y sin
que nadie tomase ninguna precaución especial al tratarle, ya que no sabían que
tenía una de las enfermedades más mortíferas e infecciosas del planeta.
Milagrosamente, no resultó infectado nadie más. Puede que la próxima vez no
tengamos tanta suerte.
Y tras esa nota aleccionadora, es hora de que volvamos al mundo de lo
visiblemente vivo.