La historiografía militante
“ponderada” y su método
Elías José Palti
Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Quilmes / conicet
Es una verdadera pena el tono que adquirió esta disputa.1 Nunca
imaginé que lo que fue inicialmente un señalamiento –que
consideraba, en realidad, casi obvio– a la nota de Tarcus en torno a la
polémica suscitada por la carta de Del Barco –polémica en
la que compartimos, ademas, un mismo bando, el de los defensores de la
carta– hubiera provocado una respuesta de su parte tan virulenta que me
obligó a contestar, a su vez, con una nota quiza mucho mas
dura de lo que habría deseado. En el último número de
Políticas de la Memoria,2 Tarcus vuelve a la carga con una breve nota en
la que despliega una serie de ataques y expresiones de desprecio hacia mis
ideas (o mas bien las que él me atribuye) para mí
completamente incomprensibles. Buscando una explicación, creo encontrarla
no tanto en una animosidad personal (que sé que no existe), ni tampoco
en su personalidad explosiva bien conocida entre sus allegados. Entiendo que el
origen último de este tono que Tarcus adopta se encuentra en su modo de
pensar la historia, que lleva a ideologizar sistematicamente las
disputas historiograficas. Como se
preocupa de dejar en claro en la nota de marras, para él, tras las
diferencias de interpretación acerca del pasado se juegan cuestiones mucho
mas fundamentales que las puramente históricas. Aquellas
interpretaciones que se apartan de la suya tendríaninvariablemente
fundamentos ideológicos, y portarían consecuencias presentes
negativas. Supondrían, en fin, una amenaza a aquella causa con la que él
se identificaría y de la que se erigiría en su vocero.
Así, desde su perspectiva militante, por fuera del círculo de sus
compañeros de ruta (entre los que, si alguna vez estuve, esta
claro que ya no me cuenta) se extendería el territorio de los
reaccionarios y los renegados (el cual sería mi caso). Evidentemente,
con éstos no cabe debatir, de lo que se trata es de destruirlos (la
defensa de la Causa así lo exige), y con el método que sea
mas efectivo para ello. No hay lugar, así, para intentar
comprometerse en un razonamiento común acerca de las
problematicas que nos ocupan. Como dice
Tarcus, mis argumentos (o “silogismos”, como los denomina con sarcasmo) lo
“aburren soberanamente”. Y es perfectamente comprensible. A Tarcus,
como a todo
historiador militante, lo que le importa es ir directo al grano: establecer si
soy o no un buen marxista, o, por el contrario, si me convertí en un
posmoderno. Algo, por otra parte, que él determinó de antemano
que es así (que soy un posmoderno). De allí en mas, lo único
que resta es demostrar por qué ser posmoderno, como dice que soy, es una
cosa horrible, que trae aparejadas consecuencias políticas perversas,
convirtiéndome, por ende, en un personaje deleznable, cuyas posturas (a
las que ya conocería de antemano) no merecerían ninguna
consideración detenida. A riesgo de seguir aburriéndolo
soberanamente, trataréaquí de ofrecer algunos argumentos
mas (lamentablemente, no sé de otra forma de contraponer
perspectivas) que justifiquen mi afirmación anterior de que, en última
instancia, lo que subyace a nuestra disputa son divergencias de tipo
historiografico, maneras distintas de abordar el pasado. En estas
paginas trataré, así, de analizar su escrito último
y los que le siguen, de Ariel Petruccelli y Laura Sotelo,3 buscando reconstruir
el método propio al tipo de
Los textos iniciales de la presente polémica se encuentran reunidos en
Luis García (comp.), No matar. Sobre la responsabilidad. Segundo
volumen, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2010, pp.
109-188 y 269-301. 2 Horacio Tarcus, “Otra breve vuelta de tuerca sobre
una prolongada discusión”, Políticas de la Memoria, Nº
10/11/12, verano de 2011/2012, pp. 283-286.
Ariel Petruccelli, “El marxismo después del
marxismo”, Políticas de la Memoria, Nº 10/11/12, verano de
2011/2012, pp. 287-294, y Laura Sotelo, “Sobre la actualidad del marxismo y de la
teoría crítica. Una discusión con Elías
Palti”, en ibid., pp. 295-301. Prismas, Nº 16, 2012 221
historiografía militante “ponderada” que ellos practican,
señalando algunos de los problemas que plantea y que lo vuelven,
según entiendo, poco productivo en términos
historiograficos.4 Las ideologías de la historia Ya al comienzo
de la nota, Tarcus define lo que considera el punto central de disidencia entre
nosotros: mi pretensión de “separar quirúrgicamente”
la labor historiograficade la política. Esta pretensión
“ingenua”, dice, esta, en última instancia,
determinada ideológicamente; esconde, en el fondo, una perspectiva
liberal de la historia. Frente a ella, responde:
Conozco y respeto la preceptiva croceana: “la historia no es justiciera
sino justificadora”. Los historiadores, dice Croce en Storia come
pensiero e como
azione, no deben juzgar sino comprender. Yo no creo que esto, así
formulado, sea posible: la perspectiva liberal intrínseca a los autores como Croce y como
Romero es evidente para todos menos para ellos mismos.5
Para Tarcus, las alegaciones de objetividad histórica no son mas
que coartadas académicas, de matriz liberal, destinadas a velar los
propios fundamentos ideológicos. No se puede evitar escuchar aquí
los ecos de lo que en los últimos días sostuvo incansablemente
Pacho O’Donnell con referencia a los críticos de la
creación del
Instituto “Manuel Dorrego”. También para O’Donnell hay
una historiografía marxista, una nacionalista y una liberal, sólo
que esta última se oculta tras el manto de la objetividad
científica. También, para él, en fin, lo que debe buscar
la escritura histórica es “rescatar los aportes” de la
tradición con la cual él se identifica (en su caso, la
“nacional, popular y federal”). Sabemos ya a lo que esta
visión de la historia conduce: a un completo subjetivismo.
“Rescatar los aportes del
A diferencia de Tarcus, no creo, sin embargo, que en ello se juegue el futuro
de la Revolución, o de la clase obrera, o lo que fuere.No creería
por ello demasiado dramatico aceptar que estoy errado. Sus perspectivas
históricas no me dicen nada acerca de la moralidad de sus autores o la
aceptabilidad ideológica de sus posturas. En fin, no creo que tenga por
qué juzgarlos en ese plano.
5 Horacio Tarcus, “Otra breve vuelta de tuerca”, op. cit., p.
285. 222 Prismas, Nº 16, 2012
asado”, en definitiva, no consistiría mas que en determinar
hasta qué punto las ideas de un autor coincidirían o no con las
suyas propias. “Reconozco la necesidad del historiador de comprender
–asegura Tarcus–, pero creo que el historiador necesariamente
juzga, que pondera desde el presente, con la perspectiva que le da el presente
y desde un lugar que es, claro esta, distinto del de su objeto.”6
Esta claro que “juzgar” las cosas del pasado indica aquí la necesidad
de emitir juicios de valor acerca de hechos, hombres e ideas. Tarcus parece
olvidar que fue Croce también el autor de la maxima de que toda
historia es historia presente. No viene al caso en este espacio analizar el
sentido que tenía para Croce esa afirmación, que es muy compleja,
pero no hay duda de que nunca podría haberla entendido en el sentido
banal con que Tarcus y O’Donnell la entienden (que toda historia es
ideológica). Toda historia se encuentra determinada por nuestros marcos
de interpretación presentes. El presente define inevitablemente los
modos de abordar o interrogar el pasado. Pero esto nos remite, en todo caso, a
un plano
epistemológico, no ideológico. Sitoda escritura histórica
responde a algún interés o necesidad presente, existiría,
sin embargo, variedad de intereses o preocupaciones presentes posibles, entre
las cuales cabría situar, precisamente, el afan de
comprensión del pasado, la necesidad de entender lo que ocurrió,
sin necesidad de “juzgarlo”. En fin, dada esta forma de pensar de
Tarcus, no hay modo de que entienda que lo que yo busco en mi libro Verdades y
saberes del
marxismo sea comprender las ideas de los autores que analizo y no emitir
juicios de valor sobre ellos. Como
veremos luego, lo mismo ocurre con Petruccelli y Sotelo, lo que los lleva a
confundir sistematicamente los niveles de habla y tomar una y otra vez
mis citas y exposiciones de las ideas de los autores que discuto por
afirmaciones mías. Indudablemente, esta confusión (que, como digo, es
sistematica en ellos) revela no meramente falta de capacidad o una
lectura apresurada, sino que es un método característico de esta
forma de concebir la historia. Como sucede con
O’Donnell, el proyecto de esta historiografía militante de
rescatar los aportes de los pensadores del
pasado para pensar el
6
Ibid.
presente conlleva necesariamente un cierto grado de identificación del
historiador con sus objetos de estudio, haciendo que, con frecuencia, se
mezclen sus voces, que uno no pueda saber bien si el que esta hablando
ya es Dorrego u O’Donnell, Milcíades Peña o Tarcus. Y ese
mismo principio es el que aplican a la lectura de mis escritos. Como veremos, toda sucrítica se funda en esta
confusión sistematica: cuando digo que Moreno pensaba tal cosa, ellos entienden que
soy yo el que esta afirmando eso. Y así terminan
atribuyéndome ideas que sería completamente absurdo pensar que yo
pudiera llegar a sostener. Según vi hace unos días, Tarcus, increíblemente,
firma la carta contra el mencionado Instituto “Manuel Dorrego” que
condena de manera explícita todo aquello que el mismo Tarcus afirma en
la cita anterior (como no podía ser de otra forma, por otra parte,
puesto que su texto fue redactado por los que él indica como
epítomes de la “historiografía liberal”). Si lo hizo,
pienso, es porque él esta convencido de que escapa a las trampas de la
historiografía militante mas burda, ofreciendo, en cambio, una
visión ponderada de los autores y personajes históricos que
analiza. Así lo afirma, de hecho, en la nota que discutimos:
Ahora resulta que Palti lee mis libros de historia de las izquierdas como historias
justicieras, a la Bayer, donde establezco “héroes” y
“villanos”. Los que llevan “la línea correcta” y los que no.
Los “héroes” a los que alude, Silvio Frondizi y
Milcíades Peña, son tratados en El marxismo olvidado en todo caso
como “héroes” tragicos. La lucidez que les atribuyo
no se traduce nunca en “la
línea correcta”, pura y simplemente
porque no tiene traducción política. No me privo, por otra parte,
de señalar sus tensiones, sus contradicciones, sus impasses, sus
repliegues, sus derrotas… Por otra parte, las corrientes políticas de las
izquierdasson tratadas con ponderación. Reconstruyo sus debates con
otras figuras de su tiempo –Puiggrós, Ramos, Moreno– sin minusvalorar sus libros ni
sus ideas, sin hacer jamas mofa de ellos. Sin duda, no habré
encumbrado a Nahuel Moreno como
hubiera querido Palti, pero el tratamiento de su figura y de su corriente fue
llevado a cabo con ponderación.7
7
Ibid., p. 286.
Resumiendo, para Tarcus toda historia es ideológica. La diferencia es
que algunos historiadores serían menos ponderados en sus juicios (como Bayer u O’Donnell) y otros, mas
ponderados (como
él mismo). Sólo los primeros serían “historiadores
militantes”. Los segundos, en cambio, estarían libres del tipo de subjetivismo
propio de aquéllos. No resulta casual, sin embargo, que sea ése
también el argumento que ofrece estos días, con insistencia,
O’Donnell en los medios. También él asegura ser ponderado
en sus juicios, valorando debidamente los logros de los héroes de la
historiografía liberal (el ejemplo de ello sería su
reivindicación de Roca y la campaña del desierto), así
como tampoco se priva, en aquellos que reivindica, de “señalar sus
tensiones, sus contradicciones, sus impasses, sus repliegues, sus
derrotas”, como asegura Tarcus que hace con Frondizi y Peña
creyendo así dar prueba fehaciente de objetividad y rigor
histórico. En todo caso, dice Tarcus, lo que me molestaría de su
visión es que no fuera lo suficientemente “ponderado” con
los autores con los que yo me identificaría. ¿Cómo hacerle
entender a Tarcus (o aO’Donnell) que no es esto de lo que se trata, que
no es una cuestión de ser mas o menos “ponderado” en
los juicios? Que por mí puede decir lo que quiera de Moreno o de quien fuere. Que si me molestan
sus juicios de valor no es porque ataquen o defiendan a alguien en particular,
sino sencillamente porque no permiten entender nada, como tampoco permiten
hacerlo los de O’Donnell respecto de los “héroes” de
la independencia, y ello no por una cuestión meramente de falta de
“ponderación”, como cree Tarcus. Antes de pasar a
Petruccelli y Sotelo, quisiera señalar un aspecto mas, e
igualmente sintomatico, que une a O’Donnell y a Tarcus. Algo que
seguramente habra sorprendido al lector de la última nota de
Tarcus es la violencia con que se ensaña contra el editor de No matar
II, Luis García (por lo que sé, un estrecho colaborador suyo, por
lo menos hasta ahora…), por su decisión de incluir en ese libro
una respuesta mía a su escrito anterior. Esta inusitada diatriba
encuentra también, en última instancia, una explicación en
su visión histórica. A su perspectiva ideologizante le es
inherente una alta dosis de paranoia que, al igual que a O’Donnell, lo
lleva a creer percibir, detras de toda decisión editorial o
institucional, alguna oscura conspiración en la que la
corporación académicaliberal se encuentra siempre implicada, y
que
Prismas, Nº 16, 2012 223
hace de él una de sus víctimas favoritas. Nuevamente, es una pena
que sea así, porque este clima de sospecha no da lugar a ningún
trabajo decolaboración. No es de extrañar, así, que mi
llamado anterior a pensar juntos la problematica acerca de la violencia
revolucionaria le provocara risa, como
dice que ocurrió. Los dilemas del
marxismo Como
señalé anteriormente, las notas de Petruccelli y de Sotelo
ilustran bien los problemas que plantea la historiografía militante.
Señalemos, en primer lugar, que los dos autores coinciden en los puntos
fundamentales de sus críticas hacia mí. Ambos se centran,
ademas, en el capítulo 2 de mi libro Verdades y saberes del
marxismo dedicado al pensamiento de Nahuel Moreno, ignorando
practicamente todo el resto del volumen. Ambos coinciden también
en lo que serían mis tesis nodales y en el tipo de problemas que
plantearían. Su método, finalmente, sigue una línea
analoga. Un buen ejemplo que ilustra su metodología
crítica característica es la cita de Petruccelli y de Sotelo de
mi afirmación en ese libro de que una de las premisas del marxismo
consiste en la idea de que los triunfos de la clase obrera constituyen avances
revolucionarios (y viceversa), premisa que la caída de la urss (una
enorme derrota histórica de la clase obrera que resultó, precisamente,
de las luchas populares) pondría en cuestión. Ante esta tesis,
Petruccelli replica que “los revolucionarios rara vez vieron en las
conquistas del proletariado socialdemócrata o peronista un avance del
socialismo, mas bien veían en ellos una estrategia de
estabilización del capitalismo”.8 Sotelo, por su parte,
señala que “difícilmente encontraremos enMarx o en Trotsky
afirmaciones que apoyen la idea de que los avances de la clase obrera
representan de por sí avances socialistas”.9 Hay que decir que no
parece claro que estas afirmaciones refuten realmente aquella premisa. A la
réplica de Petruccelli, Moreno o un morenista bien podría
responder que es cierto
que el capitalismo puede haber utilizado los triunfos de la clase obrera
socialdemócrata o peronista para afirmarse, pero esto tendría que
ver con el problema de la dirección, o mas bien la falta de una
conducción auténticamente revolucionaria. El hecho de que esos
triunfos hubieran sido dirigidos por partidos reformistas o burgueses,
diría, hizo que permanecieran truncos y terminaran incluso
volviéndose en contra de la clase obrera. Pero esto no
contradeciría la afirmación anterior. Se trataría de un
desenlace paradójico resultante del
desarrollo desigual entre los factores objetivos y los factores subjetivos.
Frente a la afirmación de Sotelo, por su parte, un morenista seguramente
no tendría demasiado problema para hallar infinidad de citas de Marx y
de Trotsky que prueben lo contrario. No digo que Petruccelli o Sotelo no tengan
razón. Lo que digo, en realidad, es que no tiene sentido discutir esto;
en este contexto, es una discusión absurda. Aun cuando Petruccelli y
Sotelo tuvieran razón y Moreno
se hubiera equivocado, esto no cambiaría absolutamente nada. Encontramos
aquí el problema metodológico antes señalado. Ninguno de
ellos puede entender que de lo que se trata en esecapítulo es de
intentar descubrir qué pensaba Moreno,
reconstruir su pensamiento, y no determinar en qué acertó y en
qué falló. Pero lo mas característico y
problematico de este método histórico no radica
allí, sino en el hecho de que crean que esa refutación de Moreno es, al mismo
tiempo, una refutación de lo sostenido por mí en ese libro. Creo
que es obvio que no soy yo quien afirma que los triunfos de la clase obrera son
avances de la revolución socialista…, etc. Ciertamente, yo no
puedo compartir esta idea, como tampoco la
mayoría de los lectores presentes puede hacerlo, simplemente porque, como indico expresamente
en el libro, ella se funda en una serie de supuestos que hoy ya
difícilmente podamos compartir. La problematica planteada por Moreno sólo resulta inteligible en los marcos de un
determinado contexto histórico y político muy distinto del presente. Como dije, esta
confusión resulta sistematica en estos autores. Sotelo, por
ejemplo, afirma lo siguiente:
El proletariado, dice Palti siguiendo a Rancière, no indica
ningún sujeto, no se confunde con ninguno de los actores sociales dados
dentro de una
8
Ariel Petruccelli, “El marxismo después del marxismo”, op.
cit., p. 290. 9 Laura Sotelo, “Sobre la actualidad del marxismo”, op. cit., p. 296.
224 Prismas, Nº 16, 2012
determinada situación estructural, sino que designa aquella instancia
que hace agujero en lo social.10
A ésta le sigue una serie de afirmaciones similares (“siguiendo a
Lefort, Palti concibe lademocracia como
una atopología de los valores”, y así sucesivamente). De
todo ello, Sotelo concluye que estas referencias “acercan el
planteamiento de Palti al terreno del
idealismo”. El pequeño detalle que Sotelo omite es que yo nunca
dije nada de lo que dice que dije. La cita anterior, de hecho, esta algo
amputada. Si leemos la versión original completa se ve esto claramente.
Esa versión dice así:
Según señala Rancière en El desacuerdo, el proletario, como el ciudadano, no
indica ningún sujeto, no se confunde con ninguno de los actores sociales
dados dentro de una determinada situación estructural. El proletario,
para los marxistas postestructuralistas, simplemente alude a aquella instancia
que hace agujero en el sistema reglado de las relaciones sociales. Marca la
existencia en éste de un sector (espectral) que forma parte constitutiva
de su ambito, pero que no se cuenta en él, una parte que no es
una parte. El proletario del
que hablaba Marx, afirman, es al mismo tiempo inmanente y trascendente a ese
orden.11
que no es cierto que yo piense lo que ellos dicen que pienso. Se ve que no
hicieron demasiado caso a esta advertencia. Por supuesto, no es que no hayan
entendido lo que les decía. La decisión de no tomarlo en cuenta
obedece a otras razones. Tiene que ver con un método histórico, como ya indiqué.
Pero también responde a un motivo mas concreto: si hubieran hecho
caso a esta advertencia y evitaran atribuirme las ideas de los autores que cito
en mi texto, se les habría desmoronadotodo su argumento. El
núcleo de su crítica (me refiero aquí a los trabajos
presentados en el congreso en homenaje a José Sazbón) era el
siguiente: Moreno
habría errado al enfatizar el papel de los factores subjetivos. Al
menospreciar las determinaciones objetivas, termina cayendo en el idealismo y
el voluntarismo revolucionario. Sotelo descubre aquí, sin embargo, un
problema que excede al morenismo e incluso al trotskismo. Se trataría de
un rasgo de época:
De Lukacs a Frankfurt, desde Gramsci a Sartre y Althusser, la
adición al corpus del marxismo de la efectividad superestructural
consciente o inconsciente del sujeto constituyó la piedra de toque de
una reactualización filosófica y política que buscó
responder a la debilidad de estos aspectos de la obra de Marx.12
Como se observa, lo que estoy haciendo allí es exponer lo que estos
autores (Rancière, Lefort y otros) afirman. Leyendo simplemente la cita
completa se ve que es así, que no hay forma de entenderlo de otro modo.
En ningún momento digo que coincida con ellos, ni puede tampoco
inferirse eso de allí. En verdad, yo no podría asegurar que la
definición de Rancière del proletariado sea la correcta o no. El
punto es que tampoco me interesa determinarlo. Si éste fuera el caso, el
lector de mi libro terminaría aprendiendo mucho de mis ideas pero muy
poco de las de los autores que analizo (como
ocurre con los escritos de la historiografía militante). Este tipo de
confusiones, como
dije, se repite a lo largo de ambos textos. Y eso apesar de que en el panel en
que Petruccelli y Sotelo presentaron sus textos les indiqué expresamente
este problema:
Un señalamiento interesante. De seguir esta línea de
analisis, nos permitiría entender cómo se
reconfiguró el discurso político en el siglo xx, qué
nuevos temas y preocupaciones surgieron, cómo se desplazaron las
coordenadas que ordenaban el debate político, qué tipos de
problematicas se pondrían entonces en juego. En fin, nos
diría mucho de cómo se reestructuraron las practicas
políticas del
período. Sin embargo, en vez de desplegar todas las posibles
consecuencias historiograficas que se desprenden a partir de esta
afirmación, Sotelo se limita a señalar el error que esto supuso,
la desviación que marcó respecto de la auténtica tradición
marxista (la cual, para ella, llega hasta Trotsky: “basta mirar
Resultados y perspectivas o Mi vida –dice– para percibir que el
revolucionario ruso tenía en alta estima el desarrollo de las fuerzas
Ibid., p. 301. Elías Palti, Verdades y saberes del marxismo. Reacciones de una
tradición política ante su “crisis”, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 2007, p. 176.
11
10
12 Laura Sotelo, “Sobre la actualidad del marxismo”, op. cit., p. 296.
Prismas, Nº 16, 2012
225
productivas”).13 Hay que suponer que dicha autora conoce perfectamente cual
es esa auténtica tradición marxista, y que esto la autoriza a
dictaminar quiénes entran en ella y quiénes no. Encontramos
aquí uno de los problemas fundamentales de estahistoriografía
militante, que tiene que ver con lo que en otro lado llamo “el
síndrome de Alfonso el Sabio”. Según afirma una
anécdota, Alfonso el Sabio aseguró en una ocasión que si
Dios lo hubiera consultado a él en el momento de crear el mundo, le
habría salido mucho mejor. Algo parecido ocurre con Sotelo. Esta autora
nos estaría sugiriendo que si ella, en vez de Moreno, hubiera liderado el mas, éste
habría seguido una línea política mucho mas
acertada que la que siguió. Puede ser que fuera así, pero no es
eso de lo que trata la historia, y, definitivamente, no es eso lo que intento
discutir en mi libro. Lo suyo se parece mas bien a un balance interno
partidario que a un texto histórico. Lo lamentable en su escrito
–y esto es típico de la historiografía militante– es
que confunda ambas cosas. Sotelo tiene todo el derecho de escribir el tipo de
texto que mejor le parezca, pero le pido que, si va a cuestionar el de otro, lo
haga a partir de los objetivos que éste se propone, y no de otros que le
son completamente extraños. Un problema estrechamente ligado al anterior
es el apriorismo inherente a esta perspectiva militante. Sotelo sabe, o cree
saber de antemano, cual es la proporción correcta entre
determinismo objetivo y voluntarismo subjetivo. La investigación
histórica no tiene nada que decirle al respecto. Ésta se reduce a
descubrir quiénes se acercaron a esta solución, y en qué
medida lo hicieron. También Petruccelli, en su ponencia en el mencionado
congreso, se extendió largamente alrespecto. Nos ilustró acerca
de la fórmula precisa, la combinación exacta de idealismo y
materialismo que habría permitido a los autores que discute evitar
incurrir en la serie de lamentables errores políticos en que
incurrieron. Este afan, sin embargo, lo deja de lado en el texto que
publica en Políticas de la Memoria. Su centro, allí, rota hacia
otra dirección mas afín, si se quiere, a lo que se espera
de un texto crítico: se propone refutar mis consideraciones acerca del papel que juega la hipótesis del
posible triunfo final del
capitalismo. Sin embargo, en este objetivo, perfectamente
legítimo, no alcanza aún a evitar aquella confusión de
voces anteriormente señalada. Según afirmo en ese
capítulo, la hipótesis mencionada anteriormente recorre el
pensamiento marxista del
siglo xx, y le confiere su caracter tragico. Sólo bajo
este supuesto (de que pueda haber un triunfo final del capitalismo y que la alternativa
socialista deje de encontrarse vigente) el accionar político, la
militancia revolucionaria cobraría un sentido histórico
sustantivo (es decir, no se reduciría a una mera cuestión de plazos);
en fin, la política se vuelve tragedia. Es esto, entiendo, lo que
expresa ese “giro subjetivo” que, como
señala Sotelo, marcó a todo el pensamiento marxista del período. Es
en este contexto histórico donde pudo surgir la subjetividad militante
(y del que el paso del marxismo clasico al leninismo es
la mejor expresión). Petruccelli se dedica a mostrar por qué esto
no es así, por qué miafirmación es errónea. El
motivo, dice, es sencillo: la expresión “triunfo final” no
tiene sentido con referencia a la historia. Como señala:
¿Cómo se podría alcanzar una certeza tan grande?
¿Cómo estar seguros de que ya no queda nada sustantivo por
inventar, que se ha alcanzado un orden social definitivo? Convengamos que un
triunfo final debe ser final en serio. No puede haber nada mas alla
de él: ni en el corto, ni en el mediano, ni en el largo, ni en el
larguísimo plazo. Cualquier cosa menos que esto nos remite al contexto
de una “derrota histórica”, que puede ser durísima y
tener efectos a plazos muy largos, pero no es definitiva. Y recordemos que la
idea de “derrota histórica” es para Palti otra de las tantas
formas de evadir los problemas grandes del marxismo contemporaneo.14
Así, mi visión histórica, dice Petruccelli, lejos de abrir
el terreno a la contingencia, la cierra. “Mientras haya historia
–asegura– siempre existira la posibilidad de que los
vencedores de hoy sean los vencidos de mañana.”15 Hay aquí
implícita, en realidad, una falacia. Cuando los autores que analizo se
enfrentaban a la posibilidad de un triunfo final del
capitalismo (posibilidad que, como
dije, es la que abre el
14
13
Ibid., p. 300. Prismas, Nº 16, 2012
Ariel Petruccelli, “El marxismo después del marxismo”, op. cit., p. 292. 15
Ibid.
226
campo a la política, le confiere a ésta un sentido
histórico sustantivo, pero que nunca puede volverse una realidad, puesto
que, en dicho caso, ya tampocotendría sentido la militancia
revolucionaria), ciertamente lo planteaban en términos de alternativas
históricas concretas. La estrategia a la que apela Petruccelli es de
validez mas que dudosa: la traslada a un plano ontológico. Sin duda, para esos
autores, la cuestión no se presentaba en términos de si en alguno
de los infinitos mundos posibles, si en las inconmensurables dimensiones del
espaciotiempo universal, la alternativa socialista permanecería
aún vigente, algo que, obviamente, nadie puede descartar, salvo Dios.
Pero eso, desde ya, no cuenta aquí. No es de eso de lo que se
esta hablando, sino de los procesos materiales históricos
efectivos. La afirmación de Petruccelli acerca de que los vencedores de
hoy pueden ser los vencidos de mañana deja traslucir aquello que se
esconde tras esta suerte de ontologización de la problematica
relativa a la posibilidad de un triunfo final del capitalismo. Para él, el triunfo
en el año 2010 de los vencidos supondría también el
triunfo de los derrotados en 1933 en Alemania, en 1939 en España, y de
todos los vencidos de la historia. En este planteo, ya no hay clases ni sujetos
históricos determinados, sino sólo vencedores y vencidos.
Éstos serían sustancias transhistóricas en perpetuo
antagonismo (como
el Bien y el Mal en las antiguas cosmologías). Cambian los escenarios,
las circunstancias, los nombres, pero los sujetos permanecen los mismos. Y
éste es otro rasgo también característico de la
historiografía militante (para un Felipe Pigna, por ejemplo,la
asignación universal por hijo representaría la redención
de los charrúas que resistieron la colonización española).
De hecho, la deshistorización de los sujetos constituye una de las bases
que hacen posible emitir juicios de valor acerca de la historia, es decir,
representa una condición imprescindible para la escritura de este tipo
de historiografía militante (como señala Koselleck respecto de la
historia magistra vitae, el ideal pedagógico es indisociable del
supuesto de la iterabilidad de la historia, es decir, revela la carencia de un
concepto de la temporalidad histórica).16
Llegado a este punto, quisiera volver a la cuestión original, que era la
de la violencia revolucionaria. Pero antes permítaseme señalar un
problema adicional que observo en los textos de mis impugnadores. Hay dos
conceptos que son centrales en el capítulo de mi libro en el que
aquéllos se enfocan y cuyo sentido malinterpretan, y eso los lleva a
extraer conclusiones erróneas no sólo acerca de mi
analisis de las ideas de Moreno
sino de mi visión histórica en general. El primero de ellos es el
de “sentido tragico”. Siguiendo una tendencia iniciada por
Tarcus en El marxismo olvidado, Petruccelli y Sotelo asocian el sentido
tragico a una forma de escepticismo (de allí que, para ellos, el
optimismo revolucionario de Moreno prueba de por sí que en él no
había lugar para la tragedia).17 Para Tarcus, el caracter
tragico del pensamiento de Frondizi y de Peña deriva de su conciencia
de situarse en una época detransición, en la que la
burguesía ha dejado de ser revolucionaria pero el proletariado no
esta aún en condiciones de asumir la antorcha de la historia. No
es esto, sin embargo, lo que suele entenderse por tal cosa (y, ciertamente, no
es lo que afirman Lukacs y Goldmann, en quienes ambos nos basamos).18 En
este caso, lo tragico sería una circunstancia por completo
externa al héroe. Éste sabría perfectamente lo que
habría que hacer, pero, desgraciadamente, el medio sobre el que opera no
sería apropiado para sus proyectos. Si hay un desgarramiento, no le es
inherente. Hay una enorme bibliografía al respecto, que estos autores
parecen ignorar. Aunque existen variantes, la idea de sentido tragico
esta asociada siempre a la presencia de un dilema insoluble que deriva
de la existencia de valores contradictorios entre sí, pero igualmente
validos. Si el héroe no puede decidir no es porque no sabe si la
realidad se adecuara a sus ideas, sino porque se encuentra escindido
interiormente entre horizontes axiológicos incompatibles. La
articulación de este dilema resulta sumamente compleja, y su
traducción en términos políticos
16 Véase Reinhart Koselleck, “Historia magistra vitae”, en
Futuro pasado. Para una semantica de los tiempos históricos,
Barcelona,
Paidós, 1993, pp. 41-66. 17 Como
señala Badiou, el caracter tragico que asume la
política en el siglo xx se ligaría, justamente, al voluntarismo y
al optimismo revolucionarios. Véase Alain Badiou, El siglo, Buenos Aires, Manantial,
2005. 18 VéanseGeorg Lukacs, El alma y las formas. Teoría
de la novela, México, Grijalbo, 1985, y Lucien Goldmann, El Dios oculto.
El hombre y lo absoluto, Barcelona,
Península, 1968. Prismas, Nº 16, 2012 227
requeriría un estudio pormenorizado. El punto aquí es que,
según postulo en mi libro, entre tragedia y política
existiría un vínculo no contingente. Ambos términos
remiten a un plano
de indecidibles. Y aquí encontramos el segundo de los conceptos cuyo
sentido estos autores malinterpretan: el de Verdad. Cuando hablo en el
capítulo sobre Moreno acerca de su visión del trotskismo como la
Verdad del marxismo, mis críticos interpretan que le estoy atribuyendo a
Moreno alguna superioridad como pensador o como revolucionario respecto de los
demas autores que analizo. Sin duda, es una interpretación
prejuiciosa. Como explico allí, mi uso del concepto de Verdad en ese
capítulo retoma la visión de los pensadores marxistas
postestructuralistas, para quienes el término remite a aquello que
constituye la premisa en que se funda un orden de discurso dado, siendo, al
mismo tiempo, impensable e inarticulable en el interior de este discurso. En
definitiva, si el pensamiento de Moreno me
resulta significativo no es porque sea mas elevado, sofisticado o
coherente, sino todo lo contrario, porque nos abre una ventana a aquello que
constituye el núcleo traumatico del pensamiento marxista. No viene al caso
explayarse aquí sobre el punto, que se encuentra desarrollado en mi
libro. Lo que me interesa señalar es que lodicho se vincula de manera
estrecha con el tema que dio origen a este debate. La violencia se instala
exactamente en el centro
de ese núcleo traumatico de la política toda, y no
únicamente de la marxista. Sólo en este marco entiendo que se
puede abordar la cuestión de modo productivo. La violencia como problema
político En mi anterior respuesta a Tarcus intenté explicitar el
caracter singular de la violencia, que la sitúa, como dije
recién, en el centro mismo del núcleo traumatico de la
política (o, mas precisamente, de lo político), y de la
que deriva su indecidibilidad. Por eso es un concepto problematico,
porque no es algo de lo que se pueda simplemente prescindir, como interpreta Tarcus que yo dije.
Trataré de explicar de manera breve esta idea. El núcleo
traumatico de lo político estaría ligado estrechamente al
problema de cómo pasar de la violencia cruda a la violencia
legítima.
228 Prismas, Nº 16, 2012
Hobbes ofrece el mejor ejemplo de él. Para terminar con la violencia,
para establecer un pacto de convivencia y, en definitiva, una comunidad, es
necesario que haya uno que se coloque por fuera del pacto. Es decir, la premisa para
terminar con la violencia es que haya uno que pueda ejercerla sin
restricciones. Esto quiere decir que la condición de posibilidad del pacto es
también el punto en que éste se quiebra. El que funciona como garante del
pacto vive en un puro estado de naturaleza, y sólo así puede
terminar con la violencia (y constituir de este modo la comunidad),
dealgún modo exacerbandola. El problema político fundamental
consiste en cómo pensar esta figura paradójica, singular, en el
sentido de que esta al mismo tiempo por dentro y por fuera de la
comunidad, que actúa como su soporte y como el punto en que se destruye.
En última instancia, es esto lo que hace manifiesto la idea
–analizada por Kantorowicz– de los dos cuerpos del rey (idea que,
como muestra dicho autor, encuentra su mejor expresión literaria en las
tragedias de Shakespeare y que daría origen, en el siglo xvii, a una
revolución regicida).19 El punto central, la paradoja que expresa este
sujeto singular, a la vez particular y universal, que es el soberano, es que
éste, para ser efectivo como tal y constituir la comunidad, necesita,
como vimos, colocarse por fuera de ella sin poder lograrlo nunca sin destruirse
ipso facto. Para que sea verdaderamente
legítimo, es necesario que él mismo quede sujeto a alguna norma,
de lo contrario se volvería indisociable de un vulgar tirano. No
habría ya diferencia entre la violencia legítima y la pura violencia.
Pero, desde el momento en que se le pone algún límite a su poder,
se abren también las puertas a la vuelta a esta última (a la
cruda violencia): cualquiera ya podría alegar la violación de la
norma por parte del soberano para cuestionar su legitimidad, con lo que no
salimos así del estado de naturaleza.20 De manera mas general, lo
que viabiliza el paso de la violencia cruda a la violencia legítima es
la invocación siempre de algún principio (el19
Véase Ernst Kantorowicz, The King’s Two Bodies. A Study in Mediaeval
Political Theology, Princeton, Princeton University Press, 1981 [trad. esp.:
Los dos cuerpos del
rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, Alianza, 1985]. 20 Cabe recordar que
para Hobbes el estado de naturaleza no es el estado de guerra efectiva de todos
contra todos sino el de su posibilidad.
Pueblo, la
Nación, la Revolución, la Historia, etc.) en nombre del cual alguien pueda
ejercerla (y que, inversamente, ese mismo derecho pueda negarseles a
otros). Lo que hoy se habría puesto en cuestión es la eficacia de
estas invocaciones. Como
señalo y analizo en mi nota anterior, el propio texto de Tarcus muestra
esto claramente, aun cuando todavía él no pueda prescindir de las
mismas invocaciones. Esa contradicción en que incurre Tarcus (que, según
dice, no le importa discutir porque los argumentos le aburren soberanamente) no
me importa en sí misma, sino sólo porque revela, por otra
vía, aquello que vengo discutiendo en mi libro, es decir, nos sirve para
comprender el tipo de problemas políticos que se encuentran hoy en
cuestión. Nos revela, justamente, el hecho de que la quiebra de la
eficacia de estos principios no resuelve la cuestión, sino que, por el
contrario, la vuelve manifiesta. Porque sin tales principios no habría
forma ya de distinguir la violencia cruda de la violencia legítima, que
constituye el núcleo de lo político. Por las fronteras que
separan los opuestos comunidad y violencia sevuelven así, ellos mismos,
indecidibles, uno y otro se reenviarían permanentemente. En definitiva,
en este contexto se tornaría imposible pensar el lugar de lo
político, los modos de constitución de la comunidad; lo que no
quiere decir, nuevamente, que podamos prescindir de ellos, si es que
habra de constituirse una comunidad. La breve referencia de Petruccelli
a la cuestión de la violencia resulta interesante al respecto.
Según afirma:
Regresemos, por último, al origen de todo esto: la violencia
revolucionaria. Palti sostiene que los límites de la violencia se han
tornado indecidibles, y cree que Tarcus, apegado a “la perspectiva de los
actores”, es incapaz de comprender cómo se han visto socavadas las
antiguas certezas. Ahora bien, cabe aquí preguntarse por el significado
de “indecidible”. Es cierto en un sentido que los límites de
la violencia legítima son indecidibles: pero también lo son los
límites entre la ciencia y la metafísica, las bondades relativas
de dos teorías, la frontera entre lo observacional y lo
teórico… Incluso si el tronco que tengo en mi jardín es una
mesa puede ser indecidible.21
21
Ariel Petruccelli, “El marxismo después del marxismo”, op. cit., p. 294.
Esta cita resume bien mi propio planteo, siempre que introduzcamos en él
una perspectiva histórica ausente allí. Se observa en la cita un
deslizamiento sutil pero sumamente sugestivo. Cuando retoma mi referencia a la
violencia política, afirma que los límites de la violencia
legítima se han tornadoindecidibles y que las antiguas certezas en este
sentido se han visto socavadas. En cambio, cuando pasa a las otras formas de
indecidibilidad a las que él alude, el matiz temporal se pierde. Los
límites entre la ciencia y la metafísica, las bondades relativas
de dos teorías, la frontera entre lo observacional y lo teórico
son, para él, indecidibles, no se habrían vuelto tales. Sin
embargo, esta afirmación no es un simple registro de la realidad. No
siempre los límites entre ciencia y metafísica, entre lo
observacional y lo teórico, etc., han sido indecidibles. O, al menos, si
lo han sido, lo cierto es que sólo recientemente lo descubrimos. Y
éste es el punto central. Esta afirmación nos esta
hablando, en última instancia, no de una condición
ontológica sino de una situación epocal, que atraviesa de
conjunto al pensamiento occidental y que es, precisamente, la que intento
explorar en mi libro. Esto nos devuelve al concepto de “sentido
tragico”. Encontramos aquí el punto esencial que distingue
la historia intelectual de la vieja historia de ideas, que es la que practica
Tarcus. En última instancia, lo que importa aquí no son las
“ideas” de los autores en cuestión. No se trata de ponerse a
discutir quién era mas tragico, si Moreno o Peña. Simplemente porque el
sentido tragico del que se habla no remite a una dimensión
subjetiva, no atañe exclusivamente a la conciencia de los actores, sino
que señala una condición objetiva, que tiene que ver con los
modos en que se desenvolvería la practicapolítica a lo
largo del “siglo xx corto”. Desde el punto de vista de la historia
intelectual, las ideas de los actores se vuelven significativas en la medida en
que nos permiten comprender estos desplazamientos históricos objetivos
operados en los regímenes de ejercicio del poder, los cuales exceden a
los propios sujetos e hicieron, en palabras de Malraux, que la política
se convirtiera en tragedia. Petruccelli y Tarcus, sin embargo, no pueden
extraer las conclusiones que de la afirmación antes citada se
desprenden, aunque no sólo por limitaciones metodológicas sino,
mas sencillamente, porque hacerlo los conduciría
Prismas, Nº 16, 2012 229
ademas a posturas que a ellos se les ocurren perversas en
términos ideológicos (es decir, los enfrentaría al
fantasma de la “posthistoria”). Otra vez, la tendencia a
ideologizar obstaculiza la comprensión histórica. En definitiva,
el tipo de historia de ideas que practican encuentra aquí su
límite último: cuando alcanzan el punto en que creen hallarse
frente a una verdad, la dimensión histórica se borra
inevitablemente. Es allí donde se nos descubren también aquellos
supuestos, de base, suyos, que esta historiografía militante no puede ya
pensar sin destruirse como
tal, aquellos puntos ciegos que le son inherentes. La Historia (en el sentido
estudiado por Koselleck, es decir, como un
sustantivo colectivo singular que despliega una temporalidad de por
sí),22 la subjetividad militante, etc., no aparecen ante ellos como categorías
históricas contingentes,porque, desde su perspectiva, sin ellas
simplemente no se puede pensar. En la medida en que actúan como condiciones de posibilidad del pensamiento, ellas mismas no pueden ser
pensadas, no serían, para ellos, historizables. Esto nos explica la
tendencia a recaer, una y otra vez, en la cuestión de si tal o cual
pensador fue o no un buen marxista, si comprendió correctamente los
principios y los valores de la izquierda revolucionaria o si, por el contrario,
se desvió de ellos; en suma, por qué los historiadores militantes
no pueden hacer otra cosa que limitar sus estudios a trazar la saga de los
pensadores de izquierda (esto es, construir retrospectivamente la
genealogía de sus propias ideas),23 sin poder trascender nunca el plano
de
las ideas y tratar de entender cómo cambió el discurso
político en las últimas dos décadas, cómo se
desplazaron objetivamente las coordenadas que ordenan el debate y el accionar
políticos, mas alla de la ideas de los actores y de que
estos cambios nos gusten o no, lo que no viene al caso aquí. La voluntad
de Tarcus de ideologizar las cuestiones históricas, que es inherente a
la historiografía militante, le impide separar ambas cuestiones y situar
su perspectiva en un terreno propiamente histórico. Para
terminar, me gustaría reiterar mi llamado anterior, aunque a Tarcus le
cause risa, pero esta vez, es cierto, ya sin ninguna confianza en que sea
atendido. Ese llamado, según veo, choca de plano con su proyecto historiografico.
Recuerdo una vez que un allegadosuyo me contaba, no sin cierta maledicencia de
su parte, que la gran ambición de Tarcus sería llegar a encontrar
en un archivo de Hungría una carta que probase que Lukacs nunca
fue estalinista. En su momento no lo tomé demasiado en serio. Si bien
creía que había algo de eso, pensaba que se trataba de una forma
jocosa y algo paródica de plantear los orígenes del encomiable afan archivista de
Tarcus. Lamentablemente, no es así. Ese allegado suyo sabía bien
de qué hablaba; en definitiva, conocía a qué conduce esta
historiografía militante ponderada que él practica; mostraba,
mas alla de Tarcus, los límites propios de un determinado
método histórico, de un modo de concebir la historia.
22
Como muestra Koselleck, ésta no existe antes del siglo xviii.
Véase Reinhart Koselleck, Futuro pasado, op. cit. 23 Al respecto, es
sugestivo que, en la nota que aca discutimos, Tarcus no se preocupe por
debatir ninguno de mis argumentos –los que, como dice, lo aburren
soberanamente–, pero sí
dedique sus energías a mostrar que Merleau-Ponty no era realmente
estalinista, cuando en mi artículo digo de manera expresa que no es esto
lo que importa. Si retomo su apelación al criterio de Merleau-Ponty para
determinar cuando la violencia es legítima, es para
señalar algunas de las contradicciones en las que el propio Tarcus
incurre en lo que llama su crítica de la razón instrumental.
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Prismas, Nº 16, 2012
Reseñas
Prismas
Revista de historia intelectual
Nº 16 / 2012