A
finales de la década de los cuarenta, un estudiante graduado de la Universidad
de Chicago, llamado Clair Patterson (que era, a pesar de su nombre de pila, un
campesino de Iowa), estaba utilizando un nuevo método demedición con un isótopo
de plomo para intentar determinar la edad de la Tierra de una vez por todas.
Desgraciadamente, todas sus muestras de rocas acababan contaminadas… en general
muy contaminadas, además. Casi todas contenían unas doscientas veces más plomo del que cabía esperar.
Patterson tardaría muchos años en comprender que la razón de esto era un
lamentable inventor de Ohio
llamado Thomas Middley, hijo.
Middley era ingeniero y el mundo habría sido sin duda un lugar más seguro si se
hubiese quedado en eso. Pero empezó a interesarse por las aplicaciones
industriales de la química. En 1921, cuando trabajaba para la General Motors
Research Corporation en Dayton (Ohio), investigó un compuesto llamado plomo
tetraetílico (conocido también equívocamente como tetraetilo de plomo) y
descubrió que reducía de forma significativa el fenómeno de trepidación conocido
como golpeteo del motor.
Aunque era del dominio público la peligrosidad
del plomo, en los primeros años del siglo XX podía
encontrarse plomo en todo tipo de productos de consumo. Las latas de alimentos
se sellaban con soldadura de plomo. El agua solía almacenarse en depósitos
recubiertos de plomo. Se rociaba la fruta con arseniato de plomo, que actuaba como pesticida. El plomo
figuraba incluso como
parte de la composición de los tubos de dentífricos. Casi no existía un
producto que no incorporase un poco de plomo a las vidas de los consumidores.
Pero nada le proporcionó una relación mayor y más íntima con los seres humanos
que suincorporación al combustible de los motores.
El plomo es neurotóxico. Si ingieres mucho, puede dañarte el cerebro y el sistema
nervioso central de forma irreversible. Entre los numerosos síntomas
relacionados con la exposición excesiva al plomo se cuentan la ceguera, el
insomnio, la insuficiencia renal, la pérdida de audición, el cáncer, la
parálisis y las convulsiones. En su manifestación más aguda produce
alucinaciones bruscas y aterradoras, que perturban por igual a víctimas y
observadores, y que suelen ir seguidas del
coma y la muerte. No tienes realmente ninguna necesidad de incorporar demasiado
plomo a tu sistema nervioso.
Además, el plomo era fácil de extraer y de trabajar, y era casi vergonzosamente
rentable producirlo a escala industrial… y el plomo tetraetílico hacía de forma
indefectible que los motores dejasen de trepidar. Así que, en 1923, tres
grandes empresas estadounidenses, General Motors, Du Pont y Stardard Oil de
Nueva Jersey crearon una empresa conjunta: la Ethyl Gasoline Corporation (más
tarde sólo Ethyl Corporation), con el fin de producir tanto plomo tetraetílico
como el mundo estuviese dispuesto a comprar, y eso resultó ser muchísimo.
Llamaron «etilo» a su aditivo porque les pareció más amistoso y menos tóxico
que «plomo», y lo introdujeron en el consumo público (en más sectores de los
que la mayoría de la gente percibió) el 1 de febrero de 1923.
Los trabajadores de producción empezaron casi inmediatamente a manifestar los
andares tambaleantes y laconfusión mental característicos del recién envenenado. Casi inmediatamente
también, la Ethyl Corporation se embarcó en una política de negación serena e
inflexible que le resultaría rentable durante varios decenios. Como comenta
Sharon Bertsch McGrayne en Prometheans in the Lab [Prometeanos en el
laboratorio], su apasionante historia de la química industrial, cuando los
empleados de una fábrica mpezaron a padecer delirios irreversibles, un portavoz
informó dulcemente a los periodistas: «Es posible que estos hombres se
volvieran locos porque trabajaban demasiado». Murieron un mínimo de quince
trabajadores en el primer periodo de producción de gasolina plomada, y enfermaron
muchos más, a menudo de gravedad. El número exacto no se conoce porque la
empresa casi siempre consiguió silenciar las noticias de filtraciones, derrames
y envenenamientos comprometedores. Pero a veces resultó imposible hacerlo,
sobre todo en 1924, cuando, en cuestión de días, murieron cinco trabajadores de
producción de un solo taller mal ventilado y otros treinta y cinco se
convirtieron en ruinas tambaleantes permanentes.
Cuando empezaron a difundirse rumores sobre los peligros del
nuevo producto, el optimista inventor del
etilo, Thomas Midgley, decidió realizar una demostración para los periodistas
con el fin de disipar sus inquietudes. Mientras parloteaba sobre el compromiso
de la empresa con la seguridad, se echó en las manos plomo tetraetílico y luego
se acercó un vaso de precipitados lleno a la nariz y lo aguantósesenta
segundos, afirmando insistentemente que podía repetir la operación a diario sin
ningún peligro. Conocía en realidad perfectamente las consecuencias que podía
tener el envenenamiento con plomo. Había estado gravemente enfermo por
exposición excesiva a él unos meses atrás y, a partir de entonces no se
acercaba si podía evitarlo a donde lo hubiese, salvo cuando quería tranquilizar
a los periodistas.
Animado por el éxito de la gasolina con plomo, Midgley pasó luego a abordar
otro problema tecnológico de la época. Los refrigeradores solían ser
terriblemente peligrosos en los años veinte porque utilizaban gases insidiosos
y tóxicos que se filtraban a veces al exterior. Una filtración de un
refrigerador en un hospital de Cleveland (Ohio) provocó la muerte de más de
cien personas en 19294 Midgley se propuso crear un gas que fuese estable, no
inflamable, no corrosivo y que se pudiese respirar sin problema. Con un
instinto para lo deplorable casi asombroso, inventó los clorofluorocarbonos, o
los CFC.
Raras veces se ha adoptado un producto industrial más rápida y lamentablemente.
Los CFC empezaron a fabricarse a principios de la década de los treinta, y se
les encontraron mil aplicaciones en todo, desde los acondicionadores de aire de
los automóviles a los pulverizadores de desodorantes, antes de que comprobase
medio siglo después que estaban destruyendo el ozono de la estratosfera. No era
una buena cosa, como
comprenderás.
El ozono es una forma de oxígeno en la que cada molécula tienetres átomos de
oxígeno en vez de los dos normales. Es una rareza química, porque a nivel de la
superficie terrestre es un contaminante, mientras que arriba, en la
estratosfera, resulta beneficioso porque absorbe radiación ultravioleta
peligrosa. Pero el ozono beneficioso no es demasiado abundante. Si se
distribuyese de forma equitativa por la estratosfera, formaría una capa de sólo
unos dos milímetros de espesor. Por eso resulta tan fácil destruirlo.
Los clorofluorocarbonos tampoco son muy abundantes (constituyen aproximadamente
una parte por cada mil millones del
total de la atmósfera), pero poseen una capacidad destructiva desmesurada. Un
solo kilo de CFC puede capturar y aniquilar 70.000 kilos de ozono atmosférico.
Los CFC perduran además mucho tiempo (aproximadamente un siglo como media) y no cesan de
hacer estragos. Son, por otra parte, grandes esponjas del calor. Una sola molécula de CFC es
aproximadamente diez mil veces más eficaz intensificando el efecto invernadero
que una molécula de dióxido de carbono… y el dióxido de carbono no es manco que
digamos, claro, en lo del
efecto invernadero. En fin, los clorofluorocarbonos pueden acabar siendo el
peor invento del
siglo XX.
Midgley nunca llegó a enterarse de todo esto porque murió mucho antes de que
nadie se diese cuenta de lo destructivos que eran los CFC. Su muerte fue
memorable por insólita. Después de quedar paralítico por la polio, inventó un
artilugio que incluía una serie de poleas motorizadas que le levantaban y le
girabande forma automática en la cama. En 1944, se quedó enredado en los
cordones cuando la máquina se puso en marcha y murió estrangulado.
La Universidad de Chicago era en la década de los cuarenta el lugar adecuado
para alguien que estuviese interesado en descubrir la edad de las cosas.
Willard Libby estaba a punto de inventar la datación con radiocarbono, que
permitiría a los científicos realizar una lectura precisa de la edad de los
huesos y de otros restos orgánicos, algo que no habían podido hacer antes.
Hasta entonces, las fechas fidedignas más antiguas no se remontaban más allá de
la Primera Dinastía egipcia, es decir, unos 3.000 años a. C. Nadie podía decir
con seguridad, por ejemplo, cuándo se habían retirado las últimas capas de hielo
o en qué periodo del pasado habían decorado los cromañones las cuevas de
Lascaux (Francia).
La idea de Libby era tan útil que recibiría por ella un premio Nobel en 1960.
Se basaba en el hecho de que todas las cosas vivas tienen dentro de ellas un isótopo
de carbono llamado carbono 14, que empieza a desintegrarse a una tasa medible
en el instante en que mueren. El carbono 14 tiene una vida media (es decir, el
tiempo que tarda en desaparecer la mitad de una muestra cualquiera) de unos
5.600 años, por lo que, determinando cuánto de una muestra dada de carbono se
había desintegrado, Libby podía hacer un buen cálculo de la edad de un objeto…
aunque sólo hasta cierto punto. Después de ocho vidas medias, sólo subsiste el
0,3 % de los restos originales decarbono radiactivo, lo que es demasiado poco
para efectuar un cálculo fiable, por lo que la datación con radiocarbono sólo
sirve para objetos de hasta unos cuarenta mil años de antigüedad.
Curiosamente, justo cuando la técnica estaba empezado a difundirse, se hicieron
patentes ciertos fallos. Para empezar, se descubrió que uno de los elementos
básicos de la fórmula de Libby, conocido como
la constante de desintegración, estaba equivocada en aproximadamente un 3%.
Pero, por entonces, se habían efectuado ya miles de mediciones en todo el
mundo. En vez de repetir cada una de ellas, los científicos decidieron mantener
la constante errónea. «Así -comenta Tim Flannery- toda fecha establecida con
radiocarbono que leas hoy es aproximadamente un 3% mayor.» El problema no se
limitaba a eso. No tardó en descubrirse también que las muestras de carbono 14
podían contaminarse con facilidad con carbono de otra procedencia, por ejemplo,
un trocito de materia vegetal recogida con la muestra cuya presencia pasase
inadvertida. En las muestras más jóvenes (las de menos de unos veinte mil años)
no siempre importa mucho una leve contaminación, pero en las muestras más
viejas puede ser un problema grave por los pocos átomos que quedan para contar.
En el primer caso, como
dice Flannery, es algo parecido a equivocarse en un dólar cuando se cuentan
mil; en el segundo, es más parecido a equivocarse en un dólar cuando sólo
tienes dos para contar.
El método de Libby se basaba también en el supuesto de que lacantidad de
carbono 14 en la atmósfera, y la tasa a la que lo han absorbido las cosas
vivas, ha sido constante a través de la historia. En realidad, no lo ha sido.
Sabemos ahora que el volumen del carbono 14
atmosférico varía según lo bien que el magnetismo de la Tierra está desviando
los rayos cósmicos, y que eso puede oscilar significativamente a lo largo del tiempo. Y eso
significa que unas fechas establecidas con carbono 14 pueden variar más que
otras. Entre las más dudosas figuran las que corresponden aproximadamente a la
época en que llegaron a América sus primeros pobladores, que es uno de los
motivos de que aún siga discutiéndose la fecha.
Las lecturas pueden verse afectadas por factores externos que no parecen estar
relacionados, como,
por ejemplo, la dieta de aquellos cuyos huesos se examinan. Un caso reciente es
el del viejo debate de si la sífilis es
originaria del Nuevo Mundo o del
Viejo Mundo. Arqueólogos de Hull descubrieron que los monjes del cementerio de
un monasterio habían padecido sífilis, pero la conclusión inicial de que los
monjes la habían contraído antes del viaje de Colón se puso en entredicho al
caerse en la cuenta de que habían comido en vida mucho pescado, lo que podría
hacer que los huesos pareciesen más viejos de lo que eran en realidad. Es muy
posible que los monjes tuviesen la sífilis, pero cómo llegó hasta ellos y
cuándo siguen siendo problemas torturantes sin resolver.
Los científicos, en vista de los defectos acumulados del carbono 14, idearon
otrosmétodos de datación de materiales antiguos, entre ellos la
termoluminiscencia, que contabiliza los electrones atrapados en las arcillas, y
la resonancia del espín del electrón, método este último en el que se bombardea
una muestra con ondas electromagnéticas y se miden las vibraciones de los
electrones. Pero ni siquiera el mejor de esos métodos podría fechar algo de más
antigüedad que unos doscientos mil años, y no podrían datar de ninguna manera
materiales inorgánicos como
las rocas, que es precisamente lo que se necesita hacer para determinar la edad
de nuestro planeta.
Los problemas que planteaba la datación de rocas eran tales que llegó un
momento en que casi todo el mundo desistió de intentarlo. Si no hubiese sido
por cierto profesor inglés llamado Arthur Holmes, podría haberse abandonado del todo la investigación.
Holmes fue heroico no sólo por los resultados que consiguió, sino también por
los obstáculos que superó. En los años veinte, cuando estaba en la cúspide de
su carrera, la geología había pasado de moda -lo que más entusiasmo despertaba
por entonces era la física- y se destinaban a ella muy pocos fondos, sobre todo
en Inglaterra, su cuna espiritual. Holmes fue durante muchos años todo el
departamento de geología de la Universidad de Durham. Era frecuente que tuviese
que pedir prestado equipo o que arreglarlo como podía para seguir con su datación
radiométrica de rocas. En determinado momento, sus cálculos tuvieron que quedar
paralizados un año entero mientras esperaba aque la universidad le
proporcionase una simple máquina de sumar. De vez en cuando tenía que abandonar
del todo la vida académica para ganar lo suficiente para mantener a su familia
-llevó durante un tiempo una tienda de artículos exóticos en Newcastle del
Tyne- y, a veces, no podía permitirse ni siquiera las 5 libras anuales de la
cuota de socio de la Sociedad Geológica.
La técnica que utilizó Holmes en su trabajo era sencilla en teoría y se basaba
directamente en el proceso que había observado por primera vez Rutherford en
1904, por el que algunos átomos se desintegraban pasando de ser un elemento a
ser otro a un ritmo lo bastante predecible para que se pudiesen usar como relojes. Si sabes
cuánto tarda el potasio 40 en convertirse en argón 40 determinas la cuantía de
cada uno de ellos en cada muestra, puedes calcular la antigüedad del material.
Lo que hizo Holmes fue medir la tasa de desintegración del uranio hasta convertirse en plomo para
calcular la edad de las rocas y, con ello -esperaba-, la de la Tierra. Pero
había que superar muchas dificultades técnicas. Holmes necesitaba además -o al
menos le habría venido muy bien- instrumental específico y preciso que le
permitiese efectuar mediciones muy exactas de muestras muy pequeñas, y ya hemos
explicado el trabajo que le costaba conseguir una simple máquina de sumar. Así
que fue toda una hazaña que pudiese proclamar con cierta seguridad, en 1946,
que la Tierra tenía como mínimo tres mil millones de años de antigüedad y,
posiblemente,bastante más. Chocó entonces, por desgracia, con otro formidable
impedimento para conseguir la aceptación: el espíritu conservador de sus
colegas, los otros científicos. Aunque muy dispuestos a alabar su metodología,
muchos de ellos sostenían que lo que había calculado no había sido la edad de
la Tierra sino simplemente la de los materiales con los que la Tierra se había
formado.
Fue justo por entonces cuando Harrison Brown, de la Universidad de Chicago,
ideó un nuevo método para contar isótopos de plomo en rocas ígneas (es decir,
las que se crearon a través del calor, a diferencia de las formadas por
acumulación de sedimentos). Dándose cuenta de que la tarea sería demasiado
tediosa, se la asignó al joven Clair Patterson como su proyecto de tesis. Es fama que le
aseguró que determinar la edad de la Tierra con su nuevo método sería «pan
comido». En realidad, llevaría años.
Patterson empezó a trabajar en el proyecto en 1948. Comparado con las
llamativas aportaciones de Thomas Midgley al avance del progreso, el descubrimiento de la edad
de la Tierra por Patterson parece bastante insulso. Trabajó siete años, primero
en la Universidad de Chicago y luego en el Instituto Tecnológico de California
(al que pasó en 1952), en un laboratorio esterilizado, efectuando mediciones
precisas de las proporciones plomo/uranio en muestras cuidadosamente
seleccionadas de rocas antiguas.
El problema que planteaba la medición de la edad de la Tierra era que se
necesitaban rocas que fuesen extremadamenteantiguas, que contuviesen cristales
con plomo y uranio que fuesen más o menos igual de viejos que el propio planeta
-cualquier cosa mucho más joven proporcionaría como es lógico fechas
engañosamente juveniles-, pero en realidad raras veces se encuentran en la
Tierra rocas verdaderamente antiguas. A finales de los años cuarenta, nadie
entendía por qué tenía que ser así. De hecho, y resulta bastante sorprendente,
hasta bien avanzada la era espacial nadie fue capaz de explicar de una forma
plausible dónde habían ido las rocas viejas de la Tierra. (La solución era la
tectónica de placas, a la que, por supuesto, ya llegaremos.) Entre tanto se
dejó que Patterson intentase dar un poco de sentido a las cosas con materiales
muy limitados. Al final se le ocurrió la ingeniosa idea de que podía solventar
el problema de la escasez de rocas utilizando las de fuera de la Tierra.
Recurrió a los meteoritos.
Partió de la consideración -que parecía un poco forzada, pero que resultó
correcta- de que muchos meteoritos son básicamente sobras de materiales de
construcción del
periodo inicial de nuestro sistema solar, y se las han arreglado por ello para
preservar una química interna más o menos prístina. Determina la edad de esas
rocas errantes y tendrás también la edad (bastante aproximada) de la Tierra.
Pero, como siempre, nada es tan sencillo como una descripción tan
despreocupada hace que parezca serlo. Los meteoritos no abundan y no es nada
fácil conseguir muestras meteoríticas. Además, la técnica demedición de Brown
resultó ser complicada en extremo e hicieron falta muchos retoques para
perfeccionarla. Y estaba sobre todo el problema de que las muestras de Patterson
quedaban invariable e inexplicablemente contaminadas con grandes dosis de plomo
atmosférico en cuanto se las exponía al aire. Fue eso lo que acabó llevándole a
crear un laboratorio esterilizado, que fue –según una versión, al menos- el
primero del
mundo.
Patterson necesitó siete años de paciente trabajo para descubrir y datar
muestras apropiadas para la comprobación final. En la primavera de 1953 fue con
sus especímenes al Laboratorio Nacional de Argonne de Illinois, donde le
permitieron usar un espectrógrafo de masas último modelo, un aparato capaz de
detectar y medir las cantidades minúsculas de uranio y plomo alojadas en
cristales antiguos. Patterson se puso tan nervioso cuando obtuvo sus resultados
que se fue derecho a la casa de Iowa
de su infancia y mandó a su madre que le ingresara en un hospital porque creía
estar sufriendo un ataque al corazón.
Poco después, en una reunión celebrada en Wisconsin, Patterson proclamó una
edad definitiva para la Tierra de 4550 millones de años (7o millones de años
más o menos), «una cifra que se mantiene invariable cincuenta años después»,
como comenta McGrayne admirativamente. Después de doscientos años de intentos,
la Tierra tenía al fin una edad.
Casi al mismo tiempo, Patterson empezó a interesarse por el hecho de que
hubiese todo aquel plomo en la atmósfera. Se quedóasombrado al enterarse de que
lo poco que se sabía sobre los efectos del
plomo en los humanos era casi invariablemente erróneo o engañoso… cosa nada
sorprendente si tenemos en cuenta que, durante cuarenta años, todos los
estudios sobre los efectos del
plomo los han costeado enexclusiva los fabricantes de aditivos de plomo.
En uno de estos estudios, un médico que no estaba especializado en patología
química emprendió un programa de cinco años en el que se pedía a voluntarios
que aspirasen o ingiriesen plomo en cantidades elevadas. Luego se examinaban la
orina y las heces. Desgraciadamente, aunque al parecer el médico no lo sabía,
el plomo no se excreta como
producto de desecho. Se acumula más bien en los huesos y en la sangre -eso es
lo que lo hace tan peligroso- y ni los huesos ni la sangre se examinaron. En
consecuencia, se otorgó al plomo el visto bueno sanitario.
Patterson no tardó en comprobar que había muchísimo plomo en la atmósfera (aún
sigue habiéndolo, porque el plomo nunca se va) y que aproximadamente un 90% de
él parecía proceder de los tubos de escape de los coches; pero no podía
demostrarlo. Necesitaba hallar un medio de comparar los niveles actuales de
plomo en la atmósfera con los que había antes de 1923, en que empezó a
producirse a escala comercial plomo tetraetílíco. Se le ocurrió que los
testigos de hielo podían aportar la solución.
Era un hecho sabido que, en lugares como
Groenlandia, la nieve se acumula en capas anuales diferenciadas porque las
diferenciasestacionales de temperatura producen leves cambios de coloración del invierno al verano.
Contando hacia atrás esas capas y midiendo la cuantía de plomo de cada una,
podía determinar las concentraciones globales de plomo atmosférico en cualquier
periodo a lo largo de centenares y hasta miles de años. La idea se convirtió en
la base de los estudios de testigos de hielo, en los que se apoya gran parte de
la investigación climatológica moderna.
Lo que Patterson descubrió fue que antes de 1923 casi no había plomo en la
atmósfera y que los niveles de plomo habían ido aumentando constante y
peligrosamente desde entonces. A partir de ese momento, convirtió la tarea de
conseguir que se retirase el plomo de la gasolina en el objetivo de su vida.
Para ello se convirtió en un crítico constante y a menudo elocuente de la
industria del
plomo y de sus intereses.
Resultaría ser una campaña infernal. Ethyl era una empresa mundial poderosa con
muchos amigos en puestos elevados. (Entre sus directivos habían figurado el
magistrado del
Tribunal Supremo Lewis Powell y Gilbert Grosvenor de la National Geographic
Society.) Patterson se encontró de pronto con que le retiraban parte de los
fondos con que financiaba su investigación o que le resultaba difícil
conseguirlos. El Instituto Americano de Petróleo canceló un contrato de
investigación que tenía con él y lo mismo hizo el Servicio de Salud Pública de
Estados Unidos, un organismo oficial supuestamente neutral.
Patterson fue convirtiéndose cada vez más enun problema para su institución, y
los miembros del consejo de administración del Instituto Tecnológico de California fueron objeto de
repetidas presiones de directivos de la industria del plomo para que le hiciesen callar o
prescindiesen de él. Según decía en el año 2000 Jamie Linconl Kitman en The
Nation, ejecutivos de Ethyl se ofrecieron presuntamente a financiar una cátedra
en el instituto «si se mandaba a Patterson hacer las maletas». Se llegó al
absurdo de excluirle de una comisión del Consejo Nacional de Investigación que
se creó en 1971 para investigar los peligros del envenenamiento con plomo
atmosférico, a pesar de ser por entonces indiscutiblemente el especialista más
destacado del país en plomo atmosférico.
Para gran honra suya, Patterson se mantuvo
firme. Finalmente, gracias a sus esfuerzos, se aprobó la Ley de Aire Limpio de
1970 y acabaría consiguiendo que se retirase del mercado toda la gasolina
plomada en Estados Unidos en 1986. Casi inmediatamente se redujo en un 80% el
nivel de plomo en la sangre de los estadounidenses./ Pero, como el plomo es
para siempre, los habitantes actuales del país tienen cada uno de ellos, unas
625 veces más plomo en sangre del que tenían los que vivieron en el país hace
un siglo. La cuantía de plomo en la atmósfera sigue aumentando también, de una
forma completamente legal, en unas cien mil toneladas al año, procedentes sobre
todo de la minería, la fundición y las actividades industriales. Estados Unidos
prohibió también el plomo en lapintura de interior «cuarenta y cuatro años
después que la mayoría de los países de Europa», como indica McGrayne. Resulta notable que no
se prohibiese la soldadura de plomo en los envases de alimentos en el país
hasta 1993, pese a su toxicidad alarmante.
En cuanto a la Ethyl Corporation, aún es fuerte, a pesar de que la General
Motors, la Standard Oil y Du Pont no tengan ya acciones de ella. (Se las
vendieron a una empresa llamada Albermarle Paper en 1962.) Según McGrayne,
Ethyl seguía sosteniendo aún en febrero de 2001 «que la investigación no ha
conseguido demostrar que la gasolina plomada constituya una amenaza para la
salud humana ni para el medio ambiente». En su portal de la red hay una
historia de la empresa en la que no se menciona siquiera el plomo (ni tampoco a
Thomas Midgley) y sólo se dice del
producto original que contenía «cierta combinación de sustancias químicas».
Ethyl no fabrica ya gasolina plomada, aunque, de acuerdo con su balance de la
empresa del año 2001, todavía hubo unas ventas ese año de plomo tetraetílico (o
TEL, como le llaman ellos) por el importe de 25.100.000 dólares en 2000 (de un
total de ventas de 795 millones) más que los 24.100.000 dólares de 1999, pero
menos que los 117 millones de dólares de 1998. La empresa comunicó en su
informe que había decidido «maximizar los ingresos generados por TEL aunque su
utilización siga descendiendo en el mundo». Ethyl comercializa TEL en todo el
mundo mediante un acuerdo con Associated Octel Ltd. De Inglaterra.
Encuanto al otro azote que nos legó Thomas Midgley, los clorofluorocarbonos se
prohibieron en 1974 en Estados Unidos, pero son diablillos tenaces y, los que
se soltaron a la atmósfera antes de eso (en desodorantes o pulverizadores
capilares, por ejemplo), es casi seguro que seguirán rondando por ahí y devorando
ozono mucho después de que tú y yo hayamos dado el último suspiro. Y lo que es
peor, seguimos introduciendo cada año enormes cantidades de CFC en la
atmósfera. Según Wayne Biddle, aún salen al mercado anualmente 27 kilos por un
valor de 1.500 millones de dólares. sQuién lo está haciendo? Nosotros… es
decir, muchas grandes empresas siguen produciéndolo en sus fábricas del extranjero. En los
países del
Tercer Mundo no estará prohibido hasta el año 2010.
Clair Patterson murió en 1995. No ganó el premio Nobel por su trabajo. Los
geólogos nunca lo ganan. Ni tampoco se hizo famoso, lo que es más
desconcertante. Ni siquiera consiguió que le prestasen demasiada atención pese
a medio siglo de trabajos coherentes y cada vez más abnegados. Sin duda podría
afirmarse que fue el geólogo más influyente del siglo XX. Sin embargo, quién ha oído
hablar alguna vez de Clair Patterson? La mayoría de los textos de geología no
le mencionan. Dos libros recientes de divulgación sobre la historia de la
datación de la Tierra se las arreglan incluso para escribir mal su nombre. A
principios de zoo', un crítico que hacía una recesión de uno de esos libros en
la revista Nature, cometió el error adicional,bastante asombroso, de creer que
Patterson era una mujer.
Lo cierto es que, pese a todo, gracias al trabajo de Clair Patterson, en 1953
la Tierra tenía al fin una edad en la que todos podían estar de acuerdo. Ahora
el único problema era que resultaba ser más vieja que el universo que la
contenía.