Cuando el cielo está despejado y no brilla demasiado la Luna, el reverendo
Roberts Evans, un individuo tranquilo y animoso, arrastra un voluminoso
telescopio hasta la solana de la parte de atrás de su casa de las montañas
Azules de Australia, unos ochenta kilómetros al oeste de Sidney, y hace algo
extraordinario: atisba las profundidades del pasado
buscando estrellas moribundas.
Lo de mirar en el pasado es, claro está, la parte fácil. Mira hacia el cielo
nocturno y lo que ve es historia, y mucha historia… No las estrellas como son ahora, sino como
eran cuando la luz las dejó. La Estrella Polar, esa fiel acompañante, podría
haberse apagado en realidad, por lo que sabemos, tanto en el pasado mes de
enero de 1854 como en cualquier momento a partir
de principios del
siglo XIV. Y la noticia de ese hecho podría simplemente no haber llegado aún
hasta nosotros. Lo máximo que podemos decir -que podemos decir siempre- es que
todavía estaba ardiendo en esa fecha de hace 680 años. Mueren estrellas
constantemente. Lo que Bob Evans hace mejor que nadie que lo haya intentado
anteriormente es localizar esos momentos de despedida celeste.
Evans es, durante el día, un ministro bonachón y semijubilado de la Iglesia
Unitaria Australiana, que hace algunas tareas como suplente e investiga la
historia de los movimientos religiosos del siglo XIX. Perode noche es, a su
manera despreocupada, un titán del
firmamento: caza supernovas.
Una supernova se produce cuando una estrella gigante (mucho mayor que nuestro
Sol) se colapsa y explota espectacularmente, liberando en un instante la
energía de 100.000 millones de soles y ardiendo durante un periodo con mayor
luminosidad que todas las estrellas de su galaxia.
-Es como un
billón de bombas de hidrógeno que estallasen a la vez -dijo Evans.
Si se produjese la explosión de una supernova a quinientos años luz de la
Tierra, pereceríamos; según Evans:
-Pondría fin al asunto -dijo alegremente.
Pero el universo es vastísimo y las supernovas suelen estar demasiado lejos de
nosotros para que puedan hacernos daño. De hecho, la mayoría está tan
increíblemente lejos que su luz no llega a nosotros más que como un levísimo parpadeo. Durante el mes o
así que son visibles, lo único que las diferencia de las otras estrellas del cielo es que ocupan un punto del espacio que antes estaba vacío. Lo que
busca el reverendo Evans son esos picotazos anómalos y muy esporádicos en la
atestada cúpula del
firmamento nocturno.
Para comprender la hazaña que supone hacerlo,
imagínate una mesa de comedor normal cubierta con un tapete negro sobre la que
se derrama un puñado de sal. Los granos de sal desparramados pueden
considerarse una galaxia. Imaginemos ahora 1.500 mesas como ésa -las suficientes para formar una
línea de más de tres kilómetros de longitud-, cada una de ellas con un puñado
de sal esparcidoal azar por encima. Añadamos ahora un grano de sal a cualquiera
de las mesas y dejemos a Evans pasearse entre ellas. Echará un vistazo y lo
localizará. Ese grano de sal es la supernova.
Evans posee un talento tan excepcional que Oliver Sacks le dedica un pasaje de
un capítulo sobre sabios autistas en Un antropólogo en Marte, diciendo
rápidamente: «No hay nada que sugiera que sea autista». Evans, que no conoce a
Sacks, se ríe ante la sugerencia de que él pueda ser autista o sabio, pero no
es capaz de explicar del
todo de dónde procede su talento.
-Lo único que pasa es que parece que tengo habilidad para localizar campos
estelares -me contó, a modo de disculpa, cuando los visité, a su esposa Elaine
y a él, en el chalé de libro de fotos que tienen en un tranquilo extremo del
pueblo de Hazelbrook, donde se acaba por fin Sidney y empieza el campo sin
límites de Australia-. No soy particularmente bueno en otras cosas -añadió-. No
se me da bien recordar los nombres.
-Ni dónde deja las cosas -agregó Elaine desde la cocina.
Él asintió de nuevo con franqueza y sonrió. Luego me preguntó si me gustaría
ver su telescopio. Yo me había imaginado que Evans tendría un observatorio
completo en el patio trasero, una versión a pequeña escala de Monte Wilson o de
Palomar, con techo cupular deslizante y un asiento mecanizado de esos que da
gusto maniobrar. En realidad, no me llevó al exterior sino a un almacén
atestado de cosas que quedaba junto a la cocina, donde guarda sus libros y sus
papeles ydonde tiene el telescopio (un cilindro blanco que es aproximadamente del tamaño y la forma de
un depósito de agua caliente doméstico), instalado sobre un soporte giratorio
de contrachapado de fabricación casera. Cuando quiere efectuar sus observaciones,
traslada todo en dos viajes a una pequeña solana que hay junto a la cocina,
donde, entre el alero del tejado y las frondosas copas de los eucaliptos que
crecen en la ladera de abajo, sólo le queda una ranura estrechísima para
observar el cielo. Pero él dice que es más que suficiente para sus propósitos.
Y allí, cuando el cielo está despejado y no brilla demasiado la Luna, busca sus
supernovas.
Acuñó el término supernova, en la década de los treinta, un astrofísico llamado
Zwicky, famoso por su extravagancia. Nacido en Bulgaria, había estudiado en
Suiza y había llegado al Instituto Tecnológico de California en los años
veinte, distinguiéndose enseguida por la aspereza de su carácter y su talento
errático. No parecía excepcionalmente inteligente, y muchos de sus colegas le
consideraban poco más que un «bufón irritante». Fanático por estar en forma, se
lanzaba con frecuencia al suelo en el comedor del instituto o en cualquier otro
lugar público a hacer planchas con un solo brazo para demostrar su habilidad a
quien le pareciese inclinado a dudar de ella. Era notoriamente agresivo,
llegando a resultar tan intimidatorio en sus modales como para que su colaborador más próximo, un
amable individuo llamado Walter Baade, se negase a quedarse asolas con él. Zwicky
acusaba entre otras cosas a Baade, que era alemán, de ser un nazi. Y no era
cierto. En una ocasión, como mínimo, le amenazó
con matarle, de modo que Baade, si le veía en el campus del
instituto, se encaminaba ladera arriba para buscar refugio en el Observatorio
de Monte Wilson.
Pero Zwicky también era capaz de exponer ideas propias sumamente brillantes. A
principios de la década de los treinta, centró su atención en un asunto que
llevaba mucho tiempo preocupando a los astrónomos: la aparición en el cielo de
puntos esporádicos de luz inexplicables, de nuevas estrellas. Zwicky se planteó
algo inverosímil: la posibilidad de que en el meollo de todo aquel asunto
estuviese el neutrón, la partícula subatómica que acababa de descubrir en
Inglaterra James Chadwick, y que era novedosa y estaba muy de moda. A Zwicky se
le ocurrió que, si una estrella se colapsaba hasta las densidades que se dan en
el núcleo de los átomos, el resultado sería un núcleo increíblemente
compactado. Los átomos se aplastarían literalmente unos contra otros y sus
electrones se verían empujados hacia el núcleo, formando neutrones. El
resultado sería, pues, una estrella de neutrones. Imaginemos que aplastamos un
millón de halas de cañón muy pesadas hasta reducirlas al tamaño de una canica y…,
bueno, ni siquiera con eso nos aproximaríamos.
El núcleo de una estrella de neutrones es tan denso que una sola cucharada de
su materia pesaría 90.000 millones de kilogramos. tUna cucharada! Pero no
quedaba ahíel tema. Zwicky se dio cuenta de que, después del
colapso de una estrella de aquel tipo, habría una inmensa cantidad de energía
sobrante, suficiente para producir la mayor explosión del universo. A estas explosiones
resultantes las llamó supernovas. Serían (son) los acontecimientos más grandes
de la creación.
El 15 de enero de 1934,la revista Physical Review publicó un extracto muy
conciso de la exposición que habían hecho, el mes anterior en la Universidad de
Stanford, Zwicky y Baade. A pesar de su extrema brevedad (un solo párrafo de 24
líneas), la exposición contenía una enorme cantidad de ciencia nueva: aportaba
la primera alusión a supernovas y a estrellas de neutrones; explicaba de forma
convincente el proceso de su formación; calculaba correctamente la escala de su
potencia explosiva, y, a modo de prima adicional, relacionaba las explosiones
de supernovas con el origen de un nuevo y misterioso fenómeno, unos rayos
(cósmicos), que se había descubierto recientemente que pululaban por el
universo. Estas ideas eran, como
mínimo, revolucionarias. La existencia de estrellas de neutrones no se
confirmaría hasta treinta y cuatro años después. La idea de los rayos cósmicos,
aunque considerada plausible, aún no se ha verificado. El extracto era, en
conjunto, en palabras de un astrofísico del
instituto, Kip S. Thorne, «uno de los documentos más perspicaces de la historia
de la física y de la astronomía».
Lo más curioso es que Zwicky no tenía ni idea de por qué sucedía todo eso.
SegúnThorne, «no comprendían suficientemente las leyes de la física como para poder sustanciar
sus ideas». Lo único que tenía era talento para las grandes ideas. La tarea del repaso matemático
quedaba para otros, sobre todo para Baade.
Zwicky fue también el primero que se dio cuenta de que no había ni mucho menos
masa visible suficiente en el universo para mantener unidas las galaxias, de
modo que tenía que haber algún otro influjo gravitatorio (lo que ahora llamamos
materia oscura). Una cosa que no supo ver fue que, si se comprimiese lo
suficiente una estrella de neutrones, se haría tan densa que ni siquiera la luz
podría escapar a su inmenso tirón gravitatorio. Entonces tendríamos un agujero
negro. Desgraciadamente, las ideas de Zwicky casi pasaron desapercibidas porque
la mayoría de sus colegas le menospreciaba. Cuando el gran Robert Oppenheimer
centró su atención cinco años después en las estrellas de neutrones, en un
artículo que hizo época, no aludió ni una sola vez a ninguno de los trabajos de
Zwicky, a pesar de que éste llevaba años trabajando en el mismo asunto en una
oficina que quedaba al fondo del
pasillo. Las deducciones de Zwicky respecto a la materia oscura siguieron sin
atraer ninguna atención seria durante casi cuarenta años.
- Lo único que podemos suponer es que, durante ese periodo, Zwicky debió de
hacer un montón de planchas.
Cuando levantamos la cabeza hacia el cielo, la parte del universo que nos resulta visible es
sorprendentemente reducida. Sólo son visiblesdesde la Tierra a simple vista
unas 6.000 estrellas, y sólo pueden verse unas 2.000 desde cualquier punto. Con
prismáticos, el número de estrellas que podernos ver desde un solo
emplazamiento aumenta hasta una cifra aproximada de 50.000 y, con un telescopio
pequeño de dos pulgadas, la cifra salta
hasta las 300.000. Con un telescopio de 16 pulgadas, como el de Evans, empiezas a contar no
estrellas sino galaxias. Evans calcula que puede ver desde su sotana de 50.000
a 100.000 galaxias, que contienen 10.000 millones de estrellas cada una. Se
trata sin duda de números respetables, pero, incluso teniendo eso en cuenta,
las supernovas son sumamente raras. Una estrella puede arder miles de millones
de años, pero sólo muere una vez y lo hace deprisa. Y unas pocas estrellas
moribundas estallan. La mayoría expira quedamente, como una fogata de campamento al amanecer. En
una galaxia típica, formada por unos 10.000 millones de estrellas, una
supernova aparecerá como
media una vez cada doscientos o trescientos años. Así que buscar supernovas era
un poco como situarse en la plataforma de
observación del Empire State con un telescopio y escudriñar las ventanas de Manhattan con la esperanza
de localizar, por ejemplo, a alguien que esté encendiendo 23 velas en una tarta
de cumpleaños.
Por eso, cuando un clérigo afable y optimista acudió a preguntar si tenían
mapas de campo utilizables para cazar supernovas, la comunidad astronómica
creyó que estaba loco. Evans tenía entonces un telescopio de 10 pulgadas-tamaño
muy respetable para un observador de estrellas aficionado, pero que no es ni
mucho menos un aparato con el que se pueda hacer cosmología seria- y se
proponía localizar uno de los fenómenos más raros del universo. Antes de que Evans empezase a
buscar en 1980, se habían descubierto, durante toda la historia de la
astronomía, menos de sesenta supernovas. (Cuando yo le visité, en agosto de
2001, acababa de registrar su 34° descubrimiento visual; siguió el 35° tres
meses más tarde y el 36° a principios de 2003.).
Pero Evans tenía ciertas ventajas. Casi todos los observadores -como la mayoría de la
gente en general- están en el hemisferio norte, así que él disponía de un
montón de cielo básicamente para él, sobre todo al principio. Tenía también
velocidad y una memoria portentosa. Los telescopios grandes son difíciles de
manejar, y gran parte de su periodo operativo se consume en maniobrarlos para
ponerlos en posición. Evans podía girar su ahora pequeño telescopio de 16
pulgadas como un artillero de cola su arma en un
combate aéreo, y dedicaba sólo un par de segundos a cada punto concreto del cielo. Así que podía
observar unas cuatrocientas galaxias en una sesión, mientras que un telescopio
profesional grande podría observar, con suerte, 50 o 60.
Buscar supernovas es principalmente cuestión de no encontrarlas. De 1980 a 1996
hizo una media de dos descubrimientos al año… No es un rendimiento desmesurado
para centenares de noches de mirar y mirar. En una ocasión descubrió tres
enquince días. Pero luego se pasó tres años sin encontrar ninguna.
-El hecho de no encontrar ninguna tiene cierto valor, en realidad -dijo-. Ayuda
a los cosmólogos a descubrir el ritmo al que evolucionan las galaxias. Es uno
de esos sectores raros en que la ausencia de pruebas es una prueba.
En una mesa situada al lado del
telescopio se amontonan fotografías y papeles relacionados con su trabajo, y me
mostró entonces algunos de ellos. Si has ojeado alguna vez publicaciones
populares de astronomía, y debes de haberlo hecho en algún momento, sabrás que
suelen estar llenas de fotos en colores, muy luminosas, de nebulosas lejanas y
cosas parecidas: nubes brillantes de luz celestial esplendorosas, delicadas,
impresionantes… Las imágenes de trabajo de Evans no se parecen en nada a eso.
Son fotos borrosas en blanco y negro, con puntitos con brillo de halo. Me
enseñó una en la que se veía un enjambre de estrellas entre las que se
agazapaba un leve destello; tuve que acercarme mucho para apreciarlo. Evans me
explicó que era una estrella de una constelación llamada Cornax, de una galaxia
que los astrónomos denominan NCG13 65. (NCG significa Nuevo Catálogo General,
que es donde se registran estas cosas. Fue en tiempos un grueso volumen que
había en el escritorio de alguien en Dublín; hoy, huelga decirlo, es una base
de datos.) Durante sesenta millones de años, la luz de la espectacular
defunción de esta estrella viajó infatigable por el espacio hasta que, una
noche de agosto de 200', llegó a laTierra en forma de un soplo de radiación, la
luminosidad más tenue, en el cielo nocturno. Y, por supuesto, fue Robert Evans
desde su ladera perfumada por los eucaliptos quien lo detectó.
-Creo que hay algo satisfactorio en eso de que la luz viaje millones de años a
través del espacio –dijo Evans- y, justo en el momento preciso en que llega a
la Tierra, haya alguien que esté observando ese trocito preciso del firmamento
y la vea. Parece justo, verdad, que se presencie y atestigüe un acontecimiento
de esa magnitud.
Las supernovas hacen mucho más que inspirar una sensación de milagro. Son de
varios tipos -Evans descubrió uno de ellos- y hay uno en concreto, llamado la,
que es importante para la astronomía porque las supernovas que pertenecen a él
estallan siempre del mismo modo, con la misma masa crítica, y se pueden
utilizar por ello como «candelas tipo», puntos de referencia para determinar la
intensidad luminosa (y, por tanto, la distancia relativa) de otras estrellas y
medir entonces el ritmo de expansión del universo.
En 1987, Saul Perlmutter, del
Laboratorio Lawrence Berkeley de California, necesitaba más supernovas la de
las que le proporcionaban las observaciones visuales y decidió buscar un método
más sistemático para localizarlas. Acabó ideando un ingenioso sistema
valiéndose de sofisticados ordenadores e instrumentos de carga acoplada,
básicamente cámaras digitales de gran calidad. Se automatizó así la caza de
supernovas. Los telescopios pudieron hacer miles de fotos y dejarque un
ordenador localizase los puntos brillantes indicadores, que señalaban la
explosión de una supernova. Perlmutter y sus colegas de Berkeley encontraron 42 supernovas en cinco
años con la nueva técnica. Ahora, hasta los aficionados localizan supernovas
con instrumentos de carga acoplada.
-Mediante estos instrumentos puedes dirigir un telescopio hacia el cielo e irte
a ver la televisión –me dijo Evans, con tristeza-. El asunto ha perdido todo el
romanticismo.
Le pregunté si le tentaba la idea de adoptar la nueva tecnología.
-Oh, no -me contestó-. Disfruto demasiado con mi método. Además… -Indicó con un
gesto la foto de su última supernova y sonrió-. Aún puedo ganarles a veces.
La cuestión que naturalmente se plantea es: s qué pasaría si estallase cerca de
la Tierra una estrella? Nuestro vecino estelar más próximo es, como ya hemos visto, Alfa
Centauri, que queda a 4,3 años luz de distancia. Yo había supuesto que, en caso
de que explotase, tendríamos 4,3 años luz para observar cómo se expandía por el
cielo, como si se vertiese desde una lata gigantesca la luz de un
acontecimiento tan majestuoso. sCómo sería eso de disponer de cuatro años y
tres meses para observar cómo iba aproximándose a nosotros la destrucción
inevitable, sabiendo que cuando por fin llegase nos arrancaría
de golpe la piel de los huesos? sSeguiría la gente yendo a trabajar?
sSembrarían los campesinos para una nueva cosecha? sLlevaría alguien lo
cosechado a las tiendas? Semanas después, de nuevo en lapoblación de New
Hampshire en que vivo, planteé estas cuestiones a John Thorstensen, un
astrónomo del Colegio Dartmouth.
-Oh, no -me dijo, riéndose-. La noticia de un acontecimiento de ese género
viaja a la velocidad de la luz, pero también lo hace su capacidad
destructiva,15 de manera que te enteras de ello y mueres por ello en el mismo
instante… No te preocupes, porque eso no va a pasar.
Para que la explosión de una supernova te
mate, me explicó, tendrías que estar «ridículamente cerca», a unos diez años
luz o así. El peligro serían varios tipos de radiación, rayos cósmicos y demás.
Las radiaciones producirían fabulosas auroras, cortinas resplandecientes de luz
pavorosa que llenarían todo el cielo. No sería nada bueno. Una cosa tan potente
como para crear un espectáculo como ése podría muy bien acabar con la
magnetosfera, la zona magnética que hay sobre la Tierra y que normalmente nos
protege de los rayos ultravioleta y de otras agresiones cósmicas. Sin la
magnetosfera, el pobre desdichado al que se le ocurriese ponerse al sol no
tardaría mucho en adquirir la apariencia de, digamos, una pizza demasiado
hecha.
Thorstensen me explicó que la razón de que podamos estar razonablemente seguros
de que no sucederá un acontecimiento de ese género en nuestro rincón de la
galaxia es, en primer lugar, que hace falta un tipo determinado de estrella
para hacer una supernova. La estrella candidata debe tener una masa de diez a
veinte veces mayor que la de nuestro Sol y «no tenemos nada del tamañopreciso que esté tan cerca».
Afortunadamente, el universo es un sitio grande. La candidata posible más
próxima, añadió, es Betelheuse, cuyos diversos chisporroteos llevan años
indicando que está sucediendo allí algo curiosamente inestable. Pero Betelheuse
se encuentra a 50.000 años luz de distancia.
Sólo seis veces en la historia registrada ha habido supernovas lo bastante
cerca para que pudieran apreciarse a simple vista. Una de ellas fue una
explosión que se produjo en 1054 y que creó la nebulosa del Cangrejo. Otra, de
1604, hizo una estrella tan brillante como
para que se pudiera ver durante el día a lo largo de más de tres semanas. El
caso más reciente se produjo en 1987, cuando una supernova estalló en una zona del cosmos llamada la
Gran Nube Magallánica, pero sólo fue visible en el hemisferio sur e, incluso
allí, muy poco… Y se produjo a la distancia confortablemente segura de 169.000
años luz.
Las supernovas son significativas para nosotros en otro sentido que es, sin
duda, fundamental. Sin ellas, no estaríamos aquí. Recordarás el interrogante
cosmológico con que acabamos el primer capítulo: que la Gran Explosión creó
muchísimos gases ligeros pero ningún elemento pesado. Aunque éstos llegaron
después, durante un periodo muy largo nadie fue capaz de explicar cómo llegaron.
El problema era que se necesitaba algo caliente de verdad -más caliente incluso
que el centro
de las estrellas más calientes- para forjar carbón, hierro y los otros
elementos sin los cuales seríamosdeplorablemente inmateriales. Las supernovas
proporcionaron la explicación, y quien lo descubrió fue un cosmólogo inglés
casi tan singular en sus modales y actitudes como Fritz Zwicky.
Ese cosmólogo inglés, natural de Yorkshire, se llamaba Fred Hoyle. Una
necrológica de Nature describía a Hoyle, que murió en el año 2001, como
«cosmólogo y polemista», y era indiscutiblemente esas dos cosas. Según la misma
necrológica, anduvo «enzarzado en polémicas durante la mayor parte de su vida
[…J. Puso su nombre a mucha basura». Aseguró, por ejemplo, sin pruebas, que el
fósil de un arqueopterix que atesoraba el Museo de Historia Natural era una
falsificación parecida al fraude de Piltdown, lo que provocó la cólera de los
paleontólogos del
museo, que tuvieron que pasarse muchos días atendiendo llamadas telefónicas de
periodistas de todo el mundo. Creía también que la Tierra había sido sembrada
desde el espacio no sólo con vida sino también con muchas de sus enfermedades,
como la gripe y la peste bubónica, y en cierta ocasión dijo que los seres
humanos habían adquirido evolutivamente la nariz prominente con los orificios
protegidos para evitar que los patógenos cósmicos les cayeran en ellas.
Fue él quien empezó a difundir el término Gran Explosión, con intención
burlona, en un programa de radio en 1952. Dijo que nada de lo que sabíamos de
la física podía explicar por qué todo, reducido a un punto, empezaba a
expandirse de forma brusca y espectacular. Era partidario de una teoría del estado constante, en
la queel universo se hallaba en un proceso constante de expansión y creaba
materia nueva continuamente. Se dio cuenta también de que, si las estrellas
implosionaban, tenían que liberar inmensas cantidades de calor, 200 millones de
grados o más, lo suficiente para generar los elementos más pesados en un
proceso llamado nucleosíntesis. En 1957, trabajando con otros, demostró cómo se
formaron los elementos pesados en explosiones de supernovas. Por este trabajo
recibió el Premio Nobel uno de sus colaboradores, W. A. Fowler. Él,
vergonzosamente, no lo recibió.
Según su teoría, la explosión de una estrella genera calor suficiente para
crear todos los elementos nuevos y esparcirlos por el cosmos, donde formarían
nubes gaseosas (lo que se conoce como
medio interestelar), que podrían acabar agrupándose en nuevos sistemas solares.
Con las nuevas teorías se pudieron elaborar por fin posibles escenarios para
explicar cómo llegamos aquí. Lo que ahora creemos saber es lo siguiente:
Hace unos 4.600 millones de años se acumuló en el espacio, donde estamos ahora,
y empezó a agruparse un gran remolino de gas y polvo de unos 24.000 kilómetros
de anchura. Casi toda su masa (el 99,9% de todo el sistema solar)21 formó el Sol. Del
material flotante que quedaba, dos granos microscópicos se mantuvieron lo
bastante próximos para unirse en virtud de las fuerzas electrostáticas. Ése fue
el momento de la concepción para nuestro planeta. Y sucedió lo mismo por todo
el incipiente sistema solar. Los granos de polvoformaron agrupaciones cada vez
mayores al chocar. Llegó un momento en que esas agrupaciones fueron ya lo
suficientemente grandes para que pudieran calificarse de planetesimales. Como chocaban sin cesar,
se fracturaban y escindían y recombinaban en infinitas permutaciones al azar,
pero en cada uno de esos choques había un ganador; y algunos de los ganadores
adquirieron tamaño suficiente para dominar la órbita por la que se desplazaban.
Todo eso sucedió con una rapidez extraordinaria. Se cree que, para pasar de una
pequeña agrupación de granos a un planeta bebé de unos centenares de kilómetros
de anchura, sólo tuvieron que pasar unas decenas de miles de años. La Tierra se
formó básicamente en sólo doscientos millones de años, tal vez menos, aunque
aún estaba fundida y sometida
al bombardeo constante de toda la basura que se mantenía flotando a su alrededor.
En este punto, hace unos 4.400 millones de años, se estrelló en la Tierra un
objeto del
tamaño de Marte, lo que causó una explosión que produjo material suficiente
para formar una esfera acompañante: la Luna. Se cree que, en cuestión de
semanas, el material desprendido se había reagrupado en un solo cuerpo y que,
al cabo de un año, había formado la roca esférica que todavía nos acompaña. La
mayor parte del
material lunar se considera que procede de la corteza de la tierra y no de su
núcleo, por eso la Luna tiene tan poco hierro mientras que nosotros tenemos un
montón. La teoría, dicho sea de pasada, se expone casi siempre como si fuerareciente, aunque la propuso, en
realidad, en la década de los cuarenta, Reginald Daly de Harvard. Lo único que
tiene de reciente es que ahora se le presta atención.
Cuando la Tierra tenía sólo un tercio de su futuro tamaño es probable que
estuviese empezando a formar una atmósfera, compuesta principalmente de bióxido
de carbono, nitrógeno, metano y azufre. No es ni mucho menos el tipo de
material que asociaríamos con la vida y, sin embargo, a partir de ese brebaje
tóxico se creó la vida. El bióxido de carbono es un potente gas de efecto
invernadero. Eso estuvo bien, porque entonces el Sol era significativamente más
tenue. Si no hubiésemos disfrutado de la ventaja de un efecto invernadero,
posiblemente la Tierra se habría congelado de forma permanente y la vida nunca
habría llegado a conseguir un asidero. Pero lo cierto es que lo hizo.
Durante los 500 millones de años siguientes, la joven Tierra siguió sometida a
un bombardeo implacable de cometas, meteoritos y demás desechos galácticos, que
trajeron agua para llenar los mares y los componentes necesarios para que se
formase con éxito la vida. Era un medio singularmente hostil y, sin embargo, de
algún modo la vida se puso en marcha. Alguna diminuta bolsita de sustancias
químicas se agitó, palpitó y se hizo animada. Estábamos de camino.
Cuatro mil millones de años después, la gente empezó a preguntarse cómo había
sucedido todo. Y hacia allí nos lleva nuestra próxima historia.