Suele decirse que la química corno ciencia seria y respetable se inicia a
partir de 1661, cuando Robert Boyle, de Oxford, publicó El químico escéptico
(la primera obra que distingue entre químicos y alquimistas). Fue una transición lenta y errática. En el siglo XVIII, los
estudiosos eran capaces de sentirse extrañamente cómodos en ambos campos, como,
por ejemplo, el alemán Johann Becher, que escribió una obra sobria y anodina
sobre mineralogía titulada Physica Subterranea [Física subterránea], pero que
estaba convencido también de que, con los materiales adecuados, podía hacerse
invisible.
Quizá no haya nada que ejemplifique mejor la naturaleza extraña, y
confrecuencia accidental, de la ciencia química en sus primeros tiempos que un
descubrimiento que hizo un alemán llamado Hennig Brand en 1675. Brand se convenció de que podía destilarse oro de la orina humana.
(Parece ser que la similitud de colorido fue un factor
que influyó en esa conclusión.) Reunió 50 cubos de orina
humana y los tuvo varios meses en el sótano de su casa. Mediante diversos procesos misteriosos convirtió esa orina primero
en una pasta tóxica y luego en una sustancia cérea y translúcida. Nada de eso produjo oro, claro está, pero sucedió una cosa extraña
e interesante. Al cabo de un tiempo, la
sustancia empezó a brillar. Además, al exponerla al aire, rompía a arder en llamas espontáneamente con bastante frecuencia.
Las posibilidades comerciales del
nuevo material (que pronto pasó a llamarse fósforo, de las raíces latina y griega que significan «portador de luz») no les
pasaron desapercibidas a negociantes codiciosos, pero las dificultades de la
manufactura del
fósforo lo hacían demasiado costoso para que pudiera explotarse. Una onza de fósforo se vendía por 6 guineas (unos 440 euros en
dinero de hoy), es decir, costaba más que el oro.
Al principio se recurrió a los soldados para que proporcionaran la materia
prima, pero eso no favorecía en modo alguno la producción a
escala industrial. En la década de 1750, un químico
sueco llamado Karl (o Carl) Scheele ideó un medio de fabricar fósforo en grandes
cantidades sin la porquería del
olor a orina. Por su maestría en lamanufactura del fósforo los
suecos se convirtieron en destacados fabricantes de cerillas, y aún lo siguen
siendo.
Scheele fue al mismo tiempo un tipo extraordinario y
extraordinariamente desafortunado. Era un humilde
farmacéutico que apenas disponía de instrumental avanzado, pero descubrió ocho
elementos (cloro, flúor, manganeso, bario, molibdeno, tungsteno, nitrógeno y
oxígeno) y no se le llegó a honrar por ninguno de ellos. Sus descubrimientos
fueron, en todos los casos, bien pasados por alto o bien consiguió publicarlos
después de que algún otro hubiese hecho ya ese mismo
descubrimiento independientemente. Descubrió también muchos compuestos útiles,
entre ellos, el amoniaco, la glicerina y el ácido tánico, y fue el primero que
se dio cuenta de las posibilidades comerciales del cloro como
blanqueador…, descubrimientos que hicieron a otras personas extraordinariamente
ricas.
Uno de los defectos notorios de Scheele era su extraña insistencia en probar un
poco de todo aquello con lo que trabajaba, incluidas sustancias tan
evidentemente desagradables como el mercurio, el ácido prúsico (otro de sus
descubrimientos) y el ácido cianhídrico (un compuesto con tanta fama de
venenoso que, 150 años después, Erwin Schródinger lo eligió como su toxina
favorita en un famoso experimento mental. Esa imprudencia de
Scheele acabó pasándole factura. En 1786, cuando tenía sólo cuarenta y
tres años, le encontraron muerto en su banco de trabajo, rodeado de una
colección de sustancias químicas tóxicas,cualquiera de
las cuales podría haber sido la causa de la expresión petrificada y ausente de
su rostro.
Si el mundo fuese justo y suecoparlante, Scheele habría
gozado de fama universal. Pero, siendo las cosas como son, los aplausos han tendido a ser para
químicos más célebres, mayoritariamente del
mundo de habla inglesa. Aunque Scheele descubrió el oxígeno
en 1772, por varias razones descorazonadoramente complicadas no pudo conseguir
que su artículo se publicara a tiempo. Así que los honores del
descubrimiento se otorgarían a John Priestley, que descubrió el mismo elemento
independientemente, aunque más tarde, en el verano de 1774. Más notable fue que
no se atribuyese a Scheele el descubrimiento del cloro. Los libros
de texto aún siguen casi todos atribuyéndoselo a Humphry Davy, que lo halló sin
duda, pero treinta y seis años después que Scheele.
Aunque la química había recorrido mucho camino en el siglo
que separaba a Newton
y Boyle de Scheele, Priestley y Henry Cavendish, todavía le quedaba mucho
camino por recorrer. Hasta los últimos años del siglo XVIII
(yen el caso de Priestley un poco después), los científicos buscaban en todas
partes y a veces créían realmente haber encontrado cosas que simplemente no
estaban allí: aires viciados, ácidos marinos desflogisticados, flox, calx,
exhalaciones terráqueas y, sobre todo, flogisto, la sustancia que se
consideraba el agente activo de la combustión. También se creía que en alguna
parte de todo esto residía un misterioso elan vital,
la fuerzaque hacía que objetos inanimados aflorasen a la vida. Nadie sabía
dónde se hallaba esa esencia etérea, pero dos cosas parecían probables: que
pudieses vivificarla con una descarga eléctrica -una idea que explotó
plenamente Mary Shelley en su novela Frankenstein- y que existiese en unas
sustancias pero no en otras, que es la razón de que acabáramos teniendo dos
ramas en la química: orgánica (para las sustancias que consideramos que la
tienen) e inorgánica (para las que no).
Hacía falta alguien con una inteligencia penetrante para introducir la química
en la edad moderna, y fue Francia quien lo proporcionó. Se
llamaba Antoine- Laurent Lavoisier. Nacido en 1743, era miembro de la
baja nobleza -su padre había comprado un título para
la familia-. En 1768 adquirió una participación activa en una institución
profundamente despreciada, la Ferme Genérale (o granja general), que recaudaba
impuestos y tasas en nombre del Estado. Aunque el propio Lavoisier era en todos los sentidos amable y
justo, la empresa para la que trabajaba no era ninguna de esas dos cosas.
Por una parte, no gravaba a los ricos sino sólo a los pobres, y a éstos a menudo arbitrariamente. Para
Lavoisier el atractivo de la institución era que le proporcionaba la riqueza
necesaria para seguir su principal vocación, la ciencia. Sus ganancias personales alcanzaron en su periodo culminante la
cifra de 150.000 libras al año… unos 18 millones de euros.
Tres años después de embarcarse en esta lucrativa actividad
profesional, se casócon la hija de catorce años de uno de sus jefes. El
matrimonio fue un encuentro de corazones y de mentes.
La señora Lavoisier poseía una inteligencia arrolladora y no tardaría en
trabajar productivamente al lado de su marido. A pesar de las exigencias del
trabajo de él y de una activa vida social, conseguían, la mayoría de los días,
dedicar cinco horas a la ciencia (dos por la mañana temprano y tres al final de
la jornada), así como todo el domingo, que ellos llamaban su jour de bonheur
(día de la felicidad). No sabemos cómo Lavoisier se las arregló también para
desempeñar el cargo de comisionado de la pólvora, supervisar la construcción de
una muralla alrededor de París que impidiera el contrabando, ayudar a elaborar
el sistema métrico y ser coautor del manual Método de nomenclatura química, que
se convirtió en guía normativa para los nombres de los elementos.
Como miembro
destacado que era también de la Real Academia de Ciencias, le pidieron que se
tomase un interés activo e informado por todos los
temas de actualidad: el hipnotismo, la reforma de las prisiones, la respiración
de los insectos, el suministro de agua a París… En el desempeño de esa función
hizo, en 780, ciertos comentarios despectivos sobre una nueva teoría de la
combustión que había sido sometida a la academia por un
científico joven y prometedor. La teoría era ciertamente errónea, pero el nuevo
científico nunca se lo perdonó. Se llamaba Jean-Paul Marat.
Lo único que nunca llegó a hacer Lavoisier fue descubrir unelemento. En una
época en que parecía que casi cualquiera que tuviese a mano un vaso de
precipitados, una llama y unos polvos interesantes podía descubrir algo nuevo
-y cuando, no por casualidad, unos dos tercios de los elementos aún estaban por
descubrir-, Lavoisier no consiguió descubrir ni uno solo. No fue por falta de
vasos de precipitados, desde luego. Tenía 1.300 en lo que era, hasta un grado casi ridículo, el mejor laboratorio privado que
existía.
En vez de descubrir él, se hizo cargo de los descubrimientos
de otros y les dio sentido. Arrojó al basurero el
flogisto y los aires mefíticos. Identificó el oxígeno y el hidrógeno como
lo que eran y les dio a los dos sus nombres modernos. Ayudó a
introducir rigor, claridad y método en la química.
Y su fantástico instrumental resultó verdaderamente muy útil.
La señora Lavoisier y él se entregaron durante años a
estudios que exigían muchísimo de ellos y que requerían de mediciones muy
precisas. Demostraron, por ejemplo, que un objeto
oxidado no pierde peso, como
todo el mundo suponía desde hacía mucho, sino que lo ganaba; un descubrimiento
extraordinario. El objeto atraía de algún modo al oxidarse partículas
elementales del
aire. Fue la primera vez que se comprendió que la materia se
puede transformar, pero no eliminar. Si quemases ahora este libro, su materia se convertiría en ceniza y humo, pero
la cantidad de materia en el universo sería la misma. Esto acabaría
conociéndose como
la conservación de la masa, y fue un conceptorevolucionario. Coincidió, por
desgracia, con otro tipo de revolución, la francesa, y en ésta Lavoisier estaba
en el bando equivocado.
No sólo era miembro de la odiada Ferme Générale, sino que había participado con
gran entusiasmo en la construcción de la muralla que rodeaba París… una obra
tan detestada que fue lo primero que se lanzaron a destruir los ciudadanos
sublevados. Aprovechando esto, Marat, que se había convertido en una de las
voces destacadas de la Asamblea Nacional, denunció en 1791 a Lavoisier,
indicando que hacía ya tiempo que se le debería haber
ejecutado. Poco después se clausuró la Ferme Générale.
No mucho después, Marat fue asesinado en la bañera por una joven agraviada
llamada Charlotte Corday, pero era demasiado tarde para Lavoisier.
En 1793 el reino del
terror, intenso ya, alcanzó una intensidad aún mayor. En
octubre fue enviada a la guillotina María Antonieta. Al mes siguiente,
cuando Lavoisier hacía con su esposa planes tardíos para escapar a Escocia, fue detenido. En mayo, colegas suyos de la Ferme
Générale comparecieron con él ante el Tribunal Revolucionario (en una sala de
juicios presidida por un busto de Marat). A ocho de
ellos se les concedió la absolución, pero Lavoisier y todos los demás fueron
conducidos directamente a la Place de la Revolution (hoy Plaza de la
Concordia), sede de la más activa de las guillotinas francesas. Lavoisier presencio cómo era guillotinado su suegro, luego subió al
cadalso y aceptó su destino. Menos de tres meses después, el 27 dejulio,
era despachado del
mismo modo y en el mismo lugar el propio Robespierre. Así ponía fin rápidamente
al reino del
terror.
Un centenar de años después de su muerte, se erigió en
París una estatua de Lavoisier que fue muy admirada hasta que alguien indicó
que no se parecía nada a él. Se interrogó al escultor, que acabó confesando que
había utilizado la cabeza del marqués de Condorcet,
matemático y filósofo -tenía al parecer un duplicado-, con la esperanza de que
nadie lo advirtiese o que, si alguien lo advertía, le diese igual. Al final acertó, porque se permitió que la estatua de Lavoisier y
Condorcet siguiese en su lugar otro medio siglo, hasta la Segunda Guerra
Mundial, en que la retiraron una mañana y la fundieron para chatarra.
A principios de la década de 1800 surgió en Inglaterra la moda de inhalar óxido
nitroso, o gas de la risa, después de que se descubriese que su uso «provocaba
una excitación sumamente placentera». Durante el medio siglo
siguiente sería la droga favorita de los jóvenes. Una docta institución,
la Sociedad Askesiana, se dedicó durante un tiempo a
poco más. Los teatros organizaban «veladas de gas de la risa» en las que los
voluntarios podían reconfortarse con una vigorosa inhalación y divertir luego
al público con sus cómicos tambaleos.
Hasta 1846 no apareció nadie que descubriese un uso
práctico del óxido nitroso como anestésico. Quién sabe cuántas decenas
de miles de personas padecieron calvarios innecesarios bajo la cuchilla del
cirujano porque a nadiese le había ocurrido la aplicación práctica más evidente
de ese gas.
Menciono esto para indicar que la química, que había avanzado tanto en el siglo
XVIII, pareció perder la brújula durante las primeras
décadas del siglo XIX, de una forma muy
parecida a lo que sucedería con la geología en los primeros años del siglo XX. Esto se
debió en parte a las limitaciones del
instrumental (no hubo, por ejemplo, centrifugadores hasta la segunda mitad del siglo, lo que limitó
notoriamente muchos tipos de experimentos) y en parte a causas sociales. La
química era, salvando excepciones, una ciencia para hombres de negocios, para
los que trabajaban con el carbón, la potasa y los tintes, y no para caballeros
quienes se sentían a atraídos por la geología, la historia natural y la física.
(Esto era un poco menos frecuente en la Europa
continental que en Inglaterra.) Resulta revelador que una de las observaciones
más importantes del
siglo, el movimiento browniano, que demostró la naturaleza activa de las
moléculas, no la hiciese un químico sino un botánico escocés, Robert Brown. (Lo
que observó Brown en 1827 fue que pequeños granos de polen suspendidos en agua
se mantenían indefinidamente en movimiento, por mucho tiempo que se los dejase
reposar. La causa de este movimiento perpetuo, es
decir, las acciones de moléculas invisibles, permaneció mucho tiempo en el
misterio.)
Podrían haber ido peor las cosas si no hubiese sido por un personaje espléndido
e inverosímil, el conde Von Rumford, que, a pesarde la prosapia de su título,
inició su vida en Woburn, Massachusetts, en 1753, simplemente como Benjamin
Thompson. Thompson era apuesto y ambicioso, «agraciado de rostro y de talle»,
valeroso a veces y excepcionalmente inteligente, pero inmune a
algo tan poco práctico como
los escrúpulos. A los diecinueve años se casó con una viuda rica catorce años
mayor que él, pero al estallar la revolución en las colonias se puso
imprudentemente del
lado de los leales a la metrópoli, espiando durante un tiempo para ellos. En el
año fatídico de 1776, ante el peligro de que le detuviesen «por tibieza en la
causa de la libertad»,“abandonó a su mujer y a su hijo y huyó perseguido por
una multitud de revolucionarios armados con cubos de alquitrán, sacos de plumas
y un ardiente deseo de adornarle con ambas cosas.
Se trasladó primero a Inglaterra y luego a Alemania, donde sirvió como asesor militar del Gobierno de Baviera,
impresionando tanto a las autoridades de allí que en 1791 le nombraron conde
Von Rumford del Sacro Imperio romano-germánico. Durante su estancia en Múnich
diseñó también y dirigió la construcción del famoso parque conocido como el Jardín Inglés.
Entre estas diversas tareas, halló tiempo para realizar
bastantes trabajos científicos sólidos. Se convirtió en la máxima
autoridad mundial en termodinámica y fue el primero que determinó los
principios de la convección de fluidos y la circulación de las corrientes
marinas. Inventó también varios objetos útiles, entre ellos una cafetera
degoteo, ropa interior térmica y un tipo de cocina que
aún se conoce por su nombre. En 1805, durante una
temporada que pasó en Francia, cortejó a la señora Lavoisier, viuda de AntoineLaurent,
y acabó casándose con ella. El matrimonio no tuvo éxito y no
tardaron en separarse. Rumford siguió en Francia donde murió en 1814,
universalmente estimado por todos salvo por sus antiguas
esposas.
La razón de que le mencionemos aquí es que en 1799, durante
un intermedio relativamente breve en Londres, fundó la Institución Real, otra
más de las muchas sociedades científicas que surgieron por toda Inglaterra a
finales del
siglo XVIII y principios del XIX. Durante un tiempo fue casi la única sociedad
científica de talla que fomentó activamente la joven ciencia de la química, y
eso fue gracias casi enteramente a un joven brillante llamado Humphry Davy,
quien fue nombrado profesor de química de la institución poco después de su
fundación, no tardando en hacerse famoso como destacado conferenciante y
fecundo experimentalista.
Poco después de tomar posesión de su cargo, empezó a descubrir nuevos
elementos, uno detrás de otro: potasio, sodio, magnesio, calcio, estroncio y
aluminio En inglés hay una doble grafía del término (aluminum /
aluminium) debida a cierta indecisión característica de Davy. Cuando aisló el elemento por primera vez en 1808, le llamó alumium.
Por alguna razón se lo pensó mejor y, cuatro años después, lo
cambió por aluminum. Los estadounidenses adoptaron diligentemente el
nuevo término,pero a muchos ingleses no les gustó
aluminum, porque decían que incumplía la regla del -ium establecida por el sodio (sodium),
el calcio (calcium) y el estroncio (strontium), así que añadieron una vocal y
una sílaba. Entre los otros éxitos de Davy figura la invención del
casco de seguridad de minero. (N. del A.)
No por ser sumamente bueno para las series descubrió tantos elementos, sino
porque ideó una ingeniosa técnica de aplicación de la electricidad a una
sustancia fundida que se conoce con el nombre de electrolisis. Descubrió una
docena de elementos, una quinta parte del total de los conocidos en su
época. Podría haber hecho mucho más, pero
desgraciadamente había desarrollado durante la juventud una afición irrevocable
a los alegres placeres del
ácido nitroso. Llegó a estar tan habituado al gas que
recurría a su inspiración (literalmente) tres o cuatro veces al día. Se cree que ésta fue la causa de su muerte en 1829.
Había, por suerte, gente más sobria trabajando en otros
sitios. En 1808 un adusto cuáquero llamado John Dalton se convirtió en
la primera persona que predijo la naturaleza del átomo (una cuestión que se
analizará con mayor detalle más adelante) y, en 1811, un italiano con el
espléndido nombre operístico de Lorenzo Romano Amedeo Carlo Avogadro, conde de
Quarequa y Cerreto, hizo un decubrimiento que resultaría enormemente
significativo a largo plazo: dos volúmenes iguales de gases, sean del tipo que
sean, si se mantiene invariable la presión y la temperatura,contendrán igual
número de moléculas. Había dos cosas notables en el
Principio de Avogadro (como
se denominó) tan atractivamente simple. Primero, proporcionaba una base para
una medición más precisa del tamaño y el peso de los
átomos.
Utilizando los cálculos de Avogadro los químicos podían llegar a descubrir, por
ejemplo, que un átomo característico tenía un diámetro de 0
centímetros, que es realmente muy poco. La segunda cosa notable fue que casi
nadie se enteró de ello durante casi cincuenta años.
(El principio condujo a la adopción muy posterior del número de
Avogadro, una unidad básica de medición en química, que recibió el nombre de
Avogadro mucho después de la muerte de éste. Es el número de moléculas que
contienen 2,016 gramos de gas hidrógeno (o un volumen
igual de cualquier otro gas). Su valor se calcula en 6
x 1023, que es un número enormemente grande. Los estudiantes de química se han
entretenido durante mucho tiempo en calcular lo grande que puede llegar a ser
exactamente, así que puedo informar de que es equivalente al número de panojas
de maíz necesarias para cubrir Estados Unidos hasta una altura de 15
kilómetros, de tazas de agua necesarias para vaciar el océano Pacífico o de
latas de refrescos necesarias para cubrir la Tierra, cuidadosamente apiladas,
hasta una altura de 320 kilómetros. Un número
equivalente de centavos estadounidenses bastaría para hacer a cada uno de los
habitantes del
planeta billonarios en dólares. Es un número grande.
(N. del A.).
Estose debió en parte a que el propio Avogadro era un
individuo retraído (trabajaba solo, mantenía muy poca correspondencia con otros
científicos, publicó pocos artículos y no asistía a congresos ni reuniones de
científicos), pero también se debió a que no había reuniones a las que asistir
y pocas revistas químicas en las que publicar. Se trata de un
hecho bastante extraordinario. La revolución industrial progresaba impulsada en
gran parte por avances de la química y, sin embargo, la química como
ciencia organizada apenas si existió durante varias décadas.
La Sociedad Química de Londres no se fundó hasta 1841 y no empezó a publicar
una revista regular hasta 1848, fecha en la que la mayoría de las sociedades
científicas de Inglaterra (la Geológica, la Geográfica, la Zoológica, la de
Horticultura y la Linneana, para naturalistas y botánicos) tenía un mínimo de
veinte años de antigüedad y, en algunos casos, muchos más. El Instituto de
Química rival no se creó hasta 1877, un año después de
la fundación de la Sociedad Química Estadounidense. Como
la química se organizó con tanta
lentitud, la noticia del importante
descubrimiento de Avogadro de 1811 no empezó a hacerse general hasta el primer
congreso internacional de química, que se celebró en Karlsruhe en 1860.
Como los químicos estuvieron tanto tiempo en esas condiciones de
aislamiento, tardaron en organizarse congresos. Hasta bien entrada la
segunda mitad del
siglo, la fórmula H2O, podía significar agua para un químico y peróxido
dehidrógeno (agua oxigenada) para otro. C2H4 podía significar
etileno o gas de los pantanos (metano). Apenas si había una molécula que
estuviese representada de un modo uniforme en todas
partes.
Los químicos utilizaban también una variedad desconcertante
de símbolos y abreviaturas, y era frecuente que cada uno inventase las suyas.
El sueco J. J. Berzelius introdujo un nivel muy
necesario de orden en las cosas al decidir que había que abreviar los elementos
basándose en sus nombres griegos o latinos, que es la razón de que la
abreviatura del hierro sea Fe (del latín ferrum) y la de la plata
sea Ag (del
latín argentum). Que tantas otras abreviaturas se ajusten a sus nombres
ingleses (N para el nitrógeno, O para el oxígeno, H para el hidrógeno,
etcétera) se debe al carácter latino del inglés, no a su condición excelsa. Para
indicar el número de átomos de una molécula, Berzelius empleó un superíndice numérico, como en H O. Más tarde, sin que mediara
ninguna razón especial, se puso de moda utilizar en vez de un superíndice
numérico un subíndice: H20.
A pesar de las ordenaciones esporádicas, la química era en la segunda mitad del
siglo xix un galimatías, por eso, en 1896, complació tanto a todo el mundo la
aportación de un extraño profesor con cara de loco de la Universidad de San
Petersburgo llamado Dimitri Ivanovich Mendeleyev.
Mendeleyev (también llamado por algunos Mendeleev o Mendeléef) nació en 1834 en
Tobolsk, en el lejano oeste de Siberia, en una familia culta, razonablemente
próspera ymuy grande… tan grande, en realidad, que la historia ha perdido la
pista de exactamente cuántos Mendeleyev hubo: unas fuentes dicen que eran
catorce, otras que diecisiete. Todas están de acuerdo, al
menos, en que Dimitri era el más joven.
La suerte no favoreció siempre a los Mendeleyev. Cuando
Dimitri era pequeño su padre, director de una escuela de la localidad, se quedó
ciego y su madre tuvo que ponerse a trabajar. Era, sin duda alguna, una
mujer extraordinaria, ya que acabó convirtiéndose en directora de una próspera
fábrica de cristal. Todo iba bien hasta que en 1848 un incendio destruyó la fábrica y la familia se vio reducida
a la miseria. Decidida a conseguir que su hijo más pequeño estudiase una
carrera, la indomable señora Mendeleyev recorrió en autoestop, con el joven
Dimitri, los más de 6000 kilómetros que había hasta San Petersburgo (lo que
equivale a viajar desde Londres a la Guinea Ecuatorial), donde le depositó en
el Instituto de Pedagogía. Agotada por tan tremendo esfuerzo, murió poco
después.
Mendeleyev terminó diligentemente sus estudios y acabó consiguiendo un puesto en la universidad local. Era allí un químico competente pero que no destacaba demasiado,'
al que se conocía más por la barba y el pelo enmarañado, los cuales sólo se
cortaba una vez al año, que por sus dotes en el laboratorio.
Sin embargo, en 1869, cuando tenía treinta y cinco años,
empezó a darle vueltas a la idea de encontrar una forma de ordenar los
elementos. Por entonces, los elementos seagrupaban de dos maneras: bien
por el peso atómico (valiéndose del Principio de Avogadro), bien
por propiedades comunes (si eran metales o gases, por ejemplo). Mendeleyev se dio cuenta de que podían combinarse las dos cosas en
una sola tabla.
Como suele
suceder en la ciencia, el principio lo había anticipado ya tres años atrás un químico aficionado inglés llamado John Newlands. Éste
había comentado que, cuando se ordenaban los elementos por el peso, parecían
repetirse ciertas propiedades (armonizarse en cierto modo) en cada octavo lugar
a lo largo de la escala. Newlands, un
poco imprudentemente, pues se trataba de una ocurrencia cuyo momento no había
llegado aún, llamó a esta idea la Ley de los Octavos y comparó la disposición
de los octavos a la del
teclado de un piano. Tal vez hubiese algo raro en la forma de
presentación de Newlands, porque el caso es que se consideró la idea
fundamentalmente ridícula y se hicieron muchas bromas a su costa. En las
reuniones, los miembros más graciosos del público a veces le preguntaban
si podía conseguir que sus elementos les tocasen una pequeña melodía. Newlands, descorazonado, dejó de proponer la idea y no tardó en
perderse de vista.
Mendeleyev utilizó un enfoque algo distinto,
distribuyendo los elementos en grupos de siete, pero empleó básicamente la
misma premisa. De pronto la idea pareció inteligente y maravillosamente
perspicaz. Como las propiedades se
repetían periódicamente, el invento pasó a conocerse como la Tabla
Periódica.
Se dice que aMendeleyev le inspiró ese juego de cartas
que se llama solitario, en que las cartas se ordenan horizontalmente por el
palo y verticalmente por el número. Utilizando un
concepto similar en líneas generales, dispuso los elementos en hileras
horizontales llamadas periodos y en columnas verticales llamadas grupos. Esto
mostraba inmediatamente un conjunto de relaciones cuando
se leían de arriba abajo y otro cuando se hacía de lado a lado. Las columnas verticales agrupaban en concreto sustancias químicas
que tenían propiedades similares. Así, el cobre está encima de la plata
y la plata encima del oro por sus afinidades químicas como metales, mientras
que el helio, el neón y el argón están en una columna compuesta por gases. (El
determinante concreto y oficial de la ordenación es algo que se llama las valencias
electrónicas y si quieres entender lo que son tendrás que apuntarte a clases
nocturnas.) Las hileras horizontales, por otra parte, disponen las sustancias
químicas por orden ascendente según el número de protones de sus núcleos, que
es lo que se conoce como
su número atómico.
La estructura de los átomos y lo que significan los protones se tratarán en el
capítulo siguiente; de momento, lo único que hace falta es apreciar el
principio organizador: el hidrógeno tiene sólo un protón, por lo que su número
atómico es 1 y ocupa el primer puesto de la tabla; el uranio tiene 92 protones
y, por eso, figura casi al final y su número atómico es 92. En este sentido, como
ha señalado Philip Ball, laquímica es en realidad sólo cuestión de contar. (Por
cierto, no debe confundirse el número atómico con el peso atómico, que es el
número de protones más el número de neutrones de un
elemento determinado.)
Había aún mucho que no se sabía ni se comprendía. El hidrógeno es el elemento que más abunda en el universo y, sin
embargo, nadie llegaría a sospecharlo en otros treinta años. El helio, que
ocupa el segundo lugar por su abundancia, no se había descubierto hasta un año antes -ni siquiera se había sospechado su
existencia-, y no en la Tierra sino en el Sol, donde se localizó con un
espectroscopio durante un eclipse solar, que es la razón de que se honre con su
nombre al dios sol Helios. No se aislaría hasta 1895. Incluso
así, gracias al invento de Mendeleyev, la química pisaba ya terreno firme.
Para la mayoría de nosotros, la Tabla Periódica es algo bello en abstracto,
pero para los químicos introdujo una claridad y un orden de incalculable valor.
«La Tabla Periódica de los Elementos Químicos es, sin duda, el cuadro
organizativo más elegante que se haya inventado jamás ››, escribió Robert E.
Krebs en The History and Use of Our Earth's Chemical Elements [Historia y uso
de los elementos químicos de la Tierra], y pueden hallarse comentarios
similares en casi todas las historias de la química que se han publicado.
El número de elementos que conocemos hoy es de «unos ciento
veinte». Hay noventa y dos que aparecen en la naturaleza más un par de docenas que han sido creados enlaboratorios. El
número exacto es un poco polémico porque los elementos
pesados sintetizados sólo existen millonésimas de segundo, y los químicos
discuten a veces sobre si se han detectado realmente o no. En tiempos de
Mendeleyev, sólo se conocían 63 elementos, pero parte de su mérito fue darse
cuenta de que los elementos tal como se conocían entonces no constituían un
cuadro completo, pues faltaban muchas piezas. Su tabla predijo,
con agradable exactitud, dónde encajarían los nuevos elementos cuando se
hallasen.
Nadie sabe, por otra parte, hasta dónde podría llegar el número de elementos,
aunque todo lo situado por encima de 168 como peso atómico se considera
«puramente especulativo»; pero lo que es seguro es que todo lo que se encuentre
encajará limpiamente en el gran esquema de Mendeleyev.
El siglo XIX guardaba una última sorpresa importante para los
químicos. Todo empezó en París, en 1896, cuando Henri Becquerel dejó
despreocupadamente un paquete de sales de uranio en un
cajón, encima de una placa fotográfica enrollada. Cuando sacó la placa algún
tiempo después, se quedó sorprendido al ver que las sales habían dejado una
impresión en ella, exactamente igual que si la placa
se hubiese expuesto a la luz. Las sales emitían algún tipo de
rayos.
Becquerel, dándose cuenta de la importancia de lo que había descubierto, hizo
una cosa extraña: trasladó el problema a una estudiante graduada
para que lo investigase. Afortunadamente esa estudiante era
una polaca recién emigrada llamada MarieCurie. Marie descubrió,
trabajando con su nuevo marido Pierre,
que ciertos tipos de piedras desprendían unas cantidades extraordinarias y
constantes de energía, pero sin disminuir de tamaño ni
modificarse de forma apreciable. Lo que ni ella ni su
marido podían saber -lo que nadie podía saber hasta que Einstein explicase las
cosas en la década siguiente- era que aquellas piedras estaban transformando la
masa en energía con una eficacia excepcional.
Marie Curie denominó a este fenómeno «radiactividad».
Durante estos trabajos, los Curie descubrieron también dos nuevos elementos: el
polonio, que llamaron así por su país natal, y el radio. Becquerel y los Curie
fueron galardonados conjuntamente con el premio Nobel de Física en 1903. (Marie Curie ganaría un segundo Nobel, de Química, en 1911; es la
única persona que ha obtenido los dos, el de Física y el de Química.)
El joven neozelandés Ernest Rutherford, por entonces profesor de física en la
Universidad McGill de Montreal, empezó a interesarse
por los nuevos materiales radiactivos. Y descubrió, trabajando con un colega llamado Frederick Soddy, que había encerradas
inmensas reservas de energía en aquellas pequeñas cantidades de materia, y que
la desintegración radiactiva de aquellas reservas podía explicar la mayor parte
del calor de
la Tierra. Descubrieron también que los elementos radiactivos se desintegraban
en otros elementos: un día tenías, por ejemplo, un
átomo de uranio y al siguiente tenías un átomo de plomo. Esto
era verdaderamenteextraordinario. Era pura y simple alquimia; nadie
había imaginado jamás que pudiese pasar tal cosa de
una forma natural y espontánea.
Rutherford, siempre pragmático, fue el primero que comprendió que aquello
podría tener una aplicación práctica. Se dio cuenta de que en todas las
muestras de material radiactivo siempre tardaba el mismo tiempo en
desintegrarse la mitad de la muestra (la célebre vida media) (Si te has
preguntado alguna vez cómo determinan los átomos qué 50% morirá y qué 50%
sobrevivirá para la sesión siguiente, la respuesta es que lo de la vida media
no es en realidad más que una convención estadística, una especie de tabla
actuarial para cosas elementales. Imagina que tuvieses una
muestra de material con una vida media de 30 segundos. No se trata de
que cada átomo de la muestra exista exactamente durante
30 segundos, 60, 90 o algún otro periodo limpiamente definido. Todos los átomos
sobrevivirán en realidad durante toda una extensión de
tiempo totalmente al azar que nada tiene que ver con múltiplos de 30; podría
durar incluso dos segundos a partir de ahora o podría ir fluctuando durante
años, décadas o siglos futuros. Nadie puede saberlo.
Pero lo que podemos saber es que, para la muestra en su conjunto, la tasa de
desintegración será tal que la mitad de los átomos
desaparecerán cada 30 segundos. Es decir, es una tasa media,
y se puede aplicar a cualquier muestra grande. Alguien
calculó una vez, por ejemplo, que las monedas estadounidenses de ro centavos
tenían una vidamedia de unos 30 años. (N. del
A.), y que esa tasa firme y segura de desintegración se podía utilizar como una especie de reloj.
Calculando hacia atrás cuánta radiación tenía un
material en el presente y con qué rapidez se estaba desintegrando, podías determinar
su edad. Así que examinó una muestra de pechblenda, la principal mena de
uranio, y descubrió que tenía 700 millones de años de antigüedad, que era mucho
más vieja que la edad que la mayoría de la gente estaba dispuesta a conceder a
la Tierra.
En la primavera de 1904 Rutherford viajó a Londres para dar una conferencia en
la Institución Real, la augusta organización fundada por el conde Von Rumford
sólo 105 años antes, aunque aquellos tiempos de pelucas empolvadas pareciesen
ya a un eón de distancia comparados con la robustez despreocupada de los
victorianos tardíos. Rutherford estaba allí para hablar sobre su nueva teoría
de la desintegración de la radiactividad, y enseño como parte de su
exposición su muestra de pechblenda. Comentó, con tacto -pues estaba presente,
aunque no siempre del todo despierto, el anciano Kelvin-, que el propio Kelvin
había dicho que el descubrimiento de otra fuente de calor invalidaría sus
cálculos. Rutherford había encontrado esa otra fuente. Gracias a la
radiactividad, la Tierra podía ser –y demostraba ser- mucho más antigua que los
24 millones de años que los últimos cálculos de Kelvin admitían.
A Kelvin le complació mucho la respetuosa exposición de
Rutherford, pero no le hizo modificar lo másmínimo su posición. Nunca
aceptó las cifras revisadas y siguió creyendo hasta el día de su muerte que su
trabajo sobre la edad de la Tierra era su aportación más inteligente e
importante a la ciencia… mucho mayor que sus trabajos de termodinámica.
Los nuevos descubrimientos de Rutherford no fueron universalmente bien
recibidos, como
suele pasar con la mayoría de las revoluciones científicas. John
Joly, de Dublín, insistió enérgicamente hasta bien entrada la década de los
treinta, en que la Tierra no tenía más de 89 millones de años de antigüedad y
sólo dejó de hacerlo porque se murió. Otros empezaron a preocuparse
porque Rutherford les había dado ahora
demasiado tiempo. Pero, incluso con la datación radiométrica, como pasaron a
llamarse las mediciones basadas en la desintegración, aún se tardaría décadas
en llegar a mil millones de años o así de la verdadera edad de la Tierra. La
ciencia estaba en el buen camino, pero lejos del final.
Kelvin murió en 1907. En ese
mismo año murió también Dimitri Mendeleyev. Como en el caso de Kelvin, su trabajo productivo quedaba ya muy atrás,
pero sus años de decadencia fueron notablemente menos serenos. Con los
años, Mendeleyev fue haciéndose cada vez más excéntrico (se negó a aceptar la existencia de la radiación y del electrón y de muchas otras cosas nuevas)
y más problemático. Pasó sus últimas décadas abandonando
furioso laboratorios y salas de conferencias de toda Europa. En 1955 se denominó mendelevio al elemento 101 en su honor.
«Es, apropiadamentecomenta Paul Strathern-, un elemento inestable
La radiación, por supuesto, siguió y siguió, literalmente y de formas que nadie
esperaba. A principios de la década de 1900, Pierre Curie empezó a experimentar
claros signos de radiopatía, la enfermedad causada por la radiación
(principalmente dolores en los huesos y una sensación
crónica de malestar) y que es muy probable que se hubiese agudizado
desagradablemente. Nunca lo sabremos seguro porque, en 1906, murió atropellado
por un carruaje cuando cruzaba una calle de París.
Marie Curie pasó el resto de su vida trabajando con distinción en su campo y
colaboró en la creación del célebre Instituto de Radio de
la Universidad de París, que se fundó en 1914. A pesar de sus dos premios
Nobel, nunca fue elegida para la Academia de Ciencias, en gran medida porque
después de la muerte de Pierre tuvo una relación con un físico casado lo
suficientemente indiscreta para escandalizar incluso a los franceses… o al
menos a los viejos que dirigían la Academia, que es quizás una cuestión
distinta.
Durante mucho tiempo se creyó que una cosa tan milagrosamente energética como
la radiactividad tenía que ser beneficiosa. Los fabricantes de dentífricos y de
laxantes pusieron durante años torio radiactivo en sus productos y, al menos
hasta finales de la década de los veinte, el Hotel Glen Springs de la región de
Finger Lakes, Nueva York (y otros más, sin duda), proclamaron los efectos
terapéuticos de sus «fuentes minerales radiactivas». No se prohibió eluso en
los artículos de consumo hasta 1938. Por entonces era ya
demasiado tarde para la señora Curie, que murió de leucemia en 1934. En
realidad, la radiación es tan perniciosa y duradera que, incluso hoy, sus
documentos de la década de 1890 (hasta sus libros de cocina) son demasiado
peligrosos y no se pueden utilizar. Sus libros de laboratorio
se guardan en cajas forradas de plomo y quienes quieren verlos tienen que
ponerse ropa especial.
Gracias al abnegado trabajo de los primeros científicos atómicos, que no sabían
que corrían tanto peligro, en los primeros años del siglo XX empezaba a verse
claro que la Tierra era indiscutiblemente venerable, aunque todavía haría falta
otro medio siglo de ciencia para que alguien pudiese decir con seguridad
cuánto. Entre tanto, la ciencia estaba a punto de alcanzar una nueva era
propia: la atómica.