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La historia de cualquier parte de la Tierra



UN PLANETA PELIGROSO

La historia de cualquier parte de la Tierra,
Como la vida de un soldado, consiste en largos periodos
de aburrimiento y breves periodos de terror.
DEREK V. AGER, geólogo británico

BANG!

La gente sabía desde hacía mucho tiempo que había algo raro en la tierra debajo de Manson, Iowa. En 1912 un hombre que estaba perforando para hacer un pozo para el suministro de agua a la población informó que había encontrado mucha roca extrañamente deformada. Esto se describiría más tarde en un informe oficial como una «brecha de clasto cristalino con una matriz fundida» y «flanco de eyección invertido». También el agua era extraña. Era casi tan blanda como la de lluvia. Y nunca se había encontrado en Iowa agua blanda natural.



Aunque las extrañas rocas y las sedosas aguas de Manson despertaron curiosidad, hasta cincuenta años después no decidiría un equipo de la Universidad de Iowa acercarse por la población, que tenía entonces, como ahora, unos dosmil habitantes y que está situada en el noroeste del estado. En 1953, después de una serie de perforaciones experimentales,
los geólogos de la universidad llegaron a la conclusión de que el lugar era ciertamente anómalo y atribuyeron las rocas deformadas a alguna actividad volcánica antigua no especificada. Esto se correspondía con los conocimientos de la época, pero era también todo lo errónea que puede llegar a ser una conclusión geológica.

El trauma geológico de Manson no había llegado del interior de la Tierra, sino de más de un centenar y medio de millones de kilómetros más allá, como mínimo. En algún momento del pasado muy remoto, cuando Manson se hallaba en el borde de un mar poco profundo, una roca de unos 2,4 kilómetros de anchura, que pesaba 10.000 millones de toneladas y se desplazaba a tal vez unas doscientas veces la velocidad del sonido, atravesó la atmósfera y se clavó en la Tierra con una violencia y una brusquedad casi inimaginables. La zona en la que se alza hoy Manson se convirtió en un instante en un agujero de 4,8 kilómetros de profundidad y más de 32 kilómetros de anchura. La piedra caliza que en otras partes da a Iowa su agua dura y mineralizada, quedó destruida y la sustituyeron las rocas del basamento impactado que tanto desconcertaron al perforador que buscaba agua en 1912.

El impacto de Manson fue la cosa más grande que se ha producido en la parte continental de Estados Unidos. De cualquier tipo. En toda su existencia. El cráter que dejó fue tan colosal quesi te colocas en un borde sólo en un día claro podrías ver el borde opuesto. Haría parecer pintoresco e insignificante el Gran Cañón del Colorado. Por desgracia para los amantes del espectáculo, 2,5 millones de años de placas de hielo pasajeras llenaron el cráter de Manson hasta los bordes de rica arcilla glaciárica, alisándola luego, de manera que hoy el paisaje es en Manson, y en muchos kilómetros a la redonda, tan plano como la tabla de una mesa. Ésa es, claro, la razón de que nadie haya oído hablar nunca del cráter de Manson.

En la biblioteca de Manson te enseñan, con muchísimo gusto, una colección de artículos de prensa y una caja de muestras de testigos de un programa de sondeos de 1991-1992, están deseando en realidad sacarlos y enseñártelos, pero tienes que decir que quieres verlos. No hay nada permanente expuesto y no hay tampoco en ninguna parte del pueblo un indicador histórico.

Para la mayoría de los habitantes de Manson, el acontecimiento más importante que sucedió allí fue un tornado que subió arrasando por su calle Mayor y destrozó toda la zona comercial. Una de las ventajas de la llanura del entorno es que puedes ver el peligro desde muy lejos. Prácticamente todos los habitantes del pueblo se congregaron en un extremo de la calle Mayor y estuvieron observando durante media hora cómo avanzaba hacia ellos el tornado, con la esperanza de que se desviase, y luego se dispersaron todos prudentemente al ver que no lo hacía. Cuatro de ellos no lo hicieron con la suficienterapidez y perecieron. Ahora Manson celebra todos los años, en el mes de junio, una fiesta que dura una semana llamada los Días del Cráter, que se concibió como un medio de ayudar a la gente a olvidar ese otro desdichado aniversario. No tiene en realidad nada que ver con el cráter. Nadie ha dado con un medio de capitalizar un lugar de colisión que no es visible.

«Muy de cuando viene gente y pregunta dónde puede ver el crátera y tenemos que decirles que no hay nada que ver -dice Anna Schlapkohl, la amable bibliotecaria del pueblo-. Entonces se van un poco desilusionados.»

Sin embargo, la mayoría de la gente, incluidos la mayoría de los habitantes del estado de Iowa, no ha oído hablar nunca del cráter de Manson. Ni siquiera en el caso de los geólogos merece algo más que una nota a pie de página. Pero, en la década de los ochenta, durante un breve periodo, Manson fue el lugar geológicamente más fascinante de la Tierra.

La historia comienza a principios de los años cincuenta, cuando un joven y brillante geólogo llamado Eugene Shoemaker hizo una visita al Cráter del Meteorito de Arizona. El Cráter del Meteorito es el punto de colisión más famoso de la Tierra y una popular atracción turística. Pero en aquella época no recibía muchos visitantes y aún solía llamársele Cráter de Barringer, por un acaudalado ingeniero de minas llamado Daniel M. Barringer que había reclamado el derecho de explotación en 1903. Barringer creía que el cráter había sido formado por un meteorito de io millones detoneladas, que contenía gran cantidad de hierro y níquel, y tenía la firme esperanza de que haría una fortuna extrayéndolo. Ignorando que el meteorito y todo lo que pudiese contener se habría evaporado con la colisión, derrochó una fortuna, y los veintiséis años siguientes, excavando túneles que no produjeron nada.

De acuerdo con los criterios actuales, la exploración del cráter de principios de la década de 1900 fue, por decir lo mínimo, no demasiado refinada. G. K. Gilbert, de la Universidad de Columbia, que fue el más destacado de estos primeros investigadores, reprodujo a pequeña escala los efectos de las colisiones tirando canicas en bandejas de harina de avena. (Por razones que ignoro, Gilbert realizó esos experimentos no en un laboratorio de la Universidad de Columbia sino en la habitación de un hotel.) De este experimento, Gilbert extrajo no se sabe cómo la conclusión de que los cráteres de la Luna se debían en realidad a colisiones -se trataba de una idea bastante revolucionaria para la época-, pero los de la Tierra no. La mayoría de los científicos se negaron a llegar incluso hasta ahí. Para ellos los cráteres de la Luna eran testimonio de antiguos volcanes y nada más. Los pocos cráteres de los que había pruebas en la Tierra -la erosión había acabado con la mayoría de ellos- se atribuían en general a otras causas o se consideraban rarezas casuales.

En la época en que Shoemaker empezó a investigar, era una idea bastante extendida que el Cráter del Meteorito se había formadopor una explosión subterránea de vapor. Shoemaker no sabía nada sobre explosiones subterráneas de vapor (no podía: no existían) pero sabía todo lo que había que saber sobre zonas de explosión. Uno de los primeros trabajos que había hecho, al salir de la universidad, había sido un estudio de los anillos de explosión de la zona de pruebas nucleares de Yucca Flats, Nevada. Llegó a la conclusión, como Barringer antes que él, de que en el Cráter del Meteorito no había nada que indicase actividad volcánica, pero había gran cantidad de otro tipo de materiales (principalmente delicados sílices anómalos y magnetita), lo que sugería la colisión de un aerolito procedente del espacio exterior. Intrigado, empezó a estudiar el asunto en su tiempo libre.

Así pues, con la ayuda de su colega Eleanor Helin, y más tarde de su esposa Carolyn y de su colega David Levy, inició una investigación sistemática del sistema solar. Pasaban una semana al mes en el Observatorio Monte Palomar, en California, buscando objetos, principalmente asteroides, cuyas trayectorias les hiciesen atravesar la órbita de la Tierra.

«En la época en que empezamos, sólo se había descubierto poco más de una docena de esas cosas en todo el proceso de observación astronómica- recordaba Shoemaker años más tarde en una entrevista que le hicieron en la televisión-. Los astrónomos abandonaron prácticamente el sistema solar en el siglo XX -añadió-. Tenían centrada la atención en las estrellas, en las galaxias.»

Lo que descubrieronShoemaker y sus colegas fue que había más peligro allá fuera (muchísimo más) del que nunca nadie había imaginado.

Los asteroides, como la mayoría de la gente sabe, son objetos rocosos que orbitan en formación un tanto imprecisa en un cinturón situado entre Marte y Júpiter. En las ilustraciones se les representa siempre en un revoltijo, pero lo cierto es que el sistema solar es un lugar espacioso y el asteroide medio se halla en realidad a un millón y medio de kilómetros o así de su vecino más próximo. Nadie conoce ni siquiera el número aproximado de asteroides que andan dando tumbos por el espacio, pero se considera probable que haya mil millones de ellos como mínimo. Se supone que son un planeta que no llegó a hacerse del todo, debido a la atracción gravitatoria desestabilizadora de Júpiter, que les impidió (y les impide) aglutinarse.

Cuando empezaron a detectarse asteroides en la década de 1800 (el primero lo descubrió el primer día del siglo un siciliano llamado Giuseppe Piazzi) se creyó que eran planetas, y se llamó a los dos primeros Ceres y Palas. Hicieron falta algunas deducciones inspiradas del astrónomo William Herschel para descubrir que no eran ni mucho menos del tamaño de los planetas sino mucho más pequeños. Herschel los llamó asteroides (del griego asteroeidés, como estrellas) lo que era algo desacertado, pues no se parecen en nada a las estrellas. Ahora se los llama a veces, con mayor exactitud, planetoides. Encontrar asteroides se convirtió en una actividad popular en ladécada de 1800 y a finales de siglo se conocían unos mil. El problema era que nadie se había dedicado a registrarlos sistemáticamente. A principios de la década de 1900, resultaba a menudo imposible saber ya si un asteroide que se hacía de pronto visible era nuevo o había sido observado antes y se había perdido luego su rastro. La astrofísica había progresado tanto por entonces que eran pocos los astrónomos que querían dedicar su vida a algo tan vulgar como unos planetoides rocosos. Sólo unos cuantos, entre los que se destacó Gerard Kuiper, un astrónomo de origen holandés al que se honró bautizando con su nombre el cinturón Kuiper de cometas, se tomaron algún interés por el sistema solar. Gracias al trabajo de Kuiper en el Observatorio McDonald de Texas, y luego al de otros astrónomos del Centro de Planetas Menores de Cincinnati y del proyecto Spacewatch de Arizona, la larga lista de asteroides fue reduciéndose progresivamente hasta que, cerca ya del final del siglo XX, sólo había sin fiscalizar un asteroide conocido, un objeto denominado Albert. Se le vio por última vez en octubre de 1911 y volvió a localizarse por fin en el año 2000, después de estar 89 años perdido.

Así que, desde el punto de vista de la investigación de asteroides, el siglo XX no fue básicamente más que un largo ejercicio de contabilidad. Hasta estos últimos años, no empezaron los astrónomos a contar y a vigilar el resto de la comunidad asteroidal. En julio de 2000 se habían bautizado e identificado 26.000 asteroides…la mitad de ellos en sólo los dos años anteriores. La cuenta, con más de mil millones de ellos por identificar, es evidente que no ha hecho más que empezar.

En cierto sentido casi no importa. Identificar un asteroide no lo hace más seguro. Aunque todos los que hay en el sistema solar tuviesen una órbita y un nombre conocidos, nadie podría decir qué perturbaciones podrían lanzar cualquiera de ellos hacia nosotros. Ni siquiera en nuestra propia superficie podemos prever las perturbaciones de la rocas. Pon esas rocas a la deriva por el espacio y no hay manera de saber lo que podrían hacer. Cualquiera de esos asteroides que hay ahí fuera, que tiene un nombre nuestro unido a él, es muy probable que no tenga ningún otro.

Piensa en la órbita de la Tierra como una especie de autopista en la que somos el único vehículo, pero que la cruzan regularmente peatones tan ignorantes que no miran siquiera antes de lanzarse a cruzar. El 90% como mínimo de esos peatones es completamente desconocido para nosotros. No sabemos dónde viven, qué horario hacen, con qué frecuencia se cruzan en nuestro camino. Lo único que sabemos es que, en determinado momento, a intervalos imprecisos, se lanzan a cruzar por donde vamos nosotros a más de 100.000 kilómetros por hora. Tal como ha dicho Steven Ostro, del Laboratorio de Propulsión Jet: «Supón que hubiese un botón que pudieses accionar e iluminar al hacerlo todos los asteroides que cruzan la Tierra mayores de unos diez metros: habría más de cien millones de esosobjetos en el cielo». En suma, verías un par de miles de titilantes estrellas lejanas, pero millones y millones y millones de objetos más próximos moviéndose al azar, «todos los cuales pueden colisionar con la Tierra y todos los cuales se mueven en cursos ligeramente distintos atravesando el cielo a diferentes velocidades. Sería profundamente inquietante». En fin, inquiétate, porque es algo que está ahí. Sólo que no podemos verlo.

Se piensa en general -aunque no es más que una conjetura, basada en extrapolar a partir de los cráteres de la Luna- que cruzan regularmente nuestra órbita unos dos mil asteroides lo suficientemente grandes para constituir una amenaza para la vida civilizada. Pero incluso un asteroide pequeño (del tamaño de una casa, por ejemplo) podría destruir una ciudad. El número de estos relativos enanitos que hay en órbitas que cruzan la Tierra es casi con seguridad de cientos de miles y posiblemente millones,y es casi imposible rastrearlos.

No se localizó el primero hasta 1991, y se hizo después de que había pasado ya. Se le llamó 1991 BA y se detectó cuando estaba ya a una distancia de 170.000 kilómetros de nosotros; en términos cósmicos el equivalente a una bala que le atravesase a uno la manga sin tocar el brazo. Dos años después pasó otro, un poco mayor, que erró el blanco por sólo 145.000 kilómetros; el que ha pasado hasta ahora más cerca de los que se han detectado. No se vio tampoco hasta que había pasado ya y había llegado sin previo aviso. Según decía TimothyFerris en New Yorker, probablemente haya dos o tres veces por semana otros que pasan igual de cerca y que no detectamos.

Un objeto de un centenar de metros de ancho no podría captarse con ningún telescopio con base en la Tierra hasta que estuviese a sólo unos días de nosotros, y eso únicamente en el caso de que diese la casualidad de que se enfocase un telescopio hacia él, cosa improbable porque es bastante modesto incluso hoy el número de los que buscan esos objetos. La fascinante analogía, que se establece siempre, es que el número de personas que hay en el mundo que estén buscando activamente asteroides es menor que el personal de un restaurante McDonald corriente. (En realidad es ya algo mayor, pero no mucho.)

Mientras Gene Shoemaker intentaba electrizar a la gente con el número de peligros potenciales del interior del sistema solar, había otro acontecimiento -sin ninguna relación en apariencia- que se estaba desarrollando discretamente en Italia. Era el trabajo de un joven geólogo del Laboratorio Lamont Doherty de la Universidad de Columbia. A principios de los años setenta, Walter Álvarez estaba haciendo trabajo de campo en un bonito desfiladero conocido como Garganta Bottaccione, cerca de Gubbio, un pueblo de montaña de la Umbría, y cuando despertó su curiosidad una delgada banda de arcilla rojiza que dividía dos antiguas capas de piedra caliza, una del periodo Cretácico y la otra del Terciario. Este punto se conoce en geología como la frontera KT (' Es KT en vez de CT porqueC se había asignado ya al Cámbrico. Según a qué fuente te atengas, la K procede bien del griego kreta o bien del alemán Kreide. Las dos significan oportunamente caliza o creta, que es también de donde viene cretáceo. (N. del A.) y señala el periodo, de hace 65 millones de años, en que los dinosaurios y aproximadamente la mitad de las otras especies de animales del mundo se esfumaron bruscamente del registro fósil. Álvarez se preguntó qué podría explicar una fina lámina de arcilla, de apenas seis milímetros de espesor, de un momento tan dramático de la historia de la Tierra.

Por entonces, la explicación oficial de la extinción de los dinosaurios era la misma que había sido un siglo atrás, en tiempos de Charles Lyell; es decir, que los dinosaurios se habían extinguido a lo largo de millones de años. Pero la delgadez de la capa parecía indicar que en la Umbría, por lo menos, había sucedido algo más brusco. Por desgracia, en la década de los setenta, no existía ningún medio de determinar el tiempo que podía haber tardado en acumularse un depósito como aquél.

En el curso normal de las cosas, es casi seguro que Álvarez habría tenido que dejar el asunto en eso; pero, afortunadamente, tenía una relación impecable con alguien ajeno a la disciplina que podía ayudar: su padre, Luis. Luis Álvarez era un eminente físico nuclear; había ganado el premio Nobel de Física en la década anterior. Siempre se había burlado un poco del apego de su hijo a las rocas, pero aquel problema le intrigó. Se leocurrió la idea de que la respuesta podía estar en polvo procedente del espacio.

La Tierra acumula todos los años unas 30.000 toneladas de «esférulas cósmicas» (polvo del espacio, en lenguaje más sencillo) que sería muchísimo si lo amontonases, pero que es infinitesimal si se esparce por todo el globo. Ese fino polvo está salpicado de elementos exóticos que apenas se encuentran normalmente en la Tierra. Entre ellos está el elemento iridio, que es un millar de veces más abundante en el espacio que en la corteza terrestre (se cree que porque la mayor parte del iridio del planeta se hundió hasta el núcleo cuando el planeta era joven).

Luis Álvarez sabía que un colega suyo del Laboratorio Lawrence Berkeley de California, Frank Asaro, había ideado una técnica para determinar con mucha exactitud la composición química de las arcillas mediante un proceso llamado análisis de activación electrónica. Entrañaba bombardear con neutrones en un pequeño reactor nuclear y contar minuciosamente los rayos gamma que se emitiesen; era una tarea extremadamente delicada. Asaro había utilizado antes esa técnica para analizar piezas de alfarería, pero Álvarez pensó que, si determinaban la cuantía de uno de los elementos exóticos en las muestras de suelo de su hijo y lo comparaban con su tasa anual de deposición, sabrían lo que habían tardado en formarse las muestras. Una tarde del mes de octubre de 1977, Luis y Walter Álvarez fueron a ver a Asaro y le preguntaron si podía hacerles los análisis quenecesitaban. Era una petición bastante impertinente en realidad. Pedían a Asaro que dedicara meses a hacer unas laboriosísimas mediciones de muestras geológicas sólo para confirmar lo que, en principio, parecía absolutamente obvio: que la fina capa de arcilla se había formado con tanta rapidez como indicaba su escaso grosor. Desde luego, nadie esperaba que el estudio aportara ningún descubrimiento espectacular.

«En fin, fueron muy encantadores, muy persuasivos. -recordaba Asaro en zooz en una entrevista-. Y parecía un problema interesante, así que accedí a hacerlo. Lamentablemente, tenía muchísimo trabajo de otro tipo, y no pude hacerlo hasta ocho meses después. -Consultó sus notas del periodo y añadió-: El 21 de junio de 1978, a las 13:45, pusimos una muestra en el detector. Al cabo de 2.24 minutos nos dimos cuenta de que estábamos obteniendo resultados interesantes, así que lo paramos y echamos un vistazo.»

En realidad, los resultados fueron tan inesperados que los tres científicos creyeron al principio que tenían que haberse equivocado. La cuantía de iridio de la muestra de Álvarez era más de trescientas veces superior a los niveles normales… muchísimo más de lo que podrían haber predicho. Durante los meses siguientes, Asaro y su colega Helen Michel trabajaron hasta treinta horas seguidas -«En cuanto empezabas ya no podías parar», explicó Asaroanalizando muestras, siempre con los mismos resultados. Los análisis de otras muestras (de Dinamarca, España, Francia, Nueva Zelanda, la Antártida…)indicaban que el depósito de iridio tenía un ámbito planetario y era muy elevado en todas partes, en algunos casos, hasta quinientas veces los niveles normales. No cabía duda de que la causa de aquel pico fascinante había sido algo grande, brusco y probablemente catastrófico.

Después de pensarlo mucho, los Álvarez llegaron a la conclusión de que la explicación más plausible (plausible para ellos, claro) era que había caído en la Tierra un asteroide o un cometa.

La idea de que la Tierra podría hallarse sometida a colisiones devastadoras de cuando en cuando no era tan nueva como se dice a veces hoy. Un astrofísico de la Univesidad Northwestern, llamado Ralph B. Baldwin, había planteado ya en 1942. esa posibilidad en un artículo publicado en la revista Popular Astronomy. (Publicó el artículo allí porque ninguna revista académica se mostró dispuesta a publicarlo.) Dos científicos bien conocidos como mínimo, el astrónomo Ernst Opik y el químico y premio Nobel Harold Urey habían dicho también en varias ocasiones que apoyaban la idea. No era algo desconocido ni siquiera entre los paleontólogos. En 1956, el profesor de la Universidad Estatal de Oregón, M. W. De Laubenfels, se anticipaba en realidad a la teoría de los Álvarez al comentar en un artículo publicado en Journal of Paleontology que los dinosaurios podrían haber sufrido un golpe mortal por un impacto procedente del espacio. Y, en 1970, el presidente de la Sociedad Paleontológica Americana, Dewey J. McLaren, planteó en laconferencia anual de la institución la posibilidad de que un acontecimiento anterior conocido como la extinción frasniana, se hubiese debido al impacto de un objeto extraterrestre.

Como para resaltar hasta qué punto la idea ya no era novedosa en el periodo, unos estudios de Hollywood hicieron en 1979 una película titulada Meteorito («Mide ocho kilómetros de ancho… Se está acercando a 48.000 kilómetros por hora… tY no hay donde esconderse!»), en la que actuaban Henry Fonda, Natalie Wood, Karl Malden y una roca gigante.

Así que, cuando en la primera semana de 1980, en una asamblea de la Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia, los Álvarez comunicaron que creían que la extinción de los dinosaurios no se había producido a lo largo de millones de años como parte de un proceso lento e inexorable, sino de forma brusca en un solo acontecimiento explosivo, no debería haber causado ninguna conmoción.

Pero la causó. Se consideró en todas partes, pero sobre todo en el mundo de la paleontología, una herejía escandalosa.

«En fin, tienes que recordar -explica Asaro- que éramos aficionados en ese campo. Walter era geólogo especializado en paleomagnetismo; Luis era físico y yo era químico nuclear. Y de pronto, estábamos allí diciéndoles a los paleontólogos que habíamos resuelto un problema que ellos no habían conseguido resolver en un siglo. Así que no es tan sorprendente que no lo aceptaran de inmediato.»

Como decía bromeando Luis Álvarez: «Nos habían pillado practicando la geología sinlicencia».

Pero había también algo mucho más profundo y fundamentalmente más abominable en la teoría del impacto. La creencia de que los procesos terrestres eran graduales había sido algo básico en la historia natural desde los tiempos de Lyell. En la década de los ochenta, el catastrofismo llevaba tanto tiempo pasado de moda que se había convertido literalmente en algo impensable. Como comentaría Eugene Shoemaker, casi todos los geólogos consideraban «contraria a su religión científica» la idea de un impacto devastador.

No ayudaba precisamente el que Luis Álvarez se mostrase claramente despectivo con los paleontólogos y con sus aportaciones al conocimiento científico.

«No son muy buenos científicos, en realidad. Parecen más coleccionistas de sellos», escribió en un artículo del New York Times, que sigue hiriendo.

Los adversarios de la teoría de los Álvarez propusieron muchas explicaciones alternativas de los depósitos de iridio -por ejemplo, que se debían a prolongadas erupciones volcánicas en la India llamadas las traps del Decán (trae se deriva de una palabra sueca que designa un tipo de lava; Decán es el nombre que tiene hoy la región)- e insistían sobre todo en que no existían pruebas de que los dinosaurios hubiesen desaparecido bruscamente del registro fósil en la frontera del iridio. Uno de los adversarios más firmes fue Charles Officer del Colegio Dartmouth. Insistió en que el iridio había sido depositado por la acción volcánica, aunque admitiese en una entrevista deprensa que no tenía pruebas concretas de ello. Más de la mitad de los paleontólogos estadounidenses con quienes se estableció contacto en una encuesta seguían creyendo, todavía en 1988, que la extinción de los dinosaurios no tenía ninguna relación con el impacto de un asteroide o un cometa.

Lo único que podía apoyar con la mayor firmeza la teoría de los Álvarez era lo único que ellos no tenían: una zona de impacto. Aquí es donde interviene Eugene Shoemaker. Shoemaker tenía familia en Iowa (su nuera daba clases en la Universidad de Iowa) y conocía bien el cráter de Manson por sus propios estudios. Gracias a él, todas las miradas se concentraron entonces en Iowa.

La geología es una profesión que varía de un sitio a otro. Iowa, un estado llano y poco interesante estratigráficamente, es en general un medio bastante tranquilo para los geólogos. No hay picos alpinos ni glaciares rechinantes. No hay grandes yacimientos de petróleo y de metales preciosos, ni rastros de un caudal piroclástico. Si eres geólogo y trabajas para el estado de Iowa, buena parte de tu trabajo consistirá en evaluar los planes de control de estiércol que tienen obligación de presentar periódicamente todas las «empresas de confinamiento animal» (criadores de cerdos para el resto de las personas) del estado. En Iowa hay 15 millones de cerdos y, por tanto, muchísimo estiércol que controlar. No lo digo en tono burlesco ni mucho menos -es una tarea vital y progresista, mantiene limpia el agua de Iowa-, pero, aunque se pongala mejor voluntad del mundo, no es lo mismo que esquivar bombas de lava en el monte Pinatubo o que andar entre las grietas de un glaciar en la capa de hielo de Groenlandia buscando cuarzos antiguos con restos de seres vivos. Así que es fácil imaginar la corriente de emoción que recorrió el Departamento de Recursos Naturales de Iowa cuando, a mediados de los años ochenta, la atención del mundo de la geología se concentró en Manson y en su cráter.

Troubridge Hall, en Iowa City, es un montón de ladrillo rojo, que data del cambio de siglo que alberga el departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Iowa y (arriba, en una especie de buhardilla) a los geólogos del Departamento de Recursos Naturales de Iowa. Nadie recuerda ahora exactamente cuándo se instaló a los geólogos del estado en un centro académico, y aún menos por qué, pero da la sensación de que se les concedió ese espacio a regañadientes porque las oficinas están atestadas y son de techo bajo y muy poco accesibles. Cuando te indican el camino, casi esperas que acaben sacándote a una cornisa y ayudándote luego a entrar por una ventana.

Ray Anderson y Brian Witzke pasan sus horas de trabajo allá arriba entre montones desordenados de artículos, revistas, mapas plegados y grandes especímenes líticos. (A los geólogos nunca les faltan pisapapeles.) Es el tipo de espacio en que si quieres encontrar algo (un asiento, una taza de café, un teléfono que suena) tienes que mover montones de documentos.

De pronto estábamos enel centro de todo –me explicó Anderson, resplandeciente al recordarlo, cuando me reuní con Witzke y con él en su despacho una mañana lluviosa y deprimente de junio-. Fue una época maravillosa.

Les pregunté por Gene Shoemaker, un hombre que parece haber sido universalmente reverenciado.

Era un gran tipo -contestó sin vacilar Witzke-. Si no hubiese sido por él, no habría podido ponerse en marcha el asunto. Incluso con su apoyo costó dos años organizarlo y echarlo adelante. Los sondeos son muy caros… unos 35 dólares el pie entonces, ahora cuesta más, y necesitábamos profundizar 3.000 pies.

-A veces más aún -añadió Anderson.

-A veces más aún -ratificó Witzke-. Y en varios puntos. Se trataba por tanto de muchísimo dinero. Desde luego, más de lo que podíamos permitirnos con nuestro presupuesto.

Así que se estableció un acuerdo de colaboración entre el Servicio Geológico de Iowa y el Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS).

Por lo menos nosotros creímos que era una colaboración -dijo Anderson, esbozando una sonrisilla amarga.

Para nosotros fue una verdadera curva de aprendizaje -continuó Witzke-. Había muchísima mala ciencia en aquel periodo, la verdad, gente que llegaba con resultados que no siempre resistían el análisis. Uno de esos momentos se produjo en la asamblea anual de la Unión Geofísica Americana en 1985, cuando Glenn Izett y C. L. Pillmore del USGS comunicaron que el cráter de Manson tenía la edad justa para haber estado relacionado con la extinción de losdinosaurios. La noticia atrajo bastante la atención de la prensa, pero desgraciadamente era prematura. Un examen más meticuloso de los datos reveló que Manson no sólo era demasiado pequeño, sino que era además nueve millones de años más antiguo.

Anderson y Witzke recibieron la primera noticia de este revés para sus carreras al llegar a una conferencia en Dakota del Sur y ver que la gente salía a su encuentro y les miraba con lástima y les decía: «Ya nos hemos enterado de que habéis perdido vuestro cráter». Era la primera noticia que tenían de que Izett y los demás científicos del USGS acababan de comunicar que se habían repasado los datos y que se había llegado a la conclusión de que Manson no podía haber sido en realidad el cráter de la extinción.

Fue bastante deprimente -recuerda Anderson-. Quiero decir que teníamos aquello que era realmente importante y de pronto ya no lo teníamos. Pero fue peor aún darse cuenta de que las personas con quienes creíamos que habíamos estado colaborando no se habían molestado siquiera en comunicarnos los nuevos resultados.

-sPor qué?

-sQuién sabe? -respondió, encogiéndose de hombros-. De todos modos, era un indicio bastante claro de lo poco atractiva que puede llegar a ser la ciencia cuando trabajas a un cierto nivel.

La búsqueda se trasladó a otros lugares. En 1990 uno de los investigadores, Alan Hildebrand de la Universidad de Arizona, se encontró por casualidad con un periodista del Houston Chronicle que se había enterado de que había unaformación anular grande e inexplicable, de 193 kilómetros de anchura y 48 de profundidad, debajo de la península de Yucatán, en Chicxulub (México), cerca de la ciudad de Progreso, unos 950 kilómetros al sur de Nueva Orleáns. Había sido Pemex, la empresa petrolera mexicana, quien había encontrado la formación en 1952. (precisamente el año en que Gene Shoemaker había visitado por primera vez el Cráter del Meteorito de Arizona), pero los geólogos de la empresa habían llegado a la conclusión de que se trataba de un fenómeno volcánico, de acuerdo con los criterios de la época. Hildebrand fue hasta allí y llegó enseguida a la conclusión de que habían encontrado el cráter. A principios de 1991, se había demostrado a satisfacción de casi todos que Chicxulub era el lugar del impacto.

Aun así, mucha gente no entendía bien lo que podía hacer un impacto. Como explicaba Stephen Jay Gould en un artículo: «Recuerdo que albergaba algunas fuertes dudas iniciales sobre la eficacia de un acontecimiento de ese tipo… spor qué un objeto de unos diez kilómetros de anchura habría de causar un desastre tan grande en un planeta con un diámetro de casi trece mil?».

Poco después surgió oportunamente una prueba natural de la teoría cuando los Shoemaker y Levy descubrieron el cometa Shoemaker-Levy, y se dieron cuenta de que se dirigía a Júpiter. Los seres humanos podrían presenciar por primera vez una colisión cósmica… y presenciarla muy bien gracias al nuevo Telescopio Espacial Hubble. Casi todos los astrónomosesperaban poco, según Curtis Peebles. Sobre todo porque el cometa no era una esfera compacta sino una sarta de 21 fragmentos. «Tengo la impresión de que Júpiter se tragará esos cometas sin soltar un eructo», escribía uno. Una semana antes de la colisión, Nature publicó el artículo «Se acerca el gran fracaso», en el que se decía que el impacto sólo iba a producir una lluvia meteórica.

Los impactos se iniciaron el 16 de junio de 1994, duraron una semana y fueron muchísimo mayores de lo que todos habían esperado (con la posible excepción de Gene Shoemaker). Un fragmento llamado Núcleo G impactó con la fuerza de un unos seis millones de megatones, 75 veces el arsenal nuclear que existe actualmente en nuestro planeta. Núcleo G era sólo del tamaño aproximado de una montaña pequeña, pero hizo heridas en la superficie joviana del tamaño de la Tierra. Era el golpe definitivo para los críticos de la teoría de los Álvarez.

Luis Álvarez no llegó a enterarse del descubrimiento del cráter de Chicxulub ni del cometa Shoemaker- Levy porque murió en 1988. También Shoemaker murió prematuramente. En el tercer aniversario de la colisión de Júpiter, su esposa y él estaban en el interior de Australia, adonde iban todos los años a buscar zonas de impacto. En una pista sin asfaltar del desierto de Tanami (normalmente uno de los lugares más vacíos de la Tierra), superaron una pequeña elevación justo cuando se acercaba otro vehículo. Shoemaker murió instantáneamente, su esposa resultó herida. Parte de suscenizas se enviaron a la Luna a bordo de la nave espacial Lunar Prospector. El resto se esparció por el Cráter del Meteorito.

Anderson y Witzke no tenían ya el cráter que mató a los dinosaurios, «pero aún teníamos el cráter de impacto mayor y mejor conservado del territorio continental de Estados Unidos», dijo Anderson. (Hace falta una cierta destreza verbal para seguir otorgando un estatus superlativo a Manson. Hay otros cráteres mayores, en primer lugar el de Chesapeake Bay, que se identificó como zona de impacto en 1994, pero están en el mar o mal conservados.)

-Chicxulub está enterrado bajo dos o tres kilómetros de piedra caliza y la mayor parte de él está en el mar, lo que hace que su estudio resulte difícil - añadió Anderson-, mientras que Manson es perfectamente accesible. El hecho de que esté enterrado es lo que hace que se conserve relativamente intacto.

Les pregunté qué aviso tendríamos si una mole de roca similar se dirigiera hoy hacia nosotros.

-Bueno, seguramente ninguno -se apresuró a contestar Anderson-. No sería visible a simple vista hasta que se calentase, y eso no sucedería hasta que entrara en la atmósfera, y lo haría aproximadamente un segundo antes de llegar a tierra. Hablamos de algo que se mueve muchas decenas de veces más deprisa que la bala más rápida. Salvo que lo haya visto alguien con un telescopio, y en realidad no hay ninguna certeza de que vaya a ser así, nos pillaría completamente desprevenidos.

La fuerza del impacto depende de un montón devariables (ángulo de entrada, velocidad y trayectoria, si la colisión es de frente o de lado y la masa y la densidad del objeto que impacta, entre muchas otras cosas), ninguna de las cuales podemos conocer después de haber transcurrido tantos millones de años desde que se produjo el suceso. Pero lo que pueden hacer los científicos (y lo han hecho Anderson y Witzke) es medir la zona de impacto y calcular la cantidad de energía liberada. A partir de ahí, pueden calcular escenarios plausibles de cómo pudo ser… o, más estremecedor, cómo sería si sucediese ahora.

Un asteroide o un cometa que viajase a velocidades cósmicas entraría en la atmósfera terrestre a tal velocidad que el aire no podría quitarse de en medio debajo de él y resultaría comprimido como en un bombín de bicicleta. Como sabe cualquiera que lo haya usado, el aire comprimido se calienta muy deprisa y la temperatura se elevaría debajo de él hasta llegar a unos 60.000 grados kelvin o diez veces la temperatura de la superficie del Sol. En ese instante de la llegada del meteorito a la atmósfera, todo lo que estuviese en su trayectoria (personas, casas, fábricas, coches) se arrugaría y se esfumaría como papel de celofán puesto al fuego.

Un segundo después de entrar en la atmósfera, el meteorito chocaría con la superficie terrestre, allí donde la gente de Manson habría estado un momento antes dedicada a sus cosas. El meteorito propiamente dicho se evaporaría instantáneamente, pero la explosión haría estallar mil kilómetros cúbicos deroca, tierra y gases supercalentados. Todos los seres vivos en 250 kilómetros a la redonda a los que no hubiese liquidado el calor generado por la entrada del meteorito en la atmósfera perecerían entonces con la explosión. Se produciría una onda de choque inicial que irradiaría hacia fuera y se lo llevaría todo por delante a una velocidad que sería casi la de la luz.

Para quienes estuviesen fuera de la zona inmediata de devastación, el primer anuncio de la catástrofe sería un fogonazo de luz cegadora (el más brillante que puedan haber visto ojos humanos), seguido de un instante a un minuto o dos después por una visión apocalíptica de majestuosidad inimaginable: una pared rodante de oscuridad que llegaría hasta el cielo y que llenaría todo el campo de visión desplazándose a miles de kilómetros por hora. Se aproximaría en un silencio hechizante, porque se movería mucho más deprisa que la velocidad del sonido. Cualquiera que estuviese en un edificio alto de Omaha o Des Moines, por ejemplo, y que mirase por casualidad en la dirección correcta, vería un desconcertante velo de agitación seguido de la inconsciencia instantánea.

Al cabo de unos minutos, en un área que abarcaría desde Denver a Detroit, incluyendo lo que habían sido Chicago, San Luis, Kansas City, las Ciudades Gemelas (en suma, el Medio Oeste entero), casi todo lo que se alzase del suelo habría quedado aplanado o estaría ardiendo, y casi todos los seres vivos habrían muerto. A los que se hallasen a una distancia de hasta 1.500kilómetros les derribaría y machacaría o cortaría en rodajas una ventisca de proyectiles voladores. Después de esos 1.500 kilómetros iría disminuyendo gradualmente la devastación.

Pero eso no es más que la onda de choque inicial. Sólo se pueden hacer conjeturas sobre los daños relacionados, que serían sin duda contundentes y globales. El impacto desencadenaría casi con seguridad una serie de terremotos devastadores. Empezarían a retumbar y a vomitar los volcanes por todo el planeta. Surgirían maremotos que se lanzarían a arrasar las costas lejanas. Al cabo de una hora, una nube de oscuridad cubriría toda la Tierra y caerían por todas partes rocas ardientes y otros desechos, haciendo arder en llamas gran parte del planeta. Se ha calculado que al final del primer día habrían muerto mil millones y medio de personas como mínimo. Las enormes perturbaciones que se producirían en la ionosfera destruirían en todas partes los sistemas de comunicación, con lo que los supervivientes no tendrían ni idea de lo que estaba pasando en otros lugares y no sabrían adónde ir. No importaría mucho. Como ha dicho un comentarista, huir significaría «elegir una muerte lenta en vez de una rápida. El número de víctimas variaría muy poco por cualquier tentativa plausible de reubicación, porque disminuiría universalmente la capacidad de la Tierra para sustentar vida».

La cantidad de hollín y de ceniza flotante que producirían el impacto y los fuegos siguientes taparía el Sol sin duda durante varios meses, puedeque durante varios años, lo que afectaría a los ciclos de crecimiento. Investigadores del Instituto Tecnológico de California analizaron, en el año 2001, isótopos de helio de sedimentos dejados por el impacto posterior del KT y llegaron a la conclusión de que afectó al clima de la Tierra durante unos diez mil años. Esto se usó concretamente como prueba que apoyaba la idea de que la extinción de los dinosaurios había sido rápida y drástica… y lo fue, en términos geológicos. Sólo podemos hacer conjeturas sobre cómo sobrellevaría la humanidad un acontecimiento semejante, o si lo haría.

Y recuerda que el hecho se produciría con toda probabilidad sin previo aviso, de pronto, como caído del cielo.

Pero supongamos que viésemos llegar el objeto.

sQué haríamos? Todo el mundo se imagina que enviaríamos una ojiva nuclear y lo haríamos estallar en pedazos. Pero se plantean algunos problemas en relación con esa idea. Primero, como dice John S. Lewis, nuestros misiles no están diseñados para operar en el espacio. No poseen el empuje necesario para vencer la gravedad de la Tierra y, aun en el caso de. que lo hiciesen, no hay ningún mecanismo para guiarlos a lo largo de las decenas de millones de kilómetros del espacio. Hay aún menos posibilidades de que consiguiésemos enviar una nave tripulada con vaqueros espaciales para que hiciesen el trabajo por nosotros, como en la película Armagedón; no disponemos ya de un cohete con potencia suficiente para enviar seres humanos ni siquiera hasta la Luna.Al último que la tenía, el Saturno 5, lo jubilaron hace años y no lo ha reemplazado ningún otro. Ni tampoco podría construirse rápidamente uno nuevo porque, aunque parezca increíble, los planos de las lanzaderas Saturno se destruyeron en una limpieza general de la NASA.

Incluso en el caso de que consiguiéramos de algún modo lanzar una ojiva nuclear contra el asteroide y hacerlo pedazos, lo más probable es que sólo lo convirtiésemos en una sucesión de rocas que caerían sobre nosotros una tras otra como el cometa Shoemaker sobre Júpiter… pero con la diferencia de que las rocas se habrían hecho intensamente radiactivas. Tom Gehrels, un cazador de asteroides de la Universidad de Arizona, cree que ni siquiera un aviso con un año de antelación sería suficiente para una actuación adecuada. Pero lo más probable es que no viésemos el objeto -ni aunque se tratase de un cometa- hasta que estuviese a unos seis meses de distancia, lo que sería con mucho demasiado tarde. ShoemakerLevy 9 había estado orbitando Júpiter de una forma bastante notoria desde 1929, pero pasó medio siglo antes de que alguien se diese cuenta.

Como estas cosas son tan difíciles de calcular y los cálculos han de incluir necesariamente un margen de error tan significativo, aunque supiésemos que se dirigía hacia nosotros un objeto, no sabríamos casi hasta el final (el último par de semanas más o menos) si la colisión era segura. Durante la mayor parte del periodo de aproximación del objeto viviríamos en una especie de conode incertidumbre. Esos pocos meses serían, sin duda, los más interesantes de la historia del mundo. E imagínate la fiesta si pasase de largo.

-sCon qué frecuencia se produce algo como el impacto de Manson? -les pregunté a Anderson y Witzke antes de irme.

-Oh, a una media aproximada de una vez cada millón de años -dijo Witzke.

-Y recuerda -añadió Anderson-, que ése fue un acontecimiento relativamente menor. sSabes cuántas extinciones estuvieron relacionadas con el impacto de Manson?

-No tengo ni idea -contesté.

-Ninguna -dijo, con un extraño aire de satisfación-. Ni una.

Por supuesto, se apresuraron a añadir Witzke y Anderson más o menos al unísono, se produjo una devastación terrible que afectó a gran parte del planeta, como hemos explicado ya, y una aniquilación total en cientos de kilómetros a la redonda de la zona cero. Pero la vida es resistente y, cuando se despejó el humo, había suficientes afortunados supervivientes de todas las especies para que ninguna desapareciese del todo.

La buena noticia es, al parecer, que hace falta un impacto enormemente grande para que se extinga una especie. La mala es que nunca se puede contar con la buena. Peor aún, no es necesario en realidad mirar hacia el espacio para ver peligros petrificadores. Como estamos a punto de ver, la Tierra puede proporcionar peligro en abundancia por sí sola.


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