Aristóteles pensaba que la Tierra y los cielos estaban regidos por leyes
diferentes.Allí, según él, reinaba el cambio errático: sol y tormenta, crecimiento y descomposición. Aquí, por el contrario, no había cambio: el Sol, la Luna y los planetas giraban
en los cielos de forma tan mecánica que
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Aristóteles pensaba que la Tierra y los cielos estaban regidos por leyes
diferentes.Allí, según él, reinaba el cambio errático: sol y tormenta, crecimiento y descomposición. Aquí, por el contrario, no había cambio: el Sol, la Luna y los planetas giraban
en los cielos de forma tan mecánica que cabía
predecir con gran antelación el lugar que ocuparían en cualquier instante, y las estrellas jamás
semovían de su sitio.
Había objetos, para qué
negarlo, que parecían estrellas fugaces. Pero según Aristóteles
no caían de los cielos, eran fenómenos
que ocurrían en el aire, y el aire pertenecía a la Tierra. (Hoy sabemos
que las estrellas
fugaces son partículas más o menos grandes
que entran en la atmósfera terrestre desde el espacio exterior. La fricción producida al caer a través de la atmósfera hace que ardan y emitan
luz. Así pues,
Aristóteles en parte tenía razón y en parte estaba equivocado
en el tema de las estrellas fugaces. Erraba al pensar que no venían
de los cielos, pero estaba en lo cierto porque realmente
se hacen visibles en el aire. Y es curioso que las
estrellas fugaces se llaman también «meteoros», palabra que en griego quiere
decir «cosas en el aire»).
Pero la historia no había tocado a su fin. En 1577 apareció un cometa en los
cielos y Brahe intentó calcular su distancia a la Tierra. Para ello registró
su posición con referencia a las estrellas, desde dos observatorios diferentes momentos y en lo más cercanos posibles. Los observatorios distaban entre sí un
buen trecho: el uno estaba en Dinamarca
y el otro en Checoslovaquia.
Brahe sabía que la posición aparente del cometa
tenía que variar al observarlo desde dos lugares distintos. Y cuanto
más cerca estuviera de la Tierra, mayor sería
la diferencia. Sin embargo, la posición aparente del
cometa no variaba para nada, mientras que la de la Luna sí cambiaba. Eso quería decir que el cometa se hallaba amayor distancia que la Luna y que, pese a su
movimiento errático, formaba parte de los cielos.
La humanidad entrevió por primera vez
una pauta de continuo cambio en los cielos.
Podía ser que éstos envejecieran igual que envejecía
la Tierra, o que las estrellas tuvieran un ciclo vital como el de los seres vivos;
cabía incluso que hubiera una
evolución estelar, igual que existía
una evolución de la vida sobre la Tierra.
En último término,
la reserva inicial de hidrógeno de la estrella desciende por debajo
de cierto nivel. La temperatura y el brillo de la estrella cambian tan drásticamente que el astro abandona la secuencia principal. Sufre una tremenda expansión y a veces comienza a pulsar a medida que su estructura
se hace más inestable.
La idea del
cambio celeste nos proporciona teorías, no sólo de la evolución estelar, sino incluso de una evolución cósmica:
una «gran idea de la ciencia» que es
de ámbito casi demasiado amplio para abarcarla con la mente.