Mientras Einstein y Hubble desvelaban con eficacia la estructura del cosmos a gran
escala, otros se esforzaban por entenderalgo más próximo pero igualmente remoto
a su manera: el diminuto y siempre misterioso átomo.
El gran físico del
Instituto Tecnológico de California, Richard Feynman, dijo una vez que si
hubiese que reducir la historia científica a una declaración importante, ésta
sería: «Todas las cosas están compuestas por átomos» Están en todas partes y lo
forman todo. Mira a tu alrededor. Todo son átomos. No sólo los objetos sólidos como las paredes, las
mesas y los sofás, sino el aire que hay entre ellos. Y están ahí en cantidades
que resultan verdaderamente inconcebibles.
La disposición operativa fundamental de los átomos es la molécula (que
significa en latín «pequeña masa»). Una molécula es simplemente dos o más
átomos trabajando juntos en una disposición más o menos estable: si añades dos
átomos de hidrógeno a uno de oxígeno, tendrás una molécula de agua. Los
químicos suelen pensar en moléculas más que en elementos, lo mismo que los escritores
suelen pensar en palabras y no en letras, así que es con las moléculas con las
que cuentan ellos, y son, por decir poco, numerosas. Al nivel del mar y a una
temperatura de 0°C, un centímetro cúbico de aire (es decir, un espacio del
tamaño aproximado de un terrón de azúcar) contendrá 45.000 millones de millones
de moléculas./ Y ese es el número que hay en cada centímetro cúbico que ves a
tu alrededor. Piensa cuántos centímetros cúbicos hay en el mundo que se
extienden al otro lado de tu ventana, cuántos terrones de azúcar harían falta
para llenar eso.Piensa luego cuántos harían falta para construir un universo.
Los átomos son, en suma, muy abundantes.
Son también fantásticamente duraderos. Y como
tienen una vida tan larga, viajan muchísimo. Cada uno de los átomos que tú
posees es casi seguro que ha pasado por varias estrellas y ha formado parte de
millones de organismos en el camino que ha recorrido hasta llegar a ser tú.
Somos atómicamente tan numerosos y nos reciclamos con tal vigor al morir que,
un número significativo de nuestros átomos (más de mil millones de cada uno de
nosotros, según se ha postulado), probablemente pertenecieron alguna vez a
Shakespeare. Mil millones más proceden de Buda, de Gengis Kan,
de Beethoven y de cualquier otro personaje histórico en el que puedas pensar
(los personajes tienen que ser, al parecer, históricos, ya que los átomos
tardan unos decenios en redistribuirse del
todo; sin embargo, por mucho que lo desees, aún no puedes tener nada en común
con Elvis Presley).
Así que todos somos reencarnaciones, aunque efímeras. Cuando muramos, nuestros
átomos se separarán y se irán a buscar nuevos destinos en otros lugares (como parte de una hoja, de
otro ser humano o de una gota de rocío). Sin embargo, esos átomos continúan
existiendo prácticamente siempre. Nadie sabe en realidad cuánto tiempo puede
sobrevivir un átomo pero, según Martin Rees, probablemente unos 1035 años, un
número tan elevado que hasta yo me alegro de poder expresarlo en notación
matemática.
Sobre todo, los átomos son pequeños, realmentediminutos. Medio millón de ellos
alineados hombro con hombro podrían esconderse detrás de un cabello humano. A
esa escala, un átomo solo es en el fondo imposible de imaginar, pero podemos
intentarlo.
Empieza con un milímetro, que es una línea así de larga: -. Imagina ahora esa
línea dividida en mil espacios iguales. Cada uno de esos espacios es una micra.
Ésta es la escala de los microorganismos. Un paramecio típico, por ejemplo (se
trata de una diminuta criatura unicelular de agua dulce) tiene unas dos micras
de ancho (0,002 milímetros), que es un tamaño realmente muy pequeño. Si
quisieses ver a simple vista un paramecio nadando en una gota de agua, tendrías
que agrandar la gota hasta que tuviese unos doce metros de anchura. Sin embargo,
si quisieses ver los átomos de esa misma gota, tendrías que ampliarla hasta que
tuviese 24 kilómetros de anchura.
Dicho de otro modo, los átomos existen a una escala de diminutez de un orden
completamente distinto. Para descender hasta
la escala de los átomos, tendrías que coger cada uno de esos espacios de micra
y dividirlo en 10.000 espacios más pequeños. Ésa es la escala de un átomo: una
diezmillonésima de milímetro. Es un grado de pequeñez que supera la capacidad
de nuestra imaginación, pero puedes hacerte una idea de las proporciones si
tienes en cuenta que un átomo es, respecto a la línea de un milímetro de antes,
como el grosor de una hoja de papel respecto a la altura del Empire State.
La abundancia y la durabilidad extrema de los átomoses lo que los hace tan
útiles. Y la pequeñez es lo que los hace tan difíciles de detectar y de
comprender. La idea de que los átomos son esas tres cosas (pequeños, numerosos
y prácticamente indestructibles) y que todas las cosas se componen de átomos,
no se le ocurrió a Antoine-Lautrent Lavoisier, como cabría esperar, ni siquiera
a Henry Cavendish ni a Humphry Davy, sino más bien a un austero cuáquero inglés
de escasa formación académica, llamado John Dalton, con quien ya nos
encontramos en el capítulo 7.
Dalton nació en 1766, en la región de los lagos, cerca de
Cockermouth, en el seno de una familia de tejedores cuáqueros pobres y devotos.
(Cuatro años después se incorporaría también al mundo en Cockermouth el poeta
William Wordsworth.) Dalton
era un estudiante de una inteligencia excepcional, tanto que a los doce años,
una edad increíblemente temprana, le pusieron al cargo de la escuela cuáquera
local. Eso quizás explique tanto sobre la escuela como sobre la precocidad de
Dalton, pero tal vez no: sabemos por sus diarios que, por esas mismas fechas,
estaba leyendo los Principia de Newton –los leía en el original, en latín- y
otras obras de una envergadura igual de formidable; a los quince años, sin
dejar de enseñar en la escuela, aceptó un trabajo en el pueblo cercano de
Kendal y, diez años después, se fue a Manchester de donde apenas se movió en
los cincuenta restantes años de su vida. En Manchester se convirtió en una especie de
torbellino intelectual: escribió libros y artículossobre temas que abarcaban
desde la meteorología hasta la gramática. La ceguera cromática, una enfermedad
que padecía, se denominó durante mucho tiempo daltonismo por sus estudios sobre
ella. Pero lo que le hizo famoso fue un libro muy gordo titulado Un nuevo
sistema de filosofía química, publicado en 1808.
En ese libro, en un breve capítulo de cinco páginas -de las más de novecientas
que tenía-, los ilustrados encontraron por primera vez átomos en una forma que
se aproximaba a su concepción moderna. La sencilla idea de Dalton era que en la raíz de toda la materia
hay partículas irreductibles extraordinariamente pequeñas. «Tan difícil sería
introducir un nuevo planeta en el sistema solar, o aniquilar uno ya existente, como crear o destruir una
partícula de hidrógeno», decía.
Ni la idea de los átomos ni el término mismo eran exactamente nuevos. Ambas
cosas procedían de los antiguos griegos. La aportación de Dalton consistió en considerar los tamaños
relativos y las características de estos átomos y cómo se unían. Él sabía, por
ejemplo, que el hidrógeno era el elemento más ligero, así que le asignó un peso
atómico de uno. Creía también que el agua estaba formada por siete partes de
oxígeno y una de hidrógeno, y asignó en consecuencia al oxígeno un peso atómico
de siete. Por ese medio, pudo determinar los pesos relativos de los elementos
conocidos. No fue siempre terriblemente exacto, el peso atómico del oxígeno es
16 en realidad, no 7, pero el principio era sólido y constituyó la base detoda
la química moderna y de una gran parte del resto de la ciencia actual.
La obra hizo famoso a Dalton, aunque de una
forma modesta, como
correspondía a un cuáquero inglés. En 1826, el químico francés P. J. Pelletier
fue hasta Manchester7 para conocer al héroe atómico. Esperaba que estuviese
vinculado a alguna gran institución, así que se quedó asombrado al encontrarle
enseñando aritmética elemental a los niños de una pequeña escuela de un barrio
pobre. Según el historiador de la ciencia E. J. Holmyard, Pelletier tartamudeó8
confuso contemplando al gran hombre: «Est-ce que j'ai l'honneur de m'addresser
á Monsieur Dalton?», pues le costaba creer lo que veían sus ojos, que aquel
fuese el químico famoso en toda Europa y que estuviese enseñando a un muchacho
las primeras cuatro reglas. «Sí -repuso el cuáquero con total naturalidad-.
sPodría sentarse y esperar un poco, que estoy explicando a este muchacho
aritmética?»
Aunque Dalton intentó rehuir todos los honores, le eligieron miembro de la Real
Sociedad contra su voluntad, lo cubrieron de medallas y le concedieron una
generosa pensión oficial. Cuando murió, en 1844, desfilaron ante su ataúd
cuarenta mil personas, y el cortejo fúnebre se prolongó más de tres kilómetros.
Su entrada del Dictionary of National Biography es una de las más largas, sólo
compite en extensión entre los científicos del siglo xix con las de Darwin y Lyell.
La propuesta de Dalton siguió siendo sólo una
hipótesis durante un siglo y unos cuantos científicoseminentes (entre los que
destacó el físico vienés Ernst Mach, al que debe su nombre la velocidad del sonido) dudaron de
la existencia de los átomos. «Los átomos no pueden apreciarse por los sentidos…
son cosas del
pensamiento», escribió. Tal era el escepticismo con que se contemplaba la
existencia de los átomos en el mundo de habla alemana, en particular, que se
decía que había influido en el suicidio del gran físico teórico y entusiasta de
los átomos Ludwig Boltzmann en 1906.
Fue Einstein quien aportó en 1905 la primera prueba indiscutible de la
existencia de los átomos, con su artículo sobre el movimiento browniano, pero
esto despertó poca atención y, de todos modos, Einstein pronto se vería
absorbido por sus trabajos sobre la relatividad general. Así que el primer
héroe auténtico de la era atómica, aunque no el primer personaje que salió a escena,
fue Ernest Rutherford. Rutherford nació en
1871 en el interior de Nueva Zelanda, de padres que habían emigrado de Escocia
para cultivar un poco de lino y criar un montón de hijos (parafraseando a
Steven Weinberg). Criado en una zona remota de un país remoto, estaba todo lo
alejado que se podía estar de la corriente general de la ciencia, pero en 1895
obtuvo una beca que le llevó al Laboratorio Cavendish de la Universidad de
Cambridge, que estaba a punto de convertirse en el lugar más interesante del mundo
para estudiar la física.
Los físicos son notoriamente despectivos con los científicos de otros campos.
Cuando al gran físico austriacoWolfgang Paul le abandonó su mujer por un
químico, no podía creérselo. «Si hubiese elegido un torero lo habría entendido
-comentó asombrado a un amigo-. Pero un químico…»
Era un sentimiento que Rutherford habría
entendido. «La ciencia es toda ella o física o filatelia», dijo una vez, una
frase que se ha utilizado muchas veces desde entonces. Hay por tanto cierta
ironía simpática en que le diesen el premio Nobel de Química en 1908 y no el de
Física.
Rutherford fue un hombre afortunado…
afortunado por ser un genio, pero aún más afortunado por vivir en una época en
que la física y la química eran muy emocionantes y compatibles (pese a sus
propios sentimientos). Nunca volverían a solaparse tan cómodamente.
Pese a todo su éxito, Rutherford no era una persona demasiado brillante y no se
le daban demasiado bien las matemáticas. Era frecuente que se perdiese en sus
propias ecuaciones en sus clases, hasta el punto de verse obligado a medio
camino a renunciar y a decirles a sus alumnos que lo resolviesen ellos por su
cuenta. Según James Chadwick, que fue colega suyo mucho tiempo, y que descubrió
el neutrón, ni siquiera se le daba demasiado bien la experimentación. Era
simplemente tenaz y objetivo. Se valía de la astucia y de una audacia especial
más que de la inteligencia. Según un biógrafo, su mente «se dirigía siempre
hacia las fronteras, todo lo lejos que podía llegar, y eso era siempre ir mucho
más lejos de lo que podían llegar la mayoría de los hombres». Enfrentado a un
problemainsoluble, estaba dispuesto a trabajar en él con más ahínco y durante
más tiempo que la mayoría de la gente y a ser más receptivo a las explicaciones
heterodoxas. Su mayor descubrimiento se produjo porque estaba dispuesto a
pasarse horas infinitamente tediosas, sentado frente a una pantalla, contando
los centelleos de las denominadas partículas alfa, que era el tipo de tarea que
normalmente se encargaba a otro. Fue uno de los primeros (puede que el primero)
que se dio cuenta de que la energía contenida en el átomo podría servir, si se
utilizaba, para fabricar bombas lo bastante potentes para «hacer que este viejo
mundo se desvanezca en humo».
Físicamente era grande e imponente, con una voz que hacía encogerse a los
tímidos. En una ocasión, un colega al que le dijeron que Rutherford
estaba a punto de hacer una transmisión de radio a través del Atlántico,
preguntó secamente: «sY por qué utiliza la radio?». Poseía también una cuantía
inmensa de seguridad bonachona en sí mismo. Alguien comentó en una ocasión que
siempre parecía estar en la cresta de la ola, y él respondió: «Bueno, después
de todo, la ola la hice yo, sno?». C. P. Snow recordaba que le oyó comentar en
una sastrería de Cambridge:
«Me expando a diario en el contorno físico. Y mentalmente».
Pero tanto el contorno físico expandido como
la fama se hallaban aún muy lejos de él en 1895, cuando empezó a trabajar en el
Laboratorio Cavendish. Fue un periodo singularmente crucial para la ciencia. En
el año que Rutherford llegó a Cambridge,Wilhelm Roentgen descubrió los rayos X
en la Universidad de Würzburg, en Alemania; al año siguiente, Henri Becquerel
descubrió la radiactividad. Y el propio Laboratorio Cavendish estaba a punto de
iniciar un largo periodo de grandeza. Allí, en 1897, J. J. Thompson y unos
colegas suyos descubrieron el electrón, en 1911 C. T. R. Wilson construyó el
primer detector de partículas (como
ya veremos) y, en 1932, James Chadwick descubrió el neutrón. Más adelante, en
1953, James Watson y Francis Criick descubrirían, también en el Laboratorio
Cavendish, la estructura del ADN.
Rutherford trabajó al principio en ondas de
radio con cierta distinción (consiguió transmitir una señal nítida a más de
1.600 metros de distancia, un triunfo muy notable para la época), pero lo dejó
al convencerlo un colega más veterano de que la radio tenía poco futuro. Sin
embargo, no hizo demasiados progresos en el Laboratorio Cavendish y, después de
pasar tres años allí, considerando que no estaba yendo a ninguna parte, aceptó
un puesto en la Universidad McGill de Montreal, donde inició su larga y firme
ascensión a la grandeza. En la época en que recibió su premio Nobel (por
«investigaciones sobre la desintegración de los elementos y la química de las
sustancias radiactivas», según la mención oficial) se había trasladado ya a la
Universidad de Manchester y sería allí, en realidad, donde haría su trabajo más
importante sobre la estructura y la naturaleza del átomo.
A principios del
siglo XX se sabía que los átomosestaban compuestos de partes -lo había
demostrado Thompson al descubrir el electrón-, pero no se sabía cuántas partes
había, cómo encajaban entre sí ni qué forma tenían. Si bien algunos físicos
pensaban que los átomos podían ser cubiformes, por lo bien que pueden agruparse
los cubos sin desperdicio alguno de espacio. La idea predominante era, sin
embargo, que un átomo se parecía más a un bollito de pasas que a budín de
ciruelas, es decir, era un objeto denso, sólido con una carga positiva pero
tachonado de electrones de carga negativa, como las pasas de un bollo de pasas.
En 1910, Rutherford -con la ayuda de su alumno Hans Geiger, que inventaría más
tarde el detector de radiación que lleva su nombre- disparó átomos de helio
ionizados, o partículas alfa, contra una lámina de oro. (Geiger se convertiría
también más tarde en un nazi leal, traicionando sin vacilar a colegas judíos,
incluidos muchos que le habían ayudado. (N. del A.). Rutherford
comprobó asombrado que algunas de las partículas rebotaban. Era, se dijo, como si hubiese disparado
una bala de 15 pulgadas contra una hoja de papel y hubiese rebotado cayéndole
en el regazo. No se suponía que pudiese suceder aquello. Tras una considerable
reflexión comprendió que sólo había una explicación posible: las partículas que
rebotaban lo hacían porque chocaban con algo pequeño y denso, situado en el
corazón del
átomo, mientras que las otras partículas atravesaban la lámina de oro sin
impedimentos. Rutherford comprendió que un
átomo eramayoritariamente espacio vacío, con un núcleo muy denso en el centro.
Era un descubrimiento sumamente grato, pero planteaba un problema inmenso: de
acuerdo con todas las leyes de la física convencional, los átomos no deberían
existir.
Detengámonos un momento a considerar la estructura del
átomo tal como
la conocemos hoy. Cada átomo está compuesto por tres clases de partículas
elementales: protones, que tienen una carga eléctrica positiva; electrones, que
tienen una carga eléctrica negativa; y neutrones, que no tienen ninguna carga.
Los protones y los neutrones están agrupados en el núcleo, mientras que los
electrones giran fuera, en torno a él. El número de protones es lo que otorga a
un átomo su identidad química. Un átomo con un protón es un átomo de hidrógeno,
uno con dos protones es helio, con tres protones litio y así sucesivamente
siguiendo la escala. Cada vez que añades un protón consigues un nuevo elemento.
(Como el número
de protones de un átomo está siempre equilibrado por un número igual de
electrones, verás a veces escrito que es el número de electrones el que define
un elemento; viene a ser la misma cosa. Lo que a mí me explicaron fue que los
protones dan a un átomo su identidad, los electrones su personalidad.)
Los neutrones no influyen en la identidad del átomo, pero aumentan su masa. El número
de neutrones es en general el mismo que el número de protones, pero puede haber
leves variaciones hacia arriba y hacia abajo.
Añade o quita un neutrón o dos y tendrás un isótopo.Los términos que oyes en
relación con las técnicas de datación en arqueología se refieren a isótopos, el
carbono 14 por ejemplo, que es un átomo de carbono con seis protones y ocho
neutrones (el 14 es la suma de los dos).
Los neutrones y los protones ocupan el núcleo del átomo. El núcleo es muy pequeño (sólo
una millonésima de milmillonésima de todo el volumen del átomo), pero fantásticamente denso,
porque contiene prácticamente toda su masa. Como
ha dicho Cropper, si se expandiese un átomo hasta el tamaño de una catedral, el
núcleo sería sólo del
tamaño aproximado de una mosca (aunque una mosca muchos miles de veces más
pesada que la catedral). Fue esa espaciosidad (esa amplitud retumbante e
inesperada) lo que hizo rascarse la cabeza a Rutherford
en 1910.
Sigue resultando bastante pasmoso que los átomos sean principalmente espacio
vacío, y que la solidez que experimentamos a nuestro alrededor sea una ilusión.
Cuando dos objetos se tocan en el mundo real (las bolas de billar son el
ejemplo que se utiliza con más frecuencia) no chocan entre sí en realidad. «Lo
que sucede más bien -como
explica Timothy Ferris- es que los campos de las dos bolas que están cargados
negativamente se repelen entre sí… Si no fuese por sus cargas eléctricas,
podrían, como
las galaxias, pasar una a través de la otra sin ningún daño.» Cuando te sientas
en una silla, no estás en realidad sentado allí, sino levitando por encima de
ella a una altura de un angstrom (una cienmillonésima de centímetro), con
tuselectrones y sus electrones oponiéndose implacablemente a una mayor
intimidad.
La imagen de un átomo que casi todo el mundo tiene en la cabeza es la de un
electrón o dos volando alrededor de un núcleo, como planetas orbitando un sol. Esa imagen la
creó en 1904, basándose en poco más que una conjetura inteligente, un físico
japonés llamado Hantaro Nagaoka. Es completamente falsa, pero ha perdurado pese
a ello. Como le gustaba decir a Isaac Asimov, inspiró a generaciones de
escritores de ciencia ficción a crear historias de mundos dentro de mundos, en
que los átomos se convertían en diminutos sistemas solares habitados o nuestro
sistema solar pasaba a ser simplemente una mota en una estructura mucho mayor.
Hoy día incluso la Organización Europea para la Investigación Nuclear (cuyas
siglas en inglés son CERN) utiliza la imagen de Nagaoka como logotipo en su portal de la red. De
hecho, como pronto comprendieron los físicos, los electrones no se parecen en
nada a planetas que orbitan, sino más bien a las aspas de un ventilador que
gira, logrando llenar cada pedacito de espacio de sus órbitas simultáneamente,
pero con la diferencia crucial de que las aspas de un ventilador sólo parecen
estar en todas partes a la vez y los electrones están.
No hace falta decir que en 1910, y durante mucho tiempo después, se sabía muy
poco de todo esto. El descubrimiento de Rutherford
planteó inmediatamente algunos grandes problemas, siendo uno de los más graves
el de que ningún electrón debería ser capaz deorbitar un núcleo sin estrellarse
en él. Según la teoría electrodinámica convencional, un electrón en órbita
debería quedarse sin energía muy pronto (al cabo d e un instante, más o menos)
y precipitarse en espiral hacia el núcleo, con consecuencias desastrosas para
ambos. Se planteaba también el problema de cómo los protones, con sus cargas
positivas, podían amontonarse en el núcleo sin estallar y hacer pedazos el
resto del
átomo. Estaba claro que, pasase lo que pasase allá abajo, el mundo de lo muy
pequeño no estaba gobernado por las mismas leyes que el macromundo en el que
residen nuestras expectativas.
Cuando los físicos empezaron a ahondar en este reino subatómico se dieron
cuenta de que no era simplemente distinto de todo lo que conocían, sino
diferente de todo lo que habían podido imaginar. «Como
el comportamiento atómico es tan distinto de la experiencia ordinaria -comentó
en una ocasión Richard Feynman-, resulta muy difícil acostumbrarse a él y nos
parece extraño y misterioso a todos, tanto al novicio como al físico experimentado. » Cuando
Feynman hizo este comentario, los físicos habían tenido ya medio siglo para
adaptarse a la rareza del
comportamiento atómico. Así que piensa cómo debieron de sentirse Rutherford y sus colegas a principios de 1910, cuando era
todo absolutamente nuevo.
Una de las personas que trabajaban con Rutherford
era un afable y joven danés, llamado Niels Bohr. En 1913, cuando cavilaba sobre
la estructura del
átomo, a Bohr se le ocurrió una idea tanemocionante que pospuso su luna de miel
para escribir lo que se convirtió en un artículo que hizo época.
Los físicos no podían ver nada tan pequeño como
un átomo, así que tenían que intentar determinar su estructura basándose en cómo se comportaba cuandose le hacían cosas, como había hecho Rutherford
disparando partículas alfa contra una lámina de oro. Nada tiene de sorprendente
que los resultados de esos experimentos fuesen a veces desconcertantes. Uno de
estos rompecabezas que llevaba mucho tiempo sin aclararse era el relacionado
con las lecturas del espectro de las
longitudes de onda del
hidrógeno. Se producían pautas que indicaban que los átomos de hidrógeno
emitían energía a ciertas longitudes de onda, pero no a otras. Era como si alguien sometido
a vigilancia apareciese continuamente en emplazamientos determinados, pero no
se le viese nunca viajando entre ellos. Nadie podía entender cómo podía pasar
aquello.
Y fue cavilando sobre esto como
se le ocurrió a Bohr una solución y escribió rápidamente su famoso artículo. Se
titulaba «Sobre la composición de los átomos y las moléculas» y explicaba cómo
podían mantenerse en movimiento los electrones sin caer en el núcleo,
postulando que sólo podían ocupar ciertas órbitas bien definidas. De acuerdo
con la nueva teoría, un electrón que se desplazase entre órbitas desaparecería
de una y reaparecería instantáneamente en otra sin visitar el espacio
intermedio. Esta teoría (el famoso «salto cuántico») es, por supuesto,
absolutamente desconcertante,pero era también demasiado buena para no ser
cierta. No sólo impedía a los electrones precipitarse en espiral
catastróficamente en el núcleo sino que explicaba también las longitudes de
onda inexplicables del
hidrógeno. Los electrones sólo aparecían en ciertas órbitas porque sólo
existían en ciertas órbitas. Fue una intuición deslumbradora y proporcionó a
Bohr el premio Nobel de Física en 1922, el mismo año que recibió Einstein el
suyo.
Entre tanto, el incansable Rutherford, ya de nuevo en Cambridge
tras suceder a J. J. Thomson como director del Laboratorio
Cavendish, dio con un modelo que explicaba por qué no estallaba el núcleo.
Pensó que la carga positiva de los protones tenía que estar compensada por
algún tipo de partículas neutralizadoras, que denominó neutrones. La idea era
sencilla y atractiva, pero nada fácil de demostrar. Un colaborador suyo, James
Chadwick, dedicó once intensos años a cazar neutrones, hasta que lo consiguió
por fin en 1932. También a él le otorgaron un premio Nobel de Física en 1935. Como indican Boorse y sus colegas en su crónica de todo
esto, la demora en el descubrimiento fue probablemente un
hecho positivo, ya que el control del
neutrón era esencial para la fabricación de la bomba atómica. (Como
los neutrones no tienen carga, no los repelen los campos eléctricos en el
corazón del átomo y podían, por ello,
dispararse como diminutos torpedos en el
interior de un núcleo atómico, desencadenándose así el proceso destructivo
conocido como
fisión.) Si sehubiese aislado el neutrón en la década de los veinte, indican,
es «muy probable que la bomba atómica se hubiese fabricado primero en Europa,
indudablemente por los alemanes».
Pero no fue así la cosa, los europeos se hallaban muy ocupados intentado
entender la extraña conducta del
electrón. El principal problema con el que se enfrentaban era que el electrón
se comportaba a veces como una partícula y otras
como una onda.
Esta dualidad inverosímil estuvo a punto de volver locos a los especialistas.
Durante la década siguiente se pensó y escribió afanosamente por toda Europa
proponiendo hipótesis rivales. En Francia, el príncipe Louis-Victor de Broglie,
vástago de una familia ducal, descubrió que ciertas anomalías en la conducta de
los electrones desaparecían cuando se los consideraba ondas. Este comentario
llamó la atención del
austriaco Erwin Schródinger, que introdujo algunas mejoras e ideó un sistema
práctico denominado mecánica ondular. Casi al mismo tiempo, el físico alemán
Werner Heisenberg expuso una teoría rival llamada mecánica matricial. Era tan
compleja matemáticamente que casi nadie la entendía en realidad, ni siquiera el
propio Heisenberg («Yo no sé en realidad lo que es una matriz» le explicó
desesperado en determinado momento a un amigo), pero parecía aclarar ciertas
incógnitas que las ondas de Schródinger no conseguían desvelar.
El problema era que la física tenía dos teorías, basadas en premisas
contrapuestas, que producían los mismos resultados. Era una situaciónimposible.
Finalmente, en 1926, Heisenberg propuso un célebre compromiso, elaborando una
nueva disciplina que se llamaría mecánica cuántica. En el centro de la misma
figuraba el principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual el electrón
es una partícula pero una partícula que puede describirse en los mismos
términos que las ondas. La incertidumbre en torno a la cual se construye la
teoría es que podemos saber qué camino sigue un electrón cuando se desplaza por
un espacio, podemos saber dónde está en un instante determinado, pero no
podemos saber ambas cosas. Cualquier intento de medir una de las dos cosas
perturbará inevitablemente la otra. No se trata de que se necesiten simplemente
más instrumentos precisos, es una propiedad inmutable del universo.
Lo que esto significa en la práctica es que nunca puedes predecir dónde estará
un electrón en un momento dado. Sólo puedes indicar la probabilidad de que esté
allí. En cierto modo, como
ha dicho Dennis Overbye, un electrón no existe hasta que se le observa. O,
dicho de forma un poco distinta, un electrón debe considerarse, hasta que se le
observa, que está «al mismo tiempo en todas partes y en ninguna».
Si esto os parece desconcertante, tal vez os tranquilice un poco saber que
también se lo pareció a los físicos. Overbye comenta: «Bohr dijo una vez que
una persona que no se escandalizase al oír explicar por primera vez la teoría
cuántica era que no entendía lo que le habían dicho». Heisenberg, cuando le
preguntaron cómo se podíaimaginar un átomo, contestó: «No lo intentes».
Hay cierta incertidumbre respecto al uso del
término incertidumbre en relación con el principio de Heisenberg. Michael
Frayn, en un epílogo a su obra Copenhage, comenta que los traductores han
empleado varias palabras en alemán (Unsicherheit, Unscharfe, Ungenauigkeit y
Unbestimmtheit), pero que ninguna equivale del todo al inglés uncertainty
(incertidumbre). Frayn dice que indeterminacy (indeterminación) sería una
palabra mejor para definir el principio y que indeterminability
(indeterminabilidad) sería aun mejor. En cuanto al propio Heisenberg, utilizó
en general Unbestimmtheit. (N. del A.). Así que el átomo resultó ser
completamente distinto de la imagen que se había formado la mayoría de la
gente. El electrón no vuela alrededor del
núcleo como un
planeta alrededor de su sol, sino que adopta el aspecto más amorfo de una nube.
La «cáscara» de un átomo no es una cubierta dura y brillante como nos inducen a veces a suponer las
ilustraciones, sino sólo la más externa de esas velludas nubes electrónicas. La
nube propiamente dicha no es más que una zona de probabilidad estadística que
señala el área más allá de la cual el electrón sólo se aventura muy raras
veces. Así, un átomo, si pudiésemos verlo, se parecería más a una pelota de
tenis muy velluda que a una nítida esfera metálica (pero tampoco es que se
parezca mucho a ninguna de las dos cosas y, en realidad, a nada que hayas
podido ver jamás; estamos hablando de un mundo muy diferente al quevemos a
nuestro alrededor).
Daba la impresión de que las rarezas no tenían fin. Como
ha dicho James Trefil, los científicos se enfrentaban por primera vez a «un
sector del
universo que nuestros cerebros simplemente no están preparados para poder
entender». O, tal como lo expresó Feynman, «las
cosas no se comportan en absoluto a una escala pequeña como a una escala grande». Cuando los físicos
profundizaron más, se dieron cuenta de que habían encontrado un mundo en el que
no sólo los electrones podían saltar de una órbita a otra sin recorrer ningún
espacio intermedio, sino en el que la materia podía brotar a la existencia de
la nada absoluta… «siempre que -como
dice Alan Lightman del MIT- desaparezca de nuevo con suficiente rapidez».
Es posible que la más fascinante de las inverosimilitudes cuánticas sea la
idea, derivada del
Principio de Exclusión enunciado por Wolfgang Pauli en 1925, de que ciertos
pares de partículas subatómicas pueden «saber» instantáneamente cada una de
ellas lo que está haciendo la otra, incluso en el caso de que estén separadas
por distancias muy considerables. Las partículas tienen una propiedad llamada
giro o espín y, de acuerdo con la teoría cuántica, desde el momento en que
determinas el espín de una partícula, su partícula hermana, por muy alejada que
esté, empezará a girar inmediatamente en la dirección opuesta y a la misma
velocidad.
En palabras de un escritor de temas científicos, Lawrence Joseph, es como si
tuvieses dos bolas de billar idénticas, una enOhio y otra en las islas Fiji, y
que en el instante en que hicieses girar una la otra empezase a girar en
dirección contraria a la misma velocidad exacta. Sorprendentemente, el fenómeno
se demostró en 1997, cuando físicos de la Universidad de Ginebra lanzaron
fotones en direcciones opuestas a lo largo de kilómetros y comprobaron que, si
se interceptaba uno, se producía una reacción instantánea en el otro. Las cosas
alcanzaron un tono tal que Bohr comentó en una conferencia, hablando de una teoría
nueva, que la cuestión no era si se trataba de una locura sino de si era lo
bastante loca. Schródinger, para ejemplificar el carácter no intuitivo del mundo cuántico,
expuso un experimento teórico famoso en el que se colocaba en el interior de
una caja un gato hipotético con un átomo de una sustancia radiactiva unido a
una ampolla de ácido cianhídrico. Si la partícula se desintegraba en el plazo
de una hora, pondría en marcha un mecanismo que rompería la ampolla y
envenenaría al gato. Si no era así, el gato viviría. Pero no podíamos saber lo
que sucedería, así que no había más elección desde el punto de vista científico
que considerar al gato un 100% vivo y un 100% muerto al mismo tiempo. Esto
significa, como ha dicho Stephen Hawking con
cierto desasosiego comprensible, que no se pueden «predecir los acontecimientos
futuros con exactitud si uno no puede medir siquiera el estado actual del universo con
precisión».
Debido a todas estas extravagancias, muchos físicos aborrecieron la
teoríacuántica, o al menos ciertos aspectos de ella, y ninguno en mayor grado
que Einstein. Lo que resultaba bastante irónico, porque había sido él, en su
annus mirabilis de 1905, quien tan persuasivamente había explicado que los
fotones de luz podían comportarse unas veces como partículas y otras como
ondas, que era el concepto que ocupaba el centro mismo de la nueva física. «La
teoría cuántica es algo muy digno de consideración -comentó educadamente, pero
en realidad no le gustaba-, Dios no juega a los dados.» Einstein no podía soportar
la idea de que Dios hubiese creado un universo en el que algunas cosas fuesen
incognoscibles para siempre. Además, la idea de la acción a distancia (que una
partícula pudiese influir instantáneamente en otra situada a billones de
kilómetros) era una violación patente de la Teoría Especial de la Relatividad.
Nada podía superar la velocidad de la luz y, sin embargo, allí había físicos
que insistían en que, de algún modo, a nivel subatómico, la información podía.
(Nadie ha explicado nunca, dicho sea de pasada, cómo logran las partículas
realizar esta hazaña. Los científicos han afrontado este problema, según el
físico Yakir Aharanov, «no pensando en él».)
Se planteaba sobre todo el problema de que la física cuántica introducía un
grado de desorden que no había existido anteriormente. De pronto, necesitabas
dos series de leyes para explicar la conducta del universo: la teoría cuántica
para el mundo muy pequeño y la relatividad para el universo mayor, situado más
allá.La gravedad de la teoría de la relatividad explicaba brillantemente por
qué los planetas orbitaban soles o por qué tendían a agruparse las galaxias,
pero parecía no tener absolutamente ninguna influencia al nivel de las
partículas. Hacían falta otras fuerzas para explicar lo que mantenía unidos a
los átomos y en la decada de los treinta se descubrieron dos: la fuerza nuclear
fuerte y la fuerza nuclear débil. La fuerza fuerte mantiene unidos a los
átomos; es lo que permite a los protones acostarse juntos en el núcleo. La
fuerza débil se encarga de tareas más diversas, relacionadas principalmente con
el control de los índices de ciertos tipos de desintegración radiactiva.
La fuerza nuclear débil es, a pesar de su nombre, miles de miles de millones de
veces más fuerte que la gravedad, y la fuerza nuclear fuerte es más potente aún
(muchísimo más, en realidad), pero su influjo sólo se extiende a distancias
minúsculas. El alcance de la fuerza fuerte sólo llega hasta aproximadamente una
cienmilésima del
diámetro de un átomo. Es la razón de que el núcleo de los átomos sea tan denso
y compacto, así como
de que los elementos con núcleos grandes y atestados tiendan a ser tan
inestables: la fuerza fuerte no es sencillamente capaz de contener a todos los
protones.
El problema de todo esto es que la física acabó con dos cuerpos de leyes (uno
para el mundo de lo muy pequeño y otro para el universo en su conjunto) que
llevan vidas completamente separadas. A Einstein tampoco le gustó esto. Dedicó
elresto de su vida a buscar un medio de unir los cabos sueltos mediante una
«gran teoría unificada». No lo consiguió. De vez en cuando, creía que lo había
logrado. Pero al final siempre se le desmoronaba todo. Con el paso del tiempo, fue
quedándose cada vez más al margen y hasta se le llegó a tener un poco de
lástima. Casi sin excepción, escribió Snow, «sus colegas pensaban, y aún
piensan, que desperdició la segunda mitad de su vida».
Pero se estaban haciendo progresos reales en otras partes. A mediados de la
década de los cuarenta, los científicos habían llegado a un punto en que
entendían el átomo a un nivel muy profundo… como demostraron con excesiva
eficacia en agosto de 1945 al hacer estallar un par de bombas atómicas en
Japón.
Por entonces, se podía excusar a los físicos por creer que habían conquistado
prácticamente el átomo. En realidad, en la física de partículas todo estaba a
punto de hacerse mucho más complejo. Pero antes de que abordemos esa historia
un tanto agotadora, debemos poner al día otro sector de nuestra historia
considerando una importante y saludable narración de avaricia, engaño, mala
ciencia, varias muertes innecesarias y la determinación final de la edad de la
Tierra.