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Ciencia de los materiales
Cobalto en vez de yodo, un reemplazo para
lograr células solares mas sostenibles
Unos científicos de la Universidad de Basilea en Suiza han conseguido
reemplazar con éxito al yodo en células solares del tipo DSSC
(basadas en tintes) y hechas parcialmente de cobre. En vez de yodo han usado cobalto, un elemento bastante mas abundante
que el yodo. La sustitución constituye un
importante paso adelante en el camino hacia la optimización de los
paneles solares que permita su implantación definitiva a gran escala en
numerosas regiones del
mundo y que sea respetuosa con el medio ambiente.
Las células solares del tipo DSSC (basadas en tintes)
constan de un semiconductor sobre el cual se fija un tinte. Este conjunto
coloreado absorbe luz, y, mediante un proceso de
transferencia de electrones, genera corriente eléctrica. Los
electrolitos actúan como
agentes de transporte de electrones dentro de las células solares del tipo DSSC. Usualmente, el yodo y el yoduro sirven de electrolito.
Ahora, en células solares del tipo DSSC hechas parcialmente
de cobre, el equipo de la investigadora BiljanaBozic-Weber ha conseguido
reemplazar, con buenos resultados, el sistema usual de transporte de electrones
basado en el yodo, por otro basado en un compuesto de cobalto.
Las pruebas con el nuevo sistema no han mostrado
pérdida alguna de eficiencia. Este reemplazo del yodo aumenta
significativamente la sostenibilidad de las células solares que hasta
ahora dependían de él. El cobalto es 50 veces
mas abundante en la Tierra que el yodo. Ademas, esta
sustitución también suprime uno de los procesos con mayor
responsabilidad en el deterioro a largo plazo de estas células solares. En dicho proceso, ciertos compuestos de cobre reaccionan con el
electrolito para formar yoduro de cobre. Al evitar este
proceso, se consigue mejorar de manera significativa la estabilidad a largo
plazo de esas células solares del
tipo DSSC.
En el trabajo de investigación y desarrollo también han
participado Edwin C. Constable, Sebastian O. Fürer, Catherine E.
Housecroft, Lukas J. Troxler y Jennifer A. Zampese, de la Universidad de
Basilea.
Cibergrafia:https://noticiasdelaciencia.com/not/8541/cobalto_en_vez_de_yodo__un_reemplazo_para_lograr_celulas_solares_mas_sostenibles/
De todos modos, las naves espaciales tienen que tener cuidado en la atmósfera
exterior, sobre todo en los viajes de regreso a la Tierra, como demostró tan
trágicamente, en febrero de 2003, la lanzadera espacial Columbia. Aunque la
atmósfera es muy sutil, si un vehículo entra en ella en un ángulo demasiado
inclinado (más de unos 6°C) o con demasiada rapidez, puede impactar con
moléculas suficientes para generar una resistencia aerodinámica
extraordinariamente combustible.
Por otra parte, si un vehículo que entra en la atmósfera penetra en la
termosfera con un ángulo demasiado pequeño,podría rebotar al espacio
como esas piedras planas que se tiran al ras
del agua para cortar la
superficie con ellas. Pero no es necesario aventurarse hasta el borde de la
atmósfera para constatar hasta qué punto somos seres confinados a nivel de
suelo.
Como muy bien sabe quien haya pasado un
tiempo en una población elevada, no hace falta ascender muchos cientos de
metros
del nivel
del mar para que empiece a protestar el
organismo. Hasta los alpinistas veteranos, con el apoyo de una buena forma
física, la experiencia y el oxígeno embotellado son vulnerables a gran altura a
la confusión, las náuseas y el agotamiento, la congelación, la hipotermia, la
migraña, la pérdida
del
apetito y otros muchos trastornos. El cuerpo humano recuerda por un centenar de
enérgicos medios a su propietario que no ha sido diseñado para operar tan por
encima
del nivel
del mar.
«Incluso en las circunstancias más favorables –nos dice el escalador Peter
Habeler hablando de las condiciones que se dan en la cima del Everest-, cada
paso a esa altitud exige un colosal esfuerzo de voluntad. Tienes que forzarte a
hacer cada movimiento y recurrir a todos los asideros. Te amenaza perpetuamente
una fatiga mortal, plúmbea.»
El montañero y cineasta británico Matt Dickinson explica en The Other Side of
Everest [La otra cara del Everest] que Howard, en una expedición inglesa al
Everest de 1924, «estuvo a punto de morir cuando un trozo de carne infectada se
desprendió y le bloqueó la tráquea». Somervell consiguió toser yexpulsarla con
un supremo esfuerzo. Resultó ser «toda
la capa mucosa de la laringe».
Los trastornos físicos son notorios por encima de los 7.500 metros (la zona que
los escaladores denominan zona «de la muerte»). Pero son muchos quienes
experimentan una debilidad patente, que se ponen incluso gravemente enfermos, a
alturas no superiores a los 4.500 metros. La susceptibilidad a la altura tiene
poco que ver con la forma física. A veces, las abuelitas se las arreglan mejor
a mucha altura que sus descendientes más en forma, que quedan reducidos a
guiñapos gemebundos y desvalidos hasta que los trasladan a cotas más bajas.
El límite absoluto de tolerancia humana para la vida continuada parece situarse
en unos 5.500 metros; pero incluso las personas condicionadas a vivir a
bastante altitud podrían no tolerar esas alturas mucho tiempo. Frances Ashcroft
comenta, en Life at the Extremes, que hay minas de azufre en los
Andes a 5.800 metros, pero que los mineros prefieren
bajar todos los días 460 metros y volver a subirlos al día siguiente que vivir
continuamente a esa altura. Los pueblos que viven habitualmente a gran altura
suelen llevar miles de años desarrollando pechos y pulmones
desproporcionadamente grandes y aumentando la densidad de hematíes portadores
de oxígeno hasta casi en un tercio, aunque la cuantía de hematíes en la sangre
que puede soportarse sin que llegue a ser demasiado densa para una circulación
fluida tiene sus límites. Además, por encima de los 5.500 metros ni siquiera
lasmujeres mejor adaptadas pueden aportar a un feto en crecimiento oxígeno
suficiente para que pueda completar su desarrollo.
En la década de 1780, en que se empezaron a hacer ascensiones experimentales en
globo por Europa, una cosa que sorprendió a los investigadores fue el frío que
hacía cuando se elevaban. La temperatura desciende 1,6°C por cada 1.000 metros
que asciendes. La lógica parecería indicar que, cuanto más te acercases a una
fuente de calor, deberías sentir más calor. El hecho se explica, en parte,
porque no estás en realidad acercándote más al Sol en una cuantía
significativa. El Sol está a unos 149 millones de kilómetros de distancia.
Aproximarse unos cuantos centenares de metros a él es
como
acercarte un paso a un incendio forestal en
Australia
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