Si tus padres no se hubiesen unido justo cuando lo hicieron (posiblemente en
ese segundo, posiblemente en ese nanosegundo), túno estarías aquí. Y si sus
padres no se hubiesen unido en el momento exacto oportuno, tampoco estarías tú
aquí.
Retrocede en el tiempo y esas deudas ancestrales empezarán a sumarse. Con que
retrocedas sólo unas ocho generaciones, hasta la época en que nacieron Charles
Darwin y Abraham Lincoln,
encontrarás a unas 250 personas de cuyas uniones en el momento oportuno depende
tu existencia. Si sigues más atrás, hasta la época de Shakespeare y de los
peregrinos del Mayflower, y tendrás como
mínimo 16.384 ancestros intercambiando afanosamente material genético de una
forma cuyo resultado final y milagroso eres tú.
Veinte generaciones atrás, el número de personas que procrearon en beneficio
tuyo se ha elevado a 1.048.576. Cinco generaciones antes de eso, habrá como mínimo 33.554.432
hombres y mujeres de cuyos ardorosos acoplamientos depende tu existencia. Treinta
generaciones atrás, tu número total de antepasados -recuerda que no se trata de
primos, tíos y otros parientes intrascendentes, sino sólo de padres y padres de
padres en una línea que lleva indefectiblemente a ti- es de más de 1.000
millones (1.073.741.824, para ser exactos). Si retrocedieses 64 generaciones,
hasta la época de los romanos, el número de personas de cuyos esfuerzos
cooperativos depende tu eventual existencia se ha elevado hasta la cifra
aproximada de un trillón, que es varios miles de veces el número total de
personas que han vivido.
Es evidente que hay algo que está mal en las cuentas que hemos hecho. Tal vez
teinterese saber que el problema se debe a que tu línea no es pura. No podrías
estar aquí sin un poco de incesto (en realidad, sin mucho), aunque se guardase
una distancia genéticamente prudencial. Con tantos millones de antepasados en
tu estirpe, habrá habido muchas ocasiones en las que un pariente de la familia
de tu madre procrease con algún primo lejano de la familia de tu padre. En
realidad, si tienes como
pareja a alguien de tu propia raza y de tu país, hay grandes posibilidades de
que estéis emparentados en cierta medida. De hecho, si miras a tu alrededor en
el autobús, en un parque, en un café o en cualquier lugar concurrido, la
mayoría de las personas que veas será probablemente pariente tuyo. Cuando
alguien presuma delante de ti de que es descendiente de Shakespeare o de
Guillermo el Conquistador, deberías responder inmediatamente: «tYo también!».
Todos somos familia en el sentido más fundamental y más literal.
Somos también asombrosamente parecidos. Compara tus genes con los de cualquier
otro ser humano y serán iguales en un 99,9% como media. Eso es lo que nos convierte en
una especie. Esas pequeñas diferencias del
0,1 restante («una base de nucleótido de cada mil, aproximadamente», por citar
al genetista inglés y reciente premio Nobel John Sulston) son las que nos dotan
de nuestra individualidad. Es mucho lo que se ha hecho en años recientes para
determinar la estructura del
genoma humano. En realidad, no existe «el» genoma humano. Los genomas humanos
son todos diferentes. Sino fuese así seríamos todos idénticos. Son las
interminables recombinaciones de nuestros genomas (cada uno de ellos casi
idéntico a los demás, pero no del todo) las
que nos hacen lo que somos, como individuos y
también como
especie.
sPero qué es exactamente eso que llamamos genoma?
Y, puestos ya a preguntar, squé son los genes?
Bueno, empecemos de nuevo con una célula.
Dentro de la célula hay un núcleo y dentro de cada núcleo están los cromosomas,
46 hacecillos de complejidad, de los que 23 proceden de tu madre y 23 de tu
padre. Con muy pocas excepciones, todas las células de tu cuerpo (99,999% de
ellas, digamos) llevan la misma dotación de cromosomas. (Las excepciones son
las células rojas de la sangre, algunas del
sistema inmune y las células del óvulo y del esperma que, por
diversas razones organizativas, no portan el bagaje genético completo.) Los
cromosomas constituyen el manual completo de instrucciones necesario para
hacerte y mantenerte y están formadas por largas hebras de esa pequeña
maravilla química llamada ácido desoxirribonucleico o ADN, al que se ha
calificado de «la molécula más extraordinaria de la Tierra».
El ADN sólo existe por una razón: crear más ADN. Y tienes un montón dentro de
ti: casi dos metros de él apretujado dentro de cada célula. Cada fragmento de
ADN incluye unos 3.200 millones de letras de código, suficiente para
proporcionar 103 combinaciones posibles, con la «garantía de que serán únicas
frente a todas las posibilidades concebibles», enpalabras de Christian de Duve.
Son muchísimas posibilidades, un uno seguido de más de 3.000 millones de ceros.
«Harían falta más de 5.000 libros de extensión media sólo para imprimir esa cifra»
comenta De Duve. Mírate al espejo y reflexiona sobre el hecho de que estás
contemplando 10.000 billones de células y que casi todas ellas contienen dos
metros de ADN densamente compactado. Empieza a apreciar la cantidad de ese
material que llevas contigo por ahí. Si se juntara todo tu ADN en una sola fina
hebra, habría suficiente para estirarlo desde la Tierra hasta la Luna y volver.
No una o dos veces, sino una y otra y otra vez. En total podrías tener
empaquetados dentro de ti, según un cálculo, hasta 20 millones de kilómetros de
ADN.
En resumen, a tu cuerpo le encanta hacer ADN, y sin él no podrías vivir. Sin
embargo, el ADN no está vivo. Ninguna molécula lo está, pero el ADN está, como si dijésemos,
especialmente «no vivo». Figura «entre las moléculas químicamente inertes menos
reactivas del mundo viviente», en palabras del genetista Richard
Lewontin. Por eso es por lo que se puede recuperar de fragmentos de semen o
sangre que llevan mucho tiempo secos en las investigaciones policiales y se
extrae de los huesos de los antiguos neandertales. También explica eso por qué
tardaron tanto los científicos en entender cómo una sustancia
desconcertantemente discreta (tan sin vida, en un palabra) podía encontrarse en
el meollo mismo de la propia vida.
El ADN es una entidad conocida hace más tiempo delque podrías pensar. Lo
descubrió, en 1869 nada menos, Johann Friedrich Miescher, un científico suizo
que trabajaba en la Universidad de Tubinga, en Alemania. Cuando examinaba pus
de vendajes quirúrgicos, al microscopio, encontró una sustancia que no
identificó y a la que llamó nucleína (porque residía en los núcleos de las
células). Miescher hizo poco más por entonces que reseñar su existencia, pero
es evidente que la nucleína permaneció grabada en su mente porque, veintitrés
años después, en una carta a un tío suyo, planteó la posibilidad de que
aquellas moléculas pudieran ser los agentes básicos de la herencia. Era una
intuición extraordinaria, pero se adelantaba tanto a las necesidades
científicas de la época que no atrajo la menor atención.
Durante la mayor parte del medio siglo
siguiente, el criterio general era que aquel material (llamado ácido
desoxirribonucleico o ADN) tenía como
máximo un papel subsidiario en cuestiones de herencia. Era demasiado simple. No
tenía más que cuatro componentes básicos, llamados nucleótidos, lo que era como tener un alfabeto de
sólo cuatro letras. sCómo se iba a poder escribir la historia de la vida con un
alfabeto tan rudimentarjo? (La respuesta es que lo haces de un modo muy
parecido al que utilizas para crear mensajes complejos con los simples puntos y
rayas del
código Morse: combinándolos.) El ADN no hacía nada en absoluto, que se supiera.
Estaba simplemente instalado allí en el núcleo, tal vez ligando el cromosoma de
algún modo, añadiendo unapizca de acidez cuando se lo mandaban o realizando
alguna otra tarea trivial que aún no se le había ocurrido a nadie. Se creía que
la necesaria complejidad tenía que estar en las proteínas del núcleo.
El hecho de desdeñar el ADN planteaba, sin embargo, dos problemas. Primero,
había tanto (casi dos metros en cada núcleo) que era evidente que las células
lo estimaban mucho y que tenía que ser importante para ellas. Además, seguía
apareciendo, como
el sospechoso de un crimen no aclarado, en los experimentos. En dos estudios en
particular, uno sobre la bacteria Pneumococcus y otro sobre bacteriófagos
(virus que infectan bacterias), el ADN demostró tener una importancia que sólo
se podía explicar si su papel era más trascendental de lo que los criterios
imperantes admitían. Las pruebas parecían indicar que el ADN participaba de
algún modo en la formación de proteínas, un proceso decisivo para la vida, pero
estaba también claro que las proteínas se hacían fuera del núcleo, bien lejos del ADN que dirigía
supuestamente su ensamblaje.
Nadie podía entender cómo era posible que el ADN enviase mensajes a las
proteínas. Hoy sabemos que la respuesta es el ARN, o ácido ribonucleico, que
actúa como
intérprete entre los dos. Es una notable rareza de la biología que el ADN y las
proteínas no hablen el mismo idioma. Durante casi 4.000 millones de años han
protagonizado la gran actuación en pareja del
mundo viviente y, sin embargo, responden a códigos mutuamente incompatibles, como si uno hablase
españoly el otro hindi. Para comunicarse
necesitan un mediador en la forma de ARN. El ARN, trabajando con una especie de
empleado químico llamado ribosoma, les traduce a las proteínas la información
de una célula de ADN a un lenguaje comprensible para ellos para que puedan
utilizarla.
Pero, a principios de 1900, que es cuando reanudamos nuestra historia,
estábamos aún muy lejos de entender eso o, en realidad, cualquier cosa que
tuviese que ver con el confuso asunto de la herencia.
Estaba claro que hacían falta experimentos ingeniosos e inspirados.
Afortunadamente, la época produjo a un joven con la diligencia y la aptitud
precisas para hacerlos. Ese joven se llamaba Thomas Hunt Morgan y, en 1904,
justo cuatro años después del oportuno redescubrimiento de los experimentos de
Mendel con plantas de guisantes y todavía casi una década antes de que gen se
convirtiera siquiera en una palabra, empezó a hacer cosas notablemente nuevas
con los cromosomas.
Los cromosomas se habían descubierto por casualidad en 1888 y se llamaron así
porque absorbían enseguida la tintura, eran fáciles de ver al microscopio.
En el cambio de siglo existía ya la firme sospecha de que participaban en la
transmisión de rasgos, pero nadie sabía cómo hacían eso, o incluso si realmente
lo hacían.
Morgan eligió como tema de estudio una mosca
pequeña y delicada, llamada oficialmente Drosophila melanogaster, conocida como la mosca de la fruta (del vinagre, el plátano o la basura). Casi
todos nosotros estamosfamiliarizados con Drosophila, que es ese insecto frágil
e incoloro que parece tener un ansia compulsiva de ahogarse en nuestras
bebidas.
Las moscas de la fruta tenían ciertas ventajas muy atractivas como especímenes
de laboratorio; no costaba casi nada alojarlas y alimentarlas, se podían criar
a millones en botellas de leche, pasaban del huevo a la paternidad en diez días
o menos y sólo tenían cuatro cromosomas, lo que mantenía las cosas
convenientemente simples.
Morgan y su equipo trabajaban en un pequeño laboratorio (que pasó a conocerse,
inevitablemente, como
el Cuarto de las Moscas)10 de Schermerhorn, en la Universidad de Columbia,
Nueva York. Se embarcaron allí en un programa de reproducción y cruce con
millones de moscas (un biógrafo habla de miles de millones, pero probablemente
sea una exageración), cada una de las cuales tenía que ser capturada con pinzas
y examinada con una lupa de joyero para localizar pequeñas variaciones en la
herencia. Intentaron, durante seis años, producir mutaciones por todos los
medios que se les ocurrieron (liquidando las moscas con radiación y rayos X,
criándolas en un medio de luz brillante y de oscuridad, asándolas muy despacio
en hornos, haciéndolas girar demencialmente en centrifugadores), pero nada
resultó. Cuando Morgan estaba ya a punto de renunciar se produjo una mutación
súbita y repetible: una mosca tenía los ojos de color blanco en vez del rojo habitual.
Después de este éxito, Morgan y sus ayudantes consiguieron generar provechosas
deformidadesque les permitieron rastrear un rasgo a lo largo de sucesivas generaciones.
Pudieron determinar así las correlaciones entre características particulares y
cromosomas individuales, llegando a demostrar, por fin, para satisfacción de
casi todo el mundo, que los cromosomas eran una de las claves de la herencia.
Pero seguía en pie el problema en el nivel siguiente de la herencia: los
enigmáticos genes y el ADN del que se componían. Éstos eran mucho más difíciles
de aislar y de entender. Todavía en 1933, cuando se concedió a Morgan el premio
Nobel por sus trabajos, había muchos investigadores que no estaban convencidos
de que los genes existiesen siquiera.
Como comentó
Morgan en la época, no había coincidencia alguna «sobre lo que son los genes…
si son reales o puramente imaginarios». Puede parecer sorprendente que los
científicos fuesen capaces de resistirse a aceptar la realidad física de algo
tan fundamental para la actividad celular, pero, como señalan Wallace, King y
Sanders en Biología molecular y herencia: la ciencia de la vida (esa cosa
rarísima: un libro de texto legible), hoy nos hallamos en una situación
parecida respecto a procesos mentales como el pensamiento o la memoria. Sabemos
que los tenemos, claro, pero no sabemos qué forma física adoptan, si es que
adoptan alguna. Lo mismo sucedió durante mucho tiempo con los genes. La idea de
que podías sacar uno de tu cuerpo y llevártelo para estudiarlo era tan absurda
para muchos de los colegas de Morgan como
la idea de que loscientíficos pudiesen hoy capturar un pensamiento descarriado
y examinarlo al microscopio.
De lo que no cabía la menor duda era de que algo relacionado con los cromosomas
estaba dirigiendo la reproducción celular. Por último, en 1944, después de
quince años de trabajos, un equipo del Instituto Rockefeller de Manhattan,
dirigido por un canadiense inteligente pero tímido, Oswald Avery, consiguió
demostrar, con un experimento de una delicadeza extraordinaria, en el que se
convirtió en permanentemente infecciosa una cepa inocua de bacterias,
cruzándola con ADN distinto, que el ADN era mucho más que una molécula pasiva y
que se trataba, casi con seguridad, del agente activo de la herencia. Más tarde
un bioquímico de origen austriaco, Erwin Chargaff, afirmó con toda seriedad que
el descubrimiento de Avery merecía dos premios Nobel.
Desgraciadamente se opuso a Avery uno de sus propios colegas del instituto, un
entusiasta de las proteínas, terco y desagradable, llamado Alfred Mirsky, que
hizo cuanto pudo por desacreditar su obra, llegando incluso a presionar a las
autoridades del Instituto Karolinska de Estocolmo para que no dieran a Avery el
premio Nobel. Avery tenía por entonces sesenta y seis años y estaba cansado.
Incapaz de afrontar la tensión y la polémica, dimitió de su cargo y nunca más
volvió a pisar un laboratorio.
Pero otros experimentos efectuados en otras partes respaldaron abrumadoramente
sus conclusiones y no tardó en iniciarse la carrera para hallar la estructura
del ADN.
Sihubieses sido una persona aficionada a las apuestas a principios de la década
de los años cincuenta, casi habrías apostado tu dinero a Linus Pauling, del
Instituto Tecnológico de California, el químico más sobresaliente del país,
como descubridor de la estructura del ADN. Pauling no tenía rival en la tarea
de determinar la arquitectura de las moléculas y había sido un adelantado en el
campo de la cristalografía de rayos X, una técnica que resultaría crucial para
atisbar el corazón del ADN. Obtendría, en una trayectoria profesional
extraordinariamente distinguida, dos premios Nobel (de Química en 1954 y de la
Paz en 1962), pero con el ADN acabó convenciéndose de que la estructura era una
hélice triple, no una doble, y nunca consiguió llegar a dar del todo con el procedimiento adecuado. La
victoria no le correspondería a él, sino a un cuarteto inverosímil de
científicos de Inglaterra que no trabajaban como equipo, se enfadaban a menudo, no se
hablaban y eran mayoritariamente novatos en ese campo.
El que más se aproximaba a la condición de cerebrito convencional era Maurice
Wilkins, que había pasado gran parte de la Segunda Guerra Mundial ayudando a
proyectar la bomba atómica. Dos de los otros, Rosalind Franklin y Francis
Crick, habían pasado los años de la guerra trabajando para el Gobierno
británico en minas… Crick en las que explotaban, Franklin en las que producían carbón.
El menos convencional de los cuatro era James Watson, un niño prodigio
estadounidense que ya se habíadistinguido de muchacho como participante en un
programa de radio muy popular llamado The QuizKidsis (y podría así afirmar
haber inspirado, al menos en parte, algunos de los miembros de la familia Glass
de Frannie and Zooey y otras obras de J. D. Salinger) y que había ingresado en
la Universidad de Chicago cuando sólo tenía quince años.
Había conseguido doctorarse a los veintidós y ahora estaba trabajando en el
famoso Laboratorio Cavendish de Cambridge. En 1951 era un joven desgarbado de
veintitrés años, con un cabello tan asombrosamente vivaz que parece en las
fotos estar esforzándose por pegarse a algún potente imán que queda justo fuera
de la imagen.
Crick, doce años más viejo y aún sin un doctorado, era menos memorablemente
hirsuto y un poco más campestre. En la versión de Watson se le presenta como tempestuoso,
impertinente, amigo de discutir, impaciente con el que no se apresurase a
compartir una idea y constantemente en peligro de que le pidiesen que se fuese
a otro sitio. No tenía además una formación oficial en bioquímica.
La cuestión es que supusieron (correctamente, como
se demostraría) que, si se podía determinar la forma de la molécula de ADN, se
podría ver cómo
hacía lo que hacía. Parece ser que tenían la esperanza de conseguir esto
haciendo el menor trabajo posible aparte de pensar, y eso no más de lo
estrictamente necesario. Como Watson comentaría alegremente (aunque con una
pizca de falsedad) en su libro autobiográfico La doble hélice, «yo albergaba la
esperanza de poderresolver lo del
gen sin tener que aprender química». En realidad, no tenían asignada la tarea
de trabajar en el ADN y, en determinado momento, les dieron orden de dejar de
hacerlo.
En teoría, Watson estaba estudiando el arte de la cristalografía y, Crick,
terminando una tesis sobre la difracción de rayos X en las grandes moléculas.
Aunque a Crick y a Watson se les atribuyó en las versiones populares casi todo
el mérito de haber aclarado el misterio del ADN, su descubrimiento tuvo como
base crucial el trabajo experimental de sus rivales, que obtuvieron sus
resultados «fortuitamente », según las diplomáticas palabras de la historiadora
Lisa Jardine. Muy por delante de ellos, al menos al principio, se encontraban
dos académicos del Colegio King de Londres,
Wilkins y Franklin.
Wilkins, oriundo de Nueva Zelanda, era un personaje retraído, casi hasta el
punto de la invisibilidad. Un documental del
Public Broadcasting Service estadounidense de 1998, sobre el descubrimiento de
la estructura del ADN (una hazaña por la que compartió el premio Nobel con
Crick y Watson), conseguía pasarle por alto del todo.
Franklin era el
personaje más enigmático de todos ellos. Watson, en La doble hélice, hace un
retrato nada halagador de ella en el que dice que era una mujer muy poco
razonable, reservada, que siempre se negaba a cooperar y (esto parecía ser lo
que más le irritaba) casi deliberadamente antierótica. Él admitía que «no era
fea y podría haber sido bastante sensacional si se hubiese tomado unmínimo de
interés por la ropa», pero en esto frustraba todas las expectativas. Nunca
usaba ni siquiera barra de labios, comentaba asombrado, mientras que su sentido
del atuendo «mostraba toda la imaginación de las adolescentes inglesas que se
las dan de intelectuales Sin embargo, tenía las mejores imágenes que existían
de la posible estructura del ADN, conseguidas por medio de la cristalografía de
rayos X, la técnica perfeccionada por Linus Pauling. La cristalografía se había
utilizado con éxito para cartografiar átomos en cristales (de ahí
«cristalografía»), pero las moléculas de ADN eran un asunto mucho más
peliagudo.
Sólo Franklin estaba consiguiendo buenos resultados del proceso pero, para constante irritación
de Wilkins, se negaba a compartir sus descubrimientos. No se le puede echar a Franklin toda la culpa
por no compartir cordialmente sus descubrimientos. A las mujeres se las trataba
en el Colegio King en la década de los años cincuenta con un desdén formalizado
que asombra a la sensibilidad moderna (en realidad, a cualquier sensibilidad).
Por muy veteranas que fuesen o mucho prestigio que tuviesen no se les daba
acceso al comedor del
profesorado y tenían que comer en una habitación más funcional, que hasta
Watson admitía que era «deprimentemente carcelaria». Además la presionaban sin
parar (a veces, la acosaban activamente) para que compartiera sus resultados
con un trío de hombres cuya ansia desesperada de echarles un vistazo raras
veces iba acompañada de cualidades másatractivas, como el respeto.
«Por desgracia, creo que siempre adoptábamos digamos que una actitud
paternalista con ella», recordaría más tarde Crick. Dos de aquellos hombres
eran de una institución rival y el tercero se alineaba más o menos abiertamente
con ellos. No debería haber sorprendido a nadie que ella guardase bien cerrados
sus resultados.
Que Wilkins y Franklin no congeniasen fue un hecho que Watson y Crick parece
ser que explotaron en beneficio propio. Aunque estaban adentrándose con
bastante desvergüenza en territorio de Wilkins, era con ellos con los éste se
alineaba cada vez más… lo que no tiene nada de sorprendente si consideramos que
la propia Franklin
estaba empezando a actuar de una forma decididamente extraña.
Aunque los resultados que había obtenido dejaban muy claro que el ADN tenía
forma helicoidal, ella les decía a todos insistentemente que no la tenía. En el
verano de 1952., hemos de suponer que para vergüenza y desánimo de Wilkins, Franklin colocó una nota
burlona en el departamento de física del Colegio King que decía: «Tenemos que
comunicarles,
con gran pesar, la muerte, el viernes 18 de julio de 1952., de la hélice del
ADN… Se espera que el doctor M. H. F. Wilkins diga unas palabras en memoria de
la hélice difunta».
El resultado de todo esto fue que, en enero de 1953 Wilkins mostró a Watson las
imágenes de Franklin. «Al parecer, sin que ella lo supiese ni lo consintiese.».
Sería muy poco considerar esto una ayuda significativa. Años después, Watson
admitiríaque «fue el acontecimiento clave… nos movilizó» Watson y Crick,
armados con el conocimiento de la forma básica de la molécula de ADN y algunos
elementos importantes de sus dimensiones, redoblaron sus esfuerzos. Ahora todo
parecía ir a su favor.
Pauling se disponía a viajar a Inglaterra para asistir a una conferencia, en la
que se habría encontrado con toda probabilidad con Wilkins y se habría
informado lo suficiente para corregir los errores conceptuales que le habían
inducido a seguir una vía errónea de investigación, pero todo esto sucedía en
la era McCarthy, así que Pauling fue detenido en el aeropuerto de Idlewild, en
Nueva York, y le confiscaron el pasaporte, basándose en que tenía un carácter
demasiado liberal para que se le pudiera permitir viajar al extranjero. Crick y
Watson tuvieron, además, la oportuna buena suerte de que el hijo de Pauling
estuviese trabajando en el Laboratorio Cavendish y de que les mantuviese
inocentemente bien informados de cualquier noticia o acontecimiento.
Watson y Crick, que aún se enfrentaban a la posibilidad de que se les
adelantasen en cualquier momento, se concentraron febrilmente en el problema.
Se sabía que el ADN tenía cuatro componentes químicos (llamados adenina,
guanina, citosina y tiamina) y que esos componentes se emparejaban de formas
determinadas. Así que, jugando con piezas de cartón cortadas según la forma de
las moléculas, Watson y Crick consiguieron determinar cómo encajaban las
piezas. A partir de ahí construyeron un modelo tipoMecano (tal vez el más
famoso de la ciencia moderna), que consistía en placas metálicas atornilladas
en una espiral, e invitaron a Wilkins, a Franklin
y al resto del
mundo a echarle un vistazo.
Cualquier persona informada podía darse cuenta inmediatamente de que habían
resuelto el problema. Era sin duda un brillante ejemplo de trabajo
detectivesco, con o sin la ayuda de la imagen de Franklin. La edición del 25 de abril de
Nature incluía un artículo de 900 palabras de Watson y Crick, titulado «Una
estructura para el ácido desoxirribonucleico». Iba acompañado de artículos
independientes de Wilkins y Franklin. Era un momento en el que estaban
sucediendo acontecimientos de gran importancia en el mundo (Edmund Hillary
estaba a punto de llegar a la cima del Everest, e Isabel II a punto de ser coronada
reina de Inglaterra), así que el descubrimiento del secreto de la vida pasó casi
desapercibido. Se hizo una pequeña mención en el News Chronicle y fue, por lo
demás, ignorado.
Rosalind Franklin no compartió el premio Nobel. Murió de cáncer de ovarios con
sólo treinta y siete años, en 1958, cuatro años antes de que se otorgara el
galardón. Los premios Nobel no se conceden a título póstumo. Es casi seguro que
el cáncer se debió a una exposición crónica excesiva a los rayos X en su
trabajo, que podría haberse evitado. En la reciente biografía, muy alabada, que
de ella ha hecho Brenda Maddox, se dice que Franklin raras veces se ponía el delantal de
plomo y era frecuente que se pusiesedespreocupadamente delante de un haz de
rayos. Oswald Avery tampoco llegó a conseguir un Nobel y la posteridad apenas
se acordó de él, aunque tuviese por lo menos la satisfacción de vivir justo lo
suficiente para ver confirmados sus hallazgos. Murió en 1955.
El descubrimiento de Watson y Crick no se confirmó, en realidad, hasta la
década los años ochenta. Como
dijo Crick en uno de sus libros: «Hicieron falta veinticinco años para que
nuestro modelo de ADN pasase de ser sólo bastante plausible a ser muy
plausible…y, de ahí, a ser casi con seguridad correcto».
Aun así, una vez aclarada la estructura del ADN, los avances en genética fueron
rápidos y, en 1968, la revista Science pudo publicar un artículo titulado «Así
es como era la biología», donde se aseguraba (parece casi imposible, pero es
cierto) que la tarea de la genética estaba casi tocando a su fin.
En realidad casi no se había hecho más que empezar, claro. Hoy día incluso hay
muchas peculiaridades del ADN que apenas entendemos, entre ellas por qué hay
gran porcentaje que no parece hacer nada en realidad. El 97% de tu ADN consiste
en largas extensiones de materia extraña sin sentido… «basura» o «ADN sin
código» como
prefieren decir los bioquímicos. Sólo aquí y allá, a lo largo de cada
filamento, encuentras secciones que controlan y organizan funciones vitales. Se
trata de los curiosos genes, tan esquivos y escurridizos durante mucho tiempo.
Los genes no son nada más (ni menos) que instrucciones para hacer proteínas.
Esto lo hacencon una fidelidad monótona y segura. En este sentido, son más bien
como las teclas
de un piano, que cada una de ellas da sólo una nota y nada más, lo que es
evidentemente un poco monótono. Pero, si combinas los genes, igual que haces
con las notas del
piano, puedes crear acordes y melodías de infinita variedad. Pon juntos todos
esos genes y tendrás (continuando la metáfora) la gran sinfonía de la
existencia, conocida como
el genoma humano.
Un medio alternativo y más común de enfocar el genoma es como un manual de instrucciones para el
cuerpo. Visto de ese modo, podemos imaginar los cromosomas como
los capítulos de un libro y los genes como
instrucciones individuales para hacer proteínas. Las palabras con las que están
escritas las instrucciones se llaman codones y las letras se llaman bases. Las
bases (las letras del
alfabeto genético) consisten en los cuatro nucleótidos mencionados
anteriormente: adenina, tiamina, guanina y citosina.
A pesar de la importancia de lo que hacen, estas sustancias no están compuestas
de nada exótico. La guanina, por ejemplo, es el mismo material que abunda en el
guano, que le da su nombre. La forma de una molécula de ADN es, como todo el mundo sabe,
bastante parecida a una escalera de caracol o una escala de cuerda retorcida:
la famosa doble hélice. Los soportes verticales de esa estructura están hechos
de un tipo de azúcar llamado «desoxirribosa» y toda la hélice es un ácido
nucleico, de ahí el nombre de «ácido desoxirribonucleico». Los travesaños
(oescalones) están formados por dos bases que se unen en el espacio intermedio,
y sólo pueden combinarse de dos modos: la guanina está siempre emparejada con
la citosina y la tiamina siempre con la adenina. El orden en el que aparecen
esas letras, cuando te desplazas hacia arriba o hacia abajo por la escalera,
constituye el código del ADN; descubrirlo ha sido la tarea del Proyecto Genoma Humano.
Pues bien, la espléndida particularidad del ADN reside en su forma de
reproducirse. Cuando llega la hora de producir una nueva molécula de ADN, los
dos filamentos se abren por la mitad, como
la cremallera de una prenda de vestir, y cada mitad pasa a formar una nueva
asociación. Como cada nucleótido que hay a lo
largo de un filamento se empareja con otro nucleótido específico, cada
filamento sirve como
una plantilla para la formación de un nuevo filamento parejo. Aunque sólo
poseyeses un filamento de tu ADN, podrías reconstruir con bastante facilidad la
parte pareja determinando los emparejamientos necesarios: si el travesaño más
alto de un filamento estuviese compuesto de guanina, sabrías que el travesaño
más alto del
filamento parejo debería ser citosina. Si siguieses bajando la escalera por
todos los emparejamientos de nucleótidos acabarías teniendo al final el código
de una nueva molécula.
Eso es lo que pasa exactamente en la naturaleza, salvo que la naturaleza lo
hace rapidísimo… en sólo cuestión de segundos, lo que es toda una hazaña.
Nuestro ADN se reduplica en general con diligenteexactitud, pero sólo de vez en
cuando (aproximadamente una vez en un millón) hay una letra que se coloca en el
sitio equivocado. Esto se conoce como
un polimorfismo nucleótido único, o SNP, lo que los bioquímicos llaman
familiarmente un «snip».
Estos «snips» están generalmente enterrados en extensiones de ADN no
codificante y no tienen ninguna consecuencia desagradable para el cuerpo. Pero,
de vez en cuando, pueden tener consecuencias. Podrían dejarte predispuesto para
alguna enfermedad, pero también podrían otorgarte alguna pequeña ventaja, como por ejemplo, más
pigmentación protectora o una mayor producción de células rojas en sangre para
alguien que vive a mucha altitud. Con el tiempo, esas leves modificaciones se
acumulan, tanto en los individuos como
en las poblaciones, contribuyendo al carácter distintivo de ambos.
El equilibrio entre exactitud y errores en la reproducción es delicado. Si hay
demasiados errores, el organismo no puede funcionar pero, si hay demasiado
pocos, lo que se sacrifica es la capacidad de adaptación. En un organismo debe
existir un equilibrio similar entre estabilidad e innovación. Un aumento del
número de células rojas en la sangre puede ayudar, a una persona o a un grupo
que viva a gran altitud, a moverse y respirar más fácilmente porque hay más
células rojas que pueden transportar más oxígeno. Pero las células rojas
adicionales espesan también la sangre. Si se añaden demasiadas «es como bombear
petróleo», según Charles Weitz, antropólogo de Universidad Temple.Eso le pone
las cosas más difíciles al corazón. Así que los diseñados para vivir a gran
altitud alcanzan una mayor eficiencia en la respiración, pero pagan por ello
con corazones de mayor riesgo. La selección natural darwiniana cuida de
nosotros por esos medios. Así también puede explicarse por qué somos todos tan
singulares. Y es que la evolución no te dejará hacerte muy distinto… salvo que
te conviertas en una nueva especie, claro. La diferencia del 0,1% entre tus genes y los míos se
atribuye a nuestros snips. Ahora bien, si comparases tu ADN con el de una
tercera persona, habría también una correspondencia del 99,9%, pero los snips estarían, en su
mayor parte, en sitios distintos.
Si añades más gente a la comparación, tendrás aún más snips en más lugares aún.
Por cada una de tus 3.200 millones de bases, habrá en algún lugar del planeta una persona,
o un grupo de personas, con una codificación distinta en esa posición. Así que
no sólo es incorrecto hablar de «el» genoma humano, sino que en cierto modo ni
siquiera tenemos «un» genoma humano. Tenemos 6.000 millones de ellos.
Somos todos iguales en un 99,9%, pero, al mismo tiempo, en palabras del bioquímico David
Cox, «podrías decir que no hay nada que compartan todos los humanos, y también
eso sería correcto». Pero aún tenemos que explicar por qué tan poco de ese ADN
tiene una finalidad discernible. Aunque empiece a resultar un poco
desconcertante, la verdad es que parece que el propósito de la vida es
perpetuar el ADN. El 97% denuestro ADN que suele denominarse basura está
compuesto principalmente de grupos de letras que, como dice Matt Ridley, «existen por la pura y
simple razón de que
son buenos en lo de conseguir duplicarse», (El ADN basura tiene una utilidad.
Es la parte que se utiliza en la detección policial. Su utilidad para ese fin
la descubrió accidentalmente Alec Jeffreys, un científico de la Universidad de
Leicester. Cuando estaba estudiando, en 1986, secuencias de ADN, para
marcadores genéticos relacionados con enfermedades hereditarias, la policía
recurrió a él para pedirle que la ayudase a relacionar a un sospechoso con dos
asesinatos. Jeffreys se dio cuenta de que su técnica podía servir perfectamente
para resolver casos policiales… y resultó que era así. Un
joven panadero, con el nombre inverosímil de Colin Pitchfork (horca), fue
condenado a dos cadenas perpetuas por los asesinatos. (N. del A.). En otras
palabras, la mayor parte de tu ADN está dedicada no a ti sino a sí misma. Tú
eres una máquina a su servicio, en vez de serlo ella al tuyo. La vida, como recordarás, sólo
quiere ser, y el ADN es lo que la hace así.
Ni siquiera cuando el ADN incluye instrucciones para hacer genes (cuando
codifica para ellos, como dicen los científicos)
lo hace necesariamente pensando en un mejor funcionamiento del organismo.
Uno de los genes más comunes que tenemos es para una proteína llamada
transcriptasa inversa, que no tiene absolutamente ninguna función conocida
beneficiosa para los seres humanos. Loúnico que hace es permitir que
retrovirus, como
el VIH, penetren de forma inadvertida en el organismo.
Dicho de otro modo, nuestro cuerpo dedica considerable energía a producir una
proteína que no hace nada que sea beneficioso y que a veces nos perjudica.
Nuestro organismo no tiene más remedio que hacerlo porque lo ordenan los genes.
Somos juguetes de sus caprichos. En conjunto, casi la mitad de los genes
humanos (la mayor proporción conocida en un organismo) no hace absolutamente
nada más, por lo que podemos saber, que reproducirse.
Todos los organismos son, en cierto modo, esclavos de sus genes. Por eso es por
lo que el salmón y las arañas y otros tipos de criaturas más o menos
innumerables están dispuestas a morir en el proceso de apareamiento. El deseo
de engendrar, de propagar los propios genes, es el impulso más potente de la
naturaleza. Tal como ha dicho Sherwin B. Nuland:
«Caen los
imperios, explotan los ids, se escriben grandes sinfonías y, detrás de todo
eso, hay un solo instinto que exige satisfacción». Desde un punto de vista
evolutivo, la sexualidad no es en realidad más que un mecanismo de
gratificación para impulsarnos a transmitir nuestro material genético.
Los científicos casi no habían asimilado aún la sorprendente noticia de que la
mayor parte de nuestro ADN no hace nada, cuando empezaron a efectuarse
descubrimientos todavía más inesperados. Los investigadores realizaron, primero
en Alemania y después en Suiza, algunos experimentos bastante extraños que
produjeronresultados curiosamente normales. En uno de ellos cogieron el gen que
controlaba el desarrollo del
ojo de un ratón y lo insertaron en la larva de una mosca de la fruta. La idea
era que podría producir algo interesantemente grotesco. En realidad, el gen de
ojo de ratón no sólo
hizo un ojo viable en la mosca de la fruta, hizo un ojo de mosca. Se trataba de
dos criaturas que llevaban quinientos millones de años sin compartir un
ancestro común, sin embargo podían intercambiar material genético como si fueran hermanas.
La historia era la misma donde quiera que miraran los investigadores.
Descubrieron que podían insertar ADN humano en ciertas células de moscas y que
las moscas lo aceptaban como
si fuese suyo. Resulta que más del
60% de los genes humanos son básicamente los mismos que se encuentran en las
moscas de la fruta. El 90%, como
mínimo, se corresponde en cierto modo con los que se encuentran en los ratones.
(Tenemos incluso los mismos genes para hacer una cola, bastaría activarlos.).
Los investigadores descubrieron en un campo tras otro que, fuese el que fuese
el organismo con el que trabajasen, solían estar estudiando esencialmente los
mismos genes. Parecía que la vida se construyese a partir de un solo juego de
planos.
Investigaciones posteriores revelaron la existencia de un grupo de genes
encargados del control, cada uno de los cuales dirigía el desarrollo de un
sector del cuerpo, a los que se denominó homeóticos (de una palabra griega que
significa «similar») o genes hox.Los genes hox aclaraban un interrogante que
llevaba mucho tiempo desconcertando a los investigadores: cómo miles de
millones de células embrionarias, surgidas todas de un solo huevo fertilizado,
que llevaban un ADN idéntico, sabían adónde tenían que ir y qué tenían que
hacer, es decir, una tenía que convertirse en una célula hepática, otra en una
neurona elástica, una tercera en una burbuja de sangre, otra en parte del
brillo de un ala que bate… Los genes hox son los que les dan las instrucciones
y lo hacen, en gran medida, del
mismo modo para todos los organismos.
Curiosamente, la cuantía de material genético y cómo está organizado no
reflejan siempre, ni siquiera en general, el nivel de complejidad de la
criatura correspondiente. Nosotros tenemos 46 cromosomas, pero algunos helechos
tienen más de 600. El pez pulmonado, uno de los animales complejos menos
evolucionados, tiene 4o veces más ADN que nosotros. Hasta el tritón común es
genéticamente más esplendoroso que nosotros, cinco veces más.
Está claro que lo importante no es el número de genes que tienes, sino lo que
haces con ellos. Conviene saberlo, porque el número de genes de los humanos se
ha visto muy reducido últimamente. Hasta hace poco se creía que los seres
humanos tenían como mínimo 100.000 genes, tal vez bastantes más, pero el número
se redujo drásticamente con los primeros resultados del Proyecto Genoma Humano,
que indicó una cifra más cercana a los 35.000 o 40.000 genes, más o menos el
mismo número de los que seencuentran en la hierba. Esto fue una sorpresa y una
decepción al mismo tiempo. No habrá escapado a tu atención que se ha solido
implicar a los genes en todo género de flaquezas humanas. Algunos científicos
han proclamado entusiasmados, en varias ocasiones, que han hallado los genes
responsables de la obesidad, la esquizofrenia, la homosexualidad, la
delincuencia, la violencia, el alcoholismo, incluso el simple hurto y la
condición de los sintecho. El punto culminante (o nadir) de esta fe en el
biodeterminismo puede que haya sido un estudio, que publicó en 1980 la revista
Science, en que se sostenía que las mujeres son genéticamente inferiores en
matemáticas. En realidad, sabemos que no hay casi nada nuestro que sea tan
acomodaticiamente simple.
Esto es, claro, una lástima en un sentido importante porque, si tuvieses genes individuales
que determinasen la estatura o la propensión a la diabetes o a la calvicie o a
cualquier otro rasgo distintivo, sería fácil (relativamente, por supuesto)
aislarlos y manipularlos. Por desgracia, 35.000 genes funcionando
independientemente no son ni mucho menos suficientes para producir el tipo de
complejidad física que hace un ser humano satisfactorio. Es evidente, pues, que
los genes tienen que cooperar. Hay unos cuantos trastornos (la hemofilia, la
enfermedad de Parkinson, la enfermedad de Huntington
y la fibrosis quística, por ejemplo) que se deben a genes disfuncionales
solitarios, pero la norma es que la selección natural elimina los genes
perjudicialesmucho antes de que puedan llegar a ser un problema permanente para
una especie o una población. Nuestro destino y nuestro bienestar (y hasta el
color de nuestros ojos) no los determinan, en general, genes individuales, sino
conjuntos de genes que trabajan coaligados. Por eso es tan difícil saber cómo
encaja todo y por qué no empezaremos todavía a producir bebés de diseño.
En realidad, cuanto más hemos ido aprendiendo en años recientes, más han
tendido a complicarse las cosas. Resulta que hasta el pensamiento influye en el
modo de trabajar de los genes. La rapidez con la que crece la barba de un
hombre depende en parte de cuánto piense en las relaciones sexuales (porque ese
pensamiento produce una oleada de testosterona). A principios de la década de
los noventa, los científicos hicieron un descubrimiento aún más trascendental
cuando se encontraron con que, al destruir genes supuestamente vitales de
ratones embrionarios y aun así comprobar que los ratones no sólo solían nacer
sanos, a veces eran más aptos en realidad que sus hermanos y hermanas que no
habían sido manipulados. Resultaba que cuando quedaban destruidos ciertos genes
importantes acudían otros a llenar el hueco. Se trataba de excelentes noticias
para nosotros como organismos, pero no tan
buenas para nuestro conocimiento del
modo de funcionar de las células, ya que introducían una capa extra de
complejidad en algo que apenas habíamos empezado a comprender en realidad.
Es principalmente por estos factores que complican lascosas por lo que el
desciframiento del
genoma humano vino a considerarse casi inmediatamente sólo un principio. El genoma,
como ha dicho Eric Lander del MIT, es como una lista de piezas del cuerpo
humano: nos dice de qué estamos hechos, pero no dice nada de cómo funcionamos.
Lo que hace falta ahora es el manual de funcionamiento, las instrucciones para
saber cómo hacerlo funcionar. Aún estamos lejos de eso.
Así que ahora lo que se intenta es descifrar el proteoma humano -un concepto
tan novedoso que el término proteoma ni siquiera existía hace una década-. El
proteoma es la biblioteca de la información que crea las proteínas. «Por
desgracia -
comentaba Scientific American en la primavera de 2002-, el proteoma es mucho
más complicado que el genoma.»
Y decir eso es decir poco. Como recordarás, las proteínas son las bestias de
carga de todos los organismos vivos; en cada célula puede haber, en cada
momento, hasta 100 millones de ellas trabajando. Es muchísima actividad para
intentar desentrañarla. Lo que es aún peor, la conducta y las funciones de las
proteínas no se basan simplemente en su composición química, como sucede con
los genes, sino que depende también de sus formas. Una proteína debe tener,
para funcionar, no sólo los componentes químicos necesarios, adecuadamente
ensamblados, sino que debe estar, además, plegada de una forma extremadamente
específica. «Plegado» es el término que se usa, pero es un término engañoso, ya
que sugiere una nitidez geométrica que no se correspondecon la realidad. Las
proteínas serpentean y se enroscan y se arrugan adoptando formas que son
extravagantes y complejas al mismo tiempo. Parecen más perchas ferozmente
destrozadas que toallas dobladas.
Además, las proteínas son las desinhibidas del mundo biológico. Según del humor
que estén y según la circunstancia metabólica, se permitirán que las
fosforilicen, glicosilicen, acetilicen, ubicuitinicen, farneisilicen, sulfaten
y enlacen con anclas de glicofosfatidilinositol, entre otras muchísimas cosas.
Parece ser que no suele costar mucho ponerlas en marcha. Como dice Scientific
American, bebe un vaso de vino y alterarás materialmente el número y los tipos
de proteínas de todo el organismo. Esto es agradable para los bebedores, pero
no ayuda gran cosa a los genetistas que intentan entender qué es lo que pasa.
Puede empezar a parecer todo de una complejidad insuperable y, en algunos
sentidos, lo es. Pero hay también una simplicidad subyacente en todo esto,
debida a una unidad subyacente igual de elemental en la forma de actuar de la
vida. Todos los habilidosos y diminutos procesos químicos que animan las
células (los esfuerzos cooperativos de los nucleótidos, la transcripción del
ADN en ARN) evolucionaron sólo una vez y se han mantenido bastante bien fijados
desde entonces en toda la naturaleza. Tal como dijo, sólo medio en broma, el ya
difunto genetista francés Jacques Monod, «cualquier cosa que sea cierta de E.
coli debe ser cierta de los elefantes, salvo que en mayor cuantía».Todo ser
vivo es una ampliación hecha a partir de un único plan original. Somos, como
humanos, meros incrementos: un mohoso archivo cada uno de nosotros de ajustes,
adaptaciones, modificaciones y retoques providenciales que se remontan hasta
3.800 millones de años atrás. Estamos incluso muy íntimamente emparentados con
las frutas y las verduras. La mitad, más o menos, de las funciones químicas que
se presentan en un plátano son fundamentalmente las mismas que las que se
producen en nosotros.
No hay que cesar de repetirlo: la vida es toda una. Ésa es, y sospecho que será
siempre, la más profunda y veraz de las afirmaciones.