Imagina lo que sería intentar vivir en un mundo dominado por el óxido de
dihidrógeno, un compuesto que no tiene sabor ni olor y que es tan variable en
sus propiedades que, en general, resulta benigno, pero que hay veces que mata
con gran rapidez. Según el estado en que sehalle, puede escaldarte o
congelarte. En presencia de ciertas moléculas orgánicas, puede formar ácidos
carbónicos tan desagradables que dejan los árboles sin hojas y corroen los
rostros de las estatuas. En grandes cantidades, cuando se agita, puede golpear
con una furia que ningún edificio humano podría soportar. A menudo es una
sustancia asesina incluso para quienes han aprendido a vivir en ella. Nosotros le
llamamos agua.
El agua está en todas partes. Una patata es en un 80%, agua. Una vaca, en un
74%. Una bacteria, en un 75%. Un tomate, que es agua en un 95%, es poco más que
agua. Hasta los humanos somos agua en un 65%, lo que nos hace más líquidos que
sólidos por un margen de casi dos a uno. El agua es una cosa rara. Es informe y
transparente y, sin embargo, deseamos estar a su lado. No tiene sabor y no
obstante nos encanta beberla. Somos capaces de recorrer grandes distancias y de
pagar pequeñas fortunas por verla al salir el Sol. Y, aun sabiendo que es
peligrosa y que ahoga a decenas de miles de personas al año, nos encanta
retozar en ella.
Como el agua es
tan ubicua, tendemos a no darnos cuenta de que es una sustancia extraordinaria.
Casi no hay nada en ella que pueda emplearse para establecer predicciones
fiables sobre las propiedades de otros líquidos y a la inversa. Si no supieses
nada del agua
y basases tus conjeturas en el comportamiento de los compuestos químicamente
más afines a ella (selenuro de hidrógeno o sulfuro de hidrógeno, sobre todo)
esperarías que entrase enebullición a -93°C y que fuese un gas a temperatura
ambiente.
Casi todos los líquidos se contraen aproximadamente un 10% al enfriarse. El
agua también lo hace, pero sólo hasta cierto punto. En cuanto se encuentra a
una distancia mínima de la congelación, empieza (de forma perversa,
cautivadora, completamente inverosímil) a expandirse. En estado sólido, es casi
un décimo más voluminosa que en estado líquido. El hielo, como se expande, flota en el agua («una
propiedad sumamente extraña», según John Gribbin). Si careciese de esta
espléndida rebeldía, el hielo se hundiría y lagos y océanos se congelarían de abajo
arriba. Sin hielo superficial que retuviese el calor más abajo, el calor del agua irradiaría,
dejándola aún más fría y creando aún más hielo. Los océanos no tardarían en
congelarse y seguirían congelados mucho tiempo, probablemente siempre…
condiciones que no podrían sostener la vida. Por suerte para nosotros, el agua
parece ignorar las normas químicas y las leyes físicas.
Todo el mundo sabe que la fórmula química del agua es H20, lo que significa que
consiste en un átomo grande de oxígeno y dos átomos más pequeños de hidrógeno
unidos a él. Los átomos de hidrógeno se aferran ferozmente a su huésped
oxigénico, pero establecen también enlaces casuales con otras moléculas de
agua. La molécula de agua, debido a su naturaleza, se enreda en una especie de
baile con otras moléculas de agua, formando breves enlaces y desplazándose
luego, como participantes de un baile que fuesen cambiando depareja, por
emplear el bello símil de Robert Kunzig. Un vaso de agua tal vez no parezca muy
animado, pero cada molécula que hay en él está cambiando de pareja a razón de
miles de millones de veces por segundo. Por eso las moléculas de agua se
mantienen unidas formando cuerpos como los
charcos y los lagos, pero no tan unidas como para no poder
separarse fácilmente cuando te lanzas, por ejemplo, de cabeza a una piscina
llena de ellas. Sólo el 15% de ellas se tocan realmente en cualquier momento
dado.?
El vínculo es en cierto modo muy fuerte… Ese es el motivo de que las moléculas
de agua puedan fluir hacia arriba cuando se sacan con un sifón y el motivo de
que las gotitas de agua del
capó de un coche se muestren tan decididas a unirse a sus compañeras. Es
también la razón de que el agua tenga tensión superficial. Las moléculas de la
superficie experimentan una atracción más fuerte hacia las moléculas semejantes
a ellas, que hay a los lados y debajo, que hacia las moléculas de aire que
están sobre ellas. Esto crea una especie de membrana lo bastante fuerte como para sostener a los
insectos y permitirnos lanzar piedras al ras de la superficie para hacer
«sopas». Es también el motivo de que cuando nos tiramos mal al agua nos hagamos
daño.
Ni qué decir tiene que estaríamos perdidos sin agua. El organismo humano se
descompone rápidamente si se ve privado de ella. A los pocos días desaparecen
los labios (como
si los hubiesen amputado), «las encías se ennegrecen, la nariz se arruga y se
reducea la mitad de su tamaño y la piel se contrae tanto en torno a los ojos
que impide el parpadeo», según una versión. El agua es tan vital para nosotros
que resulta fácil no darse cuenta de que salvo una pequeñísima fracción, la mayor
parte de la que hay en la Tierra es venenosa para nosotros (muy venenosa)
debido a las sales que contiene.
Necesitamos sal para vivir, pero sólo en cantidades mínimas, y el agua de mar
contiene mucha más de la que podemos metabolizar sin problema (unas setenta
veces más). Un litro típico de agua de mar contendrá sólo aproximadamente dos
cucharaditas y media de sal común (de la que empleamos en la comida), pero
cuantías mucho mayores de otros elementos y compuestos de otros sólidos
disueltos que se denominan colectivamente sales. Las proporciones de estas
sales y minerales en nuestros tejidos son asombrosamente similares a las del agua del mar
(sudarnos y lloramos agua de mar, como han dicho
Margulis y Sagan), pero, curiosamente, no podemos tolerarla como un aporte. Si introduces un montón de
sal en el organismo, el metabolismo entrará en crisis enseguida. Las moléculas
de cada célula de agua se lanzarán como
otros tantos bomberos voluntarios a intentar diluir y expulsar la súbita
afluencia de sal. Eso deja las células peligrosamente escasas del agua que necesitan para sus funciones
normales. Se quedan, en una palabra, deshidratadas. La deshidratación producirá
en situaciones extremas colapsos, desmayos y lesión cerebral. Mientras tanto,
las células de lasangre, sobrecargadas de trabajo, transportarán la sal hasta
los riñones, que acabarán desbordados y dejarán de funcionar. Al dejar de
funcionar los riñones, te mueres. Por eso no bebemos agua salada.
Hay 1.300 millones de kilómetros cúbicos de agua en la Tierra y eso es todo lo
que podemos tener. Es un sistema cerrado: Hablando en términos generales, no se
puede añadir ni sustraer nada al sistema. El agua que bebes ha estado por ahí
haciendo su trabajo desde que la Tierra era joven. Hace 3.800 millones de años,
los océanos habían alcanzado (aproximadamente, al menos) sus volúmenes
actuales.
El reino del
agua se llama hidrosfera y es abrumadoramente oceánico. El 97% del agua del
planeta está en los mares, la mayor parte en el Pacífico, que es mayor que
todas las masas terrestres juntas. El Pacífico contiene en total más de la
mitad de todo el agua oceánica (51,6%), el Atlántico contiene el 23,6% y, el
océano Índico, el 2,2%, lo que sólo deja un 3,6% a todos los mares restantes.
La profundidad oceánica media es de 3,86 kilómetros, con una media en el
Pacífico de unos 300 metros más de profundidad que en el Atlántico y el Índico.
El 60% de la superficie del
planeta es océano de más de 1,6 kilómetros de profundidad. Como dice Philip Ball, deberíamos llamar a
nuestro planeta Agua y no Tierra.
Del 3% de
agua de la Tierra que es dulce, la mayor parte se encuentra concentrada en
capas de hielo. Sólo una cuantía mínima (el 0,036%) se encuentra en lagos, ríos y embalses, y
una cantidad menoraún (sólo el 0,001%) en las nubes en forma de vapor. Casi el
90% del hielo del
planeta está en la Antártida, y la mayor parte del resto en Groenlandia. Si vas al polo
Sur, podrás poner los pies sobre 3,2 kilómetros de hielo; en el polo Norte sólo
hay 4,5 metros. La Antártida sólo tiene 906.770.420 kilómetros cúbicos de
hielo… lo suficiente para elevar el nivel de los océanos unos sesenta metros si
se fundiese todo. Pero, si cayese toda el agua de la atmósfera en forma de
lluvia por todas partes, en una distribución regular, el nivel de los océanos
sólo aumentaría unos dos centímetros.
Por otra parte, lo del nivel del mar es un concepto casi completamente
teórico: los mares no están a nivel. Las mareas, los vientos, las fuerzas de
Coriolis y otros muchos fenómenos hacen que los niveles del agua sean distintos de un océano a otro
e incluso dentro de cada uno de ellos. El Pacífico es 45 centímetros más alto a
lo largo de su borde occidental debido a la fuerza centrífuga que crea la
rotación de la Tierra. Igual que cuando te metes en una bañera llena de agua,
el agua tiende a fluir hacia el otro extremo, como
si no quisiese estar contigo, así la rotación terrestre hacia el este amontona
el agua en los márgenes occidentales del
océano.
Considerando la importancia inmemorial de los mares para nosotros, es
sorprendente lo mucho que tardamos en interesarnos científicamente por ellos.
Hasta bien entrado el siglo XIX, casi todo lo que se sabía sobre los océanos se
basaba en lo que las olas ylas mareas echaban a las playas, costas, así como lo que aparecía en
las redes de los pescadores. Y casi todo lo que estaba escrito se basaba en
anécdotas y conjeturas más que en pruebas materiales. En la década de 1830, el
naturalista inglés Edward Forbes investigó los lechos marinos, en el Atlántico
y el Mediterráneo, y proclamó que en los mares no había vida por debajo de los
600 metros. Parecía un supuesto razonable. A esa profundidad no había luz, por
lo que no podía haber vida vegetal. Y se sabía que las presiones del agua a esas
profundidades eran extremas. Así que fue toda una sorpresa que, cuando se
reflotó en 1860 uno de los primeros cables telegráficos trasatlánticos para
hacer reparaciones, izándolo de una profundidad de más de tres kilómetros, se
comprobase que estaba cubierto de una densa costra de corales, almejas y demás
detritos vivientes.
La primera investigación realmente organizada de los mares se llevó a cabo en
1872, cuando partió de Portsmouth, en un antiguo barco de guerra llamado
Challenger, una expedición conjunta organizada por el Museo Británico, la Real
Sociedad y el Gobierno.
Los miembros de la expedición navegaron por el mundo tres años y medio
recogiendo muestras, pescando y dragando sedimentos. Era un trabajo bastante
monótono, desde luego. De un total de 240 entre científicos y tripulación, uno
de cada cuatro abandonó el barco y ocho murieron o perdieron el juicio,
«empujados a la demencia por la rutina paralizante de años de trabajo tedioso y
demonotonía», en palabras de la historiadora Samantha Weinberg. Pero
recorrieron casi 70.000 millas náuticas, recogieron más de 4.700 especies
nuevas de organismos marinos, recopilaron información suficiente para redactar
un informe de 50 volúmenes -tardaron diecinueve años en terminarlo- y se dio al
mundo el nombre de una nueva disciplina científica: oceanografía. Los
expedicionarios descubrieron también, a través de las mediciones de
profundidad, que parecía haber montañas sumergidas en medio del Atlántico, lo
que impulsó a algunos emocionados observadores a especular sobre la posibilidad
de que hubiesen encontrado el continente perdido de la Atlántida.
Como el mundo
institucional hacía mayoritariamente caso omiso de los mares, quedó en manos de
aficionados entusiastas (muy esporádicos) la tarea de explicarnos qué había
allí abajo. La exploración moderna de las profundidades marinas se inicia con
Charles William Beebe y Otis Barton en 1930. Eran socios igualitarios, pero
Beebe, más pintoresco, ha recibido siempre mucha más atención escrita. Nacido
en 1877 en una familia acomodada de la ciudad de Nueva York, Beebe estudió
zoología en la Universidad de Columbia y trabajó de cuidador de aves en la
Sociedad Zoológica de Nueva York. Cansado de ese trabajo, decidió entregarse a
una vida aventurera y, durante el siguiente cuarto de siglo, viajó por Asia y
Suramérica con una serie de atractivas ayudantes cuya tarea se describió de
forma bastante imaginativa como
de «historiadora y técnica» o de«asesora en problemas pesqueros». Subvencionó
estas empresas con una serie de libros de divulgación con títulos como El borde de la selva
y Días en la selva, aunque también escribió algunos libros respetables sobre
flora, fauna y ornitología.
A mediados de los años veinte, en un viaje a las islas Galápagos, descubrió
«las delicias de colgarse y oscilar», que era como él describía las inmersiones
en alta mar. Poco tiempo después pasó a formar equipo con Barton, que procedía
de una familia aún más rica» había estudiado también en Columbia y ansiaba la aventura. Aunque casi
siempre se atribuye el mérito a Beebe, en realidad fue Barton quien diseñó la
primera batiesfera (del término griego que significa «profundo») y quien aportó
los 12.000 dólares que costó su construcción. Se trataba de una cámara pequeña
y necesariamente fuerte, de hierro colado de 3,75 centímetros de grosor y con
dos portillas pequeñas de bloques de cuarzo de 4,5 centímetros de grosor. Tenía
cabida para tres hombres, pero sólo si estaban dispuestos a llegar a conocerse
muy bien. La tecnología
era bastante tosca, incluso para los criterios de la época. La esfera carecía
de maniobrabilidad (colgaba simplemente al extremo de un cable largo) y tenía
un sistema de respiración muy primitivo: para neutralizar el propio bióxido de
carbono, dejaban abiertas latas de cal sódica y para absorber la humedad abrían
un tubo pequeño de cloruro cálcico, que abanicaban a veces con hojas de palma
para acelerar las reacciones químicas.Pero la pequeña batiesfera sin nombre
hizo la tarea que estaba previsto que hiciese. En la primera inmersión, en
junio de 1930, en las Bahamas,
Barton y Beebe establecieron un récord mundial descendiendo hasta los 183
metros. En 1934 habían elevado ya la marca a más de 900 metros, punto en el que
se mantendría hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Barton estaba
convencido de que el aparato era seguro hasta una profundidad de 1.400 metros,
más o menos, aunque la presión sobre tornillos y remaches se hiciese claramente
audible a cada braza que descendían. Se trataba de un trabajo peligroso, que
exigía valor a cualquier profundidad. A 900 metros, la pequeña portilla estaba
sometida a 19 toneladas de presión por 6,45 centímetros cuadrados. Si hubiesen
sobrepasado los límites de tolerancia de la estructura, la muerte a esa
profundidad habría sido instantánea, como nunca dejaba de comentar Beebe en sus
muchos libros, artículos y emisiones de radio. Pero su principal preocupación
era que el cabrestante de la cubierta del barco, que tenía que sostener una
bola metálica y dos toneladas de cable de acero, se partiese y los precipitase
a ambos al fondo del mar. En cuyo caso nada habría podido salvarlos.
Lo único que no produjeron sus inmersiones fue mucha ciencia digna de ese
nombre. Aunque se encontraron con muchas criaturas que no se habían visto
antes, debido a los límites de visibilidad y a que ninguno de los dos
intrépidos acuonautas había estudiado oceanografía, no fueron capaces
muchasveces de describir sus hallazgos con el tipo de detalle que deseaban los
verdaderos científicos. La esfera no llevaba ninguna luz externa, sólo una
bombilla de 250 vatios que podían acercar a la ventana, pero el agua por debajo
de los 150 metros de profundidad era de todos modos prácticamente impenetrable,
y estaban además observándola a través de 7,5 centímetros de cuarzo, por lo que
cualquier cosa que tuviesen la esperanza de ver tendría que estar casi tan
interesada en ellos como ellos en ella. Así que de lo único de lo que más o
menos podían informar era de que había un montón de cosas raras allá abajo. En
una inmersión que efectuaron en 1934, Beebe se sobresaltó al ver una serpiente
gigante «de más de seis metros de longitud y muy ancha».
Pasó demasiado rápido para que fuese sólo una sombra. Fuese lo que fuese, nadie
ha visto después nada parecido. Los medios académicos desdeñaron en general los
informes de ambos socios.
Beebe, después de su máximo récord de inmersión de 1934, perdió interés por el
asunto y pasó a dedicarse a otras empresas aventureras, pero Barton perseveró.
Beebe había dicho siempre a todo el mundo, cosa que le honra, que el verdadero
cerebro de la investigación era Barton, pero éste pareció incapaz de salir de
las sombras. También él escribió crónicas emocionantes de sus aventuras
submarinas y hasta llegó a actuar en una película de Hollywood titulada Titans
of the Deep [Titanes de las profundidades], en la que aparecía una batiesfera y
se producían numerososenfrentamientos emocionantes, bastante fantásticos, con
agresivos calamares gigantes y cosas por el estilo. Llegó incluso a hacer
anuncios de los cigarrillos Camel («Con ellos no me da el tembleque»). En 1948
elevó en un 50% el récord de profundidad, con una inmersión hasta los 1.370
metros, efectuada en el Pacífico, cerca de California, pero el mundo parecía
decidido a no hacerle caso. Una crítica de prensa de Titans of the Deep
consideraba en realidad que la estrella de la película era Beebe. Barton es
afortunado si llega a conseguir una simple mención hoy día.
De todos modos, estaba a punto de quedar eclipsado por un equipo formado por un
padre y un hijo, Auguste y Jacques Piccard, de Suiza, que estaban proyectando
un nuevo tipo de sonda llamada batiscafo (que significa «navío de
profundidad»). Bautizado con el nombre de Trieste,
por la ciudad italiana en la que se construyó, el nuevo artefacto maniobraba
independientemente, aunque hiciese poco más que subir y bajar. En una de sus
primeras inmersiones, a principios de 1954, descendió por debajo de los 4.000
metros, casi trece veces el récord de inmersión de Barton de seis años atrás.
Pero las inmersiones a gran profundidad exigían muchísimo y costoso apoyo, y
los Piccard fueron precipitándose gradualmente hacia la quiebra.
En 1958 llegaron a un acuerdo con la Marina de Estados Unidos, que otorgaba a
ésta la propiedad pero les dejaba a ellos el control. Con esa inyección de
fondos, los Piccard reconstruyeron la embarcación,dotándola de paredes de casi
13 centímetros de espesor y reduciendo las ventanas a sólo 54 centímetros de
diámetro, es decir, poco más que mirillas.
Pero era ya lo bastante fuerte para soportar presiones verdaderamente enormes
y, en enero de 1960, Jacques Piccard y el teniente Don Walsh de la Marina
estadounidense descendieron lentamente hasta el fondo del cañón más profundo
del océano, la Fosa de las Marianas, a unos 400 kilómetros de la isla de Guam,
en el Pacífico occidental (y descubierta, no por casualidad, por Harry Hess con
su brazómetro). Llevó algo menos de cuatro horas descender 10.918 metros.
Aunque la presión a esa profundidad era de casi 1.196 kilogramos por centímetro
cuadrado, observaron sorprendidos que, al tocar fondo, sobresaltaban a un
habitante de las profundidades, un pleuronéctido (grupo al que pertenecen peces
planos como el rodaballo o el lenguado). No disponían de medios para hacer
fotografías, así que no quedó ningún testimonio visual del suceso. Tras sólo veinte minutos en el
punto más hondo del
mundo, volvieron a la superficie. Ha sido la única vez que los seres humanos
han descendido a tanta
profundidad.
Cuarenta años después, la pregunta que se plantea es, lógicamente, por qué no
ha vuelto a hacerlo nadie desde entonces. En primer lugar, el vicealmirante
Hyman G. Rickover, un hombre de carácter inquieto e ideas firmes, y sobre todo
que controlaba el dinero del departamento correspondiente, se opuso de manera
resuelta a que se efectuasen más inmersiones. En suopinión, la exploración
submarina era un desperdicio de recursos y la Marina no era un instituto de investigación.
Además, la nación estaba a punto de centrarse plenamente en los viajes
espaciales y en el proyecto de enviar un hombre a la Luna, lo que hacía que las
investigaciones de los fondos marinos pareciesen insignificantes y más bien
anticuadas. Pero la consideración decisiva es que el descenso del
Trieste no
había aportado en realidad demasiada información. Como
explicó un funcionario de la Marina
años después: «No aprendimos demasiado de aquello. sPor qué repetirlo?». Era,
en resumen, un esfuerzo demasiado grande para encontrar un lenguado, y
demasiado caro. Se ha calculado que repetir el experimento costaría hoy un
mínimo de 100 millones de dólares.
Cuando los investigadores del medio submarino
comprendieron que la Marina
no tenía la menor intención de continuar con el programa de investigación
prometido, protestaron quejumbrosamente. En parte para aplacar sus críticas, la
Marina aportó fondos
para la construcción de un sumergible más avanzado, que habría de manejar la
Institución Oceanográfica de Massachusetts. Este nuevo aparato, llamado Alvin para honrar de forma un poco compendiada al
oceanógrafo Allyn C. Vine, sería un minisubmarino maniobrable por completo,
aunque no descendería ni mucho menos a tanta
profundidad como el Trieste. Sólo había un problema: los
proyectistas no podían encontrar a nadie dispuesto a construirlo. Según dice
William J. Broad en The Universe Below [Eluniverso submarino]: «Ninguna gran
empresa, como General Dynamics, que hacía
submarinos para la Marina, quería hacerse cargo
de un proyecto desdeñado tanto por la Oficina de Buques como
por el almirante Rickover, las deidades del
padrinazgo naval». Por fin, aunque parezca inverosímil, acabó construyendo el
Alvin General Mills, la empresa alimentaria, en una planta en la que producía
las máquinas con que fabricaba cereales para el desayuno.
En cuanto a qué más había allá abajo, la gente tenía en realidad muy poca idea.
Todavía bien entrada la década de los cincuenta, los mejores mapas de que
disponían los oceanógrafos estaban casi exclusivamente basados en estudios
dispersos y poco detallados, que se remontaban a 1919, insertados básicamente
en un océano de conjeturas. La Marina
estadounidense tenía cartas marinas excelentes para guiar a sus submarinos por
los cañones y guyots o mesetas de los fondos marinos, pero no quería que esa
información cayera en manos soviéticas, por lo que las mantenía en secreto. En
consecuencia, los medios académicos debían conformarse con estudios
esquemáticos y anticuados, o bien basarse en suposiciones razonables. Hoy
incluso nuestro conocimiento de los lechos oceánicos sigue siendo de una
resolución notoriamente baja. Si observas la Luna con un telescopio doméstico
común y corriente, verás cráteres de gran tamaño (Fracastorio, Blancano, Zach,
Planck y muchos otros con los que cualquier científico lunar está
familiarizado) que serían desconocidos siestuviesen en nuestros lechos marinos.
Tenemos mejores mapas de Marte que de ellos.
A nivel de superficie, las técnicas de investigación han ido improvisándose
también sobre la marcha. En 1994 una tormenta barrió de la cubierta del barco de carga
coreano 34.000 pares de guantes de hockey sobre hielo en el Pacífico. Los
guantes, arrastrados por la corriente, viajaron desde Vancouver
hasta Vietnam, ayudando a
los oceanógrafos a rastrear las corrientes
con más exactitud de lo que nunca lo habían hecho.
Hoy Alvin tiene ya casi cuarenta años, pero sigue
siendo el mejor navío de investigación del
mundo. Aún no hay sumergibles que puedan aproximarse a la profundidad de la
Fosa de las Marianas y sólo cinco, incluido el Alvin, que puedan llegar a las
profundidades de la «llanura abisal» (el lecho oceánico profundo), que cubre
más de la mitad de la superficie del planeta. Un sumergible típico supone un
coste diario de funcionamiento de 25.000 dólares, así que no se les lanza al
agua por un capricho, y todavía menos con la esperanza de que se topen por casualidad
con algo interesante. Es más o menos como si
nuestra experiencia directa del mundo de la
superficie se basase en el trabajo de cinco individuos que explorasen con
tractores agrícolas después del
oscurecer. Según Robert Kunzig, los seres humanos pueden haber investigado «tal
vez una millonésima o una milmillonésima parte de los misterios del mar. Tal vez menos.
Mucho menos».
Pero los oceanógrafos son ante todo gente industriosa y han hechocon sus
limitados recursos varios descubrimientos importantes, entre los que se cuenta
uno de 1977 que figura entre los descubrimientos biológicos más importantes y
sorprendentes del
siglo XX. En ese año, el Alvin halló populosas colonias de organismos grandes
que vivían en las chimeneas de las profundidades marinas y en torno a ellas,
cerca de las islas Galápagos, serpúlidos, gusanos tubiformes, de más de tres
metros de longitud; almejas de 30 centímetros de anchura, grandes cantidades de
gambas y mejillones, culebreantes gusanos espagueti. Debían todos ellos su existencia
a vastas colonias de bacterias que obtenían su energía y sustento de sulfuros
de hidrógeno (compuestos muy tóxicos para las criaturas de la superficie), que
brotaban constantemente de las chimeneas. Era un mundo independiente de la luz
solar, del
oxígeno y de cualquier otra cosa en general asociada con la vida. Se trataba de
un sistema vivo que no se basaba en la fotosíntesis sino en la quimiosíntesis,
una posibilidad que los biólogos habrían desechado por absurda si alguien
hubiese sido tan imaginativo como
para proponerla.
Esas chimeneas expulsan inmensas cantidades de calor y de energía. Dos docenas
juntas producen tanta energía como una central eléctrica grande, y las
oscilaciones de las temperaturas que se dan en torno a ellas son enormes. En el
punto de salida del agua se pueden alcanzar los 400°C, mientras que, a unos dos
metros de distancia, el agua puede estar sólo a 2°C o 3°C por encima del punto
decongelación. Un tipo de gusanos llamados alvinélidos vivían justo en los
márgenes, con una temperatura del
agua de 78°C más en la cabeza que en la cola. Anteriormente, se creía que
ningún organismo complejo podría sobrevivir en el agua a temperaturas
superiores a unos 54°C, y allí había uno que sobrevivía a temperaturas más
cálidas y acompañadas además de frío extremo. El descubrimiento transformó
nuestra idea de los requerimientos de la vida. Aclaró también uno de los
grandes enigmas de la oceanografía (algo que muchas personas no nos dábamos
cuenta de que era un enigma), es decir, por qué los océanos no se hacen más
salados con el tiempo. Arriesgándonos a decir una obviedad, diremos que en el
mar hay mucha sal… suficiente para cubrir toda la tierra del planeta con una capa de 150 metros de
espesor. Hacía siglos que se sabía que los ríos arrastran minerales al mar y
que esos minerales se combinan con iones en el agua oceánica para formar sales.
Hasta aquí, ningún problema. Pero lo que resultaba desconcertante era que los
niveles de salinidad del
mar se mantuvieran estables.
En el mar se evaporan a diario millones de litros de agua dulce, que dejan
atrás todas sus sales, por lo que lógicamente los mares deberían ir haciéndose
cada vez más salados con el paso de los años; pero no es así. Algo extrae una
cantidad de sal del
agua equivalente a la cuantía que se incorpora a ella. Durante mucho tiempo,
nadie pudo explicar la razón de esto.
El Alvin aportó la solución al descubrir las chimeneasdel lecho marino. Los
geofísicos se dieron cuenta de que las chimeneas actuaban a modo de filtros de
pecera. Cuando la corteza terrestre absorbe el agua, se desprenden de ella
sales y finalmente el agua limpia vuelve a salir por las chimeneas. El proceso
no es rápido (puede llevar hasta diez millones de años limpiar un océano),
pero, si no tienes prisa, es de una eficacia prodigiosa.
Tal vez no haya nada que exprese con mayor claridad nuestra lejanía psicológica
de las profundidades oceánicas que el hecho de que el principal objetivo
expuesto por los oceanógrafos durante el Año Geofísico Internacional de
1957-1958 fuese el estudio de «la utilización de los lechos marinos para el
vertido de residuos radiactivos». No fue un encargo secreto, sabes, sino un
alarde público orgulloso. De hecho, aunque no se le diese mucha publicidad, en
1957-1958, el vertido de residuos radiactivos se había iniciado ya hacía diez
años, con una asombrosa y vigorosa resolución. Estados Unidos llevaba
transportando bidones de 55 galones de desechos radiactivos a las islas
Fallarone (a unos 50 kilómetros de la costa de California, cerca de San Francisco)
y tirándolos allí por la borda, sin más, desde 1946.
Era una operación sumamente burda. Casi todos los bidones eran del mismo tipo de esos
que se ven oxidándose detrás de las gasolineras o amontonados al lado de las
fábricas, sin ningún tipo de recubrimiento protector. Cuando no se hundían, que
era lo que solía pasar, los acribillaban a balazos tiradores de laMarina, para
que se llenaran de agua y, por supuesto, salían de ellos el plutonio, el uranio
y el estroncio. Cuando se puso fin a esos vertidos en la década de los noventa,
Estados Unidos había arrojado al mar cientos y cientos de miles de bidones en
unos cincuenta emplazamientos marítimos, casi 50.000 en las Fallarone. Pero
Estados Unidos no estaba solo en esto, ni mucho menos. Entre otros entusiastas
de los vertidos se contaban Rusia,
China, Japón,
Nueva Zelanda y casi todas las naciones europeas.
sY qué efectos podría haber producido todo esto en la vida de las profundidades
marinas? Bueno, tenemos la esperanza de que pocos; pero la verdad es que lo
desconocemos por completo. Ignoramos de un modo asombroso, suntuoso y radiante
las características de la vida en las profundidades marinas. Sabemos a menudo
notoriamente poco incluso de las criaturas oceánicas de mayor tamaño, incluida
la más poderosa: la gran ballena azul, una criatura de proporciones tan
leviatanescas que (citando a David Attenborough) su «lengua pesa tanto como un
elefante, tiene el corazón del tamaño de un automóvil y algunos de sus vasos
sanguíneos son tan anchos que podrías bajar nadando por ellos». Es la bestia
más gargantuesca que ha creado la Tierra hasta ahora, mayor aún que los
dinosaurios más voluminosos y pesados. Sin embargo, la existencia de las
ballenas azules es en buena medida un misterio para nosotros. No tenemos la
menor idea de lo que hacen durante mucho tiempo, adónde van a criar, por
ejemplo, o quéruta siguen para hacerlo. Lo poco que sabemos de ellas procede
casi exclusivamente de escuchar sus cantos; pero hasta sus cantos son un
misterio. A veces los interrumpen y luego los reanudan exactamente en el mismo
punto seis meses más tarde. A veces, inician un canto nuevo, que ningún miembro
del grupo
puede haber oído antes pero que todos conocen ya. No entendemos en absoluto
cómo lo hacen ni por qué. Y se trata de animales que tienen que salir
periódicamente a la superficie para respirar.
En cuanto a los animales que no tienen necesidad de salir a la superficie, el
misterio puede resultar aun más torturante. Consideremos lo que sabemos sobre
el fabuloso calamar gigante. Aunque no alcanza ni mucho menos el tamaño de la
ballena azul, es indiscutiblemente un animal de considerable tamaño; tiene los
ojos como
balones de fútbol y arrastra unos tentáculos que pueden llegar a medir 18
metros. Pesa casi una tonelada y es el invertebrado más grande de la Tierra. Si
arrojases uno en una piscina pequeña, casi no quedaría espacio para nada más.
Sin embargo, ningún científico (ninguna persona, que sepamos) ha visto nunca un
calamar gigante vivo. Los zoólogos han dedicado carreras a intentar capturar, o
simplemente ver, un calamar gigante vivo y no lo han conseguido jamás. Se los
conoce sobre todo por los ejemplares muertos que arroja el mar a las playas, en
especial, y por razones desconocidas, a las de la isla del sur de Nueva Zelanda.
Debe de haber gran número de calamares gigantes porqueconstituyen un elemento
básico de la dieta del cachalote, y los
cachalotes comen mucho, (Las partes indigeribles del
calamar gigante, sobre todo el pico, se acumulan en el estómago de los
cachalotes, formando una sustancia llamada ámbar gris, que se emplea como fijador en
perfumería. La próxima vez que te pongas Chanel N° 5 (suponiendo que lo hagas),
puedes pensar, si quieres, que estás rociándote con un destilado de un monstruo
marino nunca visto. (N. del A.)
Según una estimación, podría haber hasta 30 millones de especies marinas, la
mayoría aún por descubrir. El primer indicio de hasta qué punto es abundante la
vida en las profundidades marinas no se conoció hasta fechas tan recientes como
la década de los sesenta, con la invención del trineo epibéntico, un
instrumento de arrastre que captura no sólo organismos del lecho marino y cerca
de él, sino también de los que están enterrados en los sedimentos. En una sola
pasada de una hora por la plataforma continental a una profundidad aproximada
de kilómetro y medio, dos oceanógrafos de Woods Hole, Howard Sandle y Robert
Kessler, capturaron más de 25.000 criaturas (gusanos, estrellas de mar,
holoturias y otros animales parecidos) que representaban 365 especies. Incluso
a una profundidad de casi cinco kilómetros encontraron unas 3.700 criaturas,
que representaban casi 2.100 especies de organismos. Pero la draga sólo podía
capturar las criaturas que eran lo suficientemente lentas o estúpidas como para dejarse atrapar.
A finales de la década delos sesenta, un biólogo marino llamado John Isaacs
tuvo la idea de hacer descender una cámara con un cebo atado a ella y encontró
aún más cosas, sobre todo densos enjambres de culebreantes ciclóstomos, que son
unas criaturas primitivas parecidas a la anguila, y bancos de macruros igual de
rápidas que las flechas como el pez granadero. Donde hay de pronto buen
alimento disponible (por ejemplo, cuando muere una ballena y se hunde hasta el
fondo) se han encontrado hasta 390 especies de criaturas marinas que acuden al
banquete. Curiosamente se descubrió que muchas de esas criaturas llegaban de
chimeneas situadas hasta a 1.600 kilómetros de distancia. Y había entre ellas
algunas como
las almejas y los mejillones, que no tienen en verdad fama de ser grandes
viajeros. Ahora se cree que las larvas de ciertos organismos pueden andar a la
deriva por el agua hasta que, por algún medio químico desconocido, detectan la
proximidad de una fuente de alimentación y la aprovechan.
sPor qué, entonces, si los mares son tan inmensos, los esquilmamos con tanta facilidad? Bien,
para empezar, los mares del
mundo no son ricos en formas de vida de un modo uniforme. Se considera
naturalmente productiva menos de una décima parte del océano. Casi todas las especies
acuáticas prefieren las aguas poco profundas, donde hay calor, luz y materia
orgánica abundante para abastecer la cadena trófica. Los arrecifes coralinos,
por ejemplo, constituyen bastante menos del 1%
del espacio
marino, pero albergan aproximadamente el25 % de la pesca.
Los mares no son tan ricos, ni mucho menos, en otras partes. Consideremos el
caso de Australia.
Con 36.735 kilómetros de costa y unos 23 millones de kilómetros cuadrados de
aguas territoriales, tiene más mar lamiendo su litoral que cualquier otro país del mundo, pero, como
indica Tim Flannery, ni siquiera consigue situarse entre las primeras naciones
pesqueras del
mundo. En realidad, es un gran importador neto de alimentos marinos. Eso se
debe a que gran parte de las aguas australianas están, como
buena parte de la propia Australia,
básicamente desiertas. (Una excepción notable la constituye la Gran Barrera
Coralina de Queensland, que es suntuosamente fecunda.) Como el suelo es pobre, no produce casi
nutrientes en sus residuos líquidos.
Incluso donde prospera la vida, ésta suele ser sumamente sensible a la
perturbación. En la década de los setenta, los pescadores australianos, y en
menor medida los de Nueva Zelanda, descubrieron bancos de un pez poco conocido
que vive a unos 800 metros de profundidad en sus plataformas continentales. Los
llamaban percas anaranjadas, eran deliciosos y había una cantidad inmensa. En
muy poco tiempo, las flotas pesqueras estaban capturando 40.000 toneladas de
percas anaranjadas al año. Luego, los biólogos marinos hicieron unos
descubrimientos alarmantes. La perca anaranjada es muy longeva y tarda mucho en
madurar. Algunos ejemplares pueden tener ciento cincuenta años; puedes haberte
comido una que había nacido cuando reinaba enInglaterra la reina Victoria. Estas
criaturas han adoptado ese tipo de vida extraordinariamente pausado porque las
aguas en que viven son muy pobres en recursos. En esas aguas hay algunos peces
que desovan sólo una vez en la vida. Es evidente que se trata de poblaciones
que no pueden soportar muchas perturbaciones. Por desgracia, cuando se supo
todo esto, las reservas habían quedado ya considerablemente mermadas. Habrán de
pasar décadas, incluso con un buen control, para que se recupere la población,
si es que alguna vez llega a hacerlo.
En otras partes, sin embargo, el mal uso de los océanos ha sido más consciente
que inadvertido. Muchos pescadores cortan las aletas a los tiburones y vuelven
a echarlos al mar para que mueran. En 1998, las aletas de tiburón se vendían en
Extremo Oriente a más de 110 dólares el kilo, y un cuenco de sopa de aleta de
tiburón costaba 100 dólares en Tokio. Según los cálculos del Fondo Mundial para
la Naturaleza, en 1994, se mataban entre 40 y 70 millones de ejemplares de
tiburón al año.
En 1995, unos 37.000 buques pesqueros de tamaño industrial, más un millón de
embarcaciones más pequeñas, capturaban el doble que veinticinco años antes. Los
arrastreros son hoy en algunos casos tan grandes como cruceros y arrastran redes de tal tamaño
que podría caber en una de ellas una docena de reactores Jumbo. Algunos emplean
incluso aviones localizadores para detectar desde el aire los bancos de peces.
Se calcula que, aproximadamente, una cuarta parte de cada red que se
izacontiene peces que no pueden llevarse a tierra por ser demasiado pequeños,
por no ser del
tipo adecuado o porque se han capturado fuera de temporada. Como explicaba un observador en The
Economist: «Aún estamos en la era de las tinieblas. Nos limitamos a arrojar una
red y esperar a ver qué sale». De esas capturas no deseadas tal vez vuelvan a
echarse al mar, cada año, unos 22 millones de toneladas, sobre todo en forma de
cadáveres. Por cada kilo de camarones que se captura, se destruyen cuatro de
peces y otras criaturas marinas.
Grandes zonas del lecho del mar del Norte se dejan limpias mediante
redes de manga hasta siete veces al año, un grado de perturbación que ningún
otro sistema puede soportar. Se está sobreexplotando dos tercios de las
especies del mar del
Norte como
mínimo, según numerosas estimaciones. Las cosas no están mejor al otro lado del
Atlántico. El hipogloso era en otros tiempos tan abundante en las costa de
Nueva Inglaterra que un barco podía pescar hasta 8.000 kilos al día. Ahora, el
hipogloso casi se ha extinguido en la costa noreste de Estados Unidos.
Pero no hay nada comparable al destino del
bacalao. A finales del siglo XV, el explorador
John Cabot encontró bacalao en cantidades increíbles en los bancos orientales
de Norteamérica, zonas de aguas poco profundas muy atractivas para los peces
que se alimentan en el lecho del mar, como el bacalao. Había
tantos bacalaos, según el asombrado Cabor, que los marineros los recogían en
cestos. Algunos bancos eraninmensos. Georges Banks, en la costa de Massachusetts, es mayor
que el estado con que linda. El de Grand Bank, de la costa de Terranova, es
todavía mayor y estuvo durante siglos siempre lleno de bacalao. Se creía que
eran bancos inagotables. Sin embargo, se trataba, por supuesto, de cualquier
otra cosa menos eso.
En 1960 se calculaba que el número de ejemplares de bacalao que desovaban en el
Atlántico Norte había disminuido en 1,6 millones de toneladas. En 1990, la
disminución había alcanzado la cantidad de 22.000 toneladas. El bacalao se
había extinguido a escala comercial. «Los pescadores -escribió Mark Kurlansky
en su fascinante historia El Bacalaohabían capturado a todos.» El bacalao puede
haber perdido el Atlántico Occidental para siempre. En 1992 se paralizó por
completo su pesca en Grand Bank, pero en el otoño del año 2002, según un
informe de Nature, aún no se habían recuperado las reservas. Kurlansky explica
que el pescado de los filetes de pescado o de los palitos de pescado era en
principio de bacalao, pero luego se sustituyó por el abadejo, más tarde por el
salmón y últimamente por el polaquio del Pacífico. En la actualidad, comenta
escuetamente: «Pescado es cualquier cosa que quede».
Se puede decir en gran medida lo mismo de muchas otras especies marinas que se
emplean en la alimentación. En los caladeros de Nueva Inglaterra, de la costa
de Rhode Island, solían pescarse en otros tiempos langostas que pesaban nueve
kilos. A veces llegaban a pesar más de trece. Las langostaspueden vivir
decenios si las dejan en paz (se cree que hasta setenta años) y nunca dejan de
crecer. Ahora se capturan pocas langostas que pesen más de un kilo. «Los
biólogos -según el New York Times-calculan que el 90% de las langostas se pesca
un año después de que alcance el tamaño mínimo legal, a los seis años
aproximadamente.» Pese a la disminución de las capturas, los pescadores de
Nueva Inglaterra siguen obteniendo incentivos fiscales federales y estatales
que los impulsan (en algunos casos casi los fuerzan) a adquirir embarcaciones
mayores y a explotar el mar de forma más intensiva. Hoy día, los pescadores de
Massachusetts sólo pueden pescar el repugnante ciclóstomo, para el que todavía
existe un pequeño mercado en Extremo Oriente, pero ya empieza a escasear.
Tenemos un desconocimiento notorio de la dinámica que rige la vida en el mar.
Mientras la vida marina es más pobre de lo que debería en zonas que han sido
esquilmadas por la pesca abusiva, en algunas aguas pobres por naturaleza hay
mucha más vida de la que debería haber. Los océanos australes, que rodean la
Antártida, sólo producen aproximadamente el 3% del fitoplancton del mundo,
demasiado poco, da la impresión, para alimentar un ecosistema complejo; y, sin
embargo, lo alimentan. Las focas cangrejeras no son una especie animal de la
que hayamos oído hablar muchos de nosotros, pero pueden ser en realidad la
especie de animales grandes que ocupa el segundo puesto por su número en la
Tierra después de los seres humanos. En el hieloa la deriva que rodea el
continente antártico puede que vivan hasta 15 millones de ellas. Tal vez haya
otros dos millones de focas de Weddell, al menos medio millón de pingüinos
emperador y puede que hasta cuatro millones de pingüinos adelia. Así que la
cadena alimentaria es de una inestabilidad desesperante, pero, de algún modo,
funciona. Lo más notable del asunto es que no sabemos cómo.
Todo esto es un medio muy tortuoso de explicar que sabemos muy poco del mayor
sistema terrestre. Pero, bueno, como veremos en las páginas que nos quedan, en
cuanto se empieza a hablar de la vida, hay muchísimo que no sabemos… entre
otras cosas, cómo se puso en marcha por primera vez.