BEN-HUR
Autor: Lewis Wallace
Primera publicación en papel: 1880
Colección Clasicos Universales
Diseño y composición: Manuel Rodríguez
© de esta edición electrónica: 2009, liberbooks.com
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Lewis Wallace
BEN-HUR
Índice
PRIMERA PARTE
Libro primero
I. En el desierto . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II. Encuentro de los magos. . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . .
III. Habla el ateniense. — La fe . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . .
IV. Habla el indio.
— El amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
.
V. Relato del egipcio. — Buenas obras. . . . . . . . .
. . . . . .
VI. La puerta de Jaffa.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
VII. José y María se dirigen a Belén. .
. . . . . . . . . . . . . .
VIII. La estrella en el cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
IX. Cristo ha nacido . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .
X. Los Magos llegan a Jerusalén . . . . . . . . . . . . . . . . . .
XI. Los Magos encuentran al Niño . . . . . . . . . . . . . . . .
Libro segundo
I. Ben-Hur y Mesala . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .
II. Un hogar judío. . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . .
III. Las cosas extrañas que Ben-Hur precisaba conocer. .
75
81
85
IV. El accidente de Graco . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .. . .
V. Un galeote. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
89
97
Libro tercero
I. Quinto Arrio se embarca. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
II. Combate naval. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
III. Simónides y Esther. . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . .
IV. En el bosque de Dafne . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
V. El «sheik» Ilderín . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
103
121
145
153
161
SEGUNDA PARTE
Capítulo I. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . 169
Capítulo II . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . 185
Capítulo III . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . 269
primera parte
LIBRO PRIMERO
I
EN EL DESIERTO
J
ebel-es-Zubleh es una cordillera de noventa y dos kilómetros y medio,
aproximadamente, pero tan sumamente angosta, que su representación
grafica en el mapa es de un inmenso reptil que se arrastrara de Norte a
Sur. Quien situado sobre sus cimas peñascosas, entre rojizas y
blanquecinas, mirara alla abajo, hacia el lado por donde sale el sol, no
vería mas que el desierto de Arabia, vasta soledad arenosa en la
que los vientos del Este, tan ominosos para los viñadores de Jericó,
han conservado su imperio desde los tiempos del Génesis. Al pie de sus
laderas se acumulan las arenas, impulsadas desde el Éufrates, por el
simoun, y queson detenidas allí por esta cadena de montañas, especie
de baluarte que protege las tierras de pastos de Moab y de Amón,
mas al Occidente, y que en otro tiempo formaba parte del desierto.
Los arabes han impuesto su lengua sobre todas
las comarcas al sur y al este de Judea.
Así, pues, en su idioma el viejo Jebel es el padre de los numerosos
torrentes o barrancos que, cortando la vía romana —en la
actualidad imagen mezquina de lo que fue, ya que sólo es un sendero
Lewis Wallace
polvoriento para los peregrinos sirios que van a la Meca o regresan de esta
población—, dirigen sus cauces, mas profundos conforme van
avanzando, hacia las quebradas por donde se precipitan las aguas de
aluvión, que en la estación de las lluvias se vierten en el
Jordan y, finalmente, en el Mar muerto. Por uno de estos torrentes secos
—para ser exactos, por el que nace en la punta del
Jebel y, extendiéndose hacia el noroeste, se convierte al fin en el
cauce del río Jabbok— se
dirigía un viajero hacia la alta meseta del desierto.
Podría tener unos cuarenta y cinco años.
Su barba, que en otro tiempo debió ser
negrísima, tenía hebras plateadas, y le caía abundosa y
ondulante sobre el pecho. Su
rostro, oscuro como el
grano tostado del café, lo ocultaba
tanto bajo el rojo «kufiyeh» (nombre que actualmente los
hijos del
desierto dan al turbante), que apenas era visible.
De vez en cuando levantaba los ojos, que eran grandes y negros.
Vestía el flotante ropaje tan común en Oriente; pero no
podríamosdescribirlo minuciosamente porque iba sentado sobre un gran dromedario blanco, en una especie de
palanquín que cubría un toldo.
Cuando el paciente animal logró trasponer el último recodo del torrente, el viajero se encontraba mas
alla de los confines del Belka, el antiguo Amón. Eran las primeras horas de la mañana.
Todo vestigio de camino había desaparecido, pero el dromedario
proseguía la marcha a su albedrío, sin que el viajero pensara en
dirigirlo; y sin que, durante las dos horas que aquél avanzara al mismo
trote, siempre en dirección al este, se moviera de su posición ni
dirigiese la mirada a derecha o a izquierda.
Ben-Hur
A las doce del día, exactamente, el dromedario, por
su propia voluntad, se detuvo, profiriendo ese grito o
gemido, extrañamente quejumbroso, por medio del cual
protesta contra una carga excesiva o solicita los cuidados
del amo.
El viajero se enderezó entonces, como si
despertara de
un sueño; levantó las cortinas del «hudah», miró al sol
examinó el país por todos lados cuidadosamente, cual si
tratase de identificar un lugar señalado de antemano, y
satisfecho de su inspección aspiró el aire ampliamente y
movió la cabeza diciéndose: «¡Al fin! ¡Al fin!» Un instante
después cruzaba las manos sobre el pecho y se ponía a
orar en silencio.
A su alrededor el silencio era absoluto.
Parecía como si
la Naturaleza se asociara también a la plegaria del hombre
y no quisiera interrumpir con el menor rumor, augusto
momento en que una criatura dedicaba a Dios suspensamientos y su
corazón.
13
II
ENCUENTRO DE LOS MAGOS
E
l viajero, como ahora
podía vérsele, pues me hallaba
de pie y apoyado sobre el cuello del
dromedario, era
de admirables proporciones; no de elevada estatura, pero
fuerte y robusto. Hablase aflojado el cordón de seda que
sostenía su «kufiyeh» sobre la cabeza y echado hacia
atras
los pliegues, quedando al descubierto el rostro, el cual era
enérgico, de tez bronceada, casi negra; la frente amplia, la
nariz aguileña, el angulo de los ojos ligeramente levantado, el
cabello abundante, lacio, aspero y de un brillo metalico, que
caía sobre sus hombros en trenzas, eran signos de
su origen imposible de disfrazar. Así estan
representados
los Faraones, los últimos Ptolomeos y Mizrain, el padre
de la raza egipcia.
El largo y fatigoso recorrido debió sin duda entumecer
los miembros del
viajero, pues se puso a frotarse las manos y a pisotear la tierra dando vueltas
en torno a su fiel
servidor, cuyos brillantes ojos se entornaban de cuando
en cuando, contento por el reposo y el alimento que había
logrado al fin. A menudo se detenía en sus vueltas y, con
la mano sobre los ojos para protegerlos de la viva luz
del
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Lewis Wallace
sol, examinaba el Desierto hasta los confines extremos
del
horizonte.
Evidentemente, sentíase contrariado; no obstante,
confiaba mucho en que la esperada compañía había de
llegar.
Como prueba de ello se acercó a la
litera, y del cajón
opuesto al que había ocupado sacó una esponja y una calabaza
llena de agua,y lavó los ojos, el morro y las
narices
del
dromedario. Después extrajo del mismo receptaculo
un gran lienzo redondo con rayas rojas y blancas, un manojo de estaquillas y
unos trozos de caña embutidos unos
en otros. Con estas cañas y luego de algunas preparaciones sumamente
ingeniosas, formó un pie central mas
alto
que un hombre de regular estatura. Plantado el mastil
y
colocadas las estaquillas alrededor, el viajero extendió el
lienzo por encima y se quedó, puede decirse, en su casa.
De la litera sacó, ademas, una alfombra y cubrió con ella
el suelo. Hecho todo eso, barrió con escrupulosidad
alrededor de la tienda.
***
Después se volvió hacia el dromedario y en una lengua
extraña al desierto, le dijo en voz baja:
—Estamos muy lejos de casa, ¡oh, tú, competidor de
los vientos mas rapidos! Pero Dios se halla con nosotros.
¡Tengamos paciencia!
Tomó algunos puñados de habas secas de una bolsa
que pendía de la silla y las metió en un
saco que colgó
bajo el hocico del
animal. Al observar con cuanto gusto
saboreaba el alimento su fiel servidor, se volvió y
escudriñó nuevamente el mar de arena que le rodeaba, quedan-
16
Ben-Hur
do deslumbrado por el resplandor del sol, entonces en su
cenit.
—Vendran —dijo tranquilamente—. El que me guió
a mí
los guía a ellos. Estoy dispuesto a recibirlos.
De las bolsas que colgaban dentro del cajón y de una
especie de cesta de sauce que formaba parte de su equipaje, extrajo algunos
comestibles para un refrigerio.
Como
preparación final, alrededorde sus provisiones
extendió tres pequeños trozos de un tejido de seda, que se
usaban en los refinados pueblos de Oriente para cubrir las
rodillas de los huéspedes mientras comen. Esta
circunstancia indica que aguardaba a dos personas, las que habían
de participar de la colación.
Salió fuera de la tienda. Alla abajo,
hacia el este, se
columbraba un punto negro. Se quedó inmóvil, cual si
hubiera echado raíces en el suelo sus ojos se dilataron y
sintió un escalofrío en todo su cuerpo como si le hubiese
tocado con un soplo un ser sobrenatural. El punto negro
creció; se hizo grande como
la mano y al fin comenzó a
adquirir formas definidas. Poco después podía
distinguírsele perfectamente; quien se acercaba viajaba a lomos de
un camello alto y blanco, en el «hudah» o
litera de los
viajeros del Indostan. El egipcio cruzó sus
manos sobre el
pecho y miró al cielo.
—¿Sólo Dios es grande! —exclamó y sus ojos se
llenaron
de lagrimas y su alma de santo pavor.
***
El viajero llegó al fin, y se detuvo. Él también
pareció como
si despertase de un sueño. Contempló el camello, que es-
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Lewis Wallace
taba arrodillado, la tienda y al hombre que, de pie a la
puerta, diríase que se hallase en oración; cruzó las manos
inclinó la cabeza y rezó en silencio. Luego
saltó ligero desde el cuello de su camello a tierra y avanzó
hacia el egipcio
al tiempo que éste salía a su encuentro. Por un instante se
miraron uno a otro; luego se abrazaron, el brazo de cada
uno sobre el hombro izquierdo del otro, yel
derecho alrededor del
talle, apoyando al propio tiempo la barbilla
en el hombro izquierdo primero y en el derecho después.
—La paz
sea contigo, ¡oh, siervo del Dios verdadero!
—saludó el que llegaba.
—Y tú, ¡oh, hermano de la buena fe!
¡Bien venido y
que la paz
sea contigo igualmente! —contestó el egipcio
con fervor.
El que acababa de llegar era alto y descarnado, de
cara enjuta y de ojos hundidos; tenía el cabello y la barba
blancos y la tez entre el matiz del cinamono y
del bronce.
Tampoco llevaba armas.
—¡Sólo Dios es grande! —exclamó luego del
abrazo.
—¡Y benditos los que le sirven! —respondió el egipcio
maravillandose de oír en la boca del recién llegado la
parafrasis de su propia exclamación—. Pero aguardemos
—agregó—, aguardemos, porque, mira, ¡el otro viene
allí!
Ambos miraron hacia el norte: un tercer camello,
también blanco, avanzaba majestuosamente hasta ellos, al
igual que un buque entra en el puerto. Esperaron de pie
uno al lado del
otro, hasta que el que llegaba se aproximó
desmontó y adelantó hacia donde se encontraban.
—La paz
sea contigo, ¡oh, hermano mío! —exclamó,
dirigiéndose primeramente al indio,
el cual contestó:
—¡Hagase la voluntad de Dios!
18
Ben-Hur
***
El que acababa de llegar no se parecía a sus amigos; su
constitución era mas delicada, su tez blanca; una maraña
de cabellos ligeramente rizados y rubios formaban una
perfecta corona sobre su cabeza pequeña, pero hermosa
el ardor de sus pupilas, de color azul oscuro, denotaba un
espírituentusiasta y un caracter jovial. No llevaba nada en
la cabeza y tampoco usaba armas. Vestía un manto tirio,
que le caía con graciosa negligencia, y bajo él una túnica
de mangas cortas y sin cuello, plegada a la cintura por una
faja, llegandole aquélla hasta cerca de las rodillas, dejando
la garganta, brazos y piernas al descubierto. Calzaba
sandalias. Cincuenta años, acaso algunos mas,
habían pasado
por él sin otro efecto, al parecer, que hacer mas severo
su continente y mas concisa y reflexiva su palabra. En
cuanto a la raza a que pertenecía podría afirmarse que si
no procedía directamente de la estirpe de Atenea, de alla
descendían sus abuelos.
***
Cuando sus brazos cesaron de apretar contra su pecho al
egipcio, dijo éste con voz trémula:
—El Espíritu me trajo a mí el primero; me considero
por consiguiente, como el escogido para siervo
de mis
hermanos. La tienda esta levantada y el pan dispuesto
para el desayuno. Permitidme que cumpla con mi deber.
Y cogiendo a ambos por las manos los condujo dentro
y les quitó las sandalias y ungió sus pies, vertiéndoles
agua
en las manos y secandolas luego con un paño blanco.
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Lewis Wallace
Acto seguido se lavó él también las manos y dijo:
—Cuidemos de nuestro cuerpo, hermanos, como lo exige
nuestra misión; comamos para encontrarnos fuertes
y poder cumplir con nuestro deber hasta el final. Ahora
bien, sepamos cada uno quién es el otro, de dónde viene
y de qué forma ha sido llamado.
Les hizo sentar uno enfrente del otro. Los tres, al
mismotiempo, inclinaron sus cabezas, cruzaron las manos
sobre el pecho, y en voz alta y al unísono
pronunciaron
esta sencilla acción de gracias: «Padre de todo lo que vive.
¡Oh Dios! Lo que tenemos delante es tuyo; recibe nuestro
agradecimiento y bendícenos a fin de que podamos proseguir cumpliendo tu
voluntad.»
Tras la última palabra alzaron los ojos y se miraron
asombrados: cada uno se había expresado en una lengua
que nunca hasta entonces había sido oída por los otros y
no obstante, cada cual comprendió perfectamente lo que
dijeron los otros dos. Sus almas se exaltaron llenas
de la
emoción divina; por este milagro reconocían la Divina
Providencia.
Tan verdad es que el lenguaje humano empezó a ser
confuso cuando los hombres se olvidaron de Dios, y volvió a ser claro e
inteligible cuando Él volvió a ser el centro
de los afanes de los hombres.
Los tres reyes venían a verlo a Él y a
adorarlo.
Una misma idea les unía. ¿Era
extraño que sus lenguas
se entendieran, cuando su misión era la misma?
Dios había vuelto su mirada a la tierra y el Verbo
estaba a punto de llegar. Tres hombres sabios y
buenos empezaban a entenderse en lenguas distintas. La Providencia
divina se manifestaba ya.
20
III
HABLA EL ATENIENSE. – LA FE
E
sta entrevista tuvo lugar en el mes de diciembre. El
que en dicha estación viaja por el desierto, experimenta vivo apetito.
Los tres viajeros tenían hambre y comieron
alegremente, y tras el vino, empezaron a hablar. A
propuesta del
egipcio, hizo primeramente uso de lapalabra el viajero que había llegado
el último. Comenzó éste
diciendo, con voz lenta que poco a poco se fue haciendo
mas viva, que sentía un gozo indecible por la misión que
le había sido confiada, lo que indicaba, sin lugar a dudas
que tal era la voluntad de Dios. Sus compañeros le miraban llenos de
simpatía y con ojos empañados de lagrimas.
El griego se refirió luego a su país,
añadiendo que se llamaba Gaspar y era hijo de Cleanto, el ateniense.
Continuó
diciendo que él, como hijo de un país
entregado siempre al
estudio, había heredado esta pasión por el saber. Dos de
los mas esclarecidos filósofos griegos enseñaban, el uno
la
doctrina del alma individual, afirmando la inmortalidad
el otro, la doctrina de un solo Dios infinitamente justo.
Creyendo firmemente que había una estrecha relación
entre la existencia del Dios único y el alma del
hombre
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invocó al Cielo para que le esclareciese este misterio; pero
como ninguna
voz descendiera en su ayuda, lleno de desesperación huyó de las
ciudades, abandonando las escuelas de los filósofos.
Una grave sonrisa de aprobación iluminó la enjuta faz
del indio.
—En el septentrión de mi país, en la Tesalia
—continuó
el griego—, hay una montaña famosa, morada de los dioses, en donde
Zeus, a quien mis compatriotas creen el
dios supremo, tiene su morada. Su nombre es Olimpo
y allí me dirigí yo. Busqué una gruta en la colina que se
halla en el punto donde la montaña que viene del Oeste
se inclina hacia el Sudeste,permaneciendo entregado a
la meditación, o mejor dicho, esperando alcanzar lo que
pedía a cada instante: una revelación. Creyendo
en Dios
invisible, aunque supremo, consideré posible aplacarlo
con mis lamentaciones, para que tuviese compasión de
mí y me diese una respuesta.
—¿Lo hizo? ¿Lo hizo?
—inquirió el indio, llevando las manos que
descansaban sobre el paño de seda hasta su pecho.
—Escuchadme, hermanos —pidió el griego, calmandose
con un esfuerzo—. La entrada de mi retiro miraba
hacia
un brazo de mar, hacia el golfo Termaico. Un día vi a un
hombre que se lanzó al agua desde el puente de un buque
que surcaba el golfo. Nadó hasta la orilla y yo lo
saqué y
cuidé. Se trataba de un judío muy
versado en la historia
y en las leyes de su país. Por él supe que el
Dios de mis
oraciones existía, en realidad, y que había sido por los
siglos su legislador, su libertador, su rey. ¿Qué era esto
sino la revelación con que yo soñaba? Mi fe
no había sido
infructuosa: ¡Dios me respondía!
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Ben-Hur
—Como lo hace todo el que se dirige a Él con fe —observó el indio.
El griego continuó diciendo que el hombre a quien había salvado
le aseguró que los profetas, que en las edades que siguieron a la
primera Revelación se acercaron a
Dios y le hablaron, habían manifestado que El vendría de
nuevo, agregando que esta segunda venida era inminente
y que en Jerusalén le estaban aguardando con vivísima
impaciencia.
Gaspar hizo una pausa y el entusiasmo que reflejaban
sus facciones desapareció súbitamente.
Al cabode un rato, prosiguió:
—Verdad es que aquel hombre me dijo que Dios y la
revelación de que me hablaba, se referían solamente a
los judíos y que únicamente para ellos sería su segunda
aparición en la tierra. El que había de venir
sería rey de
los judíos. «¿No habra nada para el resto del mundo?»,
le pregunté. «No», fue la
contestación que me dio orgullosamente. «No,
sólo nosotros somos el pueblo elegido».
El griego no sintió, por ello, disminuir sus esperanzas.
Se entregó con igual fervor a sus oraciones, pidiendo que
le fuese dado ver al Rey cuando adviniese y permitido
adorarle. Una noche, en que se encontraba sentado a la
puerta de su caverna, meditando sobre los misterios de
la existencia y del Destino, intentando profundizar en
la
esencia del ser divino, sintió de
repente que el mar se dilataba a lo lejos, o mas bien que del seno de las
tinieblas
en que estaba envuelto, veía surgir una estrella luminosa.
La vio remontarse poco a poco hasta subir a lo alto de
la colina, precisamente sobre su cabeza, de tal forma
que
sus rayos caíanle sobre la frente. El griego se prosternó
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Lewis Wallace
cayó en éxtasis y en el sueño profundo que se
apoderó de
él percibió una voz que le decía: «¡Oh,
Gaspar! ¡Tu fe ha
vencido! ¡Bienaventurado seas! Con otros dos hombres
que llegaran de las mas distantes regiones de la tierra,
veras a Aquél que ha sido anunciado y veras un testimonio
de Él y la ocasión de testimonio sobre Él. Vete mañana en
busca de ellos y confía en el Espíritu, que
teguiara». Así
lo hizo el griego, vistiendo su traje de otros tiempos. Hizo
señales a un barco que navegaba a lo largo de la costa, y
habiéndole admitido a bordo, desembarcó en Antioquía
en donde compró el camello y sus arreos. A través de los
huertos y vergeles que esmaltan las orillas del Orontes,
marchó a Emesa, pasando por Damasco, Bostra y Filadelfia, hasta llegar
al desierto, en donde se reunió con sus
dos compañeros.
24
IV
HABLA EL INDIO.
– EL AMOR
–P
odéis llamarme, hermanos, Melchor. Me expreso
en una lengua que si no es la mas antigua del mundo, es la primera
que tuvo una literatura. Me refiero al
sanscrito de la India.
Soy indio
por el nacimiento.
Melchor procedía de una casta brahmanica,
habiendo pertenecido a la orden primera de esta religión, cuyo
género de vida era el de neófito o estudiante. Cuando se
hallaba preparado para ingresar en la segunda orden, es
decir, cuando ya le estaba permitido casarse y ser cabeza
de familia, empezó a manifestar sus dudas, siendo tratado
como
hereje. Aspiraba a vislumbrar una luz en lo alto y se
consumía por ver qué era lo que brillaba sobre él. Al fin
—y al cabo de bastantes años—, un día le fue dado
contemplar el principio de la vida, el fundamento de la religión,
el lazo entre el alma y Dios; el amor. Al llegar aquí en su
discurso, su arrugada faz pareció arder en viva llama de
amor, y juntó las manos con pasión. El egipcio
y el griego
le contemplaron, y el segundo, especialmente, no pudo
contener sus lagrimas.
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